Índice de El derecho antiguo de Henry MaineCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIII

La historia temprana de la propiedad

Los tratados institucionales romanos, después de dar su definición de las varias formas y modificaciones de la propiedad, discuten los modos naturales de adquirirla. Los que no estén familiarizados con la historia de la jurisprudencia probablemente no considerarán esos modos naturales de adquisición como portadores, a primera vista, de mucho interés especulativo o práctico. El animal salvaje que cae en una trampa o es cazado, el suelo vegetal que se añade a nuestro campo por los depósitos imperceptibles de un río, el árbol que arraiga en nuestro suelo, todos son adquiridos, según los jurisconsultos romanos, naturalmente. Los jurisconsultos más viejos habían sin duda observado que tales adquisiciones estaban sancionadas universalmente por los usos de las pequeñas sociedades que les rodeaban, y así los jurisconsultos de una época posterior, al encontrarlas clasificadas en el antiguo Jus Gentium, y percibiendo que eran de una descripción muy simple, les destinaron un lugar entre las ordenanzas naturales. La dignidad con que fueron investidas ha continuado creciendo en los tiempos modernos hasta alcanzar una importancia desmesurada en comparación con la original. La teoría las ha convertido en su alimento favorito y les ha permitido ejercer la más seria influencia en la práctica.

Será necesario que nos limitemos a uno solamente entre estos modos naturales de adquisición, Occupatio u ocupación. La ocupación es la toma de posesión deliberada de aquello que en ese momento no es propiedad de nadie, con vistas a (añade la definición técnica) adquirir su propiedad para uno. Los objetos que los jurisconsultos romanos llamaban res nullius -cosas que no tienen o nunca han tenido dueño- sólo pueden ser determinadas enumerándolas. Entre las cosas que nunca tuvieron dueño están animales salvajes, pescado, aves de caza, joyas desenterradas por primera vez, y tierras recién descubiertas o que nunca fueron cultivadas anteriormente. Entre las cosas que no tienen dueño se hallan los bienes muebles que han sido abandonados, tierras que han sido dejadas, y (una partida anómala pero formidable) la propiedad de un enemigo. En todos estos objetos los derechos totales de dominio fueron adquiridos por el ocupante que tomó posesión de ellos por primera vez con la intención de guardarlos como propios, intención que, en ciertos casos, tenía que ser manifestada por medio de actos específicos. Creo que no es difícil comprender la universalidad que hizo que la práctica de la ocupación fuese colocada por una generación de jurisconsultos romanos en el Derecho Internacional, y la simplicidad que ocasionó el que fuese atribuida por otros al Derecho Natural. Pero en cuanto a su destino en la historia legal moderna nos hallamos menos preparados por consideraciones a priori. El principio romano de ocupación y las reglas en que lo extendieron los jurisconsultos, son la fuente del Derecho Internacional moderno, sobre aspectos como el botín de guerra y la adquisición de derechos soberanos en países recién descubiertos. También han proporcionado una teoría sobre el origen de la propiedad que es, a la vez, la teoría popular y la teoría que, en una forma u otra, admiten la gran mayoría de los juristas teóricos.

He dicho que el principio romano de ocupación ha determinado el curso de esa parte del Derecho Internacional relacionado con el botín de guerra. El derecho del botín de guerra deriva sus reglas del supuesto de que las comunidades son remitidas a un estado natural por el rompimiento de hostilidades, y que, en la artificial situación natural creada, la institución de la propiedad privada cae en una inacción transitoria en lo que concierne a los beligerantes. Como los últimos escritores de Derecho Natural han estado siempre deseosos de sostener que la propiedad privada estaba en cierto sentido sancionada por el sistema que estaban exponiendo, la hipótesis de que la propiedad de un enemigo es res nullius les ha parecido perversa y repugnante y se cuidan de estigmatizarla como una mera ficción de la jurisprudencia. Pero, tan pronto como se traza el Derecho Natural hasta su fuente en el Jus Gentium, vemos inmediatamente que los bienes de un enemigo eran considerados propiedad de nadie y, por tanto, eran susceptibles de ser adquiridos por el primer ocupante. La idea se les ocurriría de manera espontánea a las personas que practicaban las formas antiguas del arte militar. Después de la victoria se disolvía la organización del ejército vencedor y se licenciaba a los soldados, quienes se dedicaban al pillaje irrestricto. Es probable, sin embargo, que originalmente sólo se permitiese obtener mobiliario. Una autoridad independiente en el asunto nos dice que en la antigua Italia prevalecía una regla muy diferente sobre la adquisición de la propiedad en el suelo de un país conquistado, y podemos asumir que la aplicación del principio de ocupación a la tierra -siempre un asunto difícil- data del periodo en que el Jus Gentium se estaba convirtiendo en código natural, y que es resultado de una generalización efectuada por los jurisconsultos de la Edad de Oro. Sus dogmas sobre el punto se conservan en las Pandectas de Justiniano y equivalen a una afirmación incondicional de que toda propiedad del enemigo es res nullius para los otros beligerantes, y que la ocupación mediante la cual el capturador se la apropia es una institución de derecho natural. Las reglas que la jurisprudencia internacional deriva de esta posición han sido a veces estigmatizadas como innecesariamente indulgentes con la ferocidad y avaricia de los combatientes. Sin embargo, la acusación ha sido hecha, creo yo, por personas que no conocen la historia de las guerras y que, en consecuencia, ignoran la enorme hazaña que significa en esas circunstancias el hacer cumplir una regla de la clase que sea. El principio romano de ocupación, cuando fue admitido en el derecho moderno del botín de guerra, procuró un cierto número de cánones subordinados limitando y precisando su operación, y si las contiendas que han tenido lugar desde que el tratado de Grocio se ha convertido en una autoridad se comparan a las de fechas anteriores, se verá que, tan pronto como las máximas romanas fueron admitidas, el arte de la guerra asumió un carácter más tolerable. Si se va a imputar al Derecho Romano de ocupación el haber ejercido una influencia perniciosa en ciertas partes del Derecho Internacional moderno, hay otro apartado en que puede decirse, con toda razón, que fue perjudicialmente afectado. Al aplicar al descubrimiento de nuevos países los mismos principios que los romanos habían aplicado al hallazgo de una joya, los publicistas forzaron en utilidad propia una doctrína totalmente desigual a la tarea esperada de ella. Elevada a una importancia enorme por los descubrimientos de los navegantes de los siglos XV y XVI, planteó más problemas de los que resolvió. Pronto se descubrió una gran incertidumbre en los dos puntos que requerían mayor certeza: el alcance del territorio que era adquirido por un descubridor para su soberano, y la naturaleza de los documentos que eran necesarios para completar la adprehensio o asunción de la posesión soberana. Además, el principio mismo, al conferir tan enormes ventajas como resultado de la buena suerte, fue cuestionado instintivamente por algunas de las naciones más aventureras de Europa: Holanda, Inglaterra y Portugal. Nuestros propios compatriotas, sin negar expresamente la autoridad del Derecho Internacional, nunca admitieron, en la práctica, el derecho de los españoles a acaparar toda América, al sur del Golfo de México, o el del rey de Francia a monopolizar los valles del Ohio y del Mississippi. Desde el ascenso al trono de Isabel I al ascenso de Carlos II, no puede afirmarse que hubiera paz completa en aguas americanas y las usurpaciones de los colonos en Nueva Inglaterra, en territorio del rey francés, continuaron durante casi un siglo. Bentham estaba tan impresionado por la confusión implícita en la aplicación del principio legal que elogió ardorosamente la famosa bula del Papa Alejandro VI que dividía los países del mundo, no descubiertos todavía, entre españoles y portugueses mediante una línea trazada a cien millas al oeste de las islas Azores, y, por grotescas que puedan parecer a primera vista sus alabanzas, puede dudarse si el arreglo del Papa Alejandro es más absurdo en principio que el precepto de Derecho Público que daba medio continente al monarca cuyos súbditos habían cumplido los requisitos exigidos por la jurisprudencia romana para la adquisición de la propiedad de un objeto valioso que podía caber en una mano.

Para todos aquellos interesados en la investigación del derecho, la ocupación es sobre todo interesante por el servicio que ha prestado a la jurisprudencia teórica, al darle una supuesta explicación del origen de la propiedad privada. Se creyó en un tiempo que el procedimiento utilizado en la ocupación era idéntico al proceso por el que la tierra y sus frutos, que eran al principio comunes, se convirtieron en la propiedad concedida a individuos. No es difícil de entender el curso del pensamiento que llevó a esta asunción, si pensamos en la ligera diferencia que separa la concepción moderna del derecho natural de la antigua. Los jurisconsultos romanos habían establecido que la ocupación era uno de los modos naturales de adquirir propiedad, e indudablemente creyeron que, si la humanidad estuviera viviendo bajo las instituciones naturales, la ocupación sería una de sus prácticas. Cómo llegaron a persuadirse de que había existido alguna vez una condición tal, es un punto que, como ya he señalado, su lenguaje deja incierto; pero ciertamente parecen haber llegado a la conjetura, que en todos los tiempos ha gozado de gran plausibilidad, de que la institución de la propiedad no era tan vieja como la existencia de la humanidad. La jurisprudencia moderna, aceptando todos sus dogmas sin reserva, fue mucho más lejos en la aguda curiosidad con que trató al supuesto estado natural. Desde entonces ha admitido la posición de que la tierra y sus frutos fueron alguna vez res nullius, y puesto que su idea peculiar de la naturaleza le llevó a asumir sin vacilaciones que la raza humana había, de hecho, practicado la ocupación del res nullius mucho antes que la organización de las sociedades civiles, inmediatamente se infirió que la ocupación era el proceso por el que los bienes de nadie del mundo primitivo se habían convertido en la propiedad privada de individuos en el mundo histórico. Sería tedioso enumerar los juristas que han aprobado esta teoría en una u otra forma, y es menos necesario porque Blackstone, que es siempre un índice fiel de las opiniones comunes de su época, las ha sintetizado en su segundo libro (capítulo primero).

La tierra", escribe, y todas sus cosas eran propiedad general de la humanidad por donación inmediata del Creador. No parece que una comunidad de bienes haya sido aplicada jamás, aun en las etapas más primitivas, a nada excepto la sustancia de la cosa; tampoco se extendía a su utilización. Pues, por ley natural y razón, el que primero comenzó a usarla adquirió, por tanto, una especie de propiedad transitoria que duraba mientras la usaba, y no más, o para hablar con mayor precisión, el derecho de posesión continuaba por exactamente el mismo tiempo que duraba el acto de posesión. Así, el suelo era común, y ninguna parte constituía la propiedad permanente de ningún hombre en particular; sin embargo, quienquiera que tuviese ocupado una parte determinada para descansar, para obtener una sombra, o algo así, adquiría por primera vez una especie de propiedad, de la que habría sido injusto y contrario al Derecho Natural sacarlo por la fuerza. Pero, en el mismo instante que dejaba de ocuparlo, otro podía asirlo sin injusticia. Luego prosigue argumentando que cuando la humanidad creció en número, se hizo necesario idear concepciones de dominio más permanente, y apropiar para los individuos no solamente el uso inmediato, sino también la misma sustancia de la que se iba a usar.

Algunas ambigüedades expresivas en el pasaje anterior conducen a la sospecha de que Blackstone no entendía por completo el significado de la proposición que halló en sus autoridades, de que la propiedad de la tierra fue adquirida por primera vez, por derecho natural, por el ocupante; pero la limitación que le ha impuesto a la teoría, bien a propósito o bien por falsa interpretación, le presta una forma que ha asumido con frecuencia. Muchos escritores utilizando un lenguaje más preciso que el de Blackstone han señalado que, al principio, la ocupación dio primero un derecho, en oposición al mundo, al goce exclusivo pero temporal, y que, después, este derecho, al tiempo que permanecía exclusivo, se volvió perpetuo. Su objeto al poner en estos términos su teoría era reconciliar la doctrina de que en el estado natural res nullius se volvió propiedad por ocupación, con la inferencia sacada de la historia biblica de que los patriarcas, al principio, no se apropiaban en forma permanente del suelo en el que habían pastado sus rebaños y piaras.

La única crítica que podría hacerse directamente a la teoría de Blackstone consistiría en preguntarse si las circunstancias que componen este cuadro de una sociedad primitiva son más o menos propables que otros incidentes que podrían imaginarse con igual prontitud. Siguiendo este método de análisis, podemos muy bien preguntar si al hombre que había ocupado (Blackstone evidentemente utiliza la palabra en el sentido ordinario) un lugar particular del suelo para descansar o ponerse a la sombra, le sería permitido retenerlo sin problemas. Las probabilidades son que su derecho de posesión sería exactamente coextensivo con su capacidad de mantenerlo, y que estaría sujeto constantemente a ser molestado por el primero que codiciase el lugar y se creyese suficientemente fuerte para ahuyentar al poseedor. Pero la verdad es que toda cavilación sobre estas posiciones son perfectamente inútiles por su misma falta de base. Lo que hizo la humanidad en su estado primitivo puede no ser un objeto irrazonable de investigación, pero de sus motivos para hacerlo es imposible saber algo. Estas descripciones generales sobre la condición del ser humano en los primeros tiempos se realizan suponiendo, primero, que la humanidad estaba desposeída de una gran parte de las circunstancias que ahora la rodean, y, luego, asumiendo que en esa condición imaginaria tenía los mismos sentimientos y prejuicios que ahora la impulsan, a pesar de que, de hecho, esos sentimientos pueden haber sido creados y producidos por aquellas mismas circunstancias de las que, siguiendo la hipótesis, tienen que librarse.

Existe un aforismo de Savigny que parece apoyar una idea sobre el origen de la propiedad o algo similar a las teorías compendiadas por Blackstone. El gran jurista alemán sostiene que toda propiedad está basada en la posesión adversa sancionada por la prescripción. Savigny hace esta declaración sólo con respecto al Derecho Romano, y antes de que pueda apreciarse en su totalidad hay que tratar de explicar y definir las expresiones empleadas. Su significado, sin embargo, será indicado con suficiente precisión si tenemos en cuenta que él afirma que, por muy lejos que llevemos nuestra investigación de las ideas sobre la propiedad aceptadas entre los romanos, por mucho que nos aproximemos a trazarlas a la infancia del derecho, no llegaremos más allá de una concepción de la propiedad que implica los tres elementos en el canon -posesión, resistencia a la posesión, es decir, no una tendencia permitida o subordinada, sino exclusiva, y prescripción, o sea un periodo de tiempo durante el cúal la posesión adversa ha continuado ininterrumpida. Es muy probable que esta máxima pueda enunciarse con una mayor generalidad de la que le atribuyó su autor, y que no pueda buscarse una indudable o segura conclusión a partir de las investigaciones sobre sistemas legales que van mucho más atrás del punto en que estas ideas combinadas constituyen la noción del derecho propietario. Mientras, lejos de apoyar la teoría popular del origen de la propiedad, el canon de Savigny es particularmente valioso por dirigir nuestra atención a su punto más débil. En opinión de Blackstone, y de aquellos a quienes él sigue, era el modo de asumir el goce exclusivo que misteriosamente influía en la mente de los padres de nuestra raza. Pero el misterio no radica aquí. No es extraño que la propiedad comenzase con posesión adversa. No es sorprendente que el primer propietario fuese el hombre fuerte armado que protegió sus efectos. Pero por qué un intervalo de tiempo iba a crear un sentimiento de respeto hacia su posesión -que es la fuente exacta de la reverencia universal de la humanidad por aquello que ha existido de facto por un largo periodo-, es una cuestión que realmente merece un examen profundo. Sin embargo, se halla fuera del alcance de nuestra investigación presente.

Antes de señalar el lugar donde, tal vez, podríamos espigar cierta información, escasa e incierta en el mejor de los casos, sobre la historia primitiva del derecho propietario, me arriesgo a ventilar mi opinión de que la impresión popular con referencia a la parte desempeñada por la ocupación en las primeras etapas de la civilización trastoca directamente la verdad. La ocupación es la toma deliberada de la posesión física; y la noción de que un acto de esta naturaleza confiere derecho al res nullius, lejos de ser característica de las sociedades primitivas, es muy probablemente el desarrollo de una jurisprudencia refinada y de un derecho ya establecido. Solamente cuando los derechos de propiedad han quedado sancionados tras una larga inviolabilidad práctica y cuando la vasta mayoría de los objetos de uso han sido sometidos a la propiedad privada, es entonces que la mera posesión otorga al primer ocupante el dominio de bienes sobre los que nadie ha reclamado derechos de propiedad. El sentimiento que originó esta doctrina es absolutamente irreconciliable con la rareza e incertidumbre de los derechos de propiedad que distingue los inicios de la civilización. Su base verdadera parece ser, no una preferencia instintiva hacia la institución de la propiedad, sino una conjetura, surgida de la larga duración de esa institución, de que todo debe tener propietario. Cuando se toma posesión de un res nullius, esto es, de un objeto que no está, o nunca ha estado, sometido a dominio, se permite al poseedor hacerse propietario y se asume que todas las cosas valiosas están naturalmente sujetas a un disfrute exclusivo, y que en el caso dado no existe nadie a quien otorgar el derecho de propiedad excepto al ocupante. El ocupante, en suma, se convierte en el propietario, porque se presume que todas las cosas deben ser propiedad de alguien y porque no puede señalarse a nadie que tenga más derechos a la propiedad de esta cosa particular.

Aun si no hubiera ninguna otra objeción a las descripciones de la humanidad en su estado natural que acabamos de discutir, hay un detalle en el que se hallan fatalmente discordes con los testimonios auténticos que poseemos. Es importante notar que los actos y motivos que presuponen estas teorías son actos y motivos de individuos. Cada individuo por sí mismo suscribe el Pacto Social. Según la teoría de Hobbes, un banco de arena movediza, cuyos granos son individuos, se endurece hasta formar una roca social mediante la disciplina total de la fuerza. Un individuo es quien, según el retrato de Blackstone, ocupa un lugar determinado del suelo para descansar, ponerse a la sombra, o cosas así. Este individualismo es un vicio que aflige necesariamente todas las teorías que descienden del Derecho Natural romano, el cual difería de su Derecho Civil sobre todo en la importancia que prestaba a los individuos, y que ha dado precisamente su mayor servicio a la civilización al libertar al individuo de la autoridad de la sociedad arcaica. Pero el Derecho Antiguo, hay que repetir una vez más, no sabe casi nada de los individuos. No le conciernen los individuos, sino las familias, ni los seres humanos aislados, sino los grupos. Aun cuando el derecho estatal ha logrado permear los pequeños círculos de parientes en los que originalmente no tenia medios de penetrar, su modo de ver al individuo es curiosamente diferente del que toma la jurisprudencia en su etapa más madura. La vida del ciudadano no se considera limitada por el nacimiento y la muerte; es una continuación de la existencia de sus antepasados, y se prolongará en la existencia de sus descendientes.

La distinción romana entre el derecho de gentes y el derecho de cosas, que aunque muy conveniente es enteramente artificial, ha favorecido el que se desvíe la investigación de este asunto de la verdadera dirección. Las lecciones aprendidas al discutir el Jus Personarum se han olvidado ahí donde se llega al Jus Rerum, y propiedad, contrato y delito han sido considerados como si no pudiera obtenerse pista alguna sobre su verdadera naturaleza de hechos ya comprobados respecto a la condición original de las personas. La futilidad de este método se pondría de manifiesto si un sistema de puro derecho arcaico nos fuese presentado, y si pudiera hacerse el experimento de aplicarlo a las clasificaciones romanas. Muy pronto se comprobaría que la separación del derecho de gentes y derecho de cosas no tiene significado alguno en la infancia del derecho, que las reglas pertenecientes a los dos apartados están inextricablemente mezcladas, y que las distinciones de los juristas posteriores son apropiadas solamente para la jurisprudencia tardía. De lo que se dijo en las primeras partes de este tratado puede inferirse que existe una gran improbabilidad a priori de que podamos sacar alguna clave sobre la historia primitiva de la propiedad, si limitamos nuestra observación a los derechos propietarios de individuos. Es más que probable que la propiedad conjunta, y no la propiedad separada, sea la propiedad realmente arcaica, y que las formas de propiedad que arrojen luz sobre el asunto sean aquellas relacionadas con los derechos de familias y de grupos de parientes. La jurisprudencia romana no nos informará sobre esto, pues es precisamente la jurisprudencia romana la que, transformada por la teoría del Derecho Natural, ha legado a los juristas modernos la impresión de que la propiedad individual es el estado normal del derecho propietario, y que la propiedad común es solamente la excepción a la regla general. Existe, sin embargo, una comunidad que será siempre examinada con sumo cuidado por el investigador que esté buscando una institución perdida de la sociedad primitiva. Es dificil precisar hasta qué punto tal institución puede haber sufrido cambios en la rama de la familia indoeuropea que se halla establecida en la India desde tiempo inmemorial, pero raras veces uno se encontrará con que haya descartado por entero la cáscara donde se crió originalmente. Entre los hindús, hallamos una forma de propiedad que debería retener de inmediato nuestra atención por coincidir exactamente con las ideas que nuestros estudios del Derecho de Gentes nos llevarían a detentar respecto al estado original de la propiedad. La comunidad aldeana de la India es a la vez una sociedad patriarcal y una asociación de copropietarios. Las relaciones interpersonales de los hombres que la componen se encuentran indistinguiblemente confundidas con sus derechos propietarios. Los intentos de los funcionarios ingleses por separar las dos cosas son responsables de algunos de los fracasos más formidables de la administración anglo-india. La comunidad aldeana es muy antigua. En cualquier dirección que haya ido la investigación sobre historia hindú, general o local, siempre descubre, por muy atrás que se remonte, que la comunidad ya existía. Un gran número de escritores inteligentes y observadores, la mayoría de los cuales no tenían ninguna teoría que defender sobre su naturaleza y origen, coinciden en considerarla la institución social menos destructible puesto que nunca somete voluntariamente a innovación ninguno de sus usos. Conquistas y revoluciones parecen haber pasado por encima sin alterarla o desplazarla, y los sistemas de gobierno más benéficos en India han sido siempre aquellos que la han admitido como la base de la administración.

El Derecho Romano maduro, y la jurisprudencia moderna que le sigue, consideran la copropiedad como una condición excepcional y momentánea de los derechos de propiedad. Esta idea está claramente indicada en la máxima prevaleciente en toda Europa Occidental: Nemo in communione potest invitus detineri (Nadie puede ser mantenido dentro de un sistema de copropiedad sin su consentimiento). Pero en la India este orden de ideas se invierte, y puede afirmarse que la propiedad separada se halla siempre en camino de convertirse en propiedad común. Ya se ha hecho referencia al proceso. Tan pronto como nace un hijo, adquiere un interés en los bienes del padre, y al alcanzar la mayoría de edad tiene, en ciertas contingencias, la facultad legal de pedir una partición de la heredad familiar. De hecho, no obstante, raramente se divide, incluso a la muerte del padre, y la propiedad constantemente permanece sin dividir por varias generaciones, a pesar de que todos los miembros de cada generación tienen derecho legal a una parte. El dominio mantenido de este modo en común es a veces administrado por un encargado elegido, pero más generalmente, y en algunas provincias siempre, es administrado por el agnado más anciano, por el representante más viejo de la línea más antigua. Tal asociación de propietarios colectivos, un cuerpo de parientes con un dominio en común, es la forma más sencilla de una comunidad aldeana hindú, pero la comunidad es más que una hermandad de parientes y más que una unión de socios. Es una sociedad organizada, y además de encargarse del manejo de los fondos comunes, raramente deja de encargarse, mediante un personal administrativo completo, del gobierno interno, de la policía, de la administración de justicia, y del prorrateo de impuestos y obligaciones públicas.

El proceso de formación de una comunidad aldeana, tal como lo he descrito, puede considerarse típico. Sin embargo, no debe asumirse que toda comunidad aldeana de la India se formó de una manera tan sencilla. Aunque en el norte de India los archivos muestran casi invariablemente, según me han informado, que la comunidad fue fundada por una asociación única de parientes consanguíneos, también suministran información de que hombres de extracción foránea han sido, de vez en cuando, admitidos en ella, y un nuevo comprador de una parte de la heredad puede generalmente, bajo ciertas condiciones, ser integrado a la hermandad. En el sur de la península indostánica hay a menudo comunidades que parecen haber surgido de dos o más familias. Existen algunas cuya composición es enteramente artificial; y, de hecho, la agregación ocasional de hombres de castas diferentes en la misma sociedad es una prueba fatal para la hipótesis de una ascendencia común. Sin embargo, en todas estas hermandades o bien se conserva la tradición, o se asume la existencia de unos antepasados originales comunes. Mountstuart Elphinstone, quien escribe sobre todo acerca de las comunidades aldeanas meridionales; observa que (History of India, p. 126): La creencia popular es que los hacendados de la aldea descienden todos de uno o más individuos que se asentaron en el pueblo; y que las únicas excepciones están formadas por personas que han derivado sus derechos de la compra de tierras o si no de miembros del tronco original. La suposición se ve confirmada por el hecho de que, hasta la fecha, hay solamente una única famIlia de hacendados en las aldeas pequeñas y no muchas más en las grandes; pero cada una se ha dividido en tantos miembros que no es infrecuente que todas las labores agrícolas sean realizadas por los propietarios, sin ayuda de peones o arrendatarios. Los derechos de los hacendados son suyos colectivamente y, aunque casi siempre tienen una división más o menos perfecta de ellos, nunca tienen una separación total. Un hacendado, por ejemplo, puede vender o hipotecar sus derechos; pero tiene que obtener antes el consentimiento del pueblo, y el comprador ocupa exactamente el mismo puesto y asume las mismas obligaciones que tenía el vendedor. Si una familia se extingue, su parte regresa al patrimonio común.

Algunas consideraciones que se ofrecieron en el capítulo quinto de este volumen ayudarán al lector, espero, a apreciar el significado del lenguaje de Elphinstone. No es probable que ningunas instituciones del mundo primitivo hayan sido conservadas hasta nuestros días, al menos que hayan adquirido una elasticidad ajena a su naturaleza original por medio de alguna ficción legal vivificante. La comunidad aldeana entonces no es necesariamente una asociación de parientes consanguíneos, aunque puede serIo; es las más de las veces un cuerpo de copropietarios, basado en el modelo de una asociación de parientes. El tipo con el que habría que compararlo no es evidentemente la familia romana, sino la Gens o casa romana. La Gens era también un grupo a semejanza de la familia; era la familia ampliada por una gran variedad de ficciones cuya naturaleza exacta se perdía en la antigüedad. En tiempos históricos, sus principales características eran las dos que Elphinstone señala en la comunidad aldeana. Se partía siempre del supuesto de un origen común, supuesto a veces obviamente en desacuerdo con los hechos; y para repetir las palabras del historiador, si la familia se extinguía, su parte regresaba al patrimonio común. En el viejo Derecho Romano, las herencias no reclamadas revertían a los Gentiles. Todos los que han examinado su historia sospechan que la comunidad, al igual que las Gentes, se han visto generalmente muy adulteradas por la admisión de extraños, pero el modo exacto de absorción es imposible de determinar ahora. En la actualidad, son reclutados, como nos dice Elphinstone, mediante la admisión de compradores, con el consentimiento de la hermandad. La adquisición del miembro adoptado está, no obstante, dentro de la naturaleza de una sucesión universal; junto con la parte que ha comprado, hereda todas las responsabilidades en que había incurrido el vendedor con el grupo agregado. Es un Emptor Familiae, y hereda el ropaje legal de la persona cuyo lugar comienza a ocupar. El consentimiento de toda la hermandad, requerido para su admisión, puede recordarnos el consentimiento que la Comitia Curiata -el parlamento de aquella hermandad más amplia de auto-llamados parientes, la antigua República romana- exigía con tal firmeza como parte esencial para la legislación de una adopción o la confirmación de un testamento.

Las señales de una extrema antigüedad son distinguibles en casi todos los rasgos de la comunidad aldeana hindú. Tenemos tantas razones independientes para sospechar que la infancia del derecho se distingue por la preponderancia de la copropiedad, por la mezcla de derechos personales y propietarios, y por la confusión de deberes públicos y privados, que estaríamos justIficados en deducir muchas conclusiones importantes de nuestra observación de estas hermandades propietarias, aun si ninguna sociedad compuesta de modo similar puede ser detectada en ninguna otra parte del mundo. Recientemente, se ha dirigido la atención a un conjunto similar de fenómenos en aquellas partes de Europa que han sido ligeramente afectadas por la transformación feudal de la propiedad, y que en muchos detalles importantes guardan una afinidad igualmente estrecha con Oriente y con Occidente. Las investigaciones de M. de Haxthausell, M. Tengoborski y otros, han demostrado que las aldeas rusas no son asociaciones fortuitas de hombres, ni tampoco uniones fundadas en contratos; son comunidades organizadas de modo natural como las de India. Es cierto que estos pueblos son siempre en teoría el patrimonio de algún propietario noble, y los campesinos han sido, en época histórica, convertidos en siervos prediales y, en buena parte, personales del señor. Sin embargo, la presión de esta propiedad superior nunca ha aplastado la antigua organización del pueblo, y es probable que la promulgación de ley del Zar de Rusia, que supuestamente introdujo la servitud, fue realmente ideada para que los campesinos abandonaran la cooperación sin la cual el antiguo orden social no podía mantenerse. La aldea rusa parece ser casi una repetición exacta de la comunidad india, en la asunción de una relación agnada entre los aldeanos, en la mezcla de derechos personales con privilegios de propiedad y en una variedad de medidas espontáneas para la administración interna. Pero hay una diferencia importante que observamos con el mayor interés. Los co-propietarios de una aldea hindú, aunque su propiedad esté mezclada, tienen sus intereses distintos, y esta separación de derechos es completa y continúa indefinidamente. La división de derechos es también teóricamente completa en una aldea rusa, pero allí es solamente temporal. Tras el vencimiento de un periodo dado -no en todos los casos de la misma duración- se extingue la propiedad separada, la tierra de la aldea es reunida y, luego, redistribuida entre las familias que componen la comunidad, según su número. Una vez que se ha efectuado esta repartición, se permite de nuevo que los derechos de familias e individuos se separen en varias líneas, que continúan hasta que llega otro periodo de división. Una variación todavía más curiosa de este tipo de propiedad ocurre en algunos de los países que por mucho tiempo formaron una franja de tierra discutible entre el Imperio Turco y las posesiones de la Casa de Austria. En Servia, en Croacia, y en la Eslavonia austriaca, las aldeas constituyen también hermandades de personas que son, a la vez, co-propietarias y parientes; pero allí la administración interna de la comunidad difiere de la que hemos descrito en los dos ejemplos anteriores. Los bienes comunes, en este caso, no son divididos en la práctica, ni se les considera divisibles, sino que toda la tierra es cultivada con el trabajo combinado de todos los aldeanos, y el producto es anualmente distribuido entre todas las familias, a veces de acuerdo a sus pretendidas necesidades, a veces según reglas que dan a ciertas personas particulares una parte fija del usufructo. Los juristas de Europa Oriental remontan todas estas prácticas a un principio que, según ellos, se encuentra en las leves eslavas más antiguas: el principio de que la propiedad de las familias no puede ser dividida a perpetuidad.

El gran interés de estos fenómenos para una investigación como la presente surge de la luz que arrojan sobre el desarrollo de derechos propietarios claros dentro de los grupos que al parecer controlaban originalmente la propiedad. Contamos con abundantes razones para creer que la propiedad perteneció en otro tiempo no a individuos o a familias aisladas, sino a sociedades más amplias compuestas en base al modelo patriarcal. El modo de transición de la propiedad antigua a la moderna, oscuro en el mejor de los casos, habría sido infinitamente más oscuro si varias formas discernibles de comunidades aldeanas no hubieran sido descubiertas y examinadas. Vale la pena prestar atención a las variedades de manejo interno de los grupos patriarcales que son, o fueron, hasta fecha reciente, observables entre razas de sangre indoeuropea. Se dice que los jefes de los clanes escoceses más rudos solían repartir alimentos entre los cabeza de familia bajo su jurisdicción a intervalos muy frecuentes y a veces diariamente. Asimismo, los ancianos de su corporación hacían una distribución periódica a los aldeanos eslavos de las provincias austriacas y turcas, pero, en este caso, se trataba de una distribución una vez por todas del producto total del año. En las aldeas rusas, no obstante, la propiedad dejó de considerarse indivisible y se desarrollaron libremente las solicitudes de derechos propietarios separados, pero luego el progreso de la separación fue absolutamente detenido tras haber sido tolerado durante un cierto tiempo. En India, no sólo no existe la indivisibilidad del fondo común, sino que la propiedad separada en partes puede prolongarse indefinidamente y puede extenderse a cualquier número de propiedades derivadas. La partición de facto de los bienes, sin embargo, está regulada por el uso inveterado, y por la regla en contra de la admisión de extraños sin el consentimiento de la hermandad. No se está tratando de insistir en que estas formas diferentes de la comunidad aldeana representan distintas etapas en un proceso de transmutación que ha sido realizado en todas partes del mismo modo. Pero, aunque los datos no nos autorizan para ir tan lejos, vuelven menos arriesgada la conjetura de que la propiedad privada, en la forma en que la conocemos, fue formada básicamente por el desenredo de los derechos separados de los individuos de los derechos mezclados de una comunidad. Nuestros estudios del Derecho de Gentes parecía mostrarnos a la familia expandiéndose en el grupo agnado de parientes, luego al grupo agnado disolviéndose en familias separadas, y, finalmente, a la familia suplantada por el individuo; pero ahora se insinúa que cada paso en el cambio corresponde a una alteración análoga en la naturaleza de la propiedad. Si hay algo de verdad en la sugerencia, es de notar que afecta materialmente el problema que los teóricos han propuesto generalmente sobre el origen de la propiedad. La cuestión -tal vez insoluble- que más han debatido es: ¿cuáles fueron los motivos que indujeron a los hombres a respetar sus posesiones mutuas? Puede ponerse igualmente, sin mucha esperanza de encontrarle respuesta, en la forma de cualquier averiguación de las razones que llevaron a un grupo compuesto a mantenerse apartado del dominio del otro. Pero, si es verdad que el pasaje más importante de la historia de la propiedad privada es su eliminación gradual de la co-propiedad de los parientes, entonces el gran punto a investigar es idéntico al que yace en el umbral de todo derecho histórico: ¿cuáles fueron los motivos que impulsaron originalmente a los hombres a mantenerse dentro de la unión familiar? A esta pregunta, la jurisprudencia, sin ayuda de otras ciencias, no puede dar respuesta. Solamente puede señalarse el hecho.

El estado indiviso de la propiedad en las sociedades antiguas es consistente con un rigor peculiar respecto de la división que aparece tan pronto como una sola parte es totalmente separada del patrimonio del grupo. Este fenómeno surge, indudablemente, de la circunstancia de que se supone que la propiedad se convierte en dominio de un nuevo grupo, de tal modo que cualquier trato con él, en su estado dividido, es una transacción entre dos cuerpos muy complejos. Ya he comparado el Derecho Antiguo con el Derecho Internacional moderno, respecto al tamaño y complejidad de las asociaciones corporativas, cuyos derechos y deberes estatuye. Como los contratos y escrituras de traspaso conocidas por el Derecho Antiguo son contratos y escrituras de las que son partícipes no individuos aislados, sino grupos organizados de hombres, son, en buena medida, ceremoniales; requieren una variedad de actos simbólicos y palabras ideadas para grabar el asunto en la memoria de todos los que toman parte en él, y exigen la presencia de un número excesivo de testigos. De estas peculiaridades, y otras relacionadas con ellas, proviene el carácter universalmente inmaleable de las antiguas formas de propiedad. A veces, el patrimonio de la familia es absolutamente inalienable, como era el caso entre los eslavos, y todavía más frecuente, aunque las enajenaciones podían no ser enteramente ilegítimas pero resultaban virtualmente impracticables, como entre la mayoría de las tribus germánicas, por la necesidad de tener el consentimiento de un gran número de personas para el traspaso. El acto de traslación de dominio, cuando no existían los anteriores impedimentos, o podían ser separados, está generalmente abrumado por el peso de una ceremonia en la que no podía pasarse por alto ni una jota. El derecho antiguo rehusaba renunciar a un solo gesto, por muy grotesco que éste fuera; a una sola sílaba, por muy olvidado que estuviera su significado; a un solo testigo, por superfluo que fuese su testimonio. Toda la solemnidad debía ser completada por personas legalmente autorizadas a tomar parte en ella o, de otro modo, el traspaso de dominio era nulo, y el vendedor era restablecido en los derechos de los que había tratado, en vano, de deshacerse.

Estos diversos obstáculos a la libre circulación de objetos de uso y disfrute, comienzan naturalmente a hacerse sentir tan pronto como la sociedad ha adquirido un ligero grado de actividad, y los recursos mediante los cuales las sociedades en progreso tratan de superarlos forman el elemento principal de la historia de la propiedad. Entre tales recursos, hay uno que precede al resto por su antigüedad y universalidad. La idea parece haber surgido espontáneamente en un gran número de sociedades primitivas: clasificar la propiedad en clases. Una clase o tipo de propiedad era colocada en una categoría de dignidad más baja que las otras, pero al mismo tiempo, se liberaba de las cadenas que la antigüedad les había impuesto. Posteriormente, la utilidad superior de las reglas que gobernaban el traspaso y herencia de la categoria más baja de propiedad fue reconocida de manera general, y mediante un curso gradual de innovaciones, la ductilidad de la clase menos decorosa de objetos valiosos era comunicada a las clases que de un modo convencional se hallaban más arriba. La historia del Derecho Romano de propiedad es la historia de la asimilación del Res Mancipi al Res Nec Mancipi. La historia de la propiedad en el continente europeo es la historia de la subversión del derecho feudalizado de la tierra por el derecho romanizado del mobiliario, y, aunque la historia de la propiedad en Inglaterra no está en absoluto terminada, es, claramente, el derecho de bienes muebles el que amenaza con absorber y acabar con el derecho de bienes raíces.

La única clasificación natural de los objetos de uso, la única clasificación que corresponde a una diferencia esencial del asunto, es la que los divide en bienes muebles y bienes raíces. A pesar de que esta clasificación es muy familiar en jurisprudencia, el Derecho Romano -del que la heredamos- la desarrolló muy lentamente y sólo la adoptó en su última etapa. Las clasificaciones del Derecho Antiguo guardan a veces un parecido superficial a ésta. Ocasionalmente, dividen la propiedad en categorías, y colocan los bienes raíces en una de ellas; pero, entonces, se descubre que, o bien clasifican con los bienes raíces una serie de objetos que no tienen nada que ver con ellos, o bien los separan de varios derechos con los que guardan una afinidad estrecha. Así, el Res Mancipi del Derecho Romano incluía no sólo tierra, sino también esclavos, caballos y bueyes. El derecho escocés clasificaba junto con la tierra una cierta clase de títulos, y el Derecho Hindú la asociaba con los esclavos. El Derecho Inglés, por otra parte, separa arriendos anuales de tierra de otros intereses del suelo, y los une a los bienes muebles. Asimismo, las clasificasiones del Derecho Antiguo son clasificaciones que implican superioridad e inferioridad, mientras que la distinción entre bienes muebles y bienes raíces, al menos mientras se limitó a la jurisprudencia romana, no implicaba idea alguna de una diferencia en dignidad. Res Mancipi, sin embargo, ciertamente disfrutó, al principio, de una prioridad sobre la Res Nec Mancipi, al igual que la tuvo la propiedad heredada de Escocia y los bienes raíces en toda Inglaterra sobre los bienes muebles a los que estaban opuestos. Los jurisconsultos de todos los países no han ahorrado esfuerzos en tratar de referir estas clasificaciones a algún principio inteligible; pero las razones de la separación tendrán que ser buscadas siempre en vano en la filosofía del derecho: pertenecen no a su filosofía sino a su historia. La explicación que parece cubrir el mayor número de ejemplos es que los objetos de uso apreciados por encima del resto eran formas de propiedad conocidas primero por cada comunidad particular, y muy dignificada por tanto con la designación de propiedad. Por otra parte, los artículos no enumerados entre los objetos favorecidos parecen haber sido colocados en una categoría menor, porque el conocimiento de su valor fue posterior a la época en que se estableció el catálogo de propiedad superior. Fueron al principio desconocidos, raros o limitados en su uso o, alternativamente, vistos como meros apéndices de los objetos privilegiados. Así, aunque la Res Mancipi romana incluía cierto número de bienes muebles de gran valor, sin embargo, las joyas más costosas nunca fueron clasificadas como Res Mancipi, porque los romanos primitivos las desconocían. Del mismo modo se dice que los bienes inmuebles en Inglaterra han sido degradados al nivel de los bienes muebles, dada la escasez y falta de valor de tales posesiones bajo el derecho feudal de la tierra. Pero el punto de interés realmente importante es la continua degradación de estas mercancías cuando su importancia había aumentado y su número se había multiplicado. ¿Por qué no fueron sucesivamente incluidos entre los objetos de uso favorecidos? Una razón se encuentra en la terquedad con que el Derecho Antiguo se apega a sus clasificaciones. Es una característica de las mentes ineducadas y de sociedades primitivas el que sean poco capaces de concebir una regla general aparte de las aplicaciones particulares en que están prácticamente familiarizadas. No pueden disociar un término general o máxima a partir de los ejemplos especiales que encuentran en su experiencia diaria, y, de este modo, la designación que cubre las formas mejor conocidas de propiedad es denegada a artículos que se le parecen exactamente al ser objetos de uso y sujetos de derecho. Pero a estas influencias, que ejercen fuerza peculiar en un asunto tan estable como el derecho, se añaden después otras más consistentes con el progreso de la civilización y con las concepciones de utilidad general. Tribunales y jurisconsultos se vuelven por fin receptivos a la inconveniencia de las formalidades estorbosas requeridas para el traspaso, recuperación o devolución de las mercancías favorecidas, y se hacen cada vez más reacios a encabezar las descripciones más nuevas de propiedad con los impedimentos técnicos que caracterizaron la infancia del derecho. De ahí que surja una inclinación a mantener estos últimos en una categoría menor en las disposiciones de jurisprudencia, y a permitir su traslado por procesos más simples que aquellos que, en traspasos de dominio arcaicos, sirven de obstáculos a la buena fe y de escalón al fraude. Tal vez estemos en peligro de infravalorar los inconvenientes de los modos antiguos de traspaso. Nuestros instrumentos de traspaso de dominio son escritos, de tal modo que su lenguaje, bien estudiado por el escritor profesional, es raramente defectuoso en cuanto a su exactitud. Pero un traspaso de dominio antiguo no era escrito, sino actuado. Gestos y palabras ocupaban el lugar de la fraseología técnica escrita, y cualquier fórmula pronunciada mal, o un acto simbólico omitido, habría viciado la transacción tan fatalmente como un error material en sentar los usos o establecer los restos habría, hace doscientos años, viciado una escritura inglesa. Los daños del ceremonial arcaico quedan, aun así, enunciados solamente a medias. Mientras se requieran traspasos de poder elaborados, escritos o actuados, para la enajenación de tierras, las probabilidades de error no son considerables en el traspaso de una clase de propiedad que raramente se hace con precipitación. Pero el tipo superior de propiedad en el mundo antiguo comprendía no sólo tierras sino también algunos de los bienes muebles más comunes y valiosos. Una vez que las ruedas de la sociedad comenzaron a moverse con rapidez, debe haber causado un trastórno inmenso exigir una forma muy complicada de traspaso para un caballo o un buey, o para aquella costosa mercancía del mundo antiguo: el esclavo. Este tipo de efectos debe haberse traspasado ordinariamente mediante formas incompletas, y detentadas de este modo, bajo títulos imperfectos.

Las Res Mancipi del viejo Derecho Romano eran tierras -en época histórica, tierras en suelo italiano-, además de bestias de carga, como caballos y bueyes. No hay duda alguna de que los objetos que componían la categoría eran instrumentos de trabajo agrícola, implementos de máxima importancia entre un pueblo primitivo. Tales artículos, me imagino, al principio fueron denominados Cosas o Propiedad, y el modo de traspaso para transferirlos se llamaba Mancipium o Mancipación. Probablemente no fue hasta mucho más tarde que recibieron la apelación distintiva Res Mancipi, Cosas que requieren mancipación. A su lado deben haber existido o surgido una serie de objetos, para los que no valía la pena insistir en la ceremonia completa de mancipación. Bastaba si, al transferir a estas últimas de propietario en propietario, se utilizaba una parte solamente de las formalidades ordinarias, a saber, la entrega real, cesión física, o tradición, que es el índice más obvio de un cambio de propiedad. Esos objetos constituían las Res Nec Mancipi de la antigua jurisprudencia, cosas que no requieren mancipación, probablemente poco apreciadas al principio, y que no pasaban a menudo de un grupo de propietarios a otro. No obstante, mientras que la lista de las Res Mancipi fue cerrada irrevocablemente, la de las Res Nec Mancipi sufrió una expansión indefinida, y de ahí en adelante cada conquista nueva del hombre sobre la naturaleza añadía un objeto al Res Nec Mancipi, o realizaba una mejoría de las ya reconocidas. Insensiblemente, se pusieron en igualdad de condiciones a las Res Mancipi y al disiparse de este modo la impresión de una inferioridad intrínseca, el hombre comenzó a observar las múltiples ventajas de la simple formalidad que acompañaba su traspaso en comparación con el ceremonial más complicado y venerable. Dos de los agentes del mejoramiento legal, Ficciones y Equidad, fueron constantemente empleados por los jurisconsultos romanos para dar los efectos prácticos de una Mancipación a una Entrega: y aunque los legisladores romanos evitaron mucho tiempo dictar que el derecho de propiedad de una Res Mancipi debería ser transferido de inmediato mediante la simple entrega del artículo, sin embargo aun este paso fue dado finalmente por Justiniano, de cuya jurisprudencia desaparece la diferencia entre Res Mancipi y Res Nec Mancipi, y la tradición o entrega se convierte en el gran traspaso de poder reconocido por la ley. La marcada preferencia que muy pronto otorgaron los jurisconsultos romanos a la tradición les llevó a asignarle un lugar en su teoría que ha ayudado a separar sus principios modernos de su verdadera historia. Se clasificó entre los modos naturales de adquisición, porque era generalmente practicado entre las tribus indias, y porque se trataba de un proceso que alcanzaba su objeto por el mecanismo más sencillo. Si se analizan detenidamente las expresiones de los jurisconsultos, indudablemente implican que la tradición, que pertenece al Derecho Natural, es más antigua que la Mancipación, que es una institución de la sociedad civil, y esto, no necesito decirlo, es el reverso exacto de la verdad.

La distinción entre Res Mancipi y Res Nec Mancipi es el prototipo de una clase de distinciones a la que debe mucho la civilización. Se trata de distinciones que se presentan en toda una masa de objetos, colocando a unos cuantos en una clase, y relegando al resto a una categoría inferior. Las clases inferiores de propiedad son, al principio, por desdén y descuido, relevadas de las ceremonias intrincadas que deleitaban al derecho primitivo, y así, posteriormente, en otra etapa del progreso intelectual, los métodos slmples de traspaso y cobranza comenzaron a servir como modelo que condenaba, por su utilidad y sencillez, las solemnidades engorrosas heredadas de tiempos pasados. Pero, en algunas sociedades, las trabas en que se hallaba envuelta la propiedad eran demasiado complicadas y estrictas como para aflojarse de un modo tan fácil. Siempre que un hindú tenía un hijo varón, de acuerdo al Derecho de la India, el niño tenía derechos sobre la propiedad del padre y este último necesitaba su consentimiento para enajenarla. En el mismo sentido, el uso general de los viejos pueblos germánicos -es notable el que las costumbres anglosajonas parecen haber sido una excepción- prohibía enajenaciones sin el consentimiento de los hijos varones, y el derecho primitivo de los eslavos las tenían completamente prohibidas. Es evidente que impedimentos como estos no pueden ser superados por una distinción entre clases de propiedad, por cuanto la dificultad se extiende a objetos de todas clases, y, en consecuencia, el Derecho Antiguo una vez metido en el camino del mejoramiento, los encuentra con una distinción de otro carácter, una distinción que clasifica la propiedad, no de acuerdo a su naturaleza sino a su origen. En la India, donde existen huellas de los dos sistemas de clasificación, el que estamos considerando se halla ejemplificado en la diferencia que el Derecho Hindú establece entre herencias y adquisiciones. La propiedad heredada del padre es compartida por los hijos tan pronto como nacen, pero de acuerdo a la costumbre de la mayoría de las provincias, las adquisiciones que hace durante su vida son totalmente suyas, y puede legarlas como quiera. Una distinción similar había sido adoptada por el Derecho Romano, en el cual la innovación más temprana de los poderes paternos asumió la forma de un permiso dado al hijo de quedarse con lo que hubiese adquirido durante su servicio militar. Pero el uso más amplio de este modo de clasificación parece haber sido hecho por los germánicos. Ya he señalado repetidamente que el alodio, aunque no inalienable, sólo era transferible en general con grandes dificultades, y además recaía exclusivamente en los parientes agnados. De ahí que se reconociesen una extraordinaria variedad de distinciones, todas ideadas para disminuir los inconvenientes inseparables de la propiedad alodial. El wehrgeld, por ejemplo, o arreglo por el homicidio de un pariente, que ocupa un espacio tan amplio en la jurisprudencia germánica, no formaba parte del dominio familiar, y era heredado según reglas de sucesión totalmente diferentes. De modo similar, el reipus, o multa impuesta al matrimonio de una viuda, no entraba al alodio de la persona a quien se le pagaba, y seguía una línea de traspaso en que se olvidaban los privilegios de los agnados. El derecho, asimismo, como entre los hindúes, distínguía las adquisiciones del jefe de la familia de su propiedad heredada, y le permitía ocuparse de ellas en condiciones mucho más liberales. También se admitían clasificaciones de otro tipo, y la distinción familiar entre tierra y bienes muebles; pero la propiedad mueble estaba dividida en varias categorías subordinadas, a cada una de las cuales se aplicaban reglas diferentes. Esta abundancia de clasificaciones, que puede extrañarnos en un pueblo tan rudo como los conquistadores germánicos del Imperio, hay que explicarla sin duda por la presencia en su sistema de muchos elementos del Derecho Romano, absorbidos por ellos durante su larga existencia en los confines de los dominios romanos. No es difícil remontar un gran número de reglas que regulan el traspaso y partición de los bienes que se hallaban fuera del alodio a su fuente en la jurisprudencia romana, de la que fueron tomadas en diversos periodos y de un modo fragmentado. No contamos ni con los medios para hacer conjeturas sobre cuántos obstáculos hubo que superar mediante esos artificios para la libre circulación de la propiedad, pues las distinciones señaladas no tienen historia moderna. Como expliqué anteriormente, la forma alodial de propiedad fue perdida por completo en la feudal, y cuando se consolidó el feudalismo, quedó prácticamente sólo una distinción de todas las que habían sido conocidas en el mundo occidental: la distinción entre tierra y mercancías, bienes raíces y bienes muebles. Externamente esta distinción era la misma que había finalmente aceptado el Derecho Romano, pero el derecho de la Edad Media difería del romano en que consideraba la propiedad inmueble claramente más digna que la propiedad mueble. Sin embargo, este ejemplo es suficiente para mostrar la importancia de la clase de recursos a que pertenece. En todos los países gobernados por sistemas basados en los códigos franceses, es decir, en la mayor parte de Europa, el derecho de bienes muebles, que fue siempre Derecho Romano, ha superado y anulado el derecho feudal de la tierra. Inglaterra es el único país de importancia en el que esta transmutación, aunque ha recorrido cierto camino, casi no se ha realizado. También puede añadirse que Inglaterra es el único país europeo importante en el que la separación de bienes raíces y bienes muebles ha sido, en cierto modo, alterada por las mismas influencias que hicieron desviarse a las antiguas clasificaciones de la única que está apoyada por la naturaleza. En conjunto, la distinción inglesa ha sido entre tierra y objetos; pero cierta clase de objetos ha ido como parte de la tierra, y una cierta clase de intereses en las tierras han sido clasificados, por razones históricas, como bienes muebles. Este no es el único ejemplo en que la jurisprudencia inglesa, al mantenerse aparte de la corriente principal de modificación legal, ha reproducido fenómenos de derecho arcaico.

Deseo hacer observar uno o dos artificios más por los que los obstáculos antiguos -el esquema de este tratado sólo me permite mencionar los de gran antigüedad- del derecho propietario fueron exitosamente relajados. Es necesario detenerse un momento sobre uno en particular porque las personas que desconocen la historia primitiva del derecho no serán fácilmente persuadidas de que un principio, cuyo reconocimiento ha sido obtenido por la jurisprudencia moderna muy lenta y dificultosamente, era de hecho muy conocido en la infancia de la ciencia legal. No existe un solo principio en el derecho, a pesar de su carácter benéfico, que el hombre moderno haya sido tan reacio a adoptar y a llevar a sus consecuencias legitimas como el conocido por los romanos por usucapión y que ha llegado a la jurisprudencia moderna bajo el nombre de Prescripción. Era una regla positiva del más viejo Derecho Romano, una regla más vieja que las Doce Tablas: que los objetos que han sido poseídos ininterrumpidamente por un cierto periodo devenían propiedad del poseedor. El periodo de posesión era extremadamente corto -uno o dos años, según la naturaleza de los objetos- y, en tiempos históricos, la usucapión solamente operaba cuando la posesión había comenzado de un modo particular; pero creo probable que en una época menos avanzada la posesión fuera convertida en posesión bajo condiciones aun menos severas de lo que leemos en nuestras autorIdades. Como he dicho antes, estoy lejos de afirmar que el respeto de los hombres por la posesión de facto fuese un fenómeno del que la jurisprudencia podría responder por sí misma. Sin embargo, es muy necesario señalar que las sociedades primitivas, al adoptar el principio de usucapión, no estuvieron bloqueadas por ninguna de las dudas especulativas y vacilaciones que han impedido su acogida entre los jurisconsultos modernos. Las prescripciones fueron consideradas por los jurisconsultos modernos, primero, con repugnancia, luego, con renuente aprobación. En varios países, incluido el nuestro, la legislación por mucho tiempo rehusó avanzar más allá del burdo recurso de exceptuar todas las acciones basadas en una injusticia, que había sido cometida antes de un momento determinado, generalmente el primer año de algún reinado precedente. Hasta que la Edad Media tocó a su fin, y Jacobo I subió al trono de Inglaterra, tampoco obtuvimos un verdadero estatuto de limitación, por imperfecto que fuese. Esta tardanza en copiar uno de los apartados más famosos del Derecho Romano, que era sin duda leído constantemente por la mayoría de los abogados europeos, la debe el mundo moderno a la influencia del Derecho Canónico. Las costumbres eclesiásticas de las que surgió el Derecho Canónico, interesadas como estaban en intereses sagrados o cuasi-sagrados, consideraban muy naturales los privilegios que conferían, y sentían que no debían perderse por desuso, por muy prolongado que éste fuese. De acuerdo con este punto de vista, la jurisprudencia espiritual, cuando se consolidó posteriormente, se distinguió por una tendencia marcada en contra de las prescripciones. Cuando los jurisconsultos eclesiásticos sostuvieron al Derecho Canónico como modelo de legislación seglar, éste obtuvo una influencia peculiar sobre los primeros principios. Dio al cuerpo consuetudinario, que se formó en toda Europa, muchas menos reglas explícitas que el Derecho Romano, pero luego parece haber contagiado de prejuicios a la opinión profesional sobre un número sorprendente de puntos fundamentales, y las tendencias así surgidas ganaron progresivamente fuerza, a medida que se desarrolló cada sistema legal. Una de las disposiciones que produjo fue aversión hacia las prescripciones, pero no sé si este prejuicio habría operado tan poderosamente como lo hizo, si no se hubiera alineado con la doctrina de los juristas escolásticos de la secta realista, quienes enseñaban que, independientemente del sesgo que tome la legislación presente, un derecho, por muy abandonado que haya estado, era de hecho indestructible. Los restos de este estado de opinión subsisten todavía. Siempre que se discute seriamente la filosofía del derecho, las preguntas sobre la base teórica de la prescripción son calurosamente debatidas, y es todavía un punto de gran interés en Francia y Alemania decidir si una persona que ha estado desposeída un cierto número de años es privada de su posesión como una pena por su negligencia, o la pierde mediante la interposición sumaria de la ley en su deseo de tener un finis litium. Pero tales escrúpulos no preocupaban a la mente de la antigua sociedad romana. Sus antiguos usos quitaban directamente la propiedad a cualquiera que hubiese estado desposeído, bajo ciertas circunstancias, durante uno o dos años. No es fácil decir cuál era el método exacto de la regla de usucapión en su forma más temprana; pero, tomada con las limitaciones que hallamos en los libros, era una protección muy útil contra los daños de un sistema de traspaso de dominio muy molesto. Para tener el beneficio de usucapión, era necesario que la posesión opuesta hubiera comenzado de buena fe, esto es, en la creencia por parte del poseedor de que estaba adquiriendo la propiedad legalmente. Se requería además que el objeto le hubiera sido transferido mediante algún medio de enajenación que fuese, al menos, reconocido por la ley, por desproporcionado que fuese conferir un titulo completo en el caso particular. En el caso de una mancipación, por descuidada que hubiera sido la realización, si había sido llevada hasta el punto de implicar una tradición o entrega, el defecto del titulo se corregía por la usucapión en dos años como máximo. No tengo conocimiento de prácticas romanas que justifiquen tan merecidamente su genio legal como el uso que hicieron de la usucapión. Las dificultades que los asaltaron fueron casi las mismas que pusieron en aprietos y todavía estorban a los jurisconsultos ingleses. Debido a la complejidad de su sistema -todavía no tenían ni el valor ni el poder de reconstruirlo- los derechos existentes constantemente diferían de los derechos técnicos; la propiedad justa difería de la legal. Pero la usucapión, tal como la manipulaban los jurisconsultos proporcionaba una maquinaria automática mediante la cual los defectos de los títulos de propiedad estaban siempre en camino de corregirse, y por medio de la que las propiedades que estaban temporalmente separadas volvían a cimentarse con el retraso más breve posible. La usucapión no perdió sus ventajas hasta las reformas de Justiniano. Pero tan pronto como se fusionaron derecho y equidad, y la mancipación dejó de ser la traslación de dominio romana, no hubo ya necesidad del antiguo artificio, y la usucapión, ya aplazada por mucho tiempo, se convirtió en la prescripción que ha sido finalmente adoptada por casi todos los sistemas de derecho moderno.

Voy a hacer solamente una breve mención de otro recurso que tenía el mismo objeto que el último. Aunque no hizo inmediatamente aparición en la historia legal inglesa, su antigüedad era inmemorial en el Derecho Romano. De hecho, su edad aparente es tal que algunos jurisconsultos alemanes, no suficientemente informados de la luz arrojada sobre el asunto por las analogías del Derecho Inglés, la creyeron todavía más vieja que la mancipación. Hablo del Cessio in Jure, una recuperación colusoria en un tribunal de propiedad que trata de traspasarse. El demandante establecía el asunto de este proceso mediante las formas ordinarias de un litigio; el acusado se rebelaba -no presentándose- y el objeto era naturalmente entregado al demandante. Apenas necesito recordarle a un abogado inglés que este artilugio se le ocurrió a nuestros antepasados, y produjo aquellas famosas multas y sentencias favorables que tanto contribuyeron a deshacer los obstáculos más severos del derecho feudal de la tierra. Los artificios romanos e ingleses tienen mucho en común y se ejemplifican mutuamente, pero hay una diferencia entre ellos: el objeto de los jurisconsultos ingleses era suprimir complicaciones ya introducidas en el titulo, mientras que los jurisconsultos romanos buscaban evitarlos sustituyendo un modo de traspaso necesariamente intachable por uno que demasiado a menudo se malograba. De hecho, este tipo de recurso aparece tan pronto como los tribunales es encuentran operando normalmente, pero todavía se hallan bajo el dominio de nociones primitivas. En un estado avanzado de la opinión legal, los tribunales consideran el litigio colusorio como un abuso de sus procedimientos judiciales, pero siempre ha habido un tiempo en que, si sus formas eran escrupulosamente observadas, nunca pensaron en mirar más allá.

La influencia de los tribunales y de sus procedimientos sobre la propiedad ha sido muy vasta, pero el tema es demasiado amplio para las dimensiones de este tratado y nos llevaría más lejos en el curso de la historia legal de lo que es consistente con su esquema. Es deseable, sin embargo, mencionar que debemos atribuir a esta influencia la importancia de la distinción entre propiedad y posesión ~no realmente la distinción en sí, que (en el lenguaje de un eminente jurisconsulto inglés) es la misma cosa que la distinción entre el derecho legal de influir sobre algo y el poder físico de hacerlo- sino la extraordinaria importancia que la distinción ha obtenido en la filosofía del derecho. Pocas personas cultas son tan poco versadas en la literatura legal como para no haber oído que el lenguaje de los jurisconsultos romanos en el tema de la posesión ocasionó mucho tiempo una perplejidad enorme, y que el genio de Savigny se demostró al dar con la solución del enigma. El término posesión, de hecho, cuando es utilizado por los jurisconsultos romanos, parece haber contraído un cierto matiz no fácilmente explicable. La palabra, por su etimología, tiene que haber denotado originalmente contacto físico fijo o intermitente; pero, utilizada sin ningún epíteto calificativo, significa no simplemente retención física, sino retención física junto con la intención de mantener la cosa como propia. Savigny, siguiendo a Niebuhr, percibió que esta anomalía sólo podía tener un origen histórico. Señaló que los Patricios de Roma, quienes se habían convertido en arrendatarios de la mayor parte de los dominios públicos con rentas nominales, eran, a ojos del viejo Derecho Romano, nuevos poseedores, pero eran poseedores que pensaban mantener su tierra en contra de todo el que llegara. Adelantaron una reclamación casi idéntica a la que ha sido recientemente propuesta en Inglaterra por los arrendatarios de tierras eclesiásticas. Admitiendo que, en teoría, eran arrendatarios a discreción del Estado, afirmaban que el tiempo y el uso imperturbado habían madurado su tenencia en una especie de propiedad, y que sería injusto arrojarlos con el propósito de redistribuir la tierra. La asociación de esta demanda con las tenencias Patricias, influyó permanentemente el sentido de posesión. Mientras los únicos remedios legales de los que podían aprovecharse los arrendatarios -en caso de ser expulsados o amenazados con problemas-, eran los Interdictos Posesorios, procesos sumarios de Derecho Romano que eran, ya sea expresamente ideados por el pretor para su protección, ya sea, según otra teoría, que habían sido empleados en tiempos anteriores para el mantenimiento provisional de las posesiones mientras se arreglaban las cuestiones de los derechos legales. Se vino a entender, por tanto, que todo el mundo que poseía propiedad como propia tenía el poder de requerir los Interdictos, y, mediante un sistema de alegación muy artificial, el proceso interdictal se moldeó en una forma adecuada para el juicio de reclamaciones conflictivas sobre una posesión disfrutada. Luego comenzó un movimiento que, como señaló Mr. John Austin, se reprodujo exactamente en el Derecho Inglés. Los propietarios, domini, comenzaron a preferir las formas más sencillas o el curso más rápido del Interdicto a las formalidades demoradoras e intrincadas de la acción real y, con el fin de aprovechar el remedio posesorio, recurrieron a la posesión que se suponía estaba involucrada en la propiedad. La libertad concedida a personas que no eran verdaderos poseedores, sino dueños, de reivindicar sus derechos mediante remedios posesorios, aunque al principio pueda haber sido una bendición, finalmente tuvo el efecto de deteriorar seriamente la jurisprudencia inglesa y romana. El Derecho Romano le debe los artificios sobre el asunto de la posesión que contribuyeron tanto a desacreditarlo, mientras que el Derecho Inglés, después que las acciones que destinó a la recuperación de bienes raíces cayeron en la confusión más incurable, se libró de todo el embrollo mediante un remedio heroico. Nadie puede dudar que fue un beneficio público la virtual abolición de los procesos reales ingleses que tuvieron lugar hace casi treinta años. Sin embargo, personas sensibles a la armonía de la Jurisprudencia lamentarán que, en lugar de limpiar, mejorar y simplificar los verdaderos procesos propietarios, los sacrificamos a la acción posesoria del desahucio, basando de este modo nuestro sistema de recuperación de tierra en una ficción legal.

Los tribunales legales han contribuido poderosamente a formar y modificar concepciones del derecho propietario por medio de la distinción entre Derecho y Equidad, que siempre hace su primera aparición al distinguir jurisdicciones. La propiedad equitativa en Inglaterra es simplemente propiedad conservada bajo la jurisdicción del Tribunal de Chancillería. En Roma, el Edicto Pretoriano introdujo sus nuevos principios bajo capa de una promesa de que, en determinadas circunstancias, una acción o un alegato particulares serían concedidos, y, en consecuencia, la propiedad in bonis, o propiedad equitativa, del Derecho Romano era propiedad exclusivamente protegida por compensaciones cuya fuente estaba en el Edicto. El mecanismo por el que los derechos equitativos se salvaron de ser anulados por las demandas del dueño legal era algo diferente en los dos sistemas. Entre nosotros, su independencia está asegurada por el Entredicho del Tribunal de Chancillería. Puesto que, no obstante, el Derecho y la Equidad, aunque todavía no consolidados, eran administrados bajo el sistema romano por el mismo tribunal, nada parecido al entredicho era requerido, y el Magistrado tomaba el curso más sencillo de rehusar a otorgar al dueño -según el Derecho Civil- aquellos expedientes y respuestas del acusado por las que sólo podía obtener la propiedad que en justicia pertenecía a otro. Pero la operación práctica de los dos sistemas era casi la misma. Los dos, por medio de una distinción en el procedimiento, pudieron conservar nuevas formas de propiedad en una especie de existencia provisional, hasta que llegase el momento en que fueran reconocidas por todo el derecho. De este modo, el pretor romano dio derecho inmediato de propiedad a la persona que había adquirido una Res Mancipi, mediante una mera entrega, sin esperar a la maduración de la usucapión. De modo similar, con el tiempo reconoció la propiedad del acreedor hipotecario que, al principio, había sido un mero depositario, y del enfiteuta, o arrendatario que estaba sujeto a una venta fija perpetua. El Tribunal de Chancillería inglés, siguiendo una línea paralela de progreso, creó una propiedad especial para el acreedor hipotecario, para el fideicomiso Cestui que, para la mujer casada, que obtenía la ventaja de una clase particular de arreglo, y para el comprador que no había adquirido todavía una propiedad legal completa. Todos estos son ejemplos en los que distintas formas de derechos propietarios, claramente nuevos, eran reconocidas y conservadas. Pero indirectamente la propiedad ha sido afectada de mil modos por la equidad en Inglaterra y en Roma. En cualquier apartado de la jurisprudencia en que sus autores metieran el poderoso instrumento a su alcance, estaban seguros de encontrar, tocar, y más o menos cambiar materialmente el derecho de propiedad. Cuando, en las páginas anteriores, he hablado de que ciertas distinciones y recursos legales antiguos afectaron poderosamente la historia de la propiedad, debe entenderse que quiero decir que la mayor parte de su influencia ha surgido de las sugerencias e insinuaciones infundidas por ellos en la atmósfera mental que fue respirada por los fabricadores de los sistemas equitatlvos.

Sin embargo, describir la influencia de la equidad sobre la propiedad significaría escribir su historia hasta nuestros días. La he aludido, principalmente, porque varios escritores contemporáneos muy estimados han pensado que en la separación romana de la propiedad equitativa de la legal tenemos la clave de aquella diferencia en la concepción de propiedad, que, aparentemente, distingue al derecho de la Edad Media del derecho del Imperio Romano. La principal característica de la concepción feudal es su reconocimiento de una doble propiedad: la propiedad superior del señor del feudo coexistiendo con la propiedad inferior o bienes del arrendatario. Ahora bien, esta duplicación del derecho propietario, se insiste, se asemeja mucho a una forma generalizada de la distribución de derechos romanos sobre la propiedad en Quiritaria o legal, y (para usar una palabra de origen posterior) Bonitarian o equitativa. El mismo Gayo observa que la división de un dominio en dos partes es una singularidad del Derecho Romano y, expresamente, la contrasta con la propiedad entera o alodial a que estaban acostumbradas otras naciones. Es cierto que Justiniano reconsolidó el dominio en uno, pero los bárbaros no estuvieron en contacto varios siglos con la jurisprudencia de Justiniano sino con el sistema parcialmente reformado del Imperio de Occidente. Mientras permanecieron en los márgenes del Imperio tal vez aprendieron esta distinción que, luego, dio tantos frutos. En favor de esta teoría debe admitirse, de cualquier modo, que el elemento de Derecho Romano en los varios cuerpos ha sido muy imperfectamente examinado. Las teorías erróneas o insuficientes que han servido para explicar el feudalismo se asemejan en su tendencia a distraer la atención de este particular ingrediente de su carácter. Los investigadores más viejos que han tenido muchos seguidores en este país, prestaron una importancia exclusiva a las circunstancias del periodo turbulento durante el que maduró el sistema feudal, y, en tiempos posteriores, se ha añadido una nueva fuente de error a las ya existentes: el orgullo nacionalista que ha llevado a los escritores alemanes a exagerar la integridad de la obra social que sus antepasados habían elaborado antes de hacer su aparición en el mundo romano. Uno o dos investigadores ingleses que buscaron en el lugar adecuado las bases del sistema feudal no lograron, sin embargo, conducir sus investigaciones a resultados satisfactorios, ya sea porque buscaron de un modo exclusivo analogías en las compilaciones de Justiniano, o porque limitaron su atención a los compendios del Derecho Romano que se encuentran anexados a algunos de los códigos bárbaros existentes. Pero, si la jurisprudencia romana ejerció alguna influencia en las sociedades bárbaras, probablemente había producido la mayoría de sus efectos antes de la legislación de Justiniano, y antes de la preparación de estos compendios. En mi opinión, el esqueleto de las usanzas bárbaras fue revestido, no con la reformada y purificada jurisprudencia de Justiniano, sino con el sistema mal ordenado que prevalecía en el Imperio de Occidente, y al que el Corpus Juris de Oriente nunca consiguió desplazar. Es de suponer que el cambio tuvo lugar antes de que tribus germánicas se hubieran claramente apropiado, como conquistadoras, de alguna porción de los dominios romanos y, por tanto, antes de que los monarcas germánicos hubieran mandado redactar breviarios de Derecho Romano para el uso de sus súbditos romanos. Cualquiera que pueda apreciar la diferencia entre derecho arcaico y derecho desarrollado sentirá la necesidad de alguna hipótesis de este tipo. Toscas como son las Leges Barbarorum que nos quedan, no son lo bastante toscas para satisfacer la teoría de un origen puramente bárbaro; tampoco tenemos razón alguna para creer que hemos recibido, en protocolos escritos, más que una fracción de las reglas fijas que eran practicadas entre ellos por los miembros de las tribus conquistadoras. Si podemos persuadirnos de que muchos elementos del Derecho Romano, adulterados, ya existían en los sistemas bárbaros, habremos hecho algo por remover una grave dificultad. El Derecho Germánico de los conquistadores y el Derecho Romano de sus súbditos no se habría combinado si no hubieran tenido más afinidad mutua de la que tiene la jurisprudencia refinada respecto de las costumbres de los salvajes. Es muy probable que los códigos de los bárbaros, arcaicos como parecen, sean solamente un compuesto de usanzas verdaderamente primitivas y reglas romanas entendidas a medias, y que el ingrediente extranjero les permitió juntarse con una jurisprudencia romana que ya había retrocedido un poco de la forma relativamente acabada que había adquirido bajo los emperadores de Occidente.

Pero, aunque hay que admitir todo esto, existen varias consideraciones que vuelven improbable que la forma feudal de propiedad fuese sugerida directamente por la duplicación romana de los derechos dominicales. La distinción entre propiedad legal y equitativa parece de una sutileza difícilmente apreciada por los bárbaros, y, además, apenas pueden entenderse si no se imaginan unos tribunales en funcionamiento. Pero la razón más fuerte contra esta teoría es la existencia, en el Derecho Romano, de una forma de propiedad -una creación de la Equidad, es cierto- que proporciona una explicación mucho más simple de la transición de un conjunto de ideas al otro. Se trata de la enfiteusis, a la que se atribuye a menudo la paternidad del feudo de la Edad Media, aunque sin mucho conocimiento de la participación exacta que tuvo en traer al mundo la propiedad feudal. Lo cierto es que la enfiteusis, probablemente no conocida todavía por su designación griega, marca una etapa en una corriente de ideas que llevó finalmente al feudalismo. En la historia romana, la primera mención de haciendas más grandes de las que podía trabajar un Paterfamilias con sus hijos y esclavos, ocurre cuando nos topamos con las posesiones de los Patricios romanos. Estos grandes propietarios no parecen haber concebido la idea de un sistema de cultivo por medio de arrendatarios libres. Sus latifundia, al parecer, eran trabajados en todas partes por cuadrillas de esclavos, dirigidos por capataces que eran a su vez esclavos o libertos. La única organización ensayada parece haber consistido en dividir los esclavos inferiores en pequeños cuerpos, y hacerlos el peculium de la clase mejor y más confiable, que de este modo adquiría un cierto interés en la eficiencia de su trabajo. Este sistema era, sin embargo, especialmente desventajoso para una clase de propietarios: los municipios. Los funcionarios en Italia eran cambiados con una rapidez sorprendente -aun en la misma administración de Roma-; de tal modo que la dirección de un dominio territorial grande por una corporación italiana debe haber sido excesivamente imperfecto. En consecuencia, junto con los municipios se comenzó la práctica de rentar agri vectigules, esto es, de arrendar la tierra a perpetuidad a un arrendatario libre a un alquiler fijo y bajo ciertas condiciones. El plan fue luego extensamente imitado por propietarios individuales, y al arrendatario cuya relación con el dueño había sido originalmente determinada por su contrato, el pretor le reconoció posteriormente un derecho a una propiedad restringida, que, con el tiempo, fue conocida por enfiteusis. A partir de este punto la historia de la tenencia se divide en dos ramas. En el curso de ese largo periodo del Imperio Romano, del que tenemos testimonios muy incompletos, las cuadrillas de esclavos de las grandes familias romanas se transformaron en los coloni, cuyo origen y situación constituyen una de las cuestiones más oscuras de toda la historia. Se podría sospechar que se formaron en parte por la elevación de los esclavos, y, en parte, por la degradación de los agricultores libres, y que demuestran que las clases más ricas del Imperio Romano se habían dado cuenta del valor creciente que obtiene la propiedad territorial cuando el agricultor tiene interés en el producto de la tierra. Sabemos que su servidumbre era predial; que exigía muchas de las características de la esclavitud absoluta, y que pagaban su servicio al señor al entregarle una porción determinada de la cosecha anual. Sabemos, además, que sobrevivieron a todos los cambios sociales en el mundo antiguo y en el moderno. Aunque incluidos en las escalas más bajas de la estructura feudal, continuaron en muchos países entregando al señor precisamente las mismas cuotas que habían pagado al dominus romano, y de una clase particular entre ellos, los coloni medietarii, que reservaban la mitad del producto para el señor, desciende el inquilinato metayer, que todavía prosigue con el cultivo del suelo en casi todo el sur de Europa. Por otra parte, la enfiteusis, si así podemos interpretar las alusiones a ella en el Corpus Juris, se convirtió en una modificación de la propiedad favorita y benéfica, y puede conjeturarse que dondequiera que existieron agricultores, esta tenencia fue la que reguló sus intereses en la tierra. El pretor, como ya se ha dicho, trataba al enfiteuta, como a un verdadero propietario. Cuando era expulsado, se le permitía reintalarse mediante una acta legal, la insignia distintiva del derecho propietario, y estaba protegido de molestias que le pudiera ocasionar el autor de su arriendo mientras que el canon, o censo para librarse del servicio feudal, fuese pagado. Pero, al mismo tiempo, no debe suponerse que la propiedad del autor del arriendo estaba extinta o inactiva. Se mantenía viva mediante un poder de reingreso o no pago de la renta, un derecho de prioridad en caso de venta, y un cierto control sobre el modo de cultivo. Tenemos, por tanto, en la enfiteusis un ejemplo sorprendente de la doble propiedad que caracterizó a la sociedad feudal, y que, además, es más simple y más fácilmente imitable que la yuxtaposición de derechos legales y equitativos. La historia de la tenencia romana no termina, sin embargo, en este punto. Tenemos pruebas claras de que entre las grandes fortalezas que, colocadas a lo largo del Rin y del Danubio, aseguraron por mucho tiempo la frontera del Imperio contra sus vecinos bárbaros, se extendía una sucesión de franjas de tierra, los agri limitrophi que se hallaban ocupados por veteranos del ejército romano bajo los términos de una enfiteusis. Había una propiedad doble. El Estado romano era el dueño del suelo, pero los soldados lo cultivaban sin molestias en cuanto estuvieran dispuestos a ser reclutados para el servicio militar siempre que la situación de las fronteras así lo requiriese. De hecho, una especie de deber de guarnición -un sistema muy parecido al de las colonias militares de la frontera austro-turca- había sustituido al censo para librarse del servicio feudal que era el servicio del infiteuta ordinario. Parece imposible poner en duda que este no fuese el precedente copiado por los monarcas bárbaros que fundaron el feudalismo. Lo habían tenido ante sus ojos durante algunos cientos de años, y muchos de los veteranos que vigilaban la frontera eran, es importante recordarlo, de origen bárbaro, y probablemente hablaban las lenguas germánicas. La proximidad de un modelo tan fácilmente seguido no sólo explica de dónde sacaron los soberanos francos y lombardos la idea de asegurar el servicio militar de sus seguidores mediante la concesión de algunas partes de sus dominios públicos, sino que también explica la tendencia aparecida inmediatamente después de que las prebendas se volvieron hereditarias, pues una enfiteusis, aunque capaz de ser moldeada a los términos del contrato original, sin embargo recaían por regla general en los herederos del concesionario. Es cierto que el tenedor de una prebenda, y más recientemente, el señor de uno de aquellos feudos en que se transformaron las prebendas, parece que debía ciertos servicios que no es probable que prestaran los colonos militares, y, ciertamente, no eran prestados por el enfiteuta. El deber de respeto y gratitud al superior feudal, la obligación de ayudar a otorgar una dote a su hija y equipar a su hijo, la responsabilidad de su tutela durante la minoría de edad, y muchos otros deberes de la misma naturaleza que iban implícitos en la tenencia, tienen que haberse tomado literalmente de la relación patrón-liberto establecidas por el Derecho Romano, esto es, entre antiguo-amo y antiguo-esclavo. Pero también es sabido que los beneficiarios más antiguos eran los compañeros personales del soberano, y es indisputable que esta posición -aparentemente brillante- al principio, implicaba una especie de degradación servil. La persona que auxiliaba al soberano en su corte había renunciado a una parte de la libertad personal absoluta que era un privilegio del que tan orgulloso se sentía el propietario alodial.


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