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CAPÍTULO VII

Ideas antiguas y modernas sobre testamentos y sucesiones

Aunque una buena parte del moderno Derecho Testamentario europeo, se halla estrechamente relacionada con las reglas más antiguas del orden testamentario practicado entre los hombres, existen, sin embargo, algunas diferencias entre las ideas antiguas y las modernas sobre el asunto de testamentos y sucesiones. En el presente capítulo trataré de mostrar algunos de los puntos de divergencia.

Durante un cierto periodo, separado por varios siglos de la era de las Doce Tablas, encontramos una variedad de reglas injertadas en el Derecho Civil romano con el fin de evitar el desheredamiento de los hijos. Tenemos la jurisdicción del pretor ejercida muy activamente con el mismo fin. Se nos presenta asimismo un nuevo tipo de reparación, de carácter muy anómalo y origen incierto, llamado el Querela lnofficiossi Testamenti, la queja del testamento irrespetuoso, dirigido a la reinstalación de la progenie en la herencia de la que han sido injustamente excluidos por el testamento del padre. Comparando este estado del derecho con el texto de las Doce Tablas que concede, de palabra, la mayor libertad de testamentación, varios escritores se han visto tentados a entretejer una buena cantidad de incidentes dramáticos en sus respectivas memorias del Derecho Testamentario. Nos hablan de la ilimitada licencia de desheredamiento en la que comenzaron a caer instantáneamente los cabeza de familia, del escándalo y perjuicio que las nuevas prácticas creaban, y de la aprobación de todos los hombres prudentes que saludaban el valor del pretor en detener el progreso de la depravación paterna. Esta historia, que no carece de fundamento en el hecho principal al que se refiere, es a menudo contada de un modo que revela interpretaciones erróneas muy serias de los principios de la historia legal. La ley de las Doce Tablas hay que explicarla por el carácter de la época en que fue promulgada. No autoriza una tendencia que una era posterior se vio obligada a contrarrestar, sino que prosigue bajo el supuesto de que no existe tal tendencia o, tal vez deberíamos decir en la ignorancia de la posibilidad de su existencia. No hay probabilidad alguna de que los ciudadanos romanos comenzaran de inmediato a aprovecharse libremente de la facultad de desheredar. Va en contra de toda razón y sana apreciación de la historia suponer que el yugo de la servidumbre familiar, todavía pacientemente aceptado en el aspecto en que su presión irritaba con mayor crueldad, sería descartado en la mismísima particularidad en que su incidencia en nuestros días no es sino bienvenida. La ley de las Doce Tablas permitía la ejecución de testamentos en el único caso en que se creía posible que podían ejecutarse, a saber, a falta de hijos o parientes. No prohibía el desheredamiento de los descendientes directos, por cuanto no legislaba en contra de una eventualidad que ningún legislador romano de la época habría imaginado. Era indudable que, a medida que los buenos oficios del afecto familiar perdieron progresivamente el aspecto de deberes personales primarios, el desheredamiento de los hijos se intentó ocasionalmente. Pero la interferencia del pretor, lejos de ser solicitada por la universalidad del abuso, se vio sin duda impulsada por el hecho de que tales ejemplos de capricho desnaturalizado eran pocos y excepcionales, y entraban en conflicto con la moralidad prevaleciente.

Las indicaciones proporcionadas por esta parte del Derecho Testamentario romano son de una clase muy diferente. Llama la atención el que los romanos no parecen haber considerado el testamento un medio de desheredar a la familia, ni de efectuar una distribución desigual del patrimonio. Las reglas legales que prevenían que se utilizara con tal propósito, aumentaron en número y rigor a medida que se desarrollaba la jurisprudencia, y estas reglas correspondían sin duda al sentimiento perdurable de la sociedad romana, independiente de las variaciones ocasionales de los sentimientos individuales. Parecería más bien como si el poder testamentario se valuara principalmente por la ayuda que prestaba en proveer a una familia, y en dividir la herencia más equitativa e imparcialmente que el derecho de sucesión intestada lo habría hecho. Si esta es una interpretación acertada del sentimiento general sobre el particular, explica, hasta cierto punto, el singular horror que la falta de testamento producía entre los romanos. Ningún mal parece haber sido considerado peor que la pérdida legal de los privilegios testamentarios; ninguna maldición era, aparentemente, mas amarga que la deseada a un enemigo para que muriese sin testamento. El sentimiento no tiene contrapartida, o ninguna fácilmente reconocida, en la opinión actual. Todos los hombres de todos los tiempos preferirán sin duda llevar la cuenta del destino de su caudal a que la ley realice esa tarea por ellos; pero la pasión romana por testar se diferencia del mero deseo de cumplir un capricho por su intensidad, y no tiene, por supuesto, nada en común con el orgullo familiar, creación exclusiva del feudalismo, que acumula una clase de propiedad en las manos de un solo representante. Es probable, a priori, que hubiera algo en las reglas de la sucesión intestada que producía esta preferencia vehemente por la distribución de la propiedad bajo un testamento a la distribución hecha por la ley. La dificultad, sin embargo, radica en que, al echar una ojeada al Derecho Romano sobre sucesión intestada, en la forma que tomó durante muchos siglos antes de que Justiniano la adaptase al esquema de herencia que ha sido recogido por los legisladores modernos, no le repugna a uno como algo irrazonable o inequitativo. Al contrario, la distribución que prescribe es tan justa y racional y difiere tan poco de la que ha satisfecho a la sociedad moderna, que no se halla ninguna razón por la que debiera ser mirada con tanto disgusto, especialmente bajo una Jurisprudencia que dejaba márgenes muy estrechos a los privilegios testamentarios de las personas con hijos a los que habia que proveer de lo necesario. Más bien esperaríamos que los cabeza de familia se ahorrarían generalmente la molestia de ejecutar un testamento, y dejaran que la ley hiciera lo que gustase con sus bienes. Creo, sin embargo, que si observamos detenidamente la escala pre-Justiniana de la sucesión intestada, descubriremos la clave del misterio. La contextura de la ley consiste en dos partes distintas. Un apartado de reglas proviene del Jus Civile, el derecho consuetudinario de Roma; el otro, del Edicto Pretoriano. El Derecho Civil, como ya he señalado al referirme a otro asunto, admite como herederos sólo tres clases de sucesores por turno: los hijos no emancipados, la clase más cercana de parientes agnados y los gentiles. Entre estas tres clases, el pretor interpola varios tipos de parientes, a los que el Derecho Civil no tomaba en cuenta. Finalmente, la combinación del Edicto y el Derecho Civil forma una tabla sucesoria materialmente no diferente de la que ha llegado a la generalidad de los códigos modernos.

El punto a recordar es que, antiguamente, debe haber existido un tiempo en que las reglas del Derecho Civil restringían exclusivamente el esquema de la sucesión intestada, y las medidas del Edicto no existían, o no eran llevadas acabo de manera consistente. No dudamos que, en su infancia, la jurisprudencia pretoriana tuvo que lidiar con formidables obstáculos, y es más que probable que, mucho después de que el sentimiento popular y la opinión legal la hubieran aceptado, las modificaciones que periódicamente introdujo no se hallaban gobernadas por ningunos principios estables, y fluctuaban según las preferencias cambiantes de los sucesivos magistrados. Las reglas de sucesión intestada, que los romanos deben haber practicado en este periodo, explican, en mi opinión -y más que explican- la vehemente aversión por la falta de testamento que retuvo la sociedad romana durante muchos siglos. El orden de sucesión era el siguiente: a la muerte de un ciudadano que no tenía testamento o éste no era válido, sus hijos no emancipados se convertían en sus herederos. Sus hijos emancipados no participaban de la herencia. Si no dejaba descendientes directos vivos a su muerte, le sucedía el pariente agnado más cercano. Ninguna parte de la herencia correspondía a un pariente relacionado -por muy cercano que fuese- con el difunto por medio de la descendencia femenina. El resto de las ramas de la familia quedaban excluidas, y la herencia confiscada iba a los Gentiles, o cuerpo completo de ciudadanos romanos que portaban el mismo apellido que el finado. Así, pues, si no dejaba un testamento eficaz, un ciudadano romano de la época que estamos analizando, dejaba a sus hijos emancipados absolutamente sin provisiones, al mismo tiempo que, bajo el pretexto de que moría sin hijos había un riesgo inminente de que sus posesiones se fueran de las manos de la familia y se entregaran a un cierto número de personas con las que se hallaba simplemente relacionado por la ficción sacerdotal que presuponía que todos los miembros de la misma gens descendían de un antepasado común. La probabilidad de tal resultado es por sí misma una explicación casi suficiente del sentimiento popular; pero, de hecho, lo entenderemos sólo a medias, si olvidamos que el estado de cosas que acabo de describir es probable que haya existido en el mismo momento en que la sociedad romana se hallaba en la primera etapa de la transición de su organización primitiva en familias separadas. El dominio del padre había recibido uno de sus primeros golpes por medio del reconocimiento de la emancipación como un uso legítimo, pero la ley, considerando todavía la Patria Potestas como la raíz de la relación familiar, continuó viendo en los hijos emancipados extraños sin derechos de parentesco y ajenos al linaje. Sin embargo, no podemos suponer ni por un momento que las limitaciones de la familia impuestas por la pedantería legal tenían su contrapartida en el afecto natural de los padres. Los lazos familiares todavía conservaban la santidad e intensidad casi inconcebibles que se daba bajo el sistema patriarcal, y, es tan poco probable que se hubieran extinguido por el hecho de la emancipación, que las probabilidades son totalmente las contrarias. Puede darse por sentado sin titubeos que la emancipación del dominio del padre era una demostración, más que una separación, del afecto; una señal de gracia y favor acordada al más querido y estimado de los hijos. Si hijos así honrados por encima del resto eran absolutamente privados de su herencia por falta de testamento, la reluctancia a no caer en ese problema ya no requiere más explicación. Podríamos haber asumido a priori que la pasión por testar era generada por alguna injusticia moral vinculada a las reglas de la sucesión intestada y aquí las hallamos discordes con el mismísimo instinto que había dado cohesión a la sociedad primitiva. Es posible poner en forma muy sucinta todo lo que ha sido presentado. Todo sentimiento dominante de los romanos primitivos estaba entrelazado con las relaciones familiares, Pero, ¿qué era la familia? El derecho la definía de un modo; el afecto natural de otro. En el conflicto entre los dos, el sentimiento que analizábamos crecía, tomando la forma de un entusiasmo hacia la institución mediante la cual los dictados del afecto determinaban los destinos de sus objetos.

Considero, por tanto, el horror romano a la falta de testamento como un hito de un conflicto muy temprano entre el derecho antiguo y el antiguo sentimiento, que iba cambiando lentamente, respecto a la familia. Algunos pasajes del Derecho Romano Escrito y un estatuto en particular que limitaba la capacidad de las mujeres para heredar, debe haber contribuido a mantener vivo el sentimiento, y es creencia general que el sistema de crear Fidei-Commisa, o legados en depósito, fue ideado para evadir las incapacidades impuestas por estos estatutos. Pero el sentimiento mismo, en su notable intensidad, parece señalar un antagonismo más profundo entre derecho y opinión; tampoco es nada asombroso que los mejoramientos de la jurisprudencia hechos por el pretor no se extinguieran. Todo el que sea versado en filosofía de la opinión sabe que un sentimiento no muere, necesariamente, con la desaparición de las circunstancias que lo produjeron. Puede sobrevivirlas durante mucho tiempo; más aún, puede alcanzar un punto y culminación de una intensidad que nunca logró durante su persistencia real.

La idea de un testamento como instrumento que confiere la capacidad de apartar la propiedad de la familia, o de distribuirla en proporciones tan desiguales como dicte el capricho o el buen sentido del testador, no es más antigua que la última parte de la Edad Media, cuando ya el feudalismo se hallaba bien consolidado. Cuando aparece por primera vez la jurisprudencia moderna, todavía poco pulida, los testamentos no podían disponer con absoluta libertad de los bienes de un muerto. Durante este periodo, siempre que la herencia de la propiedad estaba regulada por un testamento -y en la mayor parte de Europa la propiedad mobiliaria o personal estaba sujeta al orden testamentario- el ejercicio del poder testamentario casi nunca podía interferir con el derecho de la viuda a una parte definida, y el de los hijos a ciertas proporciones fijadas, de la herencia. Las partes de los hijos, como su monto prueba, estaban determinadas por la autoridad del Derecho Romano. La provisión para la viuda era atribuible a las diligencias de la Iglesia, que nunca cedió en su cuidado de los intereses de las viudas que sobrevivían a sus esposos, ganando, tal vez, uno de sus triunfos más arduos cuando, tras exigir durante dos o tres siglos una promesa explícita del marido en el momento del matrimonio de dotar a su esposa, finalmente logró injertar el principio de los bienes gananciales en el Derecho Consuetudinario de toda Europa Occidental. Curiosamente, los bienes gananciales de tierras resultaron una institución más estable que la reserva análoga y más antigua de cierta participación de la viuda y los hijos en la propiedad personal. Unas pocas costumbres locales de Francia conservaron ese derecho hasta la Revolución, y hay huellas de usos similares en Inglaterra; pero, en conjunto, prevaleció la doctrina de que los bienes raíces podían ser libremente legados mediante testamento, y, aun cuando los derechos de la viuda continuaron siendo respetados, los privilegios de los hijos fueron borrados de la jurisprudencia. No dudamos en atribuir el cambio a la influencia de la primogenitura. Como el derecho feudal de la tierra, prácticamente desheredaba a todos los hijos en favor de uno, la distribución equitativa, aun de aquellas clases de propiedad que podían haber sido divididas en partes iguales, dejó de considerarse un deber. Los testamentos fueron los principales instrumentos empleados en la generación de la desigualdad, y ese estado de cosas provocó la ligera diferencia que existe entre la concepción moderna y la antigua de un testamento. Pero aunque la libertad de un legado disfrutada por medio de los testamentos era de este modo fruto accidental del feudalismo, no hay distinción más amplia que aquella que existe entre un sistema de orden testamentario libre y un sistema, semejante al del derecho feudal sobre la tierra, bajo el que la propiedad desciende mediante líneas prescritas de traspaso. Los autores de los códigos franceses parecen haber perdido de vista esta verdad. En el orden social que resolvieron destruir, vieron la primogenitura como algo fundamentado básicamente en los caseríos familiares, pero también percibieron que los testamentos eran empleados con frecuencia para dar al hijo mayor precisamente la misma preferencia que le estaba reservada bajo el más estricto de los mayorazgos. Por tanto, para asegurar su tarea, no sólo hicieron imposible preferir al hijo mayor sobre el resto en los acuerdos matrimoniales, sino que casi eliminaron la sucesión testamentaria del derecho para evitar que fuese usada en derrotar su principio fundamental de una igual distribución de la propiedad entre los hijos a la muerte del padre. El resultado es el establecimiento de un sistema de pequeños mayorazgos perpetuos, que es infinitamente más análogo al sistema de la Europa feudal de lo que sería una perfecta libertad de legado. El derecho inglés sobre la tierra, el Herculano del feudalismo, está ciertamente mucho más relacionado con el derecho sobre la tierra de la Edad Media que cualquier otro de Europa, y los testamentos, entre nosotros, son usados con frecuencia para ayudar o imitar esa preferencia por el hijo mayor y su descendencia que constituye un rasgo casi universal de los arreglos matrimoniales que conllevan bienes raíces. Sin embargo, el sentimiento y la opinión en Inglaterra se han visto profundamente afectados por la práctica de la disposición testamentaria libre, y me parece que el estado de ánimo de una gran parte de la sociedad francesa sobre el tema de la conservación de la propiedad en las familias, es mucho más semejante al que prevalecía en Europa hace dos o tres siglos de lo que son las opiniones actuales de los ingleses.

La mención de la primogenitura introduce uno de los problemas más difíciles de la jurisprudencia histórica. Aunque no me he detenido a explicar mis expresiones, se puede haber notado que he hablado frecuentemente de un cierto número de coherederos colocados por el Derecho Romano de sucesión en igualdad de condiciones con un heredero único. De hecho, no conocemos ningún periodo de la jurisprudencia romana en el que el lugar del heredero, o sucesor universal, no pudiera haber sido ocupado por un grupo de coherederos. Este grupo sucedía como una sola unidad, y los bienes eran posteriormente divididos entre ellos mediante un procedimiento legal separado. Cuando la sucesión se producía ab intestato, y el grupo consistía en los hijos del finado, cada uno recibía una parte igual de la propiedad; tampoco existe en este caso la menor huella de primogenitura, aunque los varones tuvieron en alguna ocasión ciertas ventajas sobre las mujeres. El modo de distribución es el mismo en toda la jurisprudencia arcaica. Ciertamente parece que, cuando la sociedad civil comienza y las familias dejan de mantenerse juntas por varias generaciones, la idea que espontáneamente surge es dividir el dominio en partes iguales entre los miembros de cada generación sucesiva, y no reservar ningún privilegio para el hijo o rama mayor. Algunas sugerencias particularmente significativas sobre la estrecha relación de este fenómeno con el pensamiento primitivo son aportadas por sistemas todavía más arcaicos que el romano. Entre los hindúes, en el mismo instante que nace un hijo, éste adquiere un interés creado en la propiedad de su padre, la cual no puede ser vendida sin reconocimiento de la copropiedad. Al llegar el hijo a la mayoría de edad, puede a veces obligar a una partición de la heredad aun contra el consentimiento del padre y, en caso de que el padre acepte, un hijo puede siempre obtener una partición aun contra la voluntad de los otros. Al tener lugar tal partición, el padre no tiene ventajas sobre sus hijos, excepto que tiene dos de las partes en lugar de una. El derecho antiguo de las tribus germánicas era muy similar. El allod o dominio de la familia era propiedad conjunta del padre y de sus hijos. No parece, sin embargo, que haya sido habitualmente dividida aun a la muerte del padre, y de un modo semejante las posesiones de un hindú, por muy divisibles que sean teóricamente, de hecho se dividen en raras ocasiones, de tal modo que muchas generaciones se suceden constantemente a otras sin que se haga una partición. De este modo, la familia en la India tiene una perpetua tendencia a expandirse y formar una comunidad aldeana, bajo condiciones que voy a tratar de elucidar. Todo lo anterior señala de manera muy clara la división absolutamente igual de los bienes entre los hijos varones a la muerte del padre como práctica más usual en la sociedad durante el periodo en que la dependencia familiar se encuentra en sus primeras etapas de desintegración. Aquí surge entonces la dificultad histórica de la primogenitura. Cuanto más claramente percibamos esto, en un momento en que las instituciones feudales se hallaban en proceso de formación y no había fuente alguna en el mundo de la que pudiera derivar sus eIementos excepto, por una parte, del Derecho Romano de las provincias y, por la otra, de las costumbres arcaicas de los bárbaros, más nos sorprenderá a primera vista saber que ni los romanos ni los bárbaros acostumbraban a dar preferencia al hijo mayor o a sus descendientes en la herencia de la propiedad.

La primogenitura no era una de las costumbres practicadas por los bárbaros cuando se asentaron dentro del Imperio Romano. Se sabe que tuvo su origen en las prebendas o dádivas beneficiarias de los capitanes invasores. Estas prebendas que fueron sólo ocasionalmente conferidas por los primeros reyes inmigrantes, y distribuidas ya en gran escala por CarIomagno, eran concesiones de tierras de las provincias de Roma a un beneficiario, a condición de obligaciones militares. Los propietarios alodiales aparentemente no seguían a su soberano en empresas difíciles y distantes, y todas las expediciones más importantes de los jefes francos y de Carlomagno se realizaron con fuerzas compuestas de soldados personalmente dependientes de la casa real u obligados a servir a cambio de la tenencia de sus tierras. Las prebendas, sin embargo, al principio no eran hereditarias en ningún sentido. Su ocupación dependía del capricho del otorgante, o, como máximo, de la vida del concesionario. No obstante, desde el principio, los beneficiarios no parecen haber ahorrado esfuerzos para ampliar la posesión y retener las tierras en la familia después de su muerte. Gracias a la debilidad de los sucesores de Carlomagno, estos intentos tuvieron éxito en todas partes y la prebenda se transformó gradualmente en el feudo hereditario, el cual no pasaba necesariamente al hijo mayor. Las reglas de sucesión que seguían se hallaban determinadas en su totalidad por los términos convenidos entre el otorgante y el beneficiario, o impuestos por uno de ellos en caso de debilidad del otro. Las tenencias originales eran por tanto muy varias; no, de hecho, tan caprichosamente varias como se afirma a veces, pues todo lo que ha sido descrito hasta ahora presenta cierta combinación de los modos de sucesión corriente entre los romanos y entre los bárbaros, pero todavía muy diversos. En algunos de ellos, el hijo mayor y su descendencia heredaban indudablemente el feudo, pero tales sucesiones, lejos de ser universales, a lo que parece, no eran ni siquiera generales. Precisamente, el mismo fenómeno recurre durante la más reciente transmutación de la sociedad europea que sustituyó por entero la forma feudal de la propiedad por la dominical (o romana) y la alodial (o germánica). Los alodios se hallaban totalmente absorbidos por los feudos. Los grandes propietarios alodiales se transformaron en señores feudales mediante enajenaciones condicionales de parte de sus tierras a dependientes. Los pequeños propietarios trataron de escapar a las opresiones de aquel tiempo terrible mediante la entrega de su propiedad a algún poderoso, y la recuperaban de sus manos a cambio de prestar servicio en sus guerras. Mientras la vasta masa de la población de Europa Occidental cuya condición era la de siervo o semisiervo -los esclavos personales romanos y germánicos, el coloni romano y el lidi germánico- se hallaban concurrentemente absorbidos por la organización feudal, algunos asumieron una relación servil con los señores, pero la mayor parte recibieron tierras en condiciones que en aquella época se consideraban degradantes. Las tenencias creadas durante esta época de enfeudación universal eran tan varias como las condiciones que los arrendatarios contrajeron con sus nuevos amos o fueron obligados a aceptar. Como en el caso de las prebendas, la herencia de algunas, pero de ningún modo de todas las propiedades, seguía las reglas de la primogenitura. No obstante, no bien se había consolidado el sistema feudal en todo el Occidente, se hizo evidente que la primogenitura tenia algunas grandes ventajas sobre cualquier otro sistema de herencia. Se extendió por Europa con una rapidez notable. Sus principales difusores fueron los asientos familiares, los pactes de famille de Francia y los Hans-Gesetze de Alemania, que estipulaban universalmente que las tierras obtenidas a cambio de prestar servicio de caballero deberían pasar al hijo mayor. Finalmente, el derecho se sometió a seguir la práctica inveterada y nos encontramos con que en todos los cuerpos de Derecho Consuetudinario, que fueron elaborados gradualmente, el hijo mayor y su rama familiar son preferidos en la herencia de las propiedades cuya tenencia es libre y militar. En cuanto a las tierras cuya tenencia era servil (y originalmente todas las tenencias que obligaban al arrendatario a pagar dinero o a prestar trabajo manual eran serviles), el sistema de sucesión prescrita por la costumbre difería mucho en diferentes países y diferentes provincias. La regla más general era que tales tierras se dividían en partes iguales entre todos los hijos, pero, en algunos casos, se prefería al hijo mayor y, en, otros casos, al más joven. La primogenitura usualmente regía la herencia de aquella clase de propiedades, en algunos respectos la más importante, cuya tenencia, al igual que la del Socage (tenencia feudal de la tierra que implicaba el pago de una renta o la prestación de un servicio a un señor) inglés, tenían un origen más tardío que el resto y no eran ni totalmente libres ni totalmente serviles.

La difusión de la primogenitura es generalmente explicada asignándole razones feudales. Se afirma que el señor feudal lograba una mayor seguridad de obtener servicio militar que él requería cuando el feudo pasaba a una sola persona, en vez de ser distribuido entre varios a la muerte del último arrendatario. Sin negar que esta consideración pueda explicar parcialmente el favor que la primogenitura fue adquiriendo paulatinamente, hay que señalar que la primogenitura se volvió costumbre en Europa más por su populandad entre los arrendatarios que por las ventajas que confiriese a los señores. Además, la razón dada no explica en absoluto su origen. En derecho nada surge enteramente por un sentido de conveniencia. Existen siempre ciertas ideas previas sobre las que obra el sentido de conveniencia, y sobre las que no puede hacer otra cosa más que formar alguna nueva noción. El problema es encontrar precisamente esas ideas en el caso presente.

La India, lugar muy rico en este tipo de indicaciones, nos proporciona una sugerencia altamente valiosa a este respecto. Aunque en India las posesiones del padre son divisibles a su muerte, y pueden ser divisibles en partes iguales durante su vida entre todos los hijos varones, y a pesar de que este principio de la distribución igual de la propiedad se extiende a todas las instituciones hindúes, sin embargo, siempre que un cargo público o poder político se entrega a la muerte del ultimo poseedor del cargo, la sucesión se hace casi universalmente de acuerdo a las leyes de la primogenitura. La soberanía recae, por tanto, en el hijo mayor, y donde los asuntos de la India con algunas de las organizaciones sociales más toscas hindú, se confían a un administrador único, es generalmente el hijo mayor el que asume la administración a la muerte del padre. Todos los cargos, de hecho, tienden a hacerse hereditarios en la India, cuando su naturaleza lo permite, y a investirlos en el miembro más viejo de la rama familiar más antigua. Comparando estas sucesiones de la comunidad aldeana, la unidad corporativa de la sociedad que han sobrevivido en Europa casi hasta nuestros días, se llega a la conclusión de que, cuando el poder patriarcal no es doméstico sino político, éste no es distribuido entre toda la progenie a la muerte del padre, sino que es derecho de nacimiento del primogénito. La jefatura del clan escocés, por ejemplo, seguía el orden de la primogenitura. Parece existir realmente una forma de dependencia familiar todavía más arcaica que cualquiera de las que conocemos por las memorias primitivas de las sociedades civiles organizadas. La unión ganada de los parientes en el primitivo Derecho Romano, y una multitud de ejemplos similares, señalan un periodo en el que todas las ramificaciones del árbol genealógico se mantenían unidas en un todo orgánico, y no es una conjetura temeraria, el que, cuando la corporación así formada por los parientes era en sí misma una sociedad independiente, estaba gobernada por el varón de más edad de la línea más antigua. Es cierto que no tenemos conocimientos reales de ninguna sociedad así. Aun en las comunidades más elementales, las organizaciones familiares, tal como las conocemos, son como máximo imperia in imperio. Pero la oposición de algunas, en particular de los clanes célticos, se halló suficientemente cercana a la independencia en tiempos históricos como para llevarnos a la convicción de que en otro tiempo constituyeron una imperia separada y de que la primogenitura regulaba la sucesión a la jefatura. No obstante, es necesario estar alerta contra las asociaciones modernas del término derecho. Hablamos de una relación familiar todavía más estrecha y rigurosa de la que muestra la sociedad hindú o el antiguo Derecho Romano. Si el Paterfamilias romano era el administrador visible de las posesiones familiares, si el padre hindú es solamente copropietario con sus hijos, todavía con más razón debe el verdadero jefe patriarcal ser un mero administrador del fondo común.

Los ejemplos de sucesión primogénita que se encontraron entre las prebendas pueden, por tanto, haber sido copiados de un sistema de gobierno familiar conocido por las razas invasoras, aunque no de uso general. Algunas tribus más rudas pueden haberla practicado todavía, o, lo que es aún más probable, la sociedad puede haber estado tan ligeramente alejada de su condición más arcaica que las mentes de algunos hombres recurrieron espontáneamente a ella cuando se encontraron en la obligación de establecer reglas de la herencia para una nueva forma de propiedad. Pero queda todavía la cuestión de, ¿por qué la primogenitura remplazó gradualmente a todo otro principio de sucesión? La respuesta, en mi opinión, es que la sociedad europea sufrió un retroceso durante la disolución del Imperio Carolingio. Se hundió uno o dos puntos más abajo aun del grado miserablemente bajo que había alcanzado durante las primeras monarquías bárbaras. La gran característica del periodo fue la debilidad, o, más bien, la inacción transitoria de la autoridad real y, por ende, civil; de ahí que parezca como si, ante la falta de cohesión de la sociedad civil, los hombres se arrojaran en brazos de una organización social más antigua que los inicios de las comunidades civiles. El señor y sus vasallos, durante los siglos noveno y décimo, pueden considerarse como una familia patriarcal, reclutados, no como en los tiempos primitivos por medio de la adopción sino por medio de la enfeudación y la sucesión primogénita; pero tal confederación, era una fuente de fortalecimiento y durabilidad. Mientras la tierra en la que se basaba toda la organización se mantuviese unida, era poderosa para la defensa y el ataque; y dividir la tierra significaba dividir la pequeña sociedad e invitar voluntariamente a la agresión en una época de violencia generalizada. Podemos estar totalmente seguros de que en esta preferencia por la primogenitura no entró en juego la idea de desheredar a todos los hijos en favor de uno. Todo el mundo habría sufrido las consecuencias de la división del feudo. Todo el mundo salía ganando con su consolidación. La familia se volvió más fuerte por la concentración de poder en las mismas manos. No es probable que el señor honrado con la herencia gozase de ventajas sobre sus hermanos y parientes en términos de ocupación, intereses o gratificaciones. Sería un anacronismo singular calcular los privilegios obtenidos por el heredero de un feudo, por la situación en que es puesto el hijo mayor bajo un asentamiento inglés.

Ya he señalado que considero las tempranas confederaciones feudales descendientes de una forma arcaica de la familia con la que guardan un fuerte parecido. Pero, en el mundo antiguo y en las sociedades que no han pasado por el calvario del feudalismo, la primogenitura que parece haber prevalecido nunca se transformó en la primogenitura de la Europa feudal tardía. Cuando el grupo de parientes dejaba de ser gobernado por un jefe hereditario de generación en generación, el dominio que había sido administrado en nombre de todos fue dividido entre todos por igual. ¿Por qué no ocurrió esto en el mundo feudal? Si durante la confusión del primer periodo feudal el hijo primogénito mantuvo la tierra en provecho de toda la familia, ¿por qué una vez que Europa estuvo consolidada y se establecieron de nuevo las comunidades normales, toda la familia no recuperó la capacidad de heredar por igual, capacidad de la que habían gozado tanto romanos como germánicos? La llave que abre esta dificultad raras veces ha sido hallada por los escritores que se ocupan de trazar la genealogía del feudalismo. Perciben los materiales de las instituciones feudales, pero se olvidan del cemento. Las ideas y formas sociales que contribuyeron a la formación del sistema eran incuestionablemente arcaicas y bárbaras, pero tan pronto como tribunales y jurisconsultos fueron llamados a interpretarlas y definirlas, los principios de interpretación que aplicaron eran los de la jurisprudencia romana más tardía y estaban, por tanto, muy elaborados y maduros. En una sociedad gobernada patriarcalmente, el hijo mayor podía suceder en el gobierno del grupo agnado y disponer de una manera absoluta de su propiedad. Pero no es, empero, un verdadero propietario. Tiene deberes correlativos que no están implicados en la conservación de la propiedad, pero muy indefinidos e incapaces de definición. La tardía jurisprudencia romana, sin embargo, al igual que la nuestra, consideraba el poder incontrolado sobre la propiedad como equivalente a la posesión, y no tomaba en cuenta, y de hecho no podía hacerlo, responsabilidades de esa clase, cuya misma concepción pertenecía a un periodo anterior al derecho ordenado. El contacto de la noción bárbara y de la noción refinada tuvo el efecto inevitable de convertir al hijo mayor en el propietario legal de la herencia. Los jurisconsultos eclesiásticos y seglares definieron así su posición desde el principio; pero ocurrió sólo paulatinamente que el hermano menor, de participar en iguales términos en todos los peligros y placeres del primogénito, cayó en sacerdote, en aventurero, o en el gorrista de la mansión. La revolución legal fue idéntica a la que ocurrió en una escala menor, y bastante recientemente, en la mayor parte de los Altos de Escocia. Cuando fueron llamados a determinar los poderes legales del jefe sobre las heredades que daban sustento al clan, la jurisprudencia escocesa había pasado el punto desde hacía mucho tiempo en que podía notar las vagas limitaciones a la indivisibilidad de la propiedad impuestas por las reclamaciones de los miembros del clan, y era, por tanto, inevitable que convirtiera el patrimonio de muchos en posesión de uno solo.

Por razones de simplicidad, he llamado primogenitura al modo de sucesión que implica que un solo hijo o descendiente hereda la autoridad sobre una familia o sociedad. Es notable, sin embargo, que en los pocos ejemplos muy antiguos que nos quedan de esta clase de sucesión, no es siempre el hijo mayor, en el sentido que nosotros le damos, el que asume la representación. La forma de primogenitura que se ha extendido por Europa Occidental ha sido también perpetuada entre los hindúes, y existen razones abundantes para creer que es la forma normal. Bajo ella, no sólo se prefiere siempre al hijo mayor, sino también la línea más antigua. Si falla el hijo mayor, su hijo primogénito tiene preferencia sobre sus hermanos y tíos, y si él también falla, se sigue la misma regla en la generación siguiente. Pero cuando la sucesión no es meramente al poder civil sino al político, se puede presentar una dificultad que aparecerá de mayor magnitud entre menos perfecta sea la cohesión de la sociedad. El último jefe en ejercer la autoridad puede haber sobrevivido a su hijo mayor, y, el nieto habilitado primariamente para suceder puede ser demasiado joven e inmaduro para emprender la dirección real de la comunidad y la administración de sus asuntos. En tal caso, la medida que adoptan las sociedades más estables es colocar al infante bajo tutela hasta que alcanza la edad adecuada para el gobierno. La tutela es ejercida generalmente por los varones agnados; pero es interesante observar que la eventualidad supuesta constituye uno de los casos raros en que las sociedades antiguas han consentido que las mujeres ejerzan el mando, sin duda por respeto a los derechos de la madre. En la India, la viuda de un soberano hindú gobierna en nombre de su hijo infante, y hay que recordar que la costumbre que regula la sucesión al trono de Francia -el cual, independientemente de su origen es sin duda de gran antigüedad- prefería a la reina madre por encima de cualquier otro pretendiente a la Regencia, al mismo tiempo que excluia rigurosamente a todas las mujeres del trono. Hay, sin embargo, otro modo de salvar los inconvenientes que acarrean el traspaso de la soberanía a un niño, y es un medio que sin duda se presentaba de manera espontánea en las comunidades todavía toscamente organizadas. Se trata de dejar totalmente a un lado al infante, y conferir la jefatura al varón vivo más viejo de la primera generación. Las asociaciones de clan celtas, entre los muchos fenómenos que han conservado de una época en que la sociedad civil y política no estaban todavía rudimentariamente separadas, han continuado esta regla de sucesión hasta épocas históricas. Entre ellos, parece haber existido bajo la forma de un canon positivo, que, en ausencia del hijo mayor, su hermano próximo le sigue en prioridad a todos los nietos, independientemente de sus edades, en el momento en que se traspasa la soberanía. Algunos escritores han explicado la costumbre asumiendo que la costumbre celta tomaba al último jefe como una especie de raíz o tronco, y luego otorgaba la sucesión al descendiente que estuviese menos alejado de él. Así se prefería al tío sobre el nieto por ser más cercano a la raíz común. No puede hacerse ninguna objeción a esta aseveración si se toma simplemente como una descripción del sistema sucesorio; pero sería un grave error pensar que los hombres que adoptaron la regla por primera vez utilizaron un modo de pensar que evidentemente data de la época en que los esquemas feudales de sucesión comenzaron a ser debatidos entre los jurisconsultos. El verdadero origen de la preferencia por el tío sobre el sobrino es indudablemente un simple cálculo de parte de hombres rudos en una sociedad ruda de que es mejor ser gobernados por un jefe maduro que por un niño, y que es más probable que el hijo más joven haya llegado a la madurez que cualquiera de los descendientes del hijo mayor. Al mismo tiempo, existen algunas pruebas de que la forma de primogenitura más familiar entre nosotros es la primaria, en la tradición de solicitar el consentimiento del clan cuando se pasaba por encima al heredero en favor de su tío. Hay un ejemplo bastante bien probado de esta ceremonia en los anales de los Macdonalds.

Bajo el Derecho Mahometano, que probablemente ha conservado una antigua costumbre árabe, la herencia se divide en partes iguales entre los hijos varones y medias partes para las hijas. Pero, si alguno de los hijos muere antes de la división de la herencia, dejando progenie, estos nietos son enteramente excluidos de la herencia por sus tíos y tías. De conformidad con este principio, la sucesión, cuando se traspasa la autoridad política, se efectúa de acuerdo a la forma de primogenitura que parece haber prevalecido entre las sociedades celtas. En las dos grandes familias mahometanas de occidente, se cree que la regla era que el tío sucede al trono con preferencia al sobrino, aunque este ultimo sea el hijo del hermano mayor, pero aunque esta regla ha sido seguida recientemente en Egipto, me dicen que existen algunas dudas sobre su aplicación en el traspaso de la soberanía turca. La política de los sultanes, de hecho, ha prevenido que ocurran tales casos, y es muy posible que las masacres totales de los hermanos menores hayan prevalecido tanto en interés de los hijos propios como para evitar peligrosos competidores al trono. Es evidente, sin embargo, que en sociedades polígamas la forma de la primogenitura tenderá siempre a variar. Muchas consideraciones pueden constituir un derecho a la sucesión; por ejemplo, la categoría de la madre, o el lugar de ésta en el afecto del padre. En consecuencia, algunos de los soberanos mahometanos de la India, sin aparentar ningún poder testamentario distinto, reclaman el derecho a nombrar sucesor. La bendición mencionada en la historia bíblica de Isaac y sus hijos ha sido a veces interpretada como un testamento, pero parece más bien haber sido un modo de nombrar al hijo mayor.


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