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EL FEDERALISTA

Número 17



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Una objeción de naturaleza distinta de la que fue formulada y contestada en mi último artículo puede quizás presentarse asimismo contra el principio de legislar para los ciudadanos individuales de América. Es posible que se diga que tendería a dar demasiado poder al gobierno de la Unión, capacitándolo para absorber la autoridad residual que se juzgue oportuno dejar a cada Estado para fines locales. Pero aun concediendo la mayor amplitud al amor al poder que puede sentir un hombre normal, confieso que no me explico qué alicientes pueden tener las personas a quienes se confía la administración del gobierno general para despojar a los Estados de las facultades de la especie descrita. Me parece que la dirección de la política doméstica de un Estado brinda escasos atractivos a la ambición. El comercio, las finanzas, la diplomacia y la guerra agotan los objetos que atraen a las mentes a que domina esa pasión; y todos los poderes referentes a esos objetos deben atribuirse en primer lugar al organismo nacional. La administración de la justicia privada entre los ciudadanos del mismo Estado, la vigilancia de la agricultura y de otros asuntos similares, todas esas cosas, en una palabra, a que ha de proveer la legislación local, no pueden ser codiciadas nunca por la jurisdicción general. Por lo tanto, no es probable que las asambleas federales se sintieran dispuestas a usurpar los poderes con los que están relacionadas; porque el intento de ejercer esos poderes sería tan molesto como nugatorio, y la posesión de ellos, por igual motivo, no contribuiría en nada a la dignidad, la importancia o el esplendor del gobierno nacional.

Pero admitamos, para no destruir el argumento, que por mero desenfreno y sed de dominio surgiera esa inclinación; aun así puede afirmarse que el buen sentido de la asamblea que elige a los representantes nacionales o, en otras palabras, el pueblo de los diversos Estados, evitaría que se cediera a tan extravagante apetito. Siempre les será más fácil a los gobiernos de los Estados invadir la esfera de las autoridades nacionales que al gobierno nacional el usurpar la autoridad de los Estados. La prueba de esta proposición está en el mayor grado de influencia que los gobiernos de los Estados, si administran con rectitud y prudencia, ejerceran generalmente sobre el pueblo; circunstancia que nos enseña al propio tiempo la debilidad intrínseca inherente a todas las constituciones federales; y que nunca nos preocuparemos demasiado, al organizarlas, por darles toda la fuerza compatible con los principios de la libertad.

La superioridad de influencia a favor de los gobiernos particulares, resultaría parcialmente de la estructura demasiado extensa del gobierno nacional, pero sobre todo de la naturaleza de las materias que serían objeto de atención por parte de las administraciones de los Estados.

Es una característica conocida por la naturaleza humana el que sus afectos sean ordinariamente débiles en proporción a la distancia o difusión de su objeto. Conforme al principio de que un hombre quiere más a su familia que a sus vecinos, más a sus vecinos que a toda la comunidad, el pueblo de cada Estado se inclinaría a sentir mayor parcialidad a favor del gobierno local que del gobierno de la Unión; a no ser que la fuerza de ese principio se viera destruida por la administración mucho mejor del último.

Esta fuerte propensión del corazón humano encontraría poderosos auxiliares en los objetos que se regularán por los Estados.

La variedad de pequeños intereses que caerán necesariamente bajo la dirección de las administraciones locales y que formarán otros tantos canalillos de influencia, distribuidos por todas las partes de la sociedad, no pueden enumerarse sin caer en detalles demasiado tediosos y carentes de interés, para que compensen la información que podrían aportarnos.

La incumbencia del gobierno de los Estados posee una ventaja importantísima, que por sí sola ilumina satisfactoriamente el problema: me refiero a la administración ordinaria de la justicia criminal y civil. Ésta es, entre todas, la fuente más poderosa y más universal de sumisión y obediencia, y la que más se capta a éstas. En su calidad de guardián visible e inmediato de la propiedad y la vida, que pone continuamente de manifiesto a los ojos del público sus beneficios y sus terrores y regula todos los cuidados personales y familiares que afectan más de cerca a la sensibilidad individual, es esta circunstancia la que contribuye más que cualquiera otra a imprimir en el ánimo del pueblo afecto, estimación y respeto hacia el gobierno. Este gran aglutinante de la sociedad, que se difundirá casi exclusivamente por los canales de los diversos gobiernos, les aseguraría un imperio tan completo sobre sus respectivos ciudadanos, independientemente de todas las causas de influencia restantes, que los convertiría continuamente en un serio contrapeso del poder de la Unión y con frecuencia en peligrosos rivales de éste.

Por otra parte, como la actuación del gobierno nacional no estaría sometida a la observación directa de la masa de ciudadanos, los beneficios surgidos de ella serían percibidos y apreciados principalmente por los hombres reflexivos. Y como se relaciona con intereses de un carácter más general, serán menos susceptibles de afectar los sentimientos del pueblo, y, en proporción, menos a propósito para inspirar el sentimiento habitual del deber, así como de fuertes motivos de apego.

Este razonamiento ha tenido ejemplos abundantes en la experiencia de todas las constituciones federales que nos son conocidas, y de cuantas otras han guardado la menor analogía con aquéllas.

Aunque los antiguos sistemas feudales no eran confederaciones propiamente dichas, participaban de la naturaleza de esta clase de asociaciones. Había una cabeza común, caudillo o soberano, cuya autoridad se extendía a todo el país, y cierto número de vasallos subordinados o feudatarios, a los que se asignaban grandes porciones de tierra, y grandes séquitos de vasallos inferiores que dependían de ellos, que ocupaban y cultivaban esas tierras a base de lealtad y obediencia a las personas que se las cedían. Cada vasallo principal era una especie de rey dentro de sus dominios paniculares. Como consecuencia de esta situación, era continua la oposición a la autoridad del soberano y frecuentes las guerras entre los grandes barones o principales feudátarios. El poder de que disponía el jefe de la nación era demasiado débil para proteger al pueblo contra las opresiones de sus señores inmediatos. Los historiadores califican categóricamente a este período en las vicisitudes de Europa como la época de la anarquía feudal.

Cuando el soberano buenamente era hombre de carácter enérgico, belicoso y de grandes capacidades, adquiría un grado de poder y de influencia personal que suplía durante cieno tiempo la falta de una autoridad mejor ordenada. Pero por lo común, el poder de los barones superaba al del príncipe; y en muchos casos desconocían su autoridad por completo, convirtiendo a los grandes feudos en principados o Estados independientes. En aquellos casos en que el monarca triunfaba al fin sobre sus vasallos, debía su éxito más que nada a la tiranía que los últimos ejercían sobre sus subordinados. Los barones o nobles, por igual enemigos del soberano y opresores del pueblo, eran temidos y detestados por ambos, hasta que el mutuo interés y el mutuo peligro dio por resultado una unión que resultó fatal para el poder de la aristocracia. Si los nobles hubieran conservado la devoción y la fidelidad de sus dependientes y partidarios mediante una conducta clemente y justiciera, las pugnas entre el príncipe y ellos habrían acabado para siempre en su favor y en la limitación o destrucción del poder real.

Este aserto no se funda sólo en especulaciones o conjeturas. Entre otros ejemplos que pueden citarse de su exactitud, el de Escocia es convincente. El espíritu de clan introducido desde los primeros tiempos en ese reino, que unía a los nobles y sus subordinados con lazos equivalentes a los del parentesco, hizo de la aristocracia un continuo y ventajoso rival del poder monárquico, hasta que la incorporación a Inglaterra rindió su fiera e indomable rebeldía, sujetándola a las normas de convivencia civil del sistema más racional y enérgico, establecido con antelación en el segundo reino.

Los distintos gobiernos de una confederación pueden compararse sin inexactitud con las baronías feudales; con esta ventaja en su favor, que por las razones ya expuestas contarán generalmente con la confianza y la buena voluntad del pueblo, y que con tan importante apoyo les será posible oponerse con eficacia a todos los intentos de usurpación por parte del gobierno nacional. Habrá que felicitarse si además no logran paralizar su autoridad necesaria y legítima. Los puntos de contacto están en la rivalidad por el poder que se encuentra en ambos casos, y en la concentración de grandes porciones de la fuerza de la comunidad en manos de determinados depositarios, en un caso a disposición de individuos particulares y en el otro de corporaciones políticas.

Una concisa revisión de los sucesos ocurridos en los gobiernos confederados esclarecerá más a fondo esta importante doctrina, por descuidar la cual han surgido principalmente nuestras equivocaciones políticas y se ha desviado nuestra emulación por un mal camino. Esta revisión constituirá el tema de algunos de los artículos siguientes.

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se le otorga la autoria de este escrito)

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