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EL FEDERALISTA

Número 20



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La Unión Nerlandesa es una confederación de Repúblicas, o más bien de aristocracias de una contextura sumamente notable que, sin embargo, confirma todas las lecciones aprendidas en las que ya hemos recorrido.

La unión se compone de siete Estados iguales y soberanos, y cada Estado o provincia se compone a su vez de ciudades iguales e independientes. En todos los casos graves se necesita la unanimidad no solamente de las provincias, sino de las ciudades.

La soberanía de la unión está representada por los Estados Generales, formados habitualmente de unos cincuenta diputados nombrados por las provincias. Unos conservan sus puestos toda la vida, otros seis, tres y un años; los de dos provincias continúan en esos cargos a voluntad de aquéllas.

Los Estados Generales tienen facultades para celebrar tratados y alianzas; para organizar ejércitos y equipar flotas; para fijar contingentes y exigir que se contribuya con ellos. Pero en todos estos casos, sin embargo, es indispensable la unanimidad y la aprobación de sus electores. Tienen también autoridad para nombrar y recibir embajadores; para poner en vigor los tratados y alianzas ya firmados; para ordenar la recaudación de derechos sobre importaciones y exportaciones; para regular la acuñación de moneda, respetando los derechos provinciales; para gobernar como soberanos los territorios que dependan de la confederación. A menos de obtener el consentimiento general, las provincias no pueden participar en tratados extranjeros, ni establecer impuestos perjudiciales a las demás, ni cobrar a sus vecinos derechos más altos que a sus propios súbditos. Un consejo de Estado, una cámara de cuentas y cinco juntas de almirantazgo, auxilian y fortalecen la administración federal.

El magistrado ejecutivo de la unión es el estatúder, actualmente un príncipe hereditario. Su principal peso e influencia sobre la República proceden de la independencia de este título; de sus grandes Estados patrimoniales; de sus relaciones familiares con algunos de los primeros potentados europeos; y, sobre todo, del hecho de ser estatúder de las provincias al mismo tiempo que de la unión; ya que por este carácter local le corresponde el nombramiento de los magistrados mUnicipales con sujeción a ciertas reglas, la ejecución de los decretos provinciales, la presidencia de los tribunales cuando lo juzgue conveniente, y la facultad de indultar de toda clase de delitos.

Pero como estatúder de la unión goza también de considerables prerrogativas.

En el aspecto político está facultado para resolver las controversiás entre las provincias, cuando fallan otros métodos; para asistir a las deliberaciones de los Estados Generales y a sus conferencias privadas; para conceder audiencias a los embajadores extranjeros, y para enviar agentes que se ocupen de sus asuntos particulares en las cortes extranjeras.

En el aspecto militar, manda a las tropas federales, establece guarniciones y, en general, dirige los asuntos militares; despacha todos los nombramientos, desde el de coronel hasta el de subteniente, así como los gobiernos y cargos en las ciudades fortificadas.

En el aspecto naval, es almirante en jefe, e inspecciona y dirige todo lo relativo a las fuerzas navales y demás asuntos de este sector; preside en los almirantazgos, personalmente o por delegación; nombra a los vicealmirantes y otros oficiales; e instituye consejos de guerra cuyas sentencias no se cumplen sin que las apruebe.

Sus rentas, sin tomar en cuenta sus ingresos privados, ascienden a unos trescientos mil florines. El ejército permanente que manda se compone de cerca de cuarenta mil hombres aproximadamente.

Ésta es la esencia de la famosa confederación belga, tal como aparece sobre el papel. ¿Qué características le ha impuesto la práctica? La estupidez en el gobierno; la discordia entre las provincias; la influencia extranjera y toda clase de indignidades; una existencia precaria en tiempo de paz y extraordinarias calamidades durante las guerras.

Grocio observó hace tiempo que sólo el odio de sus compatriotas hacia la Casa de Austria les impedla ser destruidos por los vicios de su constitución.

Otro respetable escritor dice que la unión de Utrecht, ha conferido a los Estados Generales el poder aparentemente suficiente para obtener la armonía, pero que la desconfianza de cada provincia aleja mucho la práctica de la teoría.

Según otro, el mismo instrumento obliga a cada provincia a allegar ciertas contribuciones; pero esta disposición nunca pudo y probablemente nUnca podrá cumplirse, porque las provincias interiores, que tienen poco comercio, no pueden cubrir una cuota igual a las otras.

En cuanto se refiere a las contribuciones, es ya costumbre hacer caso omiso de los artículos de la Constitución. El peligro de un retraso obliga a las provincias que consienten en entregarlas, a completar su cuota sin esperar a las demás; y luego a conseguir el reembolso por parte de éstas, por medio de delegaciones, las que son frecuentes, o en cualquier otra forma que les es posible. La gran riqueza e influencia de la provincia de Holanda le permite lograr ambas cosas.

Ha sido necesario más de una vez recaudar a punta de bayoneta las aportaciones faltantes; cosa factible pero atroz en una confederación en que la fuerza de un miembro supera a la de todos los demás y donde varios son demasiado pequeños para pensar en resistir; y completamente irrealizable, en cambio, en una compuesta de miembros, muchos de ellos con igual fuerza e idénticos recursos que los otros, y capaces por sí solos de una defensa vigorosa y persistente.

Los ministros extranjeros, según dice Sir William Temple, que desempeñó ese cargo, eluden los asuntos que se adoptan ad referendum, mediante gestiones indebidas con las ciudades y las provincias. En 1726 el tratado de Hannover fue demorado por esos medios todo un año. Los casos análogos son frecuentes y conocidos.

En momentos críticos los Estados Generales se ven a menudo obligados a pasar por encima de sus límites constitucionales. En 1688 formaron un tratado por sí solos, arriesgando sus propias cabezas. El tratado de Westfalia de 1648, que reconocía formal y definitivamente su independencia, se concluyó sin el consentimiento de Zelandia. Aun en caso tan reciente como el del último tratado de paz con la Gran Bretaña, se desconoció el principio constitucional referente a la unanimidad. Una Constitución débil tiene por fuerza que acabar disolviéndose por falta de los poderes necesarios, o por la usurpación de los poderes indispensables a la seguridad pública. El que la usurpación, una vez iniciada, se detenga en el punto saludable, o bien llegue a extremos peligrosos, depende de las circunstancias del momento. La tiranía probablemente ha surgido al asumirse poderes requeridos por exigencias imperiosas por culpa de una Constitucion defectuosa, más frecuentemente que como consecuencia del pleno ejercicio de las más amplias facultades constitucionales.

A pesar de las calamidades producidas por el gobierno del estatúder, se ha pensado que sin su influencia en las diversas provincias, el fermento anárquico latente en la confederación, habría disuelto a ésta desde hace tiempo. Con semejante gobierno -dice el abate Mably- la unión no podría haber subsistido jamás, si las provincias no tuvieran en sí un resorte capaz de activar su morosidad, obligandolas a unificar su pensamiento. Este resorte es el estatúder. Sir William Temple observa que en los intervalos del estatuderato, Holanda, gracias a sus riquezas y a su autoridad, que colocaron a las otras en una especie de dependencia, hizo las veces de aquél.

No son las anteriores las únicas circunstancias que han dominado la tendencia a la anarquía y a la disolución. Las potencias circunvecinas imponen la necesidad absoluta de determinado grado de unión, al mismo tiempo que alimentan con sus intrigas los vicios constitucionales que mantienen a la República hasta cierto punto a merced de ellas.

Los verdaderos patriotas han deplorado hace tiempo la fatal tendencia de estos vicios, y han hecho nada menos que cuatro ensayos formales para aplicar un remedio, mediante asambleas extraordinarias convocadas especialmente con ese objeto. Pero su laudable celo ha tropezado otras tantas veces con la imposibilidad de poner de acuerdo a los consejos públicos para reformar los conocidos, confesados y fatales vicios de la Constitución vigente. Detengámonos un instante, compañeros ciudadanos, en esta melancólica e instructiva lección que nos ofrece la historia; y junto con las lágrimas que suscitan las calamidades que se atrae a sí mismo el género humano con sus egoístas pasiones y sus opuestos pareceres, demos gracias al cielo, en una plegaria, por la feliz concordia que ha presidido las consultas encaminadas a conseguir nuestra ventura política.

También existía el proyecto de establecer un impuesto general que habrían de administrar las autoridades federales. Pero también tuvo adversarios y fracasó.

Parece que este desgraciado pueblo pasa ahora por la crisis de su destino, como consecuencia de las convulsiones políticas, de las disensiones entre los Estados y de la actual invasión por ejércitos extranjeros. Todas las naciones tienen sus ojos fijos en ese horrible espectáculo, y el primer deseo a que nos impulsa la humanidad es que esta dura prueba acabe en una revolución de su forma de gobierno, que establezca su unión y haga de ella el origen de la tranquilidad, la libertad y la dicha; y después, que el asilo, que confiamos que pronto asegure el goce de esas bendiciones en este país, los acoja y consuele de la catástrofe ocurrida en el suyo.

No me excuso por haberme detenido tanto en la contemplación de estos ejemplos federales. La experiencia es el oráculo de la verdad; y cuando sus respuestas son inequívocas, deberían ser concluyentes y sagradas. La importante verdad que pronuncia inequívocamente en este caso es que una soberanía colocada sobre otros soberanos, un gobierno sobre otros gobiernos, una legislación para comunidades -por oposición a los individuos que la componen-, si en teoría resulta incongruente, en la práctica subvierte el orden y los fines de la sociedad civil, sustituyendo la violencia a la ley, o la coacción destructora de la espada a la suave y saludable coerción de la magistratura.

PUBLIO

(Alexander Hamilton y Santiago Madison son considerados los autores de este escrito)

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