Índice de El federalista de Alexander Hamilton, Santiago Madison y John JayEscrito treceEscrito quinceBiblioteca Virtual Antorcha

EL FEDERALISTA

Número 14



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Hemos visto la necesidad de la Unión como baluarte contra el peligro extranjero, como elemento conservador de la paz interna, como custodio del comercio y de otros intereses comunes, como el único sustituto de esas organizaciones militares que han destruido las libertades del Viejo Mundo y como el mejor antídoto para los males del espíritu de partido que hirió de muerte a otros gobiernos populares y de los cuales se han manifestado síntomas alarmantes en el nuestro. Ya sólo falta en esta parte de nuestra encuesta el hacernos cargo de una objeción suscitada por la gran extensión de terreno abarcada por la Unión. Algunas observaciones sobre este tema han de ser oportunas, dado que vemos que los adversarios de la nueva Constitución se valen del prejuicio que existe acerca de los límites a que es factible que llegue la administración republicana, para suplir con dificultades imaginarias la ausencia de esas sólidas objeciones que en vano se esfuerzan por encontrar.

El error por el que se limita el gobierno republicano a un distrito reducido, ha sido expuesto y refutado en anteriores artículos. Sólo haré observar aquí que su aparición y ascendiente parecen deberse a la confusión de los conceptos de República y democracia, por virtud de la cual aplican a la primera razonamientos que se desprenden de la naturaleza de la segunda. En otra ocasión establecimos también la verdadera distinción entre ambas formas de gobierno. Consiste en que en una democracia el pueblo se reúne y ejerce la función gubernativa personalmente; en una República se reúne y la administra por medio de sus agentes y representantes. Una democracia, por vía de consecuencia, estará confinada en un espacio pequeño. Una república puede extenderse a una amplia región.

A este origen accidental del error debe añadirse el artificio de algunos autores célebres, cuyos escritos han tenido gran influencia en la formación de las opiniones políticas modernas. Siendo súbditos de una monarquía absoluta o limitada, han procurado exagerar las ventajas, o atenuar los defectos de esas formas, mediante una comparación con los vicios y defectos del sistema republicano, y citando como ejemplos de este último las turbulentas democracias de la antigua Grecia y de la Italia moderna. Gracias a esta confusión de nombres, ha sido tarea fácil trasladar a una República las observaciones sólo aplicables a la democracia; y, entre ellas, la de que nunca puede establecerse si no es tratándose de una población poco numerosa, que viva en un ámbito reducido de territorio.

Es posible que este engaño haya sido advertido menos fácilmente debido a que la mayoría de los gobiernos populares de la Antigüedad eran del tipo democrático; y aun en la Europa moderna, a la que debemos el gran principio de la representación, no se encuentra ningún ejemplo de un gobierno puramente popular y que a la vez descanse completamente en ese principio. Si Europa tuvo el mérito de descubrir este gran poder mecánico de gobierno, por cuyo sencillo funcionamiento la voluntad del más grande cuerpo político puede ser concentrada y encauzada su fuerza a cualquier fin que el bien público requiera, América puede reclamar como suyo el mérito de haber hecho de este descubrimiento la base de varias extensas y puras Repúblicas. Sólo hay que lamentar que algunos de sus ciudadanos quieran negarle el mérito sUflementario de manifestar toda su eficacia mediante el establecimiento de completo sistema que ahora está sometido a su consideración.

Así como el límite natural de una democracia reside en esa distancia del punto central que justamente permita a los ciudadanos más alejados el reunirse tan frecuentemente como lo exijan sus funciones públicas, e incluya solamente los que puedan participar en esas asambleas; así el límite natural de la República se encuentra en esa distancia del centro que escasamente permita a los representantes encontrarse tan a menudo como sea necesario para la administración de los asuntos públicos. ¿Puede decirse que los límites de los Estados Unidos exceden de esa distancia? No lo dirán los que recuerden que la costa del Atlántico es el costado más largo de la Unión, que durante el plazo de trece años los representantes de los Estados han estado reunidos casi constantemente y que a los miembros de los Estados más lejanos no se les pueden achacar más faltas de asistencia que a los de los Estados próximos al lugar del Congreso.

Para foomarnos una opinión más exacta acerca de este interesante asunto, volvamos la vista a las dimensiones reales de la Unión. Los límites fijados por el tratado de paz son: al Este el Atlántico, al Oeste el Misisipí y al Norte una línea irregular que pasa en algunos casos del grado cuarenta y cinco y en otros baja hasta el cuarenta y dos. La orilla sur del lago Erie se halla debajo de esta latitud. Computando la distancia entre los grados treinta y uno y cuarenta y cinco, sumamos novecientas setenta y tres millas comunes; computándola desde los treinta y uno a los cuarenta y dos grados, arroja setecientas sesenta y cuatro millas y media. Tomando el término medio, la distancia resultará de ochocientas sesenta y ocho millas y tres cuartos. La distancia entre el Atlántico y el Misisipí no excederá probablemente de las setecientas cincuenta millas. Comparando esta extensión con la de varios países europeos, la posibilidad de adaptar a ella nuestro sistema resulta demostrable. No es mucho mayor que Alemania, donde la dieta que representa a todo el imperio está continuamente reunida; ni que Polonia, donde antes de la última desmembración, otra dieta nacional ejercía el supremo poder. Prescindiendo de Francia y España, encontramos que en la Gran Bretaña, a pesar de su inferior extensión, los representantes del norte de la isla tienen que recorrer para acudir a la asamblea nacional idéntica distancia de la que deben cubrir los de las partes más remotas de la Unión.

Por mucho que este punto de vista hable en nuestro favor, aún restan algunas observaciones que harán que el asunto aparezca en un aspecto todavía más satisfactorio.

En primer lugar, debe recordarse que el gobierno general no asumirá todo el poder de hacer y administrar las leyes. Su jurisdicción se limita a ciertos puntos que se enumeran y que conciernen a todos los miembros de la República, pero que no se podrán alcanzar mediante las disposiciones aisladas de ninguno. Los gobiernos subordinados, que están facultados para extender sus funciones a todos los demás asuntos susceptibles de ser resueltos aisladamente, conservarán la autoridad y radio de acción que les corresponden. Si el plan de la convención hubiese propuesto abolir los gobiernos de los diversos Estados, sus enemigos tendrían cierta razón al oponerse; aunque no sería difícil demostrar que, de hacerlo así, el gobierno general se vería obligado por interés de su propia conservación a reinstaurarlos en sus funciones propias.

La segunda observación que hay que fonnular consiste en que el objeto inmediato de la Constitución federal es asegurar la unión de los trece Estados primitivos, cosa que sabemos que es factible, y sumar a éstos los otros Estados que pueden surgir de su propio seno, o en su vecindad, lo que no hay razón para dudar que sea igualmente viable. Los arreglos indispensables por lo que se refiere a esos ángulos y fracciones de nuestro territorio situados en la frontera noroeste, deben dejarse fara aquellos a quienes la experiencia y los futuros descubrimientos pondran al nivel de esa tarea.

En tercer lugar, el intercambio a través de toda la nación quedará facilitado por nuevas mejoras. Por todos lados se acortarán las carreteras y se las cuidará con mayor esmero; los viajeros hallarán más y mejores alojamientos; se establecerá la navegación interior a todo lo largo de nuestra margen oriental o atravesando los trece Estados casi en su totalidad. La comunicación entre los distritos del Occidente y del Atlántico y entre las diferentes partes de cada uno se facilitará cada vez más gracias al gran número de canales con que la benéfica naturaleza entrecortó nuestro país y que la mano del hombre comunica y completa sin gran trabajo.

La cuarta y más importante de estas consideraciones se refiere a que como cada Estado, de un lado u otro, estará en la frontera y se verá, por lo tanto, inducido, al atender a su protección, a hacer algún sacrificio en bien de la de todos en general, así también los Estados más alejados del centro de la Unión y que con este motivo compartirán en menor grado los beneficios comunes, estarán al mismo tiempo en contigüidad inmediata con las naciones extranjeras y necesitarán consiguientemente en mayor grado, en ciertas ocasiones, de su fortaleza y recursos. Puede resultar molesto a Georgia o a los Estados de nuestras fronteras occidentales o nordorientales, mandar representantes a la sede del gobierno; pero les parecería aún más angustioso luchar solos contra un enemigo invasor o sufragar sin ayuda todos los gastos inherentes a las precauciones que la proximidad de un peligro continuo puede exigirles. Por lo tanto, si la Unión les produce menos beneficios que a los Estados más próximos, desde ciertos puntos de vista, en otros aspectos desprenderán de ella mayores ventajas, manteniéndose así el debido equilibrio en todas partes.

Os brindo estas consideraciones, compañeros-ciudadanos, con la plena confianza de que el buen sentido que tantas veces ha caracterizado vuestras decisiones les concederá el peso y la fuerza que merecen y que nunca consentiréis que cualquier dificultad, por enorme que parezca o por muy en auge que esté el error sobre el cual se funde, os arrastre al tenebroso y peligroso porvenir al que os conducirían los abogados de la desunión. No escuchéis esa voz antinatural que os dice que el pueblo de América, unido como está por tantos lazos de afecto, no puede ya vivir junto como viven quienes forman una misma familia; que sus miembros ya no pueden ser los mutuos custodios de su mutua felicidad; ni los compañeros-ciudadanos de un respetable, floreciente y gran imperio. No escuchéis la voz petulante que os dice que la forma de gobierno que se recomienda a vuestra adopción es una novedad en el mundo político; que hasta ahora no ha merecido un sitio en las teorías de los más alocados fabricantes de proyectos; que intenta temerariamente lo que es imposible realizar. No, compatriotas, cerrad los oídos a ese impío lenguaje. Cerrad vuestros corazones al veneno que acarrea; la sangre hennana que corre en las venas de los ciudadanos de América, la sangre que confundida derramaron en defensa de sus sagrados derechos, consagra su Unión, y se horroriza ante la idea de que se conviertan en extraños, rivales, enemigos. Y si debe huirse de las novedades, creedme, la más alarmante de todas las novedades, el más absurdo de todos los proyectos, la más disparatada de las intentonas, es la de hacernos pedazos con el fin de conservar nuestras libertades y asegurar nuestra felicidad.

Mas ¿por qué ha de rechazarse el experimento de una gran República, sólo porque encierra algo nuevo? ¿No constituye acaso la gloria del pueblo americano el que, a pesar de su respeto hacia el modo de pensar de otras épocas y de otras naciones, no ha consentido que la ciega devoción por la antigüedad, la costumbre o los nombres, haya superado las iniciativas de su buen sentido, el conocimiento de su situación y las lecciones de su propia experiencia? Con este espíritu viril estarán en deuda, la posteridad porque poseerá las muchas innovaciones de que América ha sido teatro en favor de los derechos privados y el bienestar público, y el mundo a causa del ejemplo que las mismas significan. Si los jefes de la Revolución no hubieran dado ningún paso importante que no tuviera precedentes, si no se hubiera establecido ningún gobierno del que no se encontrara un modelo exacto, es posible que el pueblo de los Estados Unidos se contaría ahora entre las tristes víctimas de los malos consejos, y en el mejor de los casos se hallaría bajo el peso de alguno de los sistemas que han aplastado las libertades del resto del género humano. Por suerte para América, y confiamos que para la de toda la raza humana, siguieron un camino nuevo y más noble. Llevaron a cabo una Revolución que no tiene paralelo en los anales de la sociedad humana. Levantaron los edificios de gobiernos que no tienen igual sobre la faz del globo. Formaron el proyecto de una gran Confederación que sus sucesores deben perpetuar y mejorar. Si sus obras revelan ciertas imperfecciones, éstas nos asombran por lo escasas. Si erraron, sobre todo, en la estructura de la Unión, fue porque ésta era la labor más difícil; es esta obra la que ha sido moldeada de nuevo por vuestra Convención, y sobre ella tenéis ahora que deliberar y que decidir.

PUBLIO

(Se considera a Santiago Madison autor de este escrito)

Índice de El federalista de Alexander Hamilton, Santiago Madison y John JayEscrito treceEscrito quinceBiblioteca Virtual Antorcha