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CAPÍTULO IX

La historia temprana del contrato

Hay pocas proposiciones generales sobre la época actual que, a primera vista, puedan recibir un acuerdo más presto que la afirmación de que la sociedad actual se distingue de la sociedad de generaciones precedentes sobre todo por la importancia que detenta el contrato. Algunos de los fenómenos en que se basa esta proposición se encuentran entre los más señalados, comentados y elogiados. Se necesitaría ser muy distraído para no percibir que, en innumerables casos, el derecho antiguo fijaba la posición social de un hombre en el momento de su nacimiento de un modo irreversible, mientras que el derecho moderno le permite crearla por convenio. Las pocas excepciones a esta regla son violentamente atacadas de manera constante. El punto, por ejemplo, realmente debatido en la vigorosa controversia sobre el tema de la esclavitud negra es si el status del esclavo no pertenece a instituciones ya desaparecidas, y si la única relación entre patrón y trabajador que concuerda con la moralidad moderna no es un tipo de relación exclusivamente determinada por un contrato. El reconocimiento de esta diferencia entre pasado y presente forma parte de la misma esencia de las más famosas especulaciones contemporáneas. Es cierto que la ciencia de la Economía Política, el único apartado de investigación moral que haya hecho progresos considerables en nuestros días, no correspondería con las necesidades de la vida si el derecho imperativo no hubiera abandonado la mayor parte del terreno que ocupó en otro tiempo, y no hubiera dejado que los hombres establecieran reglas de conducta para sí mismos con una libertad que nunca les fue permitida hasta recientemente. La parcialidad de la mayoría de los economistas políticos les lleva a considerar la verdad general en que descansa su ciencia con derecho a hacerse universal y, cuando la aplican como un arte sus esfuerzos van generalmente dirigidos a ampliar la competencia del contrato y de recortar la del derecho imperativo, excepto en tanto este último es necesario para ejecutar el cumplimiento de los contratos. El impulso dado por estos pensadores influenciados por estas ideas está comenzando a dejarse sentir en el mundo occidental. La legislación casi ha confesado su incapacidad por mantener el mismo ritmo que la actividad humana despliega en descubrimientos, inventos y en la manipulación de la riqueza acumulada, y el derecho, aun el de las comunidades menos avanzadas, tiende cada vez más a convertirse en un estrato superficial teniendo bajo él un conjunto siempre cambiante de reglas contractuales con las que raramente interfiere excepto para hacer cumplir ciertos principios fundamentales, a menos que sea invocado para castigar la violación de la buena fe.

Las investigaciones sociales, hasta donde dependen de la consideración de fenómenos legales, se hallan en condiciones de atraso tales que no debemos sorprendernos de no encontrar estas verdades reconocidas en los lugares comunes aceptados como buenos respecto del progreso de la sociedad. Estos lugares comunes responden más a nuestros prejuicios que a nuestras convicciones. La renuencia de la mayoría de los hombres a considerar que la moralidad avanza parece ser especialmente fuerte cuando las virtudes de las que depende el contrato están bajo discusión, y muchos de nosotros tenemos una renuencia casi instintiva a admitir que la buena fe y confianza en nuestros compañeros están más ampliamente difundidos que antaño, o que haya algo en las costumbres contemporáneas que se pueda parangonar a la lealtad en el mundo antiguo. De vez en cuando, estas predisposiciones se ven reforzadas por el espectáculo de fraudes, desconocidos antes del periodo en que fueron observados, asombrosos por su complicación y repugnantes por su criminalidad. Pero el mismo carácter de estos fraudes demuestra claramente que, antes de que fueran posibles, las obligaciones morales que rompieron deben haber estado más que proporcionalmente desarrolladas. La confianza puesta y desarrollada por muchos facilita la mala fe de los pocos, de tal modo que, si ocurren ejemplos colosales de deshonestidad, no hay conclusión más segura que la siguiente: la escrupulosa honestidad desplegada en la mayoría de las transacciones, en el caso en particular, han proporcionado su oportunidad al delincuente. Si persistimos en leer la historia de la moralidad tal como se refleja en jurisprudencia, volviendo nuestros ojos no hacia el derecho contractual sino hacia el derecho criminal, debemos tener cuidado en leerlo acertadamente. La única forma de deshonestidad tratada en el más antiguo Derecho Romano es el robo. En el momento en que escribo, el más nuevo apartado del derecho criminal inglés es el que trata de prescribir el castigo para los fraudes de los fideicomisarios. La inferencia adecuada de este contraste no es que los romanos primitivos practicaran una moralidad superior a la nuestra. Más bien diríamos que, en el intervalo entre su época y la nuestra, la moralidad ha avanzado de una concepción muy tosca a una muy refinada: de considerar los derechos de propiedad como exclusivamente sagrados a considerar los derechos surgidos del mero depósito unilateral de la confianza como merecedores de la protección del derecho penal.

Las teorías definidas de los juristas apenas se encuentran más cercanas a la verdad en este punto que las opiniones de la multitud. Para comenzar con las ideas de los jurisconsultos romanos, las hallamos inconsistentes con la verdadera historia del progreso moral y legal. A una clase de contratos, en la que la fe empeñada de las partes contrayentes era el único ingrediente material, la denominaron específicamente contratos juris gentium, y aunque estos contratos fueron indudablemente los últimos que aparecieron en el sistema romano, la expresión utilizada implica -si es que puede sacarse de él un significado concreto- que eran más antiguas otras formas de compromiso tratado en el Derecho Romano, en el que el olvido de una mera formalidad técnica era tan fatal para la obligación como un mal entendido o un engaño. Pero la antigüedad a la que se refieren es vaga, indefinida y sólo capaz de ser entendida desde el presente. El Contrato de Derecho de Gentes no vino a ser abiertamente considerado como un contrato conocido por el hombre en estado natural hasta que el lenguaje de los jurisconsultos romanos se hubo convertido en el lenguaje de una época que había perdido el fundamento de su modo de pensar. Rousseau adoptó el error jurídico y el popular. En la Disertación sobre los efectos del Arte y la Ciencia sobre la Moral, la primera de sus obras que llamó la atención y en la que formula con mayor claridad las opiniones que le convirtieron en el fundador de una secta, la veracidad y buena fe atribuidas a los antiguos persas son repetidamente señaladas como rasgos de la primitiva inocencia que había sido gradualmente borrada por la civilización, y en un periodo posterior encontró un fundamento de todas sus teorías en la doctrina de un Contrato Social original. El Contrato Social o Convenio es la forma más sistemática que haya asumido jamás el error que estamos comentando. Es una teoría que, aunque alimentada por las pasiones políticas, extrajo toda su savia de las especulaciones de los jurisconsultos. Es muy cierto que aquellos famosos ingleses sobre quienes ejerció una enorme atracción la valoraron, principalmente, por su utilidad política, pero, como trataré de explicar en un momento, nunca habrían llegado a ella, si los políticos no hubieran mantenido sus controversias por mucho tiempo en una fraseología legal. Los autores ingleses de la teoría tampoco ignoraban la amplitud especulativa que la hizo tan recomendable entre los franceses que la heredaron de ellos. Sus escritos domuestran que veían claramente que podía explicar todos los fenómenos sociales y políticos. Habían observado el hecho, ya asombroso en su día, de que entre las reglas positivas obedecidas por los hombres, la mayor parte fueran creadas por contrato y las menos por el derecho imperativo. Pero ignoraban o descuidaron la relación histórica de estos dos elementos de la jurisprudencia. Idearon la teoría de que todo derecho tiene su origen en el contrato, con el propósito, por tanto, de gratificar sus gustos teóricos al atribuir toda la jurisprudencia a una fuente uniforme, y con el propósito de eludir las doctrinas que otorgaban una paternidad divina al Derecho Imperativo. En otra etapa del pensamiento habrían quedado satisfechos con dejar su teoría en la condición de una hipótesis ingeniosa o una fórmula verbal brillante. Pero la época se hallaba bajo el dominio de las supersticiones legales. Se había hablado del estado natural hasta que dejó de ser considerado paradójico, de ahí que pareciese fácil dar una realidad falaz y una precisión al origen contractual del derecho, insistiendo en el contrato social como un hecho histórico.

Nuestra generación se ha librado de estas teorías jurídicas erróneas, en parte, superando el estado intelectual al que pertenecen y, en parte, casi dejando enteramente de teorizar sobre esos temas. La ocupación favorita de las mentes inquietas en el momento actual, y la que responde a especulaciones de nuestros antepasados sobre el origen del estado social, es el análisis de la sociedad tal como existe y se mueve ante nuestros ojos; pero, al no llamar en su ayuda a la historia, este análisis, demasiado a menudo degenera en un vano ejercicio de curiosidad, y con frecuencia incapacita al investigador para comprender estados sociales que difieren considerablemente de aquel al que está acostumbrado. El error de juzgar a los hombres de otras épocas con la moralidad de nuestros días tiene su paralelo en el error de suponer que toda rueda o tornillo de la máquina social moderna tiene su contrapartida en sociedades más rudimentarias. Tales impresiones se ramifican con profusión y se disfrazan muy sutilmente, en las obras históricas escritas en estilo moderno; pero encuentro huellas de su presencia, en el dominio de la jurisprudencia, en las alabanzas vertidas frecuentemente sobre la pequeña fábula de Montesquieu acerca de los Trogloditas, inserta en las Lettres Persanes. Los Trogloditas eran un pueblo que violaba sistemáticamente sus contratos y, por tanto, perecieron. Si la historia sostiene la moraleja que deseaba el autor, y es utilizada para exponer una herejía anti-social con la que se han visto amenazados el siglo actual y el pasado, es intachable; pero, si se trata de inferir de ella que la sociedad no podría mantenerse junta sin prestarle una santidad a las promesas y acuerdos que deberían más o menos estar a la par con el respeto que les otorga una civilización madura, eso implica un error grave y fatal si se desea entender la historia legal. El hecho es que los Trogloditas florecieron y fundaron Estados poderosos dando muy poca atención a las obligaciones contractuales. El punto que debe entenderse antes que ningún otro en la constitución de las sociedades primitivas es que el individuo crea pocos o ningunos derechos, y pocos o ningunos deberes. Las reglas que obedece se derivan, primero, de la posición social en que nace y, luego, de las órdenes imperativas que le dirige el jefe de la familia de la que forma parte. Un sistema tal deja escasísimo lugar para el contrato. Los miembros de la misma familia (pues así podemos interpretar el testimonio) son enteramente incapaces de hacer contratos entre sí, y la familia puede hacer caso omiso de los compromisos que pueda haber contraído uno de sus miembros subordinados. Una familia, claro está, puede establecer contratos con otra familia, jefe con jefe, pero la transacción es de la misma naturaleza, se halla cargada de tantos formalismos como la enajenación de la propiedad, y la omisión de algún punto -por mínimo que sea- de la ejecución es fatal para la obligación. El deber positivo resultante de la confianza de un hombre en la palabra de otro es una de las conquistas más lentas de una civilización avanzada.

Ni el Derecho Antiguo ni ninguna otra fuente de pruebas nos muestran una sociedad enteramente privada de la concepción de contrato. Pero la concepción, cuando aparece por primera vez, es obviamente rudimentaria. No puede leerse ningún documento antiguo confiable sin percibir que el hábito mental que nos induce a cumplir una promesa está todavía insuficientemente desarrollado, y que actos de perfidia notoria son mencionados a menudo sin censura y a veces descritos con aprobación. En la literatura homérica, por ejemplo, la astucia solapada de Ulises aparece como una virtud de la misma categoría que la prudencia de Néstor, la constancia de Héctor, y la valentía de Aquiles. El derecho antiguo es aun más sugestivo de la distancia que separa la forma cruda del contrato de su etapa madura. Al principio, no aparece nada que se asemeje a la interpolación de la ley para hacer cumplir una promesa. Lo que el derecho fortalece con sus sanciones no es una promesa, sino una promesa acompañada de un ceremonial solemne. Las formalidades no sólo son de importancia igual a la promesa misma, sino que son, si acaso, de mayor importancia; pues el análisis delicado que aplica la jurisprudencia moderna a las condiciones mentales en las que se da un beneplácito verbal particular parece, en el derecho antiguo, transferirse a las palabras y gestos de la representación acompañante. No se hace ningún voto si se omite o coloca mal alguna formalidad, pero, por otra parte, si se demuestra que se han realizado correctamente todas las formalidades, no sirve alegar que la promesa se hizo bajo presión o engaño. La transmutación de esta idea antigua en la familiar noción de un contrato se ve claramente en la historia de la jurisprudencia. Primero, se suprimieron uno o dos pasos del ceremonial; luego, se simplificaron los otros o se permitió que fueran arrinconados bajo ciertas condiciones; finalmente, unos cuantos contratos específicos fueron separados del resto y admitidos sin formalidad. Los contratos seleccionados son aquellos de los que depende la actividad y energia de la relación social. Lenta, pero distintamente, el compromiso mental se aisla entre los tecnicismos y, gradualmente, se convierte en el único ingrediente en el que se concentra el interés del jurisconsulto. Tal compromiso mental, significado por actos externos, los romanos la denominaban Pacto o Convención y una vez que se hubo concebido la convención como el núcleo de un contrato, pronto se estableció la tendencia de la jurisprudencia avanzada a romper el armazón externo de forma y ceremonia. En adelante, las formas se retienen solamente en cuanto que son garantias de autenticidad y seguridades de cautela y liberación. La idea de un contrato es totalmente desarrollada o, para emplear la frase romana, los contratos son absorbidos en los pactos.

La historia de este cambio en el Derecho Romano es muy instructiva. En el alba de la jurisprudencia, el término que se usaba en lugar de contrato era uno muy familiar entre los estudiantes de la latinidad histórica. Se trataba del nexum, y las partes del contrato eran los nexi, expresiones que deben examinarse cuidadosamente a causa de la singular permanencia de la metáfora en que se basaban. La noción de que personas bajo un compromiso contractual se hallan conectadas por un fuerte vínculo o cadena, continuó hasta el final influenciando la jurisprudencia romana contractual, y de ahi se ha ido a mezclar con las ideas modernas. ¿Qué implicaba entonces este nexum o vinculo? Una definición que nos ha llegado de los anticuarios latinos describe el nexum como omne quod geritur per aes et libram, toda transacción con el cobre y la balanza. Estas palabras han provocado una gran perplejidad. El cobre y la balanza son los famosos acompañamientos de la mancipación, la solemnidad antigua descrita en un capítulo anterior, mediante la cual el derecho de propiedad, en la forma superior de propiedad romana, era transferido de una persona a otra. La mancipación era un traspaso de dominio, y de ahi proviene la dificultad, pues la definición citada parece confundir contratos y traspasos de dominio, los que en la filosofía de la jurisprudencia no son simplemente mantenidos aparte, sino que son, de hecho, opuestos: el juris in re, derecho in rem, derecho que beneficia a un solo individuo o grupo, u obligación. Ahora bien, los traspasos de dominio transfieren derechos propietarios, los contratos crean obligaciones, ¿cómo, entonces, pueden incluirse los dos bajo el mismo nombre o la misma concepción general? Esto, al igual que muchas perplejidades similares, ha sido ocasionado por el error de atribuir a la condición mental de una sociedad embrionaria una facultad que pertenece preeminentemente a un estado avanzado del desarrollo intelectual: la facultad de distinguir, en teoría, ideas que, en la práctica, están mezcladas. Contamos con indicaciones muy claras de un estado social en el que los traspasos de poder y los contratos se confundían en la práctica. La discrepancia de las concepciones tampoco se hizo notar hasta que los hombres comenzaron a adoptar prácticas distintas para contratar y para traspasar.

Puede notarse aquí que sabemos bastante del antiguo Derecho Romano para poder dar cierta idea del modo de transformación seguido por las concepciones legales y por la fraseología legal en la infancia de la jurisprudencia. El cambio que sufre parece ser un cambio de lo general a lo particular o, expresado de otro modo, las expresiones antiguas y los términos antiguos están sometidos a un proceso de especialización gradual. Una concepción legal antigua corresponde no a una sino a varias concepciones legales modernas. Una expresión técnica antigua sirve para indicar una variedad de cosas que en derecho moderno tienen nombres separados. Si tomamos la historia de la jurisprudencia en la etapa siguiente, encontramos que las concepciones subordinadas se han desligado gradualmente y que los viejos nombres generales están siendo sustituidos por apelaciones particulares. La vieja concepción general no es borrada, sino que ha cesado de cubrir más de una noción, o bien sólo incluye unas pocas de las nociones que primero abarcaba. Así también el viejo nombre técnico permanece, pero desempeña solamente una de las funciones que realIzó en otro tiempo. Podemos ejemplificar este fenómeno de varias maneras. El poder patriarcal de todas clases parece, por ejemplo, haber sido concebido antaño como idéntico de carácter, y se distinguía sin duda por un solo nombre. El poder ejercido por el antepasado era el mismo ya fuera ejercido sobre la familia o sobre propiedad material: piaras, rebaños, esclavos, hijos o esposa. No podemos estar absolutamente seguros de su viejo nombre romano, pero hay abundantes razones para creer que el término antiguo general era manus, por el número de expresiones que indican ciertos matices de la noción de poder y en las que entra la palabra manus. Pero, una vez que el Derecho Romano ha avanzado un poco, el nombre y la idea se particularizaron. El poder es diferenciado, en palabras y en concepto, según el objeto sobre el que se ejerza. Ejercido sobre objetos materiales o esclavos, es dominium; sobre los hijos es Potestas; sobre personas libres cuyos servicios han sido concedidos a otro por su propio antepasado, es mancipium; sobre la esposa, es domus. El mundo antiguo, como puede verse, no ha caído totalmente en desuso, sino que se encuentra confinado a un ejercicio muy particular de la autoridad que había denotado anteriormente. Este ejemplo nos permitirá comprender la naturaleza de la asociación histórica entre contratos y traspasos de poder. Parece ser que, al principio, solamente existía un ceremonial para todas las transacciones solemnes y su nombre en Roma probablemente era nexum. Las mismas formalidades que se usaban cuando se efectuaba un traspaso de dominio parecen haber sido precisamente, las que se utilizaban en la preparación de un contrato. Pero no tenemos que remontarnos demasiado para encontrar un periodo en el que la noción de contrato se ha alejado de la noción de traspaso de dominio. Se ha efectuado así un doble cambio. La transacción con el cobre y la balanza -para transferir propiedad- es conocida por su nombre nuevo y partIcular de mancipación. El antiguo nexum todavía designa la misma ceremonia, pero sólo cuando es empleado con el propósito particular de solemnizar un contrato.

Cuando se dice que antiguamente dos o tres concepciones legales se hallaban unidas en una, no se quiere decir que alguna de las nociones no podía ser anterior a las otras o que cuando las otras habían quedado formadas no podían predominar y tomar precedencia. La razón por la que una concepción legal continúa tanto tiempo cubriendo varias concepciones y usando una sola frase técnica en lugar de varias, es sin duda porque se efectúan varios cambios prácticos en el derecho de las sociedades primitivas mucho antes de que los hombres vean la oportunidad de denominarlos. Aunque he dicho que el poder patriarcal no se distinguía al principio según los objetos sobre los que se ejercía, estoy seguro de que el poder sobre los hijos era la raíz de la vieja concepción del poder, y no dudo de que el uso más temprano del nexum, y el que era primeramente respetado por aquellos que recurrían a él, era dar una solemnidad adecuada a la enajenación de la propiedad. Es probable que haya surgido por primera vez una ligera corrupción de las formas originales del nexum por su empleo en los contratos, y que la insignificancia del cambio haya impedido durante mucho tiempo el que fuera notado o apreciado. El nombre antiguo permanecía porque los hombres no se habian hecho conscientes de que querían uno nuevo; la vieja noción se aferraba a la mente porque nadie había visto razón alguna para molestarse en examinarla. Hemos tenido el proceso claramente ejemplificado en la historia de los testamentos. Un testamento era al principio un simple traspaso de propiedad. La enorme diferencia práctica que gradualmente apareció entre este traspaso particular y otros hizo que fuese considerado por separado, y tal como estaba pasaron siglos antes de que los mejoramientos de la ley quitaran los inútiles impedimentos de la mancipación nominal, y consintiera en no preocuparse en el testamento por otra cosa que no fuera la intención declarada del testador. Es una pena que no podamos seguir la pista de la historia temprana de los contratos con la misma confianza absoluta que la historia temprana de los testamentos. Sin embargo, contamos con ciertos indicios de que los contratos aparecieron por primera vez por medio del nexum al que, de este modo, se le dio un nuevo uso y, luego, obtuvo reconocimiento como transacciones distintas mediante las consecuencias prácticas inmediatas del experimento. Existe cierta conjetura, aunque no violenta, en la siguiente delineación del proceso. Imaginemos una venta al contado como el tipo normal del nexum. El vendedor traía la propiedad -un esclavo, por ejemplo-; el comprador asistía con las burdas barras de cobre que servían de dinero circulante, y un asistente indispensable, el libripens se presentaba con la balanza. El esclavo mediante ciertas formalidades fijadas pasaba al comprador y el cobre pesado por el libripens pasaba al vendedor. Mientras duraba el negocio era un nexum, y las partes eran nexi; pero, en el momento en que se completaba, el nexum finalizaba, y vendedor y comprador cesaban de llevar el nombre derivado de su relación momentánea. Ahora, damos un paso adelante en la historia comercial. Supongamos que el esclavo era transferido pero no se pagaba el dinero. En ese caso, el nexum concluye, en lo que toca al vendedor, y una vez que ha entregado su propiedad, ya no es nexus; pero, en lo concerniente al comprador, el nexum continúa. La transacción -su parte en ella- está incompleta y a él todavía se le consídera nexus. Se sigue, por ende, que el mismo término describía el traspaso de dominio por el que se transmitía el derecho de propiedad, y la obligación personal del deudor con respecto al dinero impagado de la compra. Podemos todavía seguir e imaginar un procedimiento totalmente formal, en el que nada es entregado y nada es pagado; llegamos de inmediato a una transacción indicativa de una actividad comercial superior: un contrato de venta ejecutorio.

Si es cierto que desde el punto de vista popular y profesional, un contrato era considerado como un traspaso de dominio incompleto, esa verdad tiene importancia por muchas razones. Las teorías del siglo pasado sobre la humanidad en estado natural, no serían injustamente sintetizadas en la doctrina de que en la sociedad primitiva la propiedad no era nada, y la obligación lo era todo, y se verá en seguida que, si se invirtiera la proposición, estaría más cercana a la realidad. Por otra parte, considerada históricamente, la asociación primitiva de traspasos de dominio y contratos explica algo que, a menudo, al erudito y al jurista les parece extremadamente enigmático: la extraordinaria y uniforme severidad de los sistemas legales muy antiguos hacia los deudores, y los poderes extravagantes que otorga a los acreedores. Una vez que entendemos que el nexum era artificialmente prolongado para dar tiempo al deudor, podremos comprender mejor su posición ante el público y ante la ley. Su adeudo era, sin duda, considerado una anomalía, y la suspensión del pago, en general, como un artificio y distorsión de la regla estricta. La persona que había debidamente consumado su parte en la transacción, al contrario tiene que haber gozado de un favor peculiar, y nada parecería más natural que armarlo de rigurosas facilidades para hacer cumplir un procedimiento que, en derecho estricto, nunca debería haberse extendido o diferido.

El nexum que originalmente significaba un traspaso de propiedad vino a denotar también un contrato y, finalmente, la asociación entre esta palabra y la noción de un contrato se volvió tan constante que un término particular, Mancipium o Mancipatio, tuvo que ser usado con el fin de designar el verdadero nexum o transacción en la que la propiedad era realmente transferida. Los contratos están ahora desligados de los traspasos de dominio, y la primera etapa de su historia está acabada, pero a pesar de eso están lo bastante lejos de aquella época de su desarrollo, en que la promesa del contratante tenía una mayor santidad que las formalidades con que iba aparejada. Al tratar de indicar el carácter de los cambios ocurridos en este intervalo, es necesario rebasar un poco un asunto que está fuera del alcance de estas páginas: el análisis del acuerdo efectuado por los jurisconsultos romanos. De este análisis -el más bello monumento de su sagacidad- no tengo más que decir que es un examen basado en la separación teórica entre obligación y convenio o pacto. Bentham y Austin han establecido que dos partes esenciales del contrato son éstas: primero, una significación de la parte que promete de su intención de realizar los actos y observar las morosidades que promete hacer u observar. Segundo, una significación de la persona que ha recibido la promesa de que espera que el que promete cumplirá la promesa hecha. Esto es virtualmente idéntico a la doctrina de los jurisconsultos romanos, pero entonces, en su opinión, el resultado de estas significaciones no era un contrato, sino un convenio o pacto. Un pacto era el producto más elevado de los compromisos contraídos entre individuos y era casi un contrato. Si se convertía o no en un contrato dependía de si la ley le anexaba una obligación o no. Un contrato era un pacto (o convenio) más una obligación. Mientras el pacto permanecía desprovisto de la obligación, se llamaba pacto descubierto o desnudo.

¿Qué era una obligación? Los jurisconsultos romanos la definen Juris vinculum, quo necessitate adstringimur alicujus solvenda rei. Esta definición relaciona la obligación con el nexum mediante la metáfora común en la que se fundamentan y nos muestra con gran claridad el linaje de una concepción peculiar. La obligación es el lazo o cadena con que el derecho une a personas o grupos de personas, como consecuencia de ciertos actos voluntarios. Los actos que surten el efecto de imponer una obligación son aquellos clasificados bajo los epígrafes de contrato y delito, de acuerdo y agravio; pero una gran variedad de otros actos tienen consecuencias similares que no pueden ser metidas en una clasificación exacta. Es de notar, no obstante, que el acto no arrastra consigo la obligación consiguiente de una necesidad moral; es la ley la que lo anexa en la plenitud de su poder -punto muy importante, porque algunos intérpretes modernos del Derecho Civil, que tenían teorías morales o metafísicas que defender, lo han propuesto-. La imagen de un vinculum juris matiza y permea todas las partes del Derecho Romano relacionadas con el contrato y el delito. El derecho unía a las partes y la cadena podía deshacerse únicamente por el proceso llamado solutio (una expresión todavía figurativa, a la que equivale nuestra palabra pago) sólo ocasional e incidentalmente. La consistencia con que se permitió aparecer la imagen figurativa, explica una peculiaridad de la fraseología legal romana que, de otro modo, sería un enigma: el hecho de que obligación significase derechos y deberes (el derecho, por ejemplo, de pagar una deuda al igual que el deber de pagarla). Los romanos mantenían ante sus ojos el cuadro completo de la cadena legal, y aplicaban a los dos cabos la misma medida.

En el Derecho Romano desarrollado, el convenio, tan pronto como estuvo formulado, fue, en casi todos los casos, completado con la obligación y, de este modo, se convertía en un contrato, y este era el resultado al que seguramente tendía el derecho contractual. Pero para los fines de esta investigación, debemos prestar particular atención a la etapa intermedia, aquella en que se requería algo más que un perpetuo acuerdo para implicar obligación. Esta época es sincrónica con el periodo en que la famosa clasificación romana de los contratos en cuatro clases -el verbal, el literal (o positivista), el real y el consensual- habían entrado en uso, y durante el cual estos cuatro tipos de contratos constituían las únicas descripciones de acuerdos que el derecho hacía cumplir. El significado de la distribución cuádruple se comprende fácilmente en cuanto entendemos la teoría que separó la obligación del convenio. Cada clase de contrato, de hecho, se nombraba según ciertas formalidades que eran requeridas por encima del mero acuerdo de las partes contrayentes. En el contrato verbal, tan pronto como se efectuaba el convenio, había que formular ciertas palabras antes de que el vinculum juris entrara en vigor. En el contrato literal, un registro en un libro mayor o tablero tenía el efecto de investir al convenio con la obligación, y el mismo resultado se obtenía, en el caso del contrato real, de la entrega del bien o cosa, que era objeto de un acuerdo preliminar. Las partes contrayentes llegaban, en suma, a un entendimiento; pero, si no iban más allá, no estaban obligadas una con otra, y no podían exigir el cumplimiento, o pedir una reparación por abuso de confianza. Pero cuando satisfacían ciertas formalidades escritas el contrato estaba inmediatamente completo, tomando su nombre de la forma particular que les había interesado adoptar. Las excepciones a esta práctica las trataré seguidamente.

He enumerado los cuatro contratos en su orden histórico, orden que, sin embargo, los escritores institucionales romanos no seguían de una manera invariable. No hay duda de que el contrato verbal era el más antiguo de los cuatro y que es el descendiente más antiguo del nexum primitivo. Varias clases de contrato verbal se usaban antiguamente, pero el más importante, y el único del que han escrito nuestras autoridades, era el efectuado por medio de una estipulación, esto es, una pregunta y una respuesta: una pregunta dirigida por la persona que exigía la promesa, y una respuesta dada por la persona que la hacía. Esta pregunta y respuesta constituía el ingrediente adicional que, como acabo de explicar, era exigido por la noción primitiva además del mero acuerdo de las personas interesadas. Formaban el instrumento por el que se anexaba la obligación. El viejo nexum ha legado a la jurisprudencia más madura, antes que nada, la concepción de una cadena que une las partes contrayentes, y esto se ha convertido en la obligación. Ha transmitido además la noción de un ceremonial que acompaña y consagra el acuerdo, y este ceremonial ha sido transmutado en la estipulación. La conversión del traspaso solemne de dominio, que era el rasgo prominente del nexum original, en una mera pregunta y respuesta, sería un misterio si no tuviéramos la historia análoga de los testamentos romanos para informarnos. Al examinar esa historia, podemos llegar a comprender cómo el traspaso formal de dominio fue separado por primera vez de la parte del procedimiento que guardaba una referencia inmediata con el asunto entre manos, y cómo finalmente fue omitido por completo. Dado que la pregunta y respuesta de la estipulación eran incuestionablemente el nexum en una forma simplificada, estamos preparados a admitir que por mucho tiempo participaron de la naturaleza de una forma técnica. Sería un error pensar que los viejos jurisconsultos romanos las tenían en cuenta sólo por su utilidad en conceder a las personas que entablaban un acuerdo, una oportunidad de deliberación y reflexión. Es indisputable que gozaban de un valor de esta clase, que fue reconocido gradualmente; pero hay pruebas de que su función respecto de los contratos era el principio formal y ceremonial, según nuestras autoridades, y que no toda pregunta y respuesta era normalmente suficiente para constituir una estipulación, sino sólo una pregunta y respuesta encubierta en una fraseología técnica especialmente apropiada para la ocasión particular.

Pero, aunque es esencial para la apreciación adecuada de la historia del derecho contractual entender que la estipulación fue considerada como una forma solemne antes de ser reconocida como una protección útil, sería erróneo, por otra parte, cerrar nuestros ojos a su utilidad real. El contrato verbal, aunque había perdido mucha de su antigua importancia, sobrevivió hasta el último periodo de la jurisprudencia romana, y podemos dar por descontado que ninguna institución del Derecho Romano habría alcanzado tal longevidad a menos que hubiera tenido alguna importancia práctica. Observo que un escritor inglés ha dado muestras de sorpresa porque los romanos, aun en los tiempos más antiguos, se contentaban con una protección tan escasa contra la prisa y la irreflexión. Pero al examinar la estipulación atentamente, y recordando que se trata de un estado social en el que el testimonio escrito no era fácilmente asequible, creo que debemos admitir que esta Pregunta y Respuesta, en caso de que hubiera sido ideada con el fin que sirvió, debería designarse con toda justicia un artificio muy ingenioso. La persona que recibía la promesa era la que, en carácter de estipulador, presentaba todos los términos del contrato en forma de pregunta, y la respuesta era dada por el prometiente. ¿Promete entregarme tal esclavo, en tal lugar, en tal fecha? Lo prometo. Ahora bien, si reflexionamos un momento, veremos que esta obligación de presentar la promesa interrogativa invierte la posición natural de las partes, y, al romper efectivamente el tenor de la conversación, impide que la atención se deslice hacia una promesa peligrosa. Entre nosotros una promesa verbal, hablando en términos generales, se infiere exclusivamente de las palabras del prometiente. En el viejo Derecho Romano, era absolutamente imprescindible otro paso: la persona que recibía la promesa, después que se había llegado a un acuerdo, tenía que resumir todos los términos en una interrogación solemne. En caso de juicio había que presentar las pruebas de esta interrogación y, naturalmente, del asentimiento dado, no de la promesa que en sí misma no era obligatoria. La enorme diferencia que puede hacer esta peculiaridad aparentemente insignificante en la fraseología del derecho contractual es inmediatamente percibida por el principiante de jurisprudencia romana, cuyos primeros obstáculos son casi siempre creados por ella. Cuando en inglés tenemos ocasión, al mencionar un contrato, de relacionarlo por razones de conveniencia con una de las partes -por ejemplo, si deseáramos hablar en términos generales de un contratista- nuestras palabras señalan indefectiblemente al prometedor. Pero el lenguaje general del Derecho Romano toma un sesgo diferente; siempre juzga el contrato, por decirlo así, desde el punto de vista de la persona que ha recibido la promesa; al hablar de la parte de un contrato, el estipulador -la persona que hace la pregunta- es a quien primero se alude. Pero la utilidad de la estipulación se aprecia mejor si nos referimos a los ejemplos de las páginas de los dramaturgos cómicos latinos. Si se leen las escenas completas en que estos pasajes ocurren (ex. gra. Plauto, Pseudolus, Acto I, escena I. Acto IV, escena 6; Trinummus, Acto V, escena 2), se percibirá de qué modo tan efectivo la pregunta debe haber retenido la atención de la persona que meditaba una promesa, y lo amplias que eran las oportunidades de zafarse de un compromiso impróvido.

En el contrato literal o escrito, el acto formal por el que se sobreañadía una obligación al convenio era una entrega de la suma debida, cuando podía ser específicamente calculada, en el lado Debe de una placa. La explicación de este contrato arroja luz sobre un punto de las costumbres domésticas romanas: el carácter sistemático y la regularidad enorme de la contabilidad en tiempos pasados. Existen varias dificultades menores en el viejo Derecho Romano -por ejemplo, la naturaleza del Peculium del esclavo- que solamente se aclaran cuando recordamos que una familia romana consistía de un número de personas estrictamente responsables ante el jefe de familia, y que cada artículo de ingresos y cargos domésticos, después de ser registrado en libros provisionales, era transferido en periodos señalados a un libro general familiar. Hay, sin embargo, cierta oscuridad en las descripciones que hemos recibido del contrato literal, dado que el hábito de llevar la contabilidad dejó de ser universal en épocas posteriores, y la expresión contrato literal vino a significar una forma de compromiso enteramente diferente del original. No estamos, por tanto, en posición de afirmar, respecto del contrato literal primitivo, si la obligación fue creada por una simple declaración del acreedor o si el consentimiento del deudor, o una declaración correspondiente en sus propios libros, era necesario para darle efecto legal. Quedó establecido, sin embargo, el punto esencial de que, en el caso de este contrato, se renunciaba a todas las formalidades si se accedía a una condición. Esto constituye un paso más hacia abajo en la historia del derecho contractual.

El contrato que sigue históricamente, el contrato real, muestra un gran avance en las concepciones éticas. Siempre que un acuerdo tenía por objeto la entrega de una cosa específica -y este es el caso en la gran mayoría de los compromisos slmples- la obligaclón desaparecía tan pronto como la entrega tenía lugar. Este resultado debe haber implicado una seria innovación de las ideas más viejas del contrato; pues indudablemente, en los tiempos primitivos, cuando una parte contrayente no restablecía una estipulación en su acuerdo, nada que se hiciese en cumplimiento del acuerdo sería reconocido por la ley. Una persona que hubiera prestado dinero no podía hacer una demanda para su devolución a menos que lo hubiese estipulado formalmente. Pero, en el contrato real, el cumplimiento de un lado impone un deber legal del otro, evidentemente por motivos éticos. Por primera vez, entonces, las consideraciones morales aparecen como un ingrediente del derecho contractual, y el contrato legal difiere de sus dos predecesores por fundarse en ellos, más que por razones técnicas o en deferencia a los hábitos domésticos romanos.

Llegamos finalmente a la cuarta clase, o contratos consensuales, la más interesante e importante de todas. Cuatro contratos especificados se distinguían por este nombre: Mandatum, es decir, comisión o diligencia; Societas o consorcio; Emtio Venditio o Venta, y Locatio Conductio o renta alquiler. En páginas anteriores, después de indicar que un contrato consistía de un pacto o convenio al que se había sobreañadido una obligación, señalé ciertos actos o formalidades mediante los que el derecho impone carácter obligatorio al pacto. Utilicé este lenguaje por las ventajas que representa una expresión general, pero no es estrictamente correcto al menos que se entienda que incluye lo negativo y la positivo. Pues, en realidad, la peculiaridad de estos contratos consensuales es que no se requiere ninguna formalidad para crearlos a partir del pacto. Se ha escrito mucho sobre los contratos consensuales -unas partes insostenibles, y otras oscuras-, e incluso se ha afirmado que en ellos el consentimiento de las partes es dado más enfáticamente que en ningún otro tipo de acuerdo. Pero el término consensual indica meramente que la obligación es aquí anexada de inmediato al consenso. El consenso, o asentimiento mutuo de las partes, es el ingrediente final del convenio, y la característica particular de los acuerdos que caen bajo uno de los cuatro epígrafes -venta, consorcio, diligencia y alquiler- es que, tan pronto como el consentimiento de las partes ha suministrado este ingrediente, hay un contrato. El consenso implica la obligación realizando, en transacciones del tipo especificado, las funciones exactas que son desempeñadas en los otros contratos por la Res o Cosa, por las Verba Stipulationis y por la Literae o registro escrito en un libro mayor. Consensual es, pues, un término que no implica la más ligera anomalía, pero es exactamente análogo a verbal, real y literal.

En la vida comercial los más comunes e importantes de todos los contratos son incuestionablemente los cuatro llamados consensuales. La mayor parte de la existencia colectiva de cada comunidad se pasa en transacciones de compra y venta, de alquiler y renta, de alianzas entre hombres con fines mercantiles, delegación de negocios de un hombre a otro. Esta consideración sin duda llevó a los romanos, al igual que a la mayoría de las sociedades, a descargar estas transacciones de impedimentos técnicos y a abstenerse, en la medida de lo posible, de entorpecer los resortes más eficientes del movimiento social. Estos motivos no se limitaban, naturalmente, a Roma, y el comercio de los romanos con sus vecinos tienen que haberles dado oportunidades abundantes de observar que los contratos tendían en todas partes a hacerse consensuales, obligatorios por consentimiento mutuo. De ahí que, siguiendo su práctica usual, distinguieran estos contratos como contratos Juris Gentium. Sin embargo, no creo que fueran denominados de este modo en un periodo muy temprano. Las primeras nociones de un Jus Gentium pueden haber sido depositadas en las mentes de los jurisconsultos romanos mucho antes del nombramiento de un Pretor Peregrinus, pero solamente se familiarizarían con el sistema contractual de otras comunidades italianas por medio del comercio extensivo y general, y este comercio apenas alcanzaría proporciones considerables antes de que Italia estuviera totalmente pacificada y la supremacía de Roma concluyentemente asegurada. Aunque hay una buena probabilidad de que los contratos consensuales fueran los últimos en surgir en el sistema romano, y aunque es probable que la calificación Juris Gentium marque lo reciente de su origen, sin embargo esta misma expresión, que los atribuye al Derecho de Gentes, ha creado en tiempos modernos la opinión de su extrema antigüedad. Pues, cuando el Derecho de Gentes se convirtió en Derecho Natural, parecía haber implicado que los contratos consensuales eran la clase de acuerdos más análogos al estado natural, y de ahí surgió la creencia singular de que cuanto más joven la civilización, más simples tienen que ser sus formas contractuales.

Los contratos consensuales eran extremadamente limitados en número. Pero es indudable que representaron la etapa de la historia del derecho contractual de la que partieron todas las concepciones modernas del contrato. El movimiento volitivo que constituye un acuerdo se hallaba ahora totalmente aislado, y se convirtió en sujeto de meditación separada; los rituales fueron eliminados por entero de la noción de contrato, y los actos externos fueron considerados solamente como símbolos del acto volitivo interno. Los contratos consensuales habían sido, además, clasificados en el Jus Gentium y no tardó mucho en inferirse de esta clasificación que eran el tipo de acuerdos que representaban los compromisos aprobados por la naturaleza e incluidos en su código. Una vez alcanzado este punto, nos encontramos preparados para varias doctrinas y distinciones famosas de los jurisconsultos romanos. Una de ellas es la distinción entre obligaciones naturales y civiles. Cuando una persona en su completa madurez intelectual había contraído voluntariamente un compromiso, se decía que estaba bajo una obligación natural, aun si había omitido alguna formalidad necesaria, y si, a causa de algún impedimento técnico, estaba desprovisto de la capacidad formal de hacer un contrato válido. La ley (y esto es lo que implica la distinción) no haría cumplir la obligación pero no rehusaba tajantemente a reconocerla, y las obligaciones naturales diferían en muchos respectos de las obligaciones que eran meramente nulas, más particularmente en la circunstancia de que podían ser civilmente confirmadas, si se adquiría luego la capacidad de hacer contratos. Otra doctrina muy peculiar de los jurisconsultos no puede haber tenido su origen antes del periodo en el que el convenio fue separado de los ingredientes técnicos del contrato. Afirmaban que, aunque nada excepto un contrato podía ser el fundamento de un proceso, un nuevo pacto o convenio podía ser la base de un alegato. Se seguía de esto que, aunque nadie podía demandar por un acuerdo que no había tenido la precaución de madurar en un contrato cumpliendo las formas adecuadas, sin embargo, una reclamación que surgía de un contrato válido podía ser refutada demostrando un contraacuerdo de que nunca había ido más allá del estado de una simple convención. Una acción para el cobro de una deuda podía ser refutada mostrando un mero acuerdo informal para negar o diferir el pago.

La doctrina señalada indica la irresolución de los pretores en proseguir su avance hacia su mayor innovación. Su teoría del derecho natural debe haberlos llevado a mirar favorablemente los contratos consensuales y aquellos pactos o convenios de los que los contratos consensuales eran solamente ejemplos particulares; pero no se arriesgaron a extender de inmediato la libertad de los contratos consensuales a todos los convenios. Se aprovecharon de la dirección especial sobre los procesos que les había sido confiada desde los inicios del Derecho Romano y, al tiempo que se negaban a permitir que se iniciara un litigio no basado en un contrato formal, daban rienda suelta a su nueva teoría de los acuerdos para dirigir las etapas ulteriores del proceso. Pero una vez que llegaron a este punto ya fue inevitable el seguir adelante. La revolución del derecho antiguo del contrato se consumó en el momento en que el pretor de un año determinado anunció en su Edicto que otorgaría curso equitativo a los Pactos que no habían sido formalizados como contratos, siempre que los Pactos en cuestión se basaran en una deliberación (causa). Los pactos de este tipo son siempre obligatorios en la jurisprudencia romana avanzada. El principio es simplemente el inicio del Contrato Consensual llevado a su debida consecuencia. De hecho, si el lenguaje técnico de los romanos hubiese sido tan plástico como sus teorías legales, estos pactos puestos en vigor por el Pretor habrían sido denominados nuevos contratos, nuevos Contratos Consensuales. La fraseología legal es, no obstante, la última parte del derecho en alterarse, y los pactos equitativamente implementados continuaron designándose simplemente Pactos Pretorianos. Es de notar que al menos que hubiese deliberación sobre el pacto, éste continuaría desnudo en lo que toca a la nueva jurisprudencia; para darle efecto sería necesario convertirlo mediante una estipulación en un Contrato Verbal.

La enorme importancia de esta historia del contrato, como una salvaguardia contra errores casi innumerables, es lo que justifica que se le dedique tanta atención. Explica el curso de las ideas desde un punto culminante de la jurisprudencia a otro. Comenzamos con el nexum, en el que un contrato y un traspaso de dominio se hallan fundidos, y en el que las formalidades que acompañan el acuerdo son todavía más importantes que el acuerdo mismo. Del nexum pasamos a la Estipulación que es una forma simplificada del ceremonial más antiguo. Sigue el contrato literal y en éste se renuncia a todas las formalidades si se presenta una prueba del acuerdo de entre las rígidas ceremonias del hogar romano. En el contrato real se reconoce por primera vez la obligación moral, y a las personas que han entablado o han asentido en la realización parcial de un compromiso se les prohibe repudiarlo en base a defectos de forma. Finalmente, surgen los contratos consensuales en los que únicamente se toma en cuenta la actitud mental de los contrayentes, y las circunstancias externas no tienen importancia excepto como evidencia del compromiso interno. Es naturalmente incierto hasta qué punto el progreso de las ideas romanas de una concepción tosca a una refinada ejemplifica el progreso necesario del pensamiento humano en relación al contrato. El derecho contractual de todas las sociedades antiguas, excepto la romana, es o bien escaso para prestar información, o bien se ha perdido enteramente, y la jurisprudencia moderna se halla tan imbuida de las nociones romanas que no nos proporciona ningún contraste o paralelo del cual extraer algún conocimiento. No obstante, dada la ausencia de algo violento, prodigioso o ininteligible en los cambios descritos, puede deducirse que la historia de los antiguos contratos romanos es, hasta cierto punto, típica de la historia de esta clase de concepciones legales en otras sociedades antiguas. Pero solamente hasta cierto punto puede tomarse el progreso del Derecho Romano como representativo del progreso de otros sistemas de jurisprudencia. La teoría del derecho natural es exclusivamente romana. La noción del vinculum juris, que yo sepa, es exclusivamente romana. Las muchas peculiaridades del Derecho Romano maduro en relación a contrato y delito, que son atribuibles a estas dos ideas, ya sea separadamente o en combinación, se cuentan por tanto entre los productos exclusivos de una sociedad particular. Estas tardías concepciones legales son importantes, no porque tipifiquen los resultados necesarios del pensamiento avanzado, sino porque han ejercido una enorme influencia en la diátesis intelectual del mundo moderno.

No conozco nada más sorprendente que la gran variedad de ciencias a las que el Derecho Romano, o más concretamente el Derecho Contractual Romano, ha proporcionado un modo de pensar, un curso de razonamiento y un lenguaje técnico. Entre los temas que han estimulado el apetito intelectual del hombre moderno sólo uno -la física- no ha estado infiltrado por la jurisprudencia romana. La ciencia de la metafísica pura tenia un origen más griego que romano, pero la política, la filosofía moral e incluso la teología hallaron en el Derecho Romano no sólo un vehículo de expresión sino también un nido en el que algunas de sus preguntas más profundas alcanzaron la madurez. Para responder de este fenómeno no es absolutamente necesario discutir la misteriosa relación entre palabras e ideas o explicar por qué la mente humana no ha abordado ningún tema del pensamiento al menos que se la haya provisto de antemano de un bagaje lingüístico y un aparato de métodos lógicos apropiados. Es suficiente notar que cuando se separaron los intereses filosóficos de los mundos oriental y occidental, los fundadores del pensamiento occidental pertenecían a una sociedad que hablaba latín y meditaba en latín. Pero, en las provincias occidentales, el único lenguaje que retenía suficiente precisión para propósitos filosóficos era el lenguaje del Derecho Romano que, por fortuna, había conservado casi toda la pureza del periodo de Augusto, mientras que el latín vernáculo estaba degenerando en un dialecto de barbarie portentosa. Y si la jurisprudencia romana proporcionaba los únicos medios de exactitud en el habla, con mucha más razón suministraba el único medio de exactitud, sutileza o profundidad de pensamiento. Al menos durante tres siglos la filosofía y la ciencia no tuvieron un lugar en el Occidente, y aunque la metafísica y la teología metafísica acaparaban la energía mental de multitudes de ciudadanos romanos, la fraseología empleada en estas ardientes interrogaciones era exclusivamente griega, y su teatro era la mitad oriental del Imperio. A veces las conclusiones de los polemistas orientales se volvieron tan importantes que el asentimiento o disensión de cada uno era registrado, y luego se le presentaban a Occidente los resultados de la polémica oriental, a los que éste asentía generalmente sin interés y sin resistencia. Mientras, un apartado de la investigación, suficientemente difícil para el más laborioso, suficientemente profundo para el más sutil, y suficientemente delicado para el más refinado, no había perdido atractivo entre las clases educadas de las provincias occidentales. Para el ciudadano cultivado de Africa, de España, de la Galia y del norte de Italia era la jurisprudencia y solamente la jurisprudencia, la que ocupaba el lugar de la poesía y la historia, de la filosofía y de la ciencia. Lejos de haber algo misterioso en la naturaleza palpablemente legal de los primeros esfuerzos del pensamiento occidental, sería más bien sorprendente que hubiera asumido algún otro matiz. Sólo puedo declarar mi sorpresa de que haya prestado tan escasa atención a las diferencias entre las ideas occidentales y orientales, entre la teología occidental y oriental, causada por la presencia de un nuevo ingrediente. La fundación de Constantinopla y la separación subsiguiente del Imperio de Occidente del Imperio de Oriente marcan épocas en la historia filosófica precisamente porque la influencia de la jurisprudencia comenzaba a ser poderosa. Pero los pensadores europeos continentales, sin duda son menos capaces de apreciar la importancia de esta crisis porque las nociones derivadas del Derecho Romano se hallan íntimamente ligadas a las ideas ordinarias. Los ingleses, por otra parte, se encuentran a oscuras a causa de la monstruosa ignorancia que tienen respecto de la abundante fuente del conocimiento moderno: el gran resultado intelectual de la civilización romana. Al mismo tiempo, un inglés, que hallará dificultades para familiarizarse con el Derecho Romano clásico, es tal vez, por el poco interés que han mostrado sus compatriotas en la materia, un mejor juez que un francés o un alemán del valor de las afirmaciones que me he aventurado hacer. Cualquiera que conozca lo que es la jurisprudencia romana, tal como la practicaban los romanos, y que observe en qué características difieren la teología y filosofía occidentales de las fases del pensamiento que las precedieron, puede dejársele con confianza declarar cuál era el nuevo elemento que había comenzado a penetrar y gobernar la teoría.

La parte del Derecho Romano que ha tenido una influencia más amplia en los temas de investigación extranjera ha sido el derecho obligatorio o, lo que es casi lo mismo, derecho contractual y delito. Los romanos no ignoraban los servicios que podían hacerse ejecutar a la copiosa y maleable terminología de esta parte de su sistema, y esto lo demuestra su empleo peculiar modificativo cuasi en expresiones como cuasi-contrato y cuasi-delito. Cuasi, utilizado de este modo, es exclusivamente un término de clasificación. Generalmente los críticos ingleses han identificado los cuasi-contratos con contratos implicitos, pero esto constituye un error, pues los contratos implícitos son verdaderos contratos, lo que no son los cuasi-contratos. En los contratos implícitos, actos y circunstancias son los símbolos de los mismos ingredientes que están simbolizados en los contratos expresos mediante palabras. El que un hombre utilice un conjunto de símbolos u otro es indiferente en lo que toca a la teoría del acuerdo. Pero un cuasi-contrato no es un contrato en absoluto. El ejemplo más común de ese tipo es la relación que subsiste entre dos personas una de las cuales ha pagado dinero a la otra por error. El derecho, en interés de la moralidad, impone al receptor la obligación de devolver el dinero, pero la misma naturaleza de la transacción indica que no es un contrato, en cuanto que el convenio -el ingrediente más esencial del contrato- falta. Esta palabra cuasi prefijada a un término del Derecho Romano, implica que la concepción a la que sirve como índice se relaciona con la concepción con que se establece la comparación mediante una fuerte analogía superficial o parecido. No denota que las dos concepciones sean lo mismo o que pertenezcan al mismo género. Al contrario, deniega la noción de una identidad entre ellas; pero señala que son suficientemente similares como para clasificar a una como secuela de la otra, y que la fraseología tomada de un departamento del derecho puede ser transferida a otro y empleada sin un esfuerzo violento en la formulación de reglas que, de otro modo, serían imperfectamente expresadas.

Se ha observado con gran sagacidad que la confusión entre contratos implícitos, que son verdaderos contratos, y los cuasi-contratos, que no son contratos de ninguna clase, tiene mucho en común con el famoso error que atribuía derechos y deberes políticos a un contrato original entre gobernados y gobernante. Mucho antes de que esta teoría hubiese tomado forma definitiva, se había tomado en gran parte la fraseología del derecho contractual romano para describir esa reciprocidad de derechos y deberes que los hombres siempre habían creído existente entre soberanos y súbditos. Mientras el mundo se hallaba lleno de máximas que establecían con una gran seguridad los derechos de los reyes a una obediencia implícita -máximas que pretendían tener su origen en el Nuevo Testamento, pero que de hecho se derivaban de reminiscencias indelebles del despotismo de los Césares- el conocimiento de los derechos correlativos que tenían los gobernados habría quedado enteramente sin medios de expresión si el Derecho Romano de obligación no hubiese proporcionado un lenguaje capaz de simbolizar una idea que estaba todavía imperfectamente desarrollada. En mi opinión, el antagonismo entre los privilegios de los reyes y los deberes con sus súbditos nunca se perdió de vista desde los inicios de la historia occidental, pero tuvo poco interés general excepto para los escritores teóricos mientras el feudalismo conservó su vigor, pues el feudalismo controlaba eficazmente mediante costumbres explícitas las exorbitantes pretensiones teóricas de la mayoría de los soberanos europeos. Es notorio que tan pronto como la decadencia del sistema feudal dejó a un lado los estatutos medievales, y en cuanto la Reforma hubo desacreditado la autoridad del Papa, la doctrina del derecho divino de los reyes alcanzó una importancia nunca igualada. La boga que consiguió implicaba recurrir todavía más a la fraseología del Derecho Romano y una controversia que había tenido originalmente un aspecto teológico asumió cada vez más el tono de una disputa legal. Surgió entonces un fenómeno que ha aparecido repetidamente en la historia de la opinión. Justo cuando el argumento en favor de la autoridad monárquica se perfeccionaba en la doctrina de Filmer, la fraseología, tomada del Derecho Contractual, que había sido utilizada en defensa de los derechos de los súbditos, cristalizó en la teoría de un contrato original existente entre rey y pueblo, una teoría que primero en manos inglesas y luego en manos francesas, se expandió hasta dar una explicación comprensiva de todos los fenómenos de la sociedad y del derecho. Pero la única relación real entre ciencia política y ciencia legal había consistido en que la última daba a la primera la utilidad de su terminología peculiarmente plástica. La jurisprudencia contractual romana había cumplido en favor de la relación de soberano y súbdito precisamente el mismo servicio que, en una esfera más humilde, prestó a la relación de personas unidas mediante una obligación de cuasi-contrato. Había proporcionado un cuerpo de palabras y frases que se aproximaban con bastante exactitud a las ideas que para entonces y de vez en cuando se estaban formando sobre el tema del compromiso político. La doctrina de un contrato original no se puede poner más allá de lo que la ha colocado el Dr. Whewell, cuando sugiere que, aunque defectuosa, puede ser una forma conveniente para la expresión de verdades morales.

El empleo extensivo del lenguaje legal en temas políticos antes del invento del contrato original, y la poderosa influencia que la asunción ha ejercido posteriormente, explican ampliamente la abundancia de palabras y concepciones en ciencia política, que fueron creación exclusiva de la jurisprudencia romana. Hay que dar una explicación diferente a su abundancia en Ética, dado que los escritos de Ética han reconocido la influencia del Derecho Romano mucho más directamente de lo que lo ha hecho la teoría política, y sus autores han estado muy conscientes de la amplitud de su obligación. Al hablar de la Ética como una disciplina extraordinariamente endeudada con la jurisprudencia romana, me refiero a la ética tal como era entendida antes de la ruptura en su historia efectuada por Kant, es decir, como ciencia de las reglas que dirigen la conducta humana, de su interpretación adecuada y de las limitaciones a que está sujeta. Desde el surgimiento de la filosofía crítica, la ciencia moral ha perdido casi totalmente su viejo significado, y, excepto donde se ha conservado en forma adulterada en la casuística todavía cultivada por los teólogos católicos, parece ser considerada casi universalmente como una rama de la investigación ontológica. No conozco ningún escritor inglés contemporáneo, a excepción del Dr. Whewell, que entienda la ética como era entendida antes de que fuese absorbida por la metafísica y antes de que el fundamento de sus reglas viniese a ser una consideración más importante que las reglas mismas. No obstante, mientras la ciencia ética tuvo que ver con el régimen práctico de conducta, estuvo más o menos saturada de Derecho Romano. Al igual que todos los grandes temas del pensamiento moderno, se hallaba originalmente incorporado a la teología. La ciencia de la teología moral, como era denominada al principio, y como la designan todavía los teólogos católicos, fue sin duda construida con conocimiento pleno de sus autores, tomando principios de conducta del sistema eclesiástico y usando el lenguaje y los métodos de la jurisprudencia para su expresión y expansión. Mientras duró este proceso, era inevitable que la jurisprudencia, aunque pensada como un nuevo vehículo de pensamiento, comunicara su matiz al pensamiento mismo. El matiz recibido del contrato con las concepciones legales es claramente perceptible en la más temprana literatura ética del mundo moderno, y, en mi opinión, es evidente que el Derecho Contractual, basado como está en la completa reciprocidad e indisoluble relación de derechos y deberes, ha actuado como un saludable correctivo de las predisposiciones de escritores que, abandonados a su suerte, podían haber considerado exclusivamente una obligación moral como el deber publico de un ciudadano en la Civitas Dei. Pero la participación del Derecho Romano en la ética disminuye sensiblemente en la época de los grandes moralistas españoles. La ética, desarrollada mediante el método jurídico de un doctor comentando a otro, se dio a sí misma una fraseología propia, y las peculiaridades aristotélicas de razonamiento y expresión, sin duda embebidas en gran parte en las disputas sobre Moral Social de las escuelas académicas, ocupa el lugar de ese cambio especial del pensamiento y el lenguaje que nadie que esté familiarizado con el Derecho Romano puede equivocar. Si hubiera persistido la buena reputación de la escuela española de teología, el ingrediente jurídico en la ética habría sido insignificante, pero el uso que hicieron de sus conclusiones los escritores católicos de la generación siguiente respecto a estos temas destruyó casi por entero su influencia. La teología moral, reducida a una casuística, perdió todo interés para los líderes de la especulación europea, y la nueva ciencia de la ética, que estaba totalmente en manos de los protestantes, se desvió del camino seguido por los teólogos. El efecto de esto fue aumentar enormemente la influencia del Derecho Romano sobre la investigación ética.

Poco después de la Reforma, hallamos dos grandes escuelas de pensamiento que se dividen esta clase de temas entre ellas. La más influyente fue, al principio, la secta conocida como los Casuistas, todos ellos en confraternidad espiritual con la iglesia católica, y casi todos afiliados a una u otra de sus órdenes religiosas. De otra parte, había un grupo de escritores relacionados entre sí por su descendencia intelectual comun del gran autor del tratado De Jure Belli et Pacis, Hugo Grocio. Estos últimos eran seguidores de la Reforma, y aunque no puede afirmarse que estuviesen formal y abiertamente en conflicto con los Casuistas, el origen y el objeto de su sistema era, sin embargo, esencialmente diferente de los de la casuística. Es necesario resaltar esta diferencia porque implica la cuestión de la influencia del Derecho Romano en ese aspecto del pensamiento en el que están interesados los dos sistemas. El libro de Grocio, aunque toca cuestiones de ética pura en cada página, y aunque es el padre remoto o inmediato de innumerables volúmenes de moral, no es -como es bien sabido- un tratado profeso de Ética; es un intento de definir el derecho natural. Ahora bien, sin entrar en la cuestión de si un derecho natural no es exclusivamente una creación de los jusisconsultos romanos, podemos establecer que -el mismo Grocio lo admitía- las sentencias de la jurisprudencia romana sobre qué partes del Derecho Romano positivo conocido deben tomarse como posiciones del derecho natural, si bien no son infalibles, hay que recibirlas en cualquier caso con el más profundo respeto. De ahi que el sistema de Grocio esté envuelto con el Derecho Romano desde su misma fundación, y que esta relación hiciese inevitable -lo que el entrenamiento legal del escritor habría tal vez asegurado sin ella- la libre utilización, en cada párrafo, de fraseología técnica y en los modos de razonar, definir e ilustrar, que, a veces, esconden el sentido y, casi siempre, el vigor y la fuerza moral del argumento, al lector que no esté familiarizado con las fuentes de las que derivan. Por otra parte, la casuística toma muy poco del Derecho Romano, y las ideas sobre moral en disputa no guardan nada en común con la obra de Grocio. Toda la filosofía sobre el bien y el mal que se ha hecho famosa, o infame, bajo el nombre de Casuística, tuvo su origen en la distinción entre pecado mortal y venial. Una inquietud natural por escapar a las horribles consecuencias de declarar que un acto particular era pecado mortal, junto con un deseo -igualmente comprensible- de ayudar a la iglesia católica en su conflicto con el protestantismo descargándola de una teoría inconveniente, fueron los motivos que llevaron a los autores de la filosofía casuística a inventar un elaborado sistema de criterios, con el fin de cambiar algunas acciones inmorales, en todos los casos en que fuere posible, de la categoría de las ofensas mortales, y clasificarlas como pecados veniales. El destino de este experimento es tema de la historia ordinaria. Sabemos que las distinciones de la casuística, al permitir al sacerdocio ajustar el control espiritual a todas las variedades del carácter humano, le confirió una influencia sobre príncipes, estadistas y generales, desconocida en la época anterior a la Reforma y, de hecho, contribuyó en buena parte a detener y estrechar los primeros éxitos del protestantismo. Pero al comenzar como un intento no de establecer sino de evadir, no de descubrir un principio sino de escapar a un postulado, no de establecer la naturaleza del bien y el mal sino de establecer lo que no era un mal de una naturaleza particular, la Casuistica prosiguió sus diestros refinamientos hasta que terminó atenuando de tal modo los rasgos morales de las acciones y defraudando de tal manera los instintos morales de nuestro ser que, finalmente, de repente, la conciencia humana se rebeló en su contra y relegó el sistema y sus doctores al olvido. El golpe, pendiente durante mucho tiempo, fue asestado finalmente por las Cartas Provinciales de Pascal, y desde la aparición de esos apuntes memorables, ningún moralista, por pequeña que sea su reputación o influencia, ha admitido haber seguido en su teoría los pasos de los casuistas. Todo el campo de la ética quedó de este modo en manos de los seguidores de Grocio, y todavía muestra las huellas de ese enredo con el Derecho Romano que se le imputa a veces como defecto y a veces como la mejor de sus virtudes a la teoría de Grocio. Desde la época de Grocio, muchos investigadores han modificado sus principios y muchos, a partir del surgimiento de la filosofía crítica, los han abandonado totalmente. Sin embargo, aun aquellos que se han alejado de sus presupuestos fundamentales, han heredado buena parte de su método para plantear un enunciado de su modo de pensar y de su manera de explicar: todo esto tiene poco significado y ningún sentido para una persona que ignore la jurisprudencia romana.

Ya he dicho que, a excepción de la física, no existe ninguna rama del conocimiento que haya sido menos afectada por el Derecho Romano que la metafísica. La razón de esto es que la discusión de temas metafísicos ha sido conducida siempre en griego, primero en griego puro, y luego en un dialecto del latín construido a propósito para expresar concepciones griegas. Las lenguas modernas solamente han podido adaptarse a la investigación metafísica adoptando este dialecto latino, o imitando el proceso que se siguió originalmente en su formación. La fuente de la fraseología que ha sido utilizada siempre en la discusión metafísica de los tiempos modernos eran las traducciones latinas de Aristóteles, en las que, independientemente de que se derivaran o no de las versiones arábigas, el plan del traductor no consistía en buscar expresiones análogas en cualquier parte de la literatura latina, sino construir de nuevo a partir de las raíces latinas un conjunto de frases igual a la expresión de las ideas filosóficas griegas. La terminología del Derecho Romano tuvo que haber ejercido poca influencia sobre tal proceso; a lo sumo, unos cuantos términos legales latinos en forma transmutada han pasado a formar parte del lenguaje metafísico. Al mismo tiempo, es digno de notar que siempre que los problemas de la metafísica son los más fuertemente debatidos en Europa Occidental, el pensamiento, si no el lenguaje, revela un parentesco legal. En la historia de la especulación teórica existen pocas cosas más impresionantes que el hecho de que ningún pueblo griego-hablante se haya sentido seriamente perplejo ante la cuestión del libre albedrío y la necesidad. No pretendo ofrecer ninguna explicación sumaria de esto, pero no parece ser una sugerencia irrelevante el que ni los griegos ni ninguna sociedad que hablaban y pensaban en su lengua mostraron jamás la más mínima capacidad de producir una filosofía del derecho. La ciencia legal es una creación romana y el problema del libre albedrío surge cuando estudiamos una concepción metafísica bajo un aspecto legal. ¿Cómo devino una controversia en la que un orden de sucesión invariable era idéntico a una relación necesaria? Puedo decir solamente que la tendencia del Derecho Romano, que se hizo más fuerte a medida que avanzaba, era considerar las consecuencias legales unidas por una inexorable necesidad a causas legales, tendencia que se expresa magistralmente en la definición de obligación que he citado repetidamente, Jurís vínculum qua necessítate adstringímur alicujus salvendae reí.

Pero el problema del libre albedrío era teológico antes de hacerse filosófico y, si sus términos hubieran sido afectados por la jurisprudencia, habría sido porque la jurisprudencia se había hecho sentir en teología. El punto a investigar aquí sugerido, nunca ha sido satisfactonamente elucidado. Lo que debe determinarse es si la jurisprudencia ha servido alguna vez como el medio a través del cual se han analizado los principios teológicos; si, suministrando un lenguaje peculiar, un modo particular de razonamiento, y una peculiar solución de muchos problemas vitales, ha abierto alguna vez nuevos canales en los que podía fluir y expandirse la especulación teológica. Para dar una respuesta es necesario recordar aquello en que los mejores escritores están de acuerdo: sobre el alimento intelectual que la teología asimiló primero. Todos coincidían en que la primera lengua del cristianismo fue el griego y que los problemas a los que se consagró primero fueron los que la filosofía griega, en su forma tardía, había preparado el camino. La literatura metafísica griega contenía el único bagaje de palabras e ideas que podía dar a la mente humana los medios de entablar profundas controversias sobre las Personas Divinas, la Divina Sustancia y la Naturaleza Divina. El latín y la pobre filosofía latina no estaban a la altura de la empresa; por tanto, las provincias occidentales o latino-hablantes del Imperio adoptaron las conclusiones de Oriente sin cuestionarlas u orientarlas. La cristiandad latina, dice Dean Milman, aceptó el credo que su estrecho y ávido vocabulario apenas podía expresar en términos adecuados. Sin embargo, desde el principio hasta el fin, la adhesión de Roma y del Occidente era una aceptación pasiva de un sistema dogmático que había sido ideado por la teología más profunda de los teólogos orientales, más que un examen vigoroso y original de los misterios. La iglesia latina era alumna y leal adepta de Atanasio. Pero una vez que la separación de Oriente y Occidente se hizo mayor, y el latino-hablante Imperio de Occidente comenzó a tener una vida intelectual propia, su deferencia hacia Oriente fue inmediatamente sustituida por el surgimiento de una serie de cuestiones totalmente extrañas a la especulación oriental. Mientras la teología griega (Milman, Latín Chrístíanity, Prefacio 5) continuó defendiendo con una sutileza cada vez más exquisita la Deidad y la naturaleza de Cristo -mientras se prolongaba la interminable controversia y despedía una secta tras otra de la debilitada comunidad-, la iglesia de Occidente se entregaba con gran ardor a un nuevo tipo de disputas, las mismas que hasta hoy en día no han perdido su interés para ningún grupo humano incluido en la comunidad latina. La naturaleza del pecado y su transmisión hereditaria, la deuda contraída por el hombre y su satisfacción vicaria, la necesidad y suficiencia de la expiación y, sobre todo, el antagonismo aparente entre libre albedrío y providencia divina eran algunos de los puntos que Occidente comenzó a debatir con el mismo ardor que Oriente había puesto en los artículos de su credo más especial. ¿Cómo se explica, entonces, que en los dos lados de la línea que divide las provincias griego-parlantes de las latino-parlantes existan dos clases de problemas teológicos tan profundamente diferentes entre sí? Los historiadores de la iglesia han estado cerca de dar con la solución, cuando señalan que los nuevos problemas eran más prácticos, menos absolutamente teóricos, que los que habían desgarrado internamente a la cristiandad oriental; pero nadie, al menos que yo sepa, ha llegado al meollo del asunto. Sostengo sin vacilación alguna que la diferencia entre los dos sistemas teológicos se explica por el hecho de que, al pasar de Oriente a Occidente, la especulación teológica había pasado de un ambiente de metafísica griega a un ambiente de Derecho Romano. Antes de que las controversias alcanzaran una importancia arrolladora, toda la actividad intelectual de los romanos occidentales se había centrado exclusivamente en la jurisprudencia. Se había ocupado en aplicar un particular conjunto de principios a todas las combinaciones posibles de circunstancias. Ninguna empresa o gusto foráneo desvió su atención de esta absorbente ocupación, y para llevarla a cabo poseían un vocabulario preciso y abundante, un método estricto de razonamiento, un conjunto de proposiciones generales sobre la conducta -más o menos verificadas por la experiencia- y una rígida filosofía moral. Era imposible que no seleccionaran de entre las cuestiones indicadas por la historia cristiana las que guardaban alguna afinidad con el tipo de especulación teórica a que estaban acostumbrados y que su modo de abordarlas no trasluciera sus hábitos forénsicos. Casi cualquiera que tenga suficientes conocimientos de Derecho Romano para valuar el sistema penal romano, la teoría romana sobre las obligaciones establecidas por contrato o delito, la idea romana de las deudas y de los modos de incurrir, acabar o transmitir esas deudas, la noción romana de la continuación de la existencia individual mediante la sucesión universal, puede afirmar con certeza de dónde surgió el estado de ánimo tan adecuado a los problemas suscitados por la teología occidental, de dónde provenía la fraseología en que se planteaban estos problemas, y de dónde el razonamiento empleado en su solución. Solamente débe recordarse que el Derecho Romano que había penetrado en el pensamiento occidental no era ni el sistema arcaico de la ciudad antigua, ni la abreviada jurisprudencia de los emperadores bizantinos; todavía menos la masa de reglas, casi enterradas en una exuberancia parasitaria de la doctrina especulativa moderna, que pasa por el nombre de Derecho Civil moderno. Me refiero solamente a la filosofía de la jurisprudencia, ideada por los grandes pensadores de la época Antonina, que puede reproducirse todavía parcialmente a partir de las Pandectas de Justiniano. Es un sistema al que pueden atribuírsele pocos defectos excepto, tal vez, que aspiró a un mayor grado de elegancia, certidumbre y precisión de la que los asuntos humanos permiten.

La ignorancia que tienen los ingleses acerca del Derecho Romano -de la que a veces hacen gala- ha llevado a muchos escritores famosos a proponer las más insostenibles paradojas sobre la condición del intelecto humano durante el Imperio Romano. Se ha afirmado una y otra vez -en la seguridad de no ser temerarios al adelantar semejante proposición- que desde el final de la era de Augusto al despertar de la fe cristiana, las energías mentales del mundo civilizado se hallaban paralizadas. Ahora bien, hay dos temas del pensamiento -los dos únicos, tal vez, con excepción de la física- que pueden utilizar todo el poder y capacidad que posee la mente humana. Uno de ellos es la investigación metafísica, que no conoce límites mientras la mente se contente con meditar sobre sí misma; el otro es el derecho, que es tan vasto como los intereses de la humanidad. Sucede que, durante el periodo indicado, las provincias griego-parlantes se dedicaban a uno de estos estudios, las latino-parlantes al otro. No me voy a meter con los frutos de la especulación teórica en Alejandría y en Oriente, pero puedo afirmar sin temor que Roma y el Occidente tenían entre manos una ocupación capaz de compensarlos por la ausencia de cualquier otro ejercicio mental, y, en mi opinión, los resultados alcanzados, tal como los conocemos, no desmerecieron el inmenso esfuerzo que se les dedicó. Nadie -excepto un jurisconsulto profesional- estará tal vez en situación de comprender enteramente hasta qué punto el derecho puede absorber la fuerza intelectual de los individuos, pero el hombre de la calle no tiene dificultad en comprender por qué una parte más que normal del intelecto colectivo de Roma se dedicaba a la jurisprudencia. La pericia de una determinada comunidad en jurisprudencia depende a largo plazo de las mismas condiciones que su progreso en cualquier otra línea de investigación; la condición principal es la proporción y el tiempo del intelecto nacional que se le dediquen. Ahora bien, una combinación de todas las causas, directas e indirectas, que contribuyen al avance y perfeccionamiento de una ciencia continuaron operando sobre la jurisprudencia romana entre la promulgación de las Doce Tablas y la separación de los dos imperios, y esto no de forma irregular o a intervalos, sino con fuerza e intensidad crecientes. Deberíamos reflexionar sobre el hecho de que el primer ejercicio intelectual a que se dedica una joven nación sea el estudio de sus leyes. Tan pronto como la mente se embarca en los primeros esfuerzos conscientes de hacer generalizaciones, los intereses de la vida diaria son los primeros que presionan para su inclusión dentro de las reglas generales y fórmulas amplias. Al principio, la popularidad de la empresa a la que se dedican todas las energías de la joven República es ilimitada; pero cesa con el tiempo. El monopolio del derecho sobre la mente se rompe. La multitud que presencia la audiencia matinal de los grandes jurisconsultos romanos disminuye. En los tribunales ingleses, los estudiantes se cuentan por cientos en lugar de por miles. El arte, la literatura, la ciencia y la política reclaman su parte del intelecto nacional, y la práctica de la jurisprudencia queda confinada al círculo de una profesión, nunca limitada o insignificante, sino atractiva por sus recompensas y el valor intrínseco de su ciencia. Esta serie de cambios se manifestó más abiertamente en Roma que en Inglaterra. Hasta el final de la República, el derecho era el único campo para aquellos que tenían capacidad. La otra alternativa viable para los jóvenes con talento especial era el generalato. Una nueva etapa del progreso intelectual se inició con la época de Augusto al igual que sucedió con nuestra era isabelina. Todos conocemos sus logros en el campo de la poesía y de la prosa; pero existen indicaciones, hay que recordar, de que, además de la eflorescencia literaria, se hallaba en vísperas de arrojar nuevas luminarias a la conquista de la ciencia. Sin embargo, nos encontramos en el punto en que la historia de la mente en el estado romano deja de correr paralela a las rutas que ha proseguido desde entonces el progreso mental. El breve intervalo de literatura romana, estrictamente así llamado, se cerró repentinamente bajo distintas influencias, que, aunque podrían trazarse parcialmente, sería inadecuado analizarlas aquí. El intelecto antiguo regresó a su curso anterior, y el derecho volvió a ser de nuevo exclusivamente la esfera adecuada del talento como lo había sido en la época en que los romanos despreciaban la filosofía y la poesía como juguetes de una raza infantil. Podremos entender mejor la naturaleza de los móviles externos que, durante la época del Imperio, tendían a llevar a un hombre de capacidad innata hacia la abogacía si tenemos en cuenta las opciones que tenía en su elección de profesión. Podía ser profesor de retórica, comandante de un puesto fronterizo o escritor profesional de panegíricos. El único camino alternativo era la práctica de la abogacía. En ésta residía el acceso a la riqueza, a la fama, a un puesto, al consejo del monarca y tal vez al trono mismo.

El interés por el estudio de la jurisprudencia era tan enorme que había escuelas de derecho en todas las partes del Imperio, incluso en el dominio de la metafísica. Pero, aunque el traslado de la sede del Imperio a Bizancio dio un ímpetu perceptible a su cultivo en Oriente, la jurisprudencia nunca destronó las disciplinas que allí competían con ella. Su lenguaje era el latín que, en la mitad oriental del Imperio, resultaba un dialecto exótico. En Occidente, el derecho era no sólo el alimento mental del ambicioso y emprendedor sino que constituía el único sustento de la actividad intelectual. La filosofía griega nunca había sido más que una moda transitoria entre las clases educadas de Roma, y una vez que se hubo creado la nueva capital de Oriente, y el Imperio se hubo dividido en dos, el divorcio de las provincias occidentales de la especulación griega y su dedicación exclusiva a la jurisprudencia se hizo más resuelta que nunca. Tan pronto como dejaron de sentarse a los pies de los griegos y comenzaron a idear una teología propia, ésta se permeó de ideas forenses y adoptó una fraseología forense. Es cierto que este substrato del derecho en la teología occidental se encuentra muy profundo. Un nuevo conjunto de teorías griegas, la filosofía aristotélica, se abrió camino posteriormente en Occidente y enterró casi por completo sus doctrinas indígenas. Pero cuando durante la Reforma se liberó parcialmente de su influencia, al instante el derecho ocupó su lugar. Es difícil establecer cuál de los dos sistemas religiosos -el de Calvino o el de los Armenios- tiene un carácter más marcadamente legal.

La enorme influencia del contrato romano sobre el apartado correspondiente del derecho moderno pertenece más bien a la historia de la jurisprudencia que a un tratado como el presente. No se hizo sentir hasta que la escuela de Boloña fundó la ciencia legal de la Europa moderna. Pero el hecho de que los romanos, antes de que cayese su Imperio, hubiesen desarrollado tan ampliamente el concepto de contrato tuvo su importancia en un periodo anterior. El feudalismo, he afirmado repetidamente, era una mezcla de usos arcaicos bárbaros y Derecho Romano; ninguna otra explicación de su existencia es sostenible o inteligible. Las formas sociales más antiguas del periodo feudal difieren poco de las asociaciones ordinarias en las que parecen estar unidos los hombres de las asociaciones primitivas. Un feudo era una hermandad de asociados orgánicamente completa, cuyos derechos propietarios y personales se hallaban inextricablemente juntos. Tenía mucho en común con la comunidad aldeana de la India y con el clan escocés. Sin embargo, presenta algunos fenómenos que nunca encontramos en las asociaciones que los iniciadores de la civilización forman espontáneamente. Comunidades verdaderamente arcaicas mantienen la cohesión no mediante reglas expresas sino por sentimiento o, mejor dicho, por instinto, y los recién llegados a la hermandad se incluyen dentro de los límites de este instinto aparentando compartir los lazos consanguíneos. Pero las comunidades feudales más antiguas no se hallaban unidas por meros sentimientos ni reclutadas por una ficción. El lazo que las unía era un contrato y se obtenían nuevos reclutados entablando contratos con ellos. La relación del señor con los vasallos se había establecido originalmente por un acuerdo expreso, y una persona que deseara injertarse en la hermandad por comendación o enfeudación llegaba a una clara comprensión de las condiciones en que era admitido. Lo que distingue a las instituciones feudales de los usos genuinos de las razas primitivas es el alcance del contrato en las primeras. El señor tenia muchas de las características de un jefe patriarcal, pero sus prerrogativas se encontraban limitadas por ciertas costumbres establecidas que se remontaban a las condiciones expresas que se habían acordado cuando se efectuó la enfeudación. De aquí provienen las diferencias principales que nos impiden clasificar a las sociedades feudales junto con las comunidades verdaderamente arcaicas. Eran mucho más duraderas y variadas; más durables porque las reglas expresas son menos destructibles que los hábitos instintivos, y más variadas porque los contratos en que se basaban se ajustaban a las circunstancias más detalladas y a los deseos de las personas que renunciaban o transmitían la propiedad de sus tierras. Esta última consideración demuestra hasta qué punto necesitan revisarse las opiniones vulgares sobre el origen de la sociedad moderna. Se afirma a menudo que el irregular y variado contorno de la civilización moderna se debe al genio exuberante y errático de las razas germánicas, y se compara repetidamente con la monótona rutina del Imperio Romano. La verdad es que el Imperio legó a la sociedad moderna la concepción legal a la que es atribuible toda esta irregularidad. Si las costumbres e instituciones de los bárbaros tienen una característica más sobresaliente que ninguna otra es su extrema uniformidad.


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