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EL FEDERALISTA

Número 19



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Los ejemplos de las confederaciones antiguas, citados en mi último artículo, no han agotado la fuente de las enseñanzas de la experiencia sobre este tema. Existen instituciones en la actualidad, fundadas en un principio análogo, que merecen especial atención. La primera que se presenta ante nosotros es la organizacion germánica.

En los primeros años de la Cristiandad, Alemania estaba ocupada por siete naciones distintas, que carecían de jefe común. Una de éstas, los francos, tras de conquistar las Galias, establecieron allí el reino que ha tomado su nombre. En el siglo IX, Carlomagno, su belicoso monarca, condujo sus armas victoriosas en todas direcciones; y Alemania vino a ser una parte de sus vastos dominios. Al tiempo de la desmembración que ocurrió bajo sus hijos, esa parte quedó constituida en un imperio separado e independiente. Carlomagno y sus descendientes inmediatos poseyeron en realidad, así como en dignidad e insignias, el poder imperial, pero los principales vasallos, cuyos feudos se habían hecho hereditarios y que integraban las dietas nacionales no abolidas por Carlomagno, se independizaron poco a poco hasta alcanzar la autonomla y la autoridad suprema. El poder imperial no fue suficiente para reprimir a tan pujantes vasallos, ni para conservar la unidad y la tranquilidad del imperio. Entre los distintos príncipes y Estados estallaron las más encarnizadas guerras civiles con su séquito de toda especie. La autoridad del emperador, impotente para mantener el orden público, disminuyó gradualmente hasta casi extinguirse durante la anarquía que perturbó el largo intervalo entre la muerte del último emperador de la dinastía de Suabia y la ascensión al poder del primer emperador de la Casa de Austria. En el siglo XI los emperadores gozaban de plenitud de soberanía; en el siglo xv tenían poco más que los símbolos y el aparato del poder.

De este sistema feudal, que ya presenta muchos de los puntos esenciales de una confederación, procede e sistema federal en que está organizado el imperio germánico. Sus poderes residen en una dieta que representa a los miembros integrantes de la confederación; en el emperador, que es el magistrado ejecutivo, y que puede vetar los decretos de la dieta, y en la cámara imperial y el consejo áulico, que son dos tribunales judiciales que poseen la jurisdicción suprema en las controversias que conciernen al imperio o que se suscitan entre sus miembros.

La dieta posee la facultad general de legislar para el imperio; de hacer la guerra y la paz; de entrar en alianzas; de fijar los contingentes de tropa y dinero; construir fortalezas; reglamentar la acuñación de moneda; admitir nuevos miembros, e imponer a los rebeldes la expulsión del imperio, con la cual quien la sufre queda privado de sus derechos soberanos y pierde sus propiedades. Los miembros de la confederación tienen expresamente prohibido entrar en pactos perjudiciales al imperio; imponer peajes o derechos sobre su mutuo intercambio, sin el permiso del emperador y de la dieta; alterar el valor de la moneda; incurrir recíprocamente en actos violentos e ilegales, y ayudar u ocultar a quienes conturben la paz pública. La expulsión se decreta contra quien infrinja cualquiera de estas restricciones. Los miembros de la dieta, como tales, deben ser juzgados en todos los casos por ésta y el emperador, y en su calidad de personas privadas por el consejo aulico y la camara imperial.

El emperador goza de numerosas prerrogativas. Las más importantes son: el derecho exclusivo de presentar iniciativas a la dieta; de vetar sus resoluciones; de nombrar embajadores; de conferir títulos y dignidades; llenar los electorados vacantes; fundar universidades; conceder privilegios que no sean perjudiciales para los Estados del imperio; percibir y dar aplicación a las rentas públicas, y, en general, cuidar de la seguridad común. En ciertos casos, los electores actúan como su consejo. En tanto que el emperador no posee ningún territorio dentro del imperio, ni recibe suma alguna para sus gastos. Pero su renta y sus dominios particulares, hacen de él uno de los príncipes más poderosos de Europa.

Ante semejante desfile de poderes constitucionales depositados en los representantes y el jefe de la confederación, era naturalmente de suponerse que constituiría una excepción a la índole general de sistemas semejantes. Nada más lejos de la realidad. El principio fundamental en que descansa, de que el imperio es una comunidad de soberanos, que la dieta es una representación de soberanos, y que las leyes se dictan para entidades soberanas, hace del imperio un cuerpo enervado, incapaz de gobernar a sus miembros, inseguro frente a los peligros del exterior y agitado en su interior por una continua fermentación.

La historia de Alemania es una historia de guerras entre el emperador y los príncipes y Estados; de luchas de los príncipes y los Estados entre sí; de libertinaje de los fuertes y la opresión de los débiles; de intrusiones e intrigas extranjeras; de incumplimiento total o parcial de las requisiciones de hombres y dinero; de intentos para hacerlas efectivas, que abortaban por completo o tenían como consecuencia matanzas y devastaciones, en las que se confundía al inocente y al culpable; una historia, en fin, de ineptitud general, confusión y sufrimiento.

En el siglo XVI, el emperador, sostenido por una parte del imperio, declaró la guerra a los demas príncipes y Estados. En uno de los combates, el emperador mismo tuvo que huir y estuvo a punto de caer prisionero del elector de Sajonia. El finado rey de Prusia se alzó más de una vez contra su soberano, y como regla general siempre lo superó en poderío. Las controversias y las guerras de los miembros entre sí se hicieron tan frecuentes, que los anales germanos están llenos de las sangrientas páginas en que las describen. Antes de la paz de Westfalia, Alemania fue asolada por una guerra de treinta años, en la cual el emperador y medio imperio luchaban de un lado, y Suecia, con el otro medio, del otro. La paz fue por fin negociada e impuesta por las potencias extranjeras, y sus estipulaciones, en las que participan las potencias extranjeras, incorporadas como elemento fundamental a la constitución germánica.

Si, en caso de apuro y por necesidades de la propia defensa, la nación se muestra más unida, su situación no es por esto menos deplorable. Los preparativos militares deben ir precedidos de tantas ociosas discusiones, engendradas por las envidias, la soberbia, los distintos pareceres y las pretensiones en conflicto de los cuerpos soberanos, que el enemigo se encuentra en campaña mucho antes de que la dieta pueda acordar las medidas necesarias; y se retira a sus cuarteles de invierno antes de que las tropas federales estén listas para salir a batirlo.

El pequeño cuerpo de tropas nacionales que se ha considerado necesario en tiempos de paz, está deficientemente organizado, mal pagado, imbuido de prejuicios locales y sostenido por contribuciones irregulares y desproporcionadas.

La imposibilidad de mantener el orden y administrar justicia entre estos sujetos soberanos, tuvo como resultado el experimento de dividir el imperio en nueve o diez círculos o distritos, dándoles una organización interna y encargándoles la ejecución militar de las leyes contra los miembros incumplidores y contumaces. Este experimento ha servido para demostrar más completamente el vicio radical de la constitución. Cada círculo ofrece la reproducción en miniatura de las deformidades de este monstruo político. O bien omiten cumplir con sus misiones, o las ejecutan con toda la devastación y la matanza propias de la guerra civil. A veces circunscripciones enteras resultan rebeldes, agravando así el mal que estaban llamadas a remediar.

Podemos formarnos una idea de este plan de coacción militar gracias a un ejemplo dado por Thuanus. En Donauwoerth, ciudad libre e imperial del distrito de Suabia, el abate de St. Croix gozaba de ciertas inmunidades que le estaban reservadas. Al ejercer éstas en público, fue víctima de atentados por parte del pueblo de aquella ciudad. Como consecuencia, ésta sufrió la expulsión del imperio, y el duque de Baviera, aunque era director de otro distrito, fue designado para hacerla efectiva. Pronto apareció a las puertas de la ciudad con un cuerpo de diez mil hombres, y encontrando propicia la ocasión, como lo había proyectado secretamente desde un principio, para resucitar una vieja reclamación, tomó posesión de aquélla en su propio nombre con el pretexto de que sus antecesores habían consentido que la plaza se separara del territorio (1) que les pertenecía, desarmó y castigó a sus habitantes, y anexó la ciudad a sus dominios.

Quizás se nos pregunte qué es lo que ha sostenido esta máquina desvencijada, impidiendo que se hiciese pedazos. La respuesta es bien clara: la debilidad de casi todos sus miembros, que temen ponerse a merced de las potencias extranjeras; la debilidad de la mayoría de los miembros más fuertes, comparados con los formidables poderes que los rodean; el peso y la influencIa tan grandes que le prestan al emperador sus dominios hereditarios independientes, y el interes que tiene en conservar un sistema tan vinculado a su orgullo familiar y que hace de él el primer príncipe de Europa -todas estas causas sostienen una débil y precaria Unión-; mientras que esa impermeabilidad inherente a la naturaleza de los soberanos, y que el tiempo no hace más que fortalecer, impide toda reforma que se base en una consolidación adecuada. Tampoco es de suponer, si ese obstáculo pudiera superarse, que las potencias vecinas consentirían que se realizara una revolución que daría al imperio la fuerza y la preeminencia que le corresponden. Hace mucho que las naciones extranjeras se han considerado como interesadas en los cambios efectuados por los acontecimientos en esta constitución; y han revelado en varias ocasiones el propósito de perpetuar la debilidad y la anarquía que la caracterizan.

Si fueren necesarios ejemplos más directos, Polonia puede merecer nuestra atención en su carácter de gobierno que rige a otros soberanos locales. Ni sería posible aducir prueba más impresionante de las calamidades que brotan de semejantes instituciones. Igualmente inepta para gobernarse como para defenderse a sí misma, ha estado largo tiempo a merced de sus poderosos vecinos, y éstos le han hecho hace poco el favor de aligerarla de un tercio de sus súbditos y de sus territorios.

Las relaciones entre los cantones suizos apenas constituyen una confederación, aunque a menudo se los cite como ejemplo de la estabilidad de esas instituciones. No tienen erario común; ni tropas comunes aun en tiempo de guerra; ni moneda común; ni judicatura común, ni ningún otro signo común de la soberanía.

Sólo los une su peculiar situación topográfica; su debilidad e insignificancia individuales; el miedo a sus poderosos vecinos, de uno de los cuales fueron vasallos anteriormente; la escasez de motivos de pugna en un pueblo de costumbres tan sencillas y parecidas; su interés comun en las posesiones que de ellos dependen; la mutua ayuda que les es indispensable para reprimir insurrecciones y rebeliones, ayuda expresamente estipulada, y requerida y otorgada con cierta frecuencia; y, por último, la necesidad de algún acuerdo permanente y establecido para resolver las disputas entre los cantones. Este acuerdo consiste en que las partes en litigio elegirán cada una cuatro jueces en los cantones neutrales, y éstos, en caso de desavenencia, designarán a un arbitro. Este tribunal, previo juramento de imparcialidad, dicta una sentencia definitiva que todos los cantones están obligados a hacer cumplir. La eficacia de este método puede ser apreciada por una cláusula contenida en el tratado que celebraron en 1683 con Víctor Amadeo de Saboya, en que éste se obliga a intervenir como mediador en las disputas entre cantones, y a emplear la fuerza, cuando sea necesaria, contra la parte que no se allane a cumplir.

Hasta donde la índole peculiar de este caso permite la comparación con el de los Estados Unidos, sirve para confirmar el principio que se trata de establecer. Sea cual fuere la eficacia de la unión en las circunstancias ordinarias, resulta que falló al surgir una diferencia capaz de poner a prueba su firmeza. Las controversias en materia de religión, que en tres ocasiones han encendido violentas y sanguinarias contiendas, puede decirse que han destrozado de hecho la liga. Desde entonces los cantones protestantes y católicos han tenido distintas dietas, donde se resuelven los asuntos de mas importancia, y no se deja a la dieta general casi otra ocupación que cuidar de los derechos comunes que causa la internación de mercancías.

Esta separación tuvo otra consecuencia que merece citarse. Engendró alianzas antagónicas con poderes extranjeros: la de Berna, cabeza de la asociación protestante, con las Provincias Unidas; y la de Lucerna, a la cabeza de los católicos, con Francia.

PUBLIO

(Alexander Hamilton y Santiago Madison son considerados autores de este escrito)




Notas

(1) PFEFFEL, Nouvel Abrégé Chronologique de l´Histoire, etc., d'Allemagne, dice que el pretexto fue indemnizarse de los gastos de la expedición.- PUBLIO.

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