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EL FEDERALISTA

Número 18



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Entre las confederaciones de la antigüedad, la más considerable fue la de las Repúblicas griegas, asociadas bajo el consejo anfictiónico. Según los mejores relatos que nos han llegado acerca de esta celebrada institución, mostró una analogía muy instructiva con la actual Confederación de los Estados americanos.

Los miembros conservaban su carácter de Estados independientes y soberanos y tenían igualdad de votos en el consejo federal. Este consejo tenía autoridad general para proponer y decidir cuanto juzgase necesario al bienestar común de Grecia; para declarar y hacer la guerra; para resolver en última instancia todas las controversias entre los miembros; para multar a la parte agresora; para emplear la fuerza entera de la confederación contra los desobedientes, y para admitir nuevos miembros. Los anfictiones eran los custodios de la religión y de las inmensas riquezas pertenecientes al templo de Delfos, donde tenían el derecho de juzgar sobre las controversias entre los habitantes de la ciudad y los que acudían a consultar el oráculo. Para asegurar mejor la eficacia del poder federal, se juraban mutuamente defender y proteger las ciudades unidas, castigar a los violadores de este juramento y tomar venganza sobre los sacrílegos que despojaran el templo.

En teoría y sobre el papel, este aparato de poderes parece ampliamente suficiente para cumplir todos los fines generales. En varios puntos de importancia exceden a los poderes enumerados en los Artículos de confederación. Los anfictiones tenían en sus manos la superstición de la época, uno de los instrumentos más eficaces en aquel entonces para la conservación del poder; tenían autoridad expresa para utilizar la coacción en contra de las ciudades rebeldes, y estaban obligados por juramento a ejercerla en las ocasiones en que fuera necesaria.

Sin embargo, la práctica fue muy diferente de la teoría. Las facultades, como las del actual Congreso, se ejercitaban por diputados a los que en su totalidad nombraban las ciudades en su calidad política; dichas facultades se ejercían sobre las ciudades con el mismo carácter. De ahí la debilidad, los desórdenes y, finalmente, la destrucción de la confederación. En vez de infundir respeto a los miembros más poderosos y de tenerlos subordinados, esos miembros tiranizaron sucesivamente a todos los demás. Atenas, según nos enseña Demóstenes, fue árbitro de Grecia durante setenta y tres años. Los lacedemonios la gobernaron después por espacio de veintinueve; y en el período que siguió a la batalla de Leuctra, les llegó a los tebanos su turno en la dominación.

Según Plutarco, ocurría con excesiva frecuencia que los diputados de las ciudades más fuertes atemorizaban y corrompían a los de las más débiles; así como que las resoluciones se inclinaran a favor del partido más poderoso.

Inclusive en el fragor de las peligrosas guerras defensivas con Persia y Macedonia, los miembros nunca actuaban de acuerdo y siempre los había que en número mayor o menor eran víctimas del engaño o asalariados del enemigo común. Los intervalos de las guerras extranjeras estuvieron ocupados por vicisitudes domésticas, convulsiones y matanzas.

Ya concluida la guerra con Jerjes, parece ser que los lacedemonios exigieron que cierto número de ciudades fueran expulsadas de la confederación debido al papel desleal que desempeñaron durante ella. Los atenienses, convencidos de que con esa medida los lacedemonios perderían menos partidarios que ellos y se convertirían en amos de las deliberaciones públicas, se opusieron tenazmente al proyecto y lo derrotaron. Este trozo de historia demuestra a la vez la ineficacia de la unión, la ambición y los recelos de sus miembros más poderosos, y la situación de dependencia y de envilecimiento del resto. Los miembros menores, aunque con derecho, según la teoría del sistema, a moverse con el mismo orgullo y majestad que los demás en derredor del centro común, de hecho se habían convertido en satélites de los orbes de primera magnitud.

Dice el abate Milot que si los griegos hubiesen sido tan sabios como valientes, la experiencia les habría enseñado la necesidad de una unión más estrecha y que se habrían valido de la paz que sucedió al triunfo sobre las armas persas para establecer esa reforma. En vez de seguir esta política tan natural, Atenas y Esparta, envanecidas por sus victorias y la gloria adquirida, se convirtieron en rivales primero y enemigas después, haciéndose una a otra mucho más daño que el inferido por Jerjes. Sus mutuas envidias, temores, odios y ofensas dieron fin en la célebre guerra del Peloponeso, la cual terminó a su vez con la ruina y la esclavitud de los atenienses que la iniciaron.

Como un gobierno débil, cuando no está en guerra, se halla perpetuamente agitado por disensiones internas, éstas no dejan nunca de atraerle nuevas calamidades de fuera. Habiendo arado los focenses una tierra sagrada que pertenecía al templo de Apolo, el consejo anfictiónico decidió, de acuerdo con la superstición de los tiempos, imponer una multa a los sacrílegos delincuentes. Los focenses, instigados por Atenas y Esparta, no quisieron cumplir el castigo. Los tebanos, juntos con otras ciudades, tomaron sobre sí apoyar la autoridad de los anfictiones y vengar al ofendido dios. Como estos últimos constituían el bando más débil, pidieron auxilio a Filipo de Macedonia, que había alentado en secreto la contienda. Filipo aprovechó gustoso la oportunidad de poner en práctica los designios que abrigaba hacía tiempo contra las libertades de Grecia. Con sus intrigas y sobornos conquistó a los líderes populares de varias ciudades; gracias a su influencia y a sus votos consiguió la admisión en el consejo anfictiónico; y por sus armas y sus artes se adueñó, finalmente, de la confederación.

Éstas fueron las consecuencias del erróneo principio en que aquella interesante organización estuvo fundada. Según afirma un sesudo observador del destino griego, si ese país se hubiera unido en una confederación más estricta y persistido en la unión, nunca sufriera el yugo de Macedonia, y quizás hubiese servido de barrera contra los vastos planes de Roma.

La liga aquea, según se nombraba, era otra sociedad de Repúblicas griegas, que nos proporciona valiosas enseñanzas.

Su unión era mucho más completa y su organización más sabia que en el ejemplo anterior. Resaltará, por tanto, que si no pudo escapar a una catástrofe análoga, bajo ningún concepto la merecía en el mismo grado.

Las ciudades que integraban esta liga conservaban su jurisdicción municipal, nombraban a sus funcionarios y gozaban de una perfecta igualdad. El senado al que acudían sus representantes, tenía el derecho exclusivo de la paz y la guerra; el de mandar y recibir embajadores; celebrar alianzas y tratados; nombrar un supremo magistrado o pretor, como se llamaba, que mandaba el ejército y, con el consejo y consentimiento de diez senadores, no sólo administraba el gobierno en el receso del senado, sino que tenía una participación importante en sus deliberaciones cuando aquél estaba reunido. Conforme a la primitiva Constitución, había dos pretores que colaboraban en la administración; pero en la práctica se prefirió uno solo.

Todas las ciudades tenían idénticas leyes y costumbres, los mismos pesos y medidas y la misma moneda. Pero no se sabe hasta qué punto era esto resultado de la autoridad del consejo federal. Sólo se nos dice que las ciudades se veían obligadas en cierto modo a aceptar las mismas leyes y costumbres. Cuando Lacedemonia fue introducida en la liga por Filopémenes, este suceso fue seguido de la abolición de las instituciones y leyes de Licurgo y la adopción de las que regían a los aqueos. La Confederación Anfictiónica, de la que había formado parte, la dejó en el pleno ejercicio de su gobierno y su legislación. Esta circunstancia demuestra por sí sola una diferencia sustancial en la índole de ambos sistemas.

Es una lástima que queden tan incompletas noticias de aquel curioso edificio político. Si pudiera conocerse su estructura interior y su funcionamiento ordenado, es probable que arrojara más luz sobre la ciencia del gobierno federal, que cualquiera de los experimentos similares que nos son conocidos.

Hay un hecho importante atestiguado por todos los historiadores que se han ocupado de los asuntos aqueos. Y éste es que, lo mismo después de la renovación de la liga por Arato que antes de su disolución por las malas artes macedónicas, el gobierno se administraba allí con infinitamente más moderación y justicia, y que había menos violencia y sedición por parte del pueblo, que en cualquiera de las ciudades que ejercían solas todas las prerrogativas de la soberanía. El abate Mably, en sus observaciones sobre Grecia, dice que el gobierno popular, tan turbulento en cualquiera otra parte, no causó desórdenes entre los miembros de la República aquea, porque estaba moderado allí por la autoridad general y las leyes de la confederación.

Pero no debemos precipitamos y llegar a la conclusión de que las facciones no agitaban en cierto grado a las diversas ciudades; no todo era sumisión y armonía en el sistema general. Esto queda suficientemente probado por las vicisitudes y la suerte de la República.

Mientras duró la Confederación Anfictiónica, la de los aqueos, que comprendía únicamente las ciudades menos importantes, no hizo gran papel en la escena griega. Cuando la primera cayó víctima de Macedonia, la segunda fue salvada por la política de Filipo y Alejandro. Pero bajo los sucesores de estos prmcipes prevaleció distinto sistema, y los artificios de la división fueron puestos en práctica entre los aqueos. Se desvió cada ciudad hacia un interés distinto y la unión fue disuelta. Algunas de las ciudades cayeron bajo la tiranía de guarniciones macedonias; otras bajo la de usurpadores surgidos de sus propias confusiones. La vergüenza y la opresión despertaron antes de mucho su amor a la libertad. Algunas ciudades se unieron y su ejemplo fue seguido por otras, a medida que encontraban ocasiones para librarse de sus tiranos. La liga abarcó pronto casi todo el Peloponeso. Macedonia la vio prosperar, pero sus discusiones internas le impidieron evitarlo. El entusiasmo cundió en toda Grecia y parecía dispuesta a unirse en una sola confederación, cuando Esparta y Atenas, envidiosas de la naciente gloria aquea, hirieron de muerte la empresa. El miedo al poder macedonio indujo a la liga a buscar la alianza de los reyes de Siria y Egipto que, como sucesores de Alejandro, eran rivales del rey de Macedonia. Esta política fue anulada por Cleomenes, rey de Esparta, impulsado por su ambición a atacar sin motivo a sus vecinos los aqueos, y que, como enemigo de Macedonia, tenía suficiente influencia sobre los príncipes sirios y egipcios para conseguir la ruptura de sus compromisos con la liga. Los aqueos se vieron entonces reducidos al dilema de someterse a Cleomenes o de pedir auxilio a Macedonia, su opresor anterior, y adoptaron esta última solución. Las luchas civiles de los griegos proporcionaron con frecuencia a ese poderoso vecino la agradable oportunidad de entrometerse en sus asuntos. Un ejército macedonio hizo su pronta aparición. Cleomenes fue vencido, y los aqueos no tardaron en aprender, como a menudo sucede, que un aliado fuerte y victorioso no es sino un amo con otro nombre. A fuerza de rebajarse ante él, sólo consiguieron que les tolerara la observancia de sus leyes. Filipo, que ocupaba ya el trono de Macedonia, no tardó en provocar con sus tiranías nuevas Uniones entre los griegos. Los aqueos, a pesar de sentirse debilitados por las disensiones internas y por la rebelión de Mesenia, uno de sus miembros, se unieron con los etolios y los atenienses, y alzaron la bandera de la oposición. Encontrándose, aun con este apoyo, inferiores todavía a su empeño, acudieron una vez más al peligroso expediente de dar entrada a la ayuda de armas extranjeras. Los romanos, a quienes llamaron, aceptaron ávidamente la invitación. Filipo fue vencido y Macedonia subyugada. Una nueva crisis sobrevino a la liga. Las disensiones estallaron entre sus miembros, alentados por los romanos, que utilizaron a Calícrates y otros líderes populares como instrumentos mercenarios para embaucar a sus compatriotas. Con el fin de sembrar con mayor eficacia la discordia y el desorden, los romanos, ante el asombro de los que confiaban en su sinceridad, habían proclamado ya la libertad universal (1) en toda Grecia. Con la misma dañada intención, alejaron a los miembros de la liga, haciendo valer ante su orgullo la violación que significaba contra su soberanía. Gracias a estas mañas, la unión, última esperanza de Grecia y de la antigua libertad, fue destrozada; y se introdujeron tal ineptitud y tal confusión que las armas de Roma completaron sin gran trabajo la ruina iniciada por sus intrigas. Los aqueos fueron aniquilados y Acaya cargada de las cadenas bajo las que todavía gime.

He creído que no era superfluo trazar esquemáticamente este importante episodio histórico; no sólo porque nos ofrece más de una lección, sino también porque completa el bosquejo de la Constitución aquea y ejemplifica enérgicamente la tendencia de los organismos federales a producir la anarquía entre sus miembros, más que la tiranía en la jefatura.

PUBLIO

(La autoría de este escrito de otorga a Alexander Hamilton y a Santiago Madison)




Notas

(1) No era sino un nombre más especioso para que los miembros se independizaran de la cabeza de la federación.- PUBLIO.

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