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EL FEDERALISTA

Número 15



Al pueblo del Estado de Nueva York:

En el transcurso de los anteriores artículos he procurado, compañeros-ciudadanos, demostraros de modo claro y convincente la importancia de la Unión para vuestra seguridad política y vuestra felicidad. Os he desplegado una serie de peligros a los que os veríais expuestos si permitierais que el lazo sagrado que une a los pueblos de América fuera cortado o deshecho por la ambición, la avaricia, la envidia o por tergiversaciones y falsedades. A lo largo de la investigación en la cual pienso acompañaros, las verdades que deseo grabar en vosotros recibirán confirmación adicional mediante hechos y argumentos inadvertidos hasta ahora. Si el camino que aún nos queda por recorrer os parece en ciertos puntos tedioso o cansado, recordad que buscáis información acerca del asunto más importante que puede ocupar la atención de un pueblo libre, que el campo por el que habéis de viajar es espacioso y que las dificultades de la jornada han aumentado innecesariamente por culpa de los laberintos con que la sofistería ha obstruido la ruta. Me propongo apartar los obstáculos que impiden vuestro progreso, en la forma más breve posible, sin sacrificar la utilidad a la precipitación.

Para conformamos al plan que he trazado para la discusión de esta materia nos corresponde ahora examinar este punto: La insuficiencia de la Confederación actual para conservar la Unión. Quizás se me pregunte qué necesidad hay de razones o de pruebas para esclarecer un punto que nadie discute ni pone en duda, sobre el que están de acuerdo el entendimiento y los sentimientos de los hombres de todas clases y que, en sustancia, está admitido tanto por los enemigos como por los amigos de la nueva Constitución. Debe reconocerse en honor a la verdad que por mucho que éstos difieran en otros puntos, casi todos están conformes en que nuestro sistema nacional adolece de defectos sensibles y que es indispensable hacer algo para salvarnos de la anarquía inminente. Los hechos en que se apoya esta manera de pensar ya no se discuten. Se han impuesto a la sensibilidad del público en general, arrancando, por fin, a aquellos cuya equivocada política nos ha precipitado en la pendiente donde estamos, una desganada confesión de la existencia de esos defectos en el diseño de nuestro gobierno federal, que fueron señalados y lamentados hace mucho por los partidarios inteligentes de la Unión.

Puede decirse con fundamento que hemos llegado al último grado de humillación nacional. No hemos dejado de experimentar cási nada de lo que puede herir el orgullo o rebajar el carácter de una nación independiente. ¿Existen compromisos a cuyo cumplimiento nos obligan todos los vínculos que se consideran respetables entre los hombres? Pues son objeto de continuas y descaradas violaciones. ¿Tenemos deuda con extranjeros y compatriotas, contraídas en momentos de inminente peligro con el fin de resguardar nuestra existencia política? Continúan sin que se haya proveído satisfactoriamente a su pago. ¿Tenemos valiosos territorios y puestos importantes en posesión de un poder extranjero, que de acuerdo con estipulaciones expresas debió haber devuelto hace mucho tiempo? Pues aún los retiene, perjudicando nuestros intereses tanto como nuestros derechos. ¿Estamos en condiciones de manifestarnos decididos o de repeler la agresión? Carecemos de tropas, de recursos y de gobierno (1). ¿Estamos siquiera en condiciones de protestar dignamente? Primero habría que carecer de motivos para que nos echen en cara nuestra propia infracción, respecto al mismo tratado. ¿Tenemos derecho por virtud de nuestra situación natural y por un pacto a participar libremente en la navegación del Misisipí? España nos excluye de ella. ¿No es el crédito público un recurso indispensable en tiempos de peligro? Parece que hemos abandonado lo que le favorece, considerando que su situación es desesperada e irremediable. ¿Reviste importancia el comercio para la riqueza nacional? El nuestro se encuentra en la mayor decadencia. ¿La respetabilidad a los ojos de las potencias extranjeras, no constituye una salvaguardia contra intromisiones extrañas? La imbecilidad de nuestro gobierno les impide inclusive el trato con nosotros. Nuestros embajadores en el extranjero no son más que la apariencia de una soberanía de remedo. ¿La baja insólita y violenta del valor de la tierra, no es un síntoma de zozobra nacional? El precio de la tierra labrada en muchos lugares del país es más bajo de lo que podría esperarse en proporción a la cantidad de tierra no abierta al cultivo que se halla en el mercado, y sólo puede explicarse por esa falta de confianza pública y privada que prevalece de modo alarmante en todas las esferas, y que trae consigo la tendencia a depreciar la propiedad de todo género. ¿No es el crédito privado, el amigo y protector de la industria? Esa utilísima variedad que consiste en prestar y tomar en préstamo se halla reducida a sus más estrechos límites, como consecuencia de la impresión de inseguridad que prevalece, más que de la escasez del dinero. Para abreviar una enumeración de detalles, que ni instruye ni puede agradar, formulemos la pregunta general: ¿Qué síntoma existe, de desorden nacional, de pobreza y aminoración, que pueda presentar una comunidad tan colmada de ventajas naturales como la nuestra y que se halle ausente del triste catálogo de nuestras desventuras públicas?

Ésta es la melancólica situación a la que nos han traído esas mismas máximas y esos consejos que ahora quisieran disuadimos de adoptar la Constitución propuesta; y que no contentos con habernos conducido al borde de un precipicio, parecen dispuestos a arrojarnos al abismo que abajo nos aguarda. En este punto, compatriotas, impulsados por todos los motivos que deben influir en un pueblo culto, mantengámonos firmes, por nuestra seguridad, nuestra tranquilidad, nuestra dignidad y nuestra reputación. Rompamos al fin el hechizo que nos ha apartado durante tanto tiempo de la senda de la ventura y la prosperidad.

Es cierto, como anteriormente observamos, que algunos hechos, demasiado fuertes para poderlos resistir, han producido una especie de asentimiento general a la proposición abstracta relativa a que existen defectos graves en nuestro sistema nacional; pero la utilidad que pudiera tener el que lo admitan los viejos adversarios de las medidas federales, queda destruida por la obstinada oposición a un remedio que se apoya en los únicos principios que pueden hacerlo triunfar. Mientras aceptan que el gobierno de los Estados Unidos está desprovisto de energía, sostienen que no deben conferírsele los poderes indispensables para suplir esa energía. Parece que aspiran aún a cosas contrarias e inconciliables; a un aumento de la autoridad federal, sin disminuir la autoridad de los Estados; a la soberanía por parte de la Unión y a la completa independencia en sus miembros. Finalmente, parecen alimentar todavía con devoción ciega el monstruo político de un imperium in imperio. Esto nos obliga a enumerar pormenorizadamente los principales defectos de la Confederación, para demostrar que los males que padecemos no proceden de imperfecciones minúsculas o parciales, sino de errores fundamentales en la estructura del edificio, y que no hay otra forma de enmendarlos que alterando los primeros principios y sostenes principales de la fábrica.

El gran vicio de raíz que presenta la construcción de la Confederación existente, está en el principio de que se legisle para los Estados o los gobiernos, en sus calidades corporativas o colectivas, por oposición a los individuos que los integran. Aunque este principio no se extiende a todos los poderes delegados en la Unión, sin embargo, penetra y gobierna a aquellos de que depende la eficacia del resto. Excepto por lo que se refiere a la regla para hacer el prorrateo, los Estados Unidos gozan de una ilimitada discreción para sus requisiciones de hombres y dinero; pero carecen de autoridad para allegarse unos u otro por medio de leyes que se dirijan a los ciudadanos de América considerados individualmente. De ahí resulta que, aunque las resoluciones referentes a estos fines son leyes en teoría, que obligan constitucionalmente a los miembros de la Unión, en la práctica constituyen meras recomendaciones, que los Estados acatan o desatienden según les place.

Nos da un singular ejemplo de la versatilidad humana el que después de las amonestaciones que nos ha proporcionado la experiencia, queden aún hombres que se oponen a la nueva Constitución porque se desvía de un principio que fue la ruina de la antigua, y que es en sí mismo incompatible con la idea de gobierno; un principio, en suma, que si ha de ponerse en vigor debe sustituir la acción violenta y sanguinaria de la espada a la suave influencia de la magistratura.

No hay nada absurdo ni irrealizable en la idea de una liga o alianza entre naciones independientes para ciertos fines determinados, que se enuncian con precisión en un tratado que reglamenta todos los detalles de tiempo, lugar, circunstancias y cantidades; no dejando nada al azar, y descansando para su cumplimiento en la buena fe de ambas partes. Existen pactos de esta clase entre todas las naciones civilizadas, sujetos a las habituales vicisitudes de la paz y la guerra, la observancia e inobservancia, según dicten los intereses y pasiones de los poderes contratantes. Al principio del siglo actual hubo en Europa una especie de epidemia de esta clase de pactos, en los cuales fundaron los políticos de entonces esperanzas que no se realizaron. Se agotaron todos los recursos de negociación, y se formaron triples y cuádruples alianzas, con vistas a establecer el equilibrio del poder y la paz en esa parte del mundo; pero fueron rotas apenas formadas, dando una provechosa pero penosa lección al género humano de cuán poco se debe fiar en tratados que no tienen más sanción que las obligaciones de la buena fe, y que oponen las consideraciones generales de la paz y la justicia a los impulsos de los intereses inmediatos o de la pasión.

Si los Estados de este país se hallan dispuestos a mantener esa clase de relación unos con otros, y a abandonar el proyecto de una superintendencia discrecional general, este proyecto sería pernicioso y nos atraería todas las desventuras que enumeré antes; pero al menos tendría el mérito de ser consistente y realizable. Renunciando a todos los intentos de un gobierno confederado, esto nos conduciría a una simple alianza ofensiva y defensiva; y nos colocaría en situación de ser alternativamente amigos y enemigos unos de otros según nos ordenaran nuestras mutuas envidias y rIvalidades, alimentadas por las intrigas de las naciones extranjeras.

Pero si no deseamos vernos en tan peligrosa situación; si nos adherimos aún al proyecto de un gobierno nacional o, lo que es lo mismo, de un poder regulador bajo la dirección de un consejo común, debemos decidirnos a incorporar a nuestro plan los elementos que constituyen la diferencia característica entre una liga y un gobierno; debemos extender la autoridad de la Unión a las personas de los ciudadanos -los únicos objetos verdaderos del gobierno.

El gobernar implica la facultad de hacer leyes. A la idea de ley le es esencial que esté provista de una sanción o, en otras palabras, de una pena o castigo para el caso de desobediencia. Si la desobediencia no trae consigo una pena, las órdenes o resoluciones que pretendan ser leyes, no pasarán de la categoría de consejos o recomendaciones. Este castigo, sea el que fuere, sólo puede ser impuesto de dos modos: por medio de los tribunales y ministros de justicia, o por la fuerza militar; por la coerción de la magistratura o por la coerción de las armas. La primera clase sólo es aplicable a los hombres; la última tiene que emplearse necesariamente contra las colectividades políticas, comunidades o Estados. Es evidente que no existe ningún procedimiento judicial mediante el cual hacer cumplir una ley en último término. Pueden pronunciarse sentencias en su contra por violar su deber; pero esas sentencias sólo pueden ser ejecutadas mediante la espada. En una asociación en que la autoridad general no va más allá de las entidades colectivas de las comunidades que la componen, toda infracción de las leyes debe traer consigo un estado de guerra; y la ejecución militar debe convertirse en el único instrumento de la obediencia civil. Semejante estado de cosas no merece en realidad el nombre de gobierno, ni habrá hombre prudente que opte por encomendarle su bienestar.

Hubo un tiempo en que se nos decía que las infracciones de las leyes impuestas por la autoridad federal no eran probables por parte de los Estados; que el sentimiento del interés común presidiría la conducta de los respectivos miembros, produciendo una absoluta sumisión a todas las requisiciones constitucionales de la Unión. Actualmente este lenguaje parecería tan disparatado como parecerá gran parte de lo que ahora oímos, una vez que hayamos recibido las lecciones del mejor consejero de la prudencia: la experiencia. Siempre reveló una profunda ignorancia de los verdaderos resortes de la conducta humana y falseó los primeros móviles que condujeron al establecimiento del poder civil. ¿Por qué existen los gobiernos en primer lugar? Porque las pasiones de los hombres les impiden someterse sin coacción a los dictados de la razón y de la justicia. ¿Acaso las colectividades actúan con mayor rectitud y más desinterés que los individuos? Los observadores experimentados de la conducta humana han inferido lo contrario; y su conclusión se funda en razones que están a la vista. El interés por la propia reputación tiene menos influencia cuando el oprobio de una mala acción va a dividirse sobre varios, que cuando ha de recaer sobre uno solo. El espíritu de partido, que suele infiltrar su veneno en las deliberaciones de todos los ayuntamientos, a menudo espolea a las personas que los componen a cometer actos indebidos y excesos, que las avergonzarían en su carácter de particulares.

Además, en la naturaleza del poder soberano existe cierta intolerancia de las restricciones, que predispone a los que lo ejercen en contra de todos los intentos externos encaminados a limitar o dirigir sus operaciones. Este espíritu es la causa de que en toda asociación política basada en el principio de reunir en un interés común a varias soberanías menores, exista una tendencia excéntrica, peculiar a las partes subordinadas e inferiores, por virtud de la cual se esforzarán continuamente por separarse del centro común. Esta tendencia no es difícil de explicar, pues tiene su origen en el amor al poder. El poder que se tiene a raya o se reduce es siempre enemigo y rival del poder por el que es dominado o disminuido. Esta sencilla proposición nos demuestra qué poco motivo existe para esperar que las personas encargadas de la administración de los negocios de los miembros de la Confederación, estén siempre dispuestas a ejecutar, con el mejor humor y sin más miras que el bienestar público, las decisiones o decretos de la autoridad general. Lo contrario precisamente es lo que ocurre, debido a la forma como está constituida la naturaleza humana.

Por lo tanto, si las medidas acordadas por la Confederación no pueden ejecutarse sin intervención de las administraciones particulares, hay pocas perspectivas de que se ejecuten en absoluto. Los gobernantes de los respectivos miembros, tengan o no el derecho constitucional de hacerlo, tomarán a su cargo el juzgar lo adecuado de estas medidas. Examinarán hasta qué punto lo que se les propone o exige está conforme con sus fines e intereses inmediatos, y las ventajas o desventajas momentáneas que derivarían de su adopción. Harán todo esto con espíritu interesado y suspicaz, sin ese conocimiento de las circunstancias nacionales y de las razones de Estado, y con esa predilección hacia los fines locales que es difícil que no extravíe su decisión. El mismo proceso se repetirá en todos los miembros que componen el conjunto; y la ejecución de los planes formulados por el consejo general fluctuará siempre a merced de la opinión mal informada y predispuesta de cada parte. Los que están versados en los procedimientos de las asambleas populares, los que han visto qué difícil resulta, sin la presión de las circunstancias exteriores, persuadirlas para que adopten resoluciones acordes sobre los puntos más importantes, comprenderán desde luego cuán imposible será convencer a varias de esas asambleas deliberando a distancia, en distintos momentos y bajo diversas impresiones, de que cooperen mucho tiempo en los mismos propósitos y tareas.

En nuestro caso, es indispensable el acuerdo de las trece voluntades soberanas que componen la Confederación para obtener el cumplimiento completo de toda medida importante emanada de la Unión. y ha ocurrido lo que podía preverse. Las medidas de la Unión no se han llevado a efecto; las omisiones de los Estados han llegado poco a poco a tal extremo que han paralizado finalmente todos los engranajes del gobierno nacional, hasta llevarlo a un estancamiento que infunde temor. Actualmente el Congreso apenas posee los medios indispensables para mantener las formas de la administración, hasta que los Estados encuentren tiempo para ponerse de acuerdo sobre un sustituto más efectivo a la sombra del actual gobierno federal. Las cosas no llegaron desde el primer momento a esta desesperada extremidad. Los motivos especificados sólo produjeron en un principio una sumisión desigual y desproporcionada a las requisiciones de la Unión. Las deficiencias más graves de ciertos Estados facilitaron el pretexto del ejemplo y la tentación del interés a los más sumisos o menos rebeldes. ¿Por qué hacer más que los que tripulan con nosotros la misma nave política? ¿Por qué consentir en soportar más que nuestra parte en la carga común? El egoísmo humano no supo resistir a estas sugestiones, e incluso los hombres que piensan y que preveían las consecuencias lejanas de todo ello vacilaron en combatirlas. Cada Estado, cediendo a la voz persuasiva del interés inmediato o de la conveniencia, ha retirado gradualmente su apoyo, hasta hoy en que el frágil y tambaleante edificio parece a punto de caer sobre nuestras cabezas, aplastándonos bajo sus ruinas.

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se le atribuye la autoría de este artículo)




Notas

(1) Me refiero a la Unión.- PUBLIO.

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