Índice de El derecho antiguo de Henry MaineCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VI

La historia temprana de la sucesión testamentaria

Si se hiciera, en Inglaterra, un intento de demostrar la superioridad del método histórico de investigación sobre los modos de investigación de jurisprudencia actualmente de moda entre nosotros, ningún otro apartado del derecho sería un ejemplo más idóneo que los testamentos. Debe esta capacidad particular a su larga duración y continuidad. Al principio de su historia, nos encontramos en la infancia misma del estado social, rodeados por una serie de concepciones que requieren un gran esfuerzo mental si se quieren comprender en su forma antigua; mientras que ahora, en el otro extremo del curso de su progreso, nos hallamos en medio de nociones legales que no son otra cosa que aquellas mismas concepciones legales disfrazadas con la fraseología y los hábitos de pensar que pertenecen a los tiempos modernos, y que muestran, por tanto, dificultades de otra índole: la dificultad de creer que ideas que forman parte de nuestro bagaje mental diario pueden tener necesidad de análisis y examen. El desarrollo del derecho testamentario entre estos dos puntos extremos puede trazarse con una notable claridad. En la etapa del nacimiento del feudalismo no sufrió una interrupción tan radical como la mayoría de las otras ramas legales. Cierto que, en lo tocante a la jurisprudencia en general, la ruptura causada por la división entre la historia antigua y la moderna o, en otras palabras, por la disolución del Imperio Romano, ha sido muy exagerada. La indolencia ha disuadido a muchos escritores de molestarse en buscar los hilos conductores embrollados y oscurecidos por la confusión creada por seis siglos turbulentos, mientras que otros investigadores, no naturalmente carentes de paciencia y espíritu de trabajo, han sido conducidos a conclusiones erróneas por un vano orgullo en el sistema legal de su país, y por la renuencia consiguiente a confesar la deuda contraída con la jurisprudencia romana. Pero estas influencias desfavorables han tenido comparativamente poco efecto en el campo del derecho testamentario. Los bárbaros carecían totalmente de una concepción semejante a la de testamento. Las mejores autoridades sobre el tema convienen en que no se halla vestigio alguno de él en las partes de sus códigos escritos que comprenden las costumbres practicadas por ellos en sus lugares de origen, y en los asentamientos subsiguientes que ocuparon en las márgenes del Imperio Romano. Pero poco después de haberse mezclado con la población de las provincias romanas, se apropiaron, de entre la jurisprudencia imperial, de la concepción de testamento, primero en parte, y luego en su integridad. La influencia de la Iglesia tuvo mucho que ver en esta rápida asimilación. El poder eclesiástico había logrado casi desde un principio los privilegios de custodia y registro de testamentos que varios de los templos paganos habían disfrutado, y ya por entonces las fundaciones religiosas debían sus posesiones temporales casi exclusivamente a donaciones privadas. De ahí gue los decretos de los primeros consejos provinciales tuvieran continuos anatemas contra los que negaban la santidad de los testamentos. Aquí, en Inglaterra todo el mundo admite que la influencia eclesiástica se encuentra ciertamente entre las causas principales que evitaron la discontinuidad en la historia del derecho testamentario. Dicha discontinuidad se dio en otros apartados de la jurisprudencia. La jurisdicción de cierta clase de testamentos fue delegada en los tribunales eclesiásticos, que le aplicaron, aunque no siempre con inteligencia, los principios de la jurisprudencia romana, y, a pesar de que ni los tribunales del derecho consuetudinario ni el Tribunal de Chancillería tenían ninguna obligación positiva de seguir a los tribunales eclesiásticos, no podían escapar a la fuerte influencia de un sistema de reglas establecidas que se hallaban en curso de aplicación al mismo tiempo. El derecho inglés sobre sucesión testamentaria a los bienes muebles ha devenido una forma modificada del tipo de distribución bajo la que se administraban las herencias de los ciudadanos romanos.

No es difícil señalar la enorme diferencia entre las conclusiones a que nos lleva el tratamiento histórico del tema y las que sacamos cuando, sin ayuda de la historia, tratamos simplemente de analizar nuestras impresiones prima facie. No creo que haya nadie que, partiendo de la concepción popular o incluso legal de un testamento, no imagine que éste lleva necesariamente implícitas ciertas cualidades. Diría, por ejemplo, que un testamento necesariamente surte efecto sólo a la muerte -que es secreto, no conocido como algo natural por aquellas personas interesadas en sus estipulaciones-, que es revocable, esto es, siempre es posible anularlo mediante un nuevo acto de testamentación. Sin embargo, podré demostrar que hubo un tiempo en que el testamento no tenía estas características. Los testamentos de los que descienden directamente los nuestros, al principio se efectuaban de inmediato tras su ejecución; no eran secretos; no eran revocables. Pocos instrumentos legales son, de hecho, fruto de órganos históricos más complejos que el testamento mediante el cual las intenciones escritas de un hombre controlan la disposición póstuma de sus posesiones. Los testamentos lenta y gradualmente reunieron en sí las cualidades que acabo de mencionar; y lo hicieron por causas y bajo presión de acontecimientos que podríamos llamar casuales, o que, de cualquier modo, no tienen interés para nosotros actualmente, excepto en cuanto han afectado la historia del mundo.

En una época en que las teorías legales abundaban más que en el presente -teorías que, justo es reconocerlo, eran en su mayoría irrelevantes y prematuras, pero que sirvieron para rescatar la jurisprudencia de una pésima e innoble condición, no desconocida entre nosotros, en esa época en que no se aspiraba a nada semejante a una generalización, y en la que el derecho era considerado un nuevo ejercicio empírico- estaba de moda explicar la percepción fácil y aparentemente intuitiva que tenemos de ciertas cualidades de un testamento, alegando que eran naturales, es decir, conferidas por el derecho natural. Me imagino que nadie pretendería mantener esta doctrina, una vez que se hubo aceptado que todas estas características tenían un origen histórico verificable; al mismo tiempo, vestigios de la teoría de la que se desprende la doctrina, se mantienen en formas expresivas que todos usamos y a las que difícilmente sabríamos renunciar. Puedo ilustrar lo anterior mencionando una posición común en la literatura del siglo XVII. Los juristas de aquel periodo, muy a menudo, afirman que el mismo poder de testamentación es de derecho natural, es decir, una prerrogativa conferida por el derecho natural. Su doctrina, aunque no todo el mundo vea de inmediato la relación, es seguida en sustancia por aquellos que afirman que el derecho de dictar o controlar la repartición póstuma de la propiedad es una consecuencia necesaria o natural de los derechos propietarios. Y todo estudiante de jurisprudencia técnica se habrá encontrado con el mismo punto de vista, revestido en el lenguaje de una escuela más bien diferente, que, en su exposición razonada de este apartado del derecho, trata la sucesión ex testamento como el modo de devolución que la propiedad de las personas muertas deberá originalmente seguir, y luego procede a explicar la sucesión ab intestato como la provisión incidental del legislador en descarga de una función que sólo quedó irrealizada por descuido o desgracia del propietario muerto. Estas opiniones constituyen simplemente una forma ampliada de la doctrina más breve para la que la disposición testamentaria es una institución del derecho natural. Siempre resulta un tanto aventurado pronunciarse dogmáticamente sobre el orden de asociación aceptado por mentes modernas cuando desprestigian el derecho natural; pero creo que la mayoría de las personas que afirman que el poder testamentario es de derecho natural, puede tomarse como que implica de hecho, que es universal, o que las naciones se ven empujadas a sancionarlo por un instinto o impulso primitivo. Respecto a la primera de estas posiciones creo que, cuando se manifiesta explícitamente, nunca puede ser disputada en serio en una época que ha presenciado las severas restricciones impuestas al poder testamentario por el Código Napoleónico, y ha visto la continua multiplicación de sistemas cuyo modelo ha sido el código francés. A la segunda afirmación tenemos que objetarle que sea contraria a los hechos mejor comprobados de la historia temprana del derecho, y me aventuro a afirmar que, generalmente, en todas las sociedades nativas, un estado jurídico en que no se admitan los privilegios testamentarios, o más bien, en que no se conciban, ha precedido al periodo posterior del desarrollo legal en que sólo está permitida la mera voluntad del propietario, con más o menos restricciones, con objeto de anular los derechos de sus parientes consanguíneos.

La concepción del testamento no puede ser considerada en sí misma. Es una, y no la primera, de una serie de concepciones. En sí mismo el testamento es simplemente el instrumento por el que se declara la intención del testador. En mi opinión, debe quedar claro que antes de discutir tal instrumento, hay que examinar varios puntos preliminares, como, por ejemplo, ¿qué es (qué tipo de derecho o interés) lo que pasa del muerto tras su defunción?, ¿a quién y en qué forma pasa?, ¿cómo se llegó a permitir que los muertos controlaran la disposición póstuma de su propiedad? Puesto en lenguaje técnico, así se expresa la dependencia de la varias concepciones que contribuyen a la noción de un testamento. Un testamento es el instrumento por el que se prescribe el traspaso de una herencia. La herencia es una forma de sucesión universal. Una sucesión universal es una sucesión a una universitas juris, o universidad de derechos y deberes. Invirtiendo este orden tenemos que preguntar ¿qué es una universitas juris?; ¿qué es una sucesión universal?; ¿cuál es la forma de sucesión universal que es denominada herencia? Y hay además otras dos cuestiones, independientes hasta cierto grado de los puntos que he discutido, pero que exigen solución antes de que el asunto de los testamentos se agote. Se trata de las dos cuestiones siguientes: ¿qué sucedió para que la herencia fuese controlada por la volición del testador?, y ¿cuál es la naturaleza del instrumento mediante el cual se controla?

La primera cuestión se relaciona con la universitas juris; esto es, una universidad (o paquete) de derechos y deberes. Una universitas juris es una colección de derechos y deberes unida por la sencilla circunstancia de haber pertenecido en un momento dado a una persona. Es, por decirlo así, el traje legal de un determinado individuo. No se forma agrupando cualesquiera deberes o cualesquiera derechos. Solamente puede constituirse tomando todos los derechos y todos los deberes de una persona particular. El vínculo que une así un cierto número de derechos de propiedad, servidumbres de paso, derechos de herencia, deberes de acciones específicas, deudas, obligaciones para compensar agravios, que relaciona de tal modo todos esos privilegios legales y deberes hasta constituirlos en una universitas juris, es el hecho de haberse reunido en un individuo capaz de ejercerlos. La expresión universitas juris no es clásica, a no ser porque la noción de jurisprudencia está exclusivamente obligada hacia el Derecho Romano, y tampoco es difícil de comprender. Debemos tratar de reunir bajo una sola concepción todo el conjunto de relaciones legales en las que nos hallamos cada uno de nosotros frente al resto del mundo. Estas, independientemente de su carácter y composición, conforman una universitas juris, y existe poco peligro de error al idear la noción, si nos cuidamos mucho de recordar que los deberes y los derechos forman igualmente parte de ella. Nuestros deberes pueden desequilibrar nuestros derechos. Un hombre puede deber más de lo que vale y, por tanto, si se señala un valor monetario a sus relaciones legales colectivas puede ser insolvente. A pesar de todo eso, el grupo entero de derechos y deberes que se centra en él constituye un juris universitas.

Nos topamos seguidamente con la sucesión universal. Una sucesión universal es una sucesión a una universitas juris. Ocurre cuando un hombre es investido con el traje legal de otro, convirtiéndose al mismo tiempo sujeto de todas sus responsabilidades y revestido de todos sus derechos. Para que la sucesión universal sea verdadera y perfecta, el traspaso debe tener lugar uno ictu, como dicen los juristas. Es posible imaginar a un hombre comprando todos los derechos y deberes de otro en periodos diferentes, como, por ejemplo, mediante compras sucesivas; o puede adquirirlos en diferentes capacidades, en parte como heredero, en parte como comprador, en parte como legatario. Pero aunque el conjunto de deberes y derechos así compuesto debería, de hecho, equivaler a la personalidad legal total de un individuo particular, la adquisición no sería una sucesión universal. Para que haya una verdadera sucesión universal, la transmisión debe ser tal que pase todo el agregado de derechos y deberes al mismo tiempo y en virtud de la misma capacidad legal del recibidor. La noción de una sucesión universal, al igual que la de un juris universitas, es permanente en la jurisprudencia, aunque en el sistema legal inglés se halla opacada por la gran variedad de capacidades en que se adquieren derechos y, sobre todo, por la distinción entre los dos grandes apartados de la propiedad inglesa: bienes raíces y bienes muebles. También constituye una sucesión universal el caso en que un apoderado recibe una herencia en quiebra, aunque este apoderado sólo paga las deudas hasta donde ajustan los activos; es solamente una forma modificada de la noción primaria. Si fuera común entre nosotros el que las personas aceptaran cesiones de toda la propiedad de un hombre bajo la condición de que pagase todas sus deudas, tales traspasos serían exactamente iguales a la sucesión universal del más antiguo Derecho Romano, cuando un ciudadano romano se arrogaba un hijo, es decir, tomaba como su hijo adoptivo a un hombre que ya no estaba bajo la Patria Potestas, heredaba universalmente el patrimonio del niño adoptado, esto es, recibía toda la propiedad y se hacía responsable de todas las obligaciones. Otras formas varias de sucesión universal aparecen en el primitivo Derecho Romano, pero definitivamente la más importante y duradera fue aquella que nos concierne de un modo más inmediato: la Hereditas o herencia. La herencia era una sucesión universal que ocurría a la muerte de alguien. El sucesor universal era el Haeres o heredero. Se posesionaba de inmediato de todos los derechos y deberes del muerto. Quedaba instantáneamente revestido con su persona legal completa y, huelga decir, que el carácter especial del Haeres permanecía igual, ya fuese nombrado por un testamento o ya asumiera el papel intestado. El término Haeres no es usado más enfáticamente para referirse al intestado que para el heredero testamentario, pues el modo en que un hombre se convertía en Haeres no tenía nada que ver con el carácter legal que sustentaba. Era el sucesor universal del muerto y se convertía en heredero, ya fuese testado o intestado. Pero el heredero no era necesariamente una sola persona. Un grupo de personas consideradas por ley una sola unidad, podían recibir la herencia como coherederos.

Permítaseme citar ahora la definición romana usual de herencia. El lector estará en posición de apreciar toda la fuerza de los términos separados. Haereditas est successio in universum jus quod defunctus habuit (una herencia es una sucesión a la entera posición legal de un muerto). La idea era que, aunque la persona física del muerto había perecido, su personalidad legal sobrevivía y pasaba intacta a su heredero o coherederos, en quienes se prolongaba su identidad en términos legales. Nuestro propio derecho, al nombrar al albacea o administrador representante del difunto en todos sus bienes personales, puede servirnos de ejemplo de la teoría de la que emanó, pero, aunque la ejemplifica, no la explica. El punto de vista, aun del tardío Derecho Romano, implicaba una estrecha relación entre la posición del muerto y su heredero, que no es precisamente uno de los rasgos de una representación inglesa, y en la primitiva jurisprudencia todo giraba en torno a la continuidad de la sucesión. El testamento perdía todo su efecto al menos que en él se estipulara el traspaso instantáneo de los derechos y deberes del testador al heredero o coherederos.

En la moderna jurisprudencia testamentaria, al igual que en el Derecho Romano tardío, el objeto básico es la ejecución de las intenciones del testador. En el antiguo derecho de Roma se prestaba un cuidado equivalente a la entrega de la sucesión universal. A nuestros ojos, una de estas reglas parece un principio dictado por el sentido común, mientras que la otra suena a institución antediluviana. Empero, sin el segundo, el primero no habría surgido.

Para resolver esta aparente paradoja y poner más en claro el curso de las ideas que he estado tratando de indicar, tengo que tomar los resultados de la investigación que fue acometida en la primera parte del capítulo anterior. Observábamos que una peculiaridad distinguía invariablemente la infancia de la sociedad. Los hombres son siempre tratados y considerados, no como individuos, sino como miembros de un grupo particular. Todo el mundo, primero, es ciudadano, y luego, como ciudadano, es miembro de su orden, de una aristocracia o democracia, de una clase de patricios o plebeyos, o, en las sociedades que tuvieron el infortunio de sufrir una perversión especial en el curso de su desarrollo, de una casta. Luego, es miembro de una gens, casa o clan, y, por último, es miembro de su familia. Esta última era la relación más estrecha y personal que mantenía. Por paradójico que parezca, nunca era considerado él mismo, como un individuo distinto. Su individualidad quedaba absorbida en su familia. Repito, la definición de una sociedad primitiva ya dada: sus unidades las componen, no individuos, sino grupos de hombres unidos por la realidad o ficción de una relación consanguínea.

Es en las peculiaridades de una sociedad rudimentaria donde hallamos la primera huella de una sucesión universal. En comparación con la organización de un estado moderno, las Repúblicas de los tiempos primitivos pueden describirse como un cierto número de gobiernos despóticos, cada uno perfectamente distinto del resto, y todos controlados de manera absoluta por la prerrogativa de un solo monarca. Pero aunque el patriarca, pues todavía no debemos referirnos a él como el Pater-familias, tenía derechos muy amplios, no es posible creer que no estuviera bajo obligaciones igualmente amplias. Si gobernaba la familia, era para ventaja de ésta; si era señor de sus posesiones, las mantenía como depositario en nombre de sus hijos y parientes. No gozaba de privilegio o posición alguna distinta de la conferida por su relación con la Republiquilla que gobernaba. La familia, de hecho, era una corporación, y él era su representante o, casi podríamos decir, su funcionario público. Disfrutaba derechos y sufría deberes, pero los derechos y deberes eran, en la expectación de sus conciudadanos, y en los ojos de la ley, tanto del cuerpo colectivo como propios. Examinemos por un momento el efecto que produciría la muerte de tal representante. A los ojos de la ley y del magistrado civil, la traslación de dominio de la autoridad doméstica sería un acontecimiento perfectamente inmaterial. La persona representante del cuerpo colectivo de la familia y principal responsable ante la jurisdicción municipal llevaría un nombre diferente. Eso sería todo. Los derechos y obligaciones vinculados al difunto cabeza de familia, se vincularían a su sucesor sin ruptura en la continuidad; pues, de hecho, se tratará de los derechos y obligaciones de la familia, y la familia tenía características distintivas de una corporación: nunca moría. Los acreedores tendrían las mismas reparaciones frente al nuevo jefe que frente al viejo, pues existía la obligación de que la familia existente permaneciera absolutamente inalterada. Todos los derechos asequibles a la familia estarían disponibles tras la defunción de su jefe como antes, excepto que la corporación -si es que se puede utilizar un lenguaje tan preciso y técnico referido a aquellos tiempos- se hallaría obligada a entablar juicios bajo un nombre ligeramente modificado.

Debe seguirse la historia de la jurisprudencia en todo su curso, si vamos a entender lo gradual y tardíamente que se disolvió la sociedad en los átomos componentes que ahora la forman; mediante qué pasos graduales e insensibles la relación de hombre a hombre fue sustituida por la relación del individuo con su familia y de las familias entre sí. El punto a examinar ahora es que, aun cuando la revolución se había aparentemente realizado, aun cuando el magistrado había asumido en buena parte el lugar del Pater-familias, y el tribunal civil había sustituido al foro doméstico, el esquema total de derechos y deberes administrado por las autoridades judiciales permaneció regulado por la influencia de los privilegios anticuados y desfigurado en todas sus partes por su acción refleja. Casi está fuera de duda que el traslado de la Universitas juris, en el que tan enérgicamente insistía el Derecho Romano como primera condición de una sucesión testamentaria o intestada, era un rasgo de la forma más antigua de la sociedad que las mentes humanas no habrían podido disociar de la nueva, aunque con aquella fase más nueva no tenía una relación verdadera y apropiada. En realidad, parece que la prolongación de la existencia legal de un hombre en su heredero, o en un grupo de coherederos, no es ni más ni menos que una característica de la familia transferida por medio de una ficción al individuo. La herencia de las corporaciones es necesariamente universal, y la familia era una corporación. Las corporaciones nunca mueren. La defunción de miembros individuales no implicaba diferencia alguna para la existencia colectiva del cuerpo agregado, y no afectaba de ningún modo sus incidentes legales, sus facultades o responsabilidades. Ahora bien, en la idea de una herencia universal romana, todas estas cualidades de una corporación parecen haber sido transferidas al ciudadano individual. No se permitía que su muerte física ejerciera ningún efecto sobre la posición legal que ocupaba, aparentemente bajo el principio de que esa posición debe ajustarse tan estrechamente como sea posible a las analogías de una familia, que, en su carácter corporativo, no estaba naturalmente sujeta a la extinción física.

Observo que no pocos juristas europeos tienen gran dificultad en comprender la naturaleza de la relación entre las concepciones combinadas en una herencia universal, y, tal vez, no haya tema en la filosofía de la jurisprudencia en que sus especulaciones, por regla general, posean menos valor. Pero el estudioso del derecho inglés no debiera estar en peligro de atascarse en el análisis de la idea que estamos examinando. Una ficción de nuestro propio sistema, con la que todos los jurisconsultos están familiarizados, arroja mucha luz. Los jurisconsultos ingleses clasifican las corporaciones en dos: corporaciones agregadas y corporaciones exclusivas. Una corporación agregada es una verdadera corporación, pero una corporación exclusiva es un individuo, un miembro entre una serie de individuos que se halla investido de una ficción con las cualidades de una corporación. Huelga citar al rey o al pastor de una parroquia como ejemplos de corporaciones exclusivas. El empleo o cargo aquí se considera parte de la persona particular que de vez en cuando pueda ocuparlo, y, al ser perpetuo este empleo, la serie de individuos que lo ocupan están investidos con el atributo principal de la corporación: la perpetuidad. Ahora bien, en la teoría más antigua del Derecho Romano, el individuo tenía con la familia precisamente la misma relación que en la expósición razonada de la jurisprudencia inglesa una corporación exclusiva mantiene con la corporación agregada. La derivación y asociación de ideas son exactamente las mismas. De hecho, si nos decimos a nosotros mismos que para los propósitos de la jurisprudencia testamentaria romana cada ciudadano individual era una corporación exclusiva, nos daremos cuenta no solamente de todo lo que implicaba la concepción de herencia sino también tendremos a nuestra disposición la clave del supuesto en que se basó. Entre nosotros, es un axioma que el rey nunca muere, por ser una corporación exclusiva. Sus facultades son inmediatamente asumidas por el sucesor, y no se cree que la continuidad de mando haya sido interrumpida. A los romanos les parecía un proceso igualmente sencillo y natural eliminar el hecho de la muerte del traspaso de derechos y obligaciones. El testador vivía en su heredero o en el grupo de coherederos. Ante la ley, él era la misma persona con ellos, y si alguien en sus estipulaciones testamentarias hubiera violado, aun constructivamente, el principio que unía su existencia presente y póstuma, la ley rechazaba el instrumento defectuoso y entregaba la herencia a los parientes consanguíneos, cuya capacidad para cumplir las condiciones de herencia les era conferida por la misma ley, y no por ningún documento que implicaba la posibilidad de estar erróneamente ideado.

Cuando un ciudadano romano moría intestado o no dejaba testamento válido, sus descendientes o parientes se convertían en sus herederos de acuerdo a una graduación que vamos a describir. La persona o clases de personas que le sucedían no representaban simplemente al muerto, sino que, de conformidad con la teoría que se acaba de delinear, continuaban su vida civil, su existencia legal. Los mismos resultados ocurrían cuando el orden de sucesión estaba determinado por un testamento, pero la teoría de la identidad entre el difunto y sus herederos era ciertamente mucho más antigua que cualquier forma de testamento o fase de la jurisprudencia testamentaria. Este es realmente el momento adecuado de presentar al lector una duda que nos asaltará con mayor fuerza cuanto más nos adentremos en este tema: uno se pregunta si los testamentos habrían surgido de no haber sido por estas notables ideas relacionadas con la sucesión universal. El derecho testamentario es la aplicación de un principio que puede explicarse en base a una variedad de hipótesis filosóficas tan plausibles como injustificables; está entretejido en todas las partes de la sociedad moderna, y es defendible en los términos vagos de una utilidad general. Pero no está por demás repetir la advertencia de que la fuente de muchos errores en cuestiones de jurisprudencia es la impresión de que las razones que nos determinan en el momento actual en favor del mantenimiento de una institución existente, tienen necesariamente algo en común con el sentimiento en que se originó la institución. Es cierto que, en el viejo derecho romano sobre la herencia, la noción de un testamento está inextricablemente mezclada, casi puedo decir confundida, con la teoría de la existencia póstuma de un hombre en la persona de su heredero.

La concepción de una sucesión universal, arraigada profundamente en jurisprudencia, no les ha llegado espontáneamente a los constructores de cada cuerpo legal. Siempre que se encuentra ahora, puede demostrarse que desciende del Derecho Romano, y con él han caído una multitud de reglas legales sobre el asunto de los testamentos o dádivas testamentarias, que los profesionales modernos aplican sin discernir su relación con la teoría principal. Pero, en la pura jurisprudencia romana, el principio de que un hombre vive en su heredero -la eliminación, por decirlo así, del hecho de la muerte- es demasiado evidente como para confundir el centro alrededor del cual gira todo el derecho de sucesión testamentaria e intestada. El firme rigor del Derecho Romano en hacer cumplir la teoría gobernante sugeriría por sí mismo que la teoría se originó en algún aspecto de la primitiva Constitución de la sociedad romana; pero podemos llevar las pruebas más allá de la simple conjetura. Varias expresiones técnicas, que datan del mismo momento de la institución de los testamentos en Roma, se han conservado accidentalmente. Encontramos en Gayo la fórmula de investidura mediante la cual se creó el sucesor universal. Contamos con el nombre que recibió al principio la persona después llamada heredero. Tenemos además el texto de la célebre cláusula de las Doce Tablas por la que se reconocía expresamente el poder testamentario. Las cláusulas que regulan la sucesión intestada han sido igualmente conservadas. Todas estas frases arcaicas tienen una peculiaridad notoria. Indican que lo que pasaba del testador a su heredero era la familia, es decir, el agregado de derechos y deberes contenido en el Patria Potestas y de ella surgido. La propiedad material no es mencionada en absoluto en tres casos; en otros dos, es abiertamente llamada adjunta o apéndice de la familia. El testamento original era, por tanto un instrumento (pues al principio probablemente no estaba escrito) o un trámite por el que se regulaba el traspaso de la familia. Era un modo de declarar quién iba a tener la jefatura, heredada del testador. Cuando se entiende que los testamentos tuvieron este objeto original, vemos de inmediato cuál fue el proceso por el que se vinieron a relacionar con una de las reliquias más curiosas de la religión y del derecho antiguo: las sacra o ritos familiares. Estas sacra eran la forma romana de un tipo de institución que aparece en toda sociedad que no se haya liberado todavía de su ropaje primitivo. Son los sacrIficios y ceremonias que conmemoran la fraternidad familiar, promesa y testigo de su perpetuidad. Independiente de su naturaleza -ya sea o no verdad que en todos los casos se trate del culto a algún antepasado mítico-, en todas partes se emplean para dar fe de la santidad de la relación familiar, y por tanto adquieren un gran significado e importancia siempre que la existencia continua de la familia se vea en peligro por el cambio de jefe. En consecuencia, donde los hallamos más a menudo es en relación a las traslaciones de soberanía doméstica. Entre los hindús, el derecho a heredar la propiedad de un muerto es exactamente coextensivo con el deber de celebrar las exequias. Si los ritos no se realizan de la forma adecuada o no los realiza la persona oportuna, no se considera que se ha establecido relación alguna entre el muerto y el que sobrevive; no se aplica el derecho sucesorio y nadie puede heredar la propiedad. Todo gran acontecimiento en la vida de un hindú parece llevar y estar dirigido a estas solemnidades. Si se casa, es para tener hijos que puedan celebrarlas después de su muerte; si no tiene hijos, se halla en la enorme obligación de adoptarlos de otra familia, con vistas, escribe el doctor hindú, al pastel de funeral, al agua y al solemne sacrificio. La esfera reservada a las sacra romanas en tiempos de Cicerón no tenía un alcance menor. Abarcaba herencias y adopciones. No era permitida ninguna adopción sin la debida disposición para las sacra de la familia de la que el hijo adoptivo era transferido, y ningún testamento podía distribuir la herencia sin un prorrateo estricto de los gastos de estas ceremonias entre los diferentes coherederos. Las diferencias entre el derecho romano de esta época, momento del que data nuestra última información sobre las sacra, y el sistema hindú existente, son muy instructivas. Entre los hindúes, el elemento religioso ha logrado un predominio completo sobre el derecho. Los sacrificios familiares se han convertido en la clave de todo el derecho de gentes y, en una buena parte, del derecho de cosas. Es más, incluso han recibido una monstruosa ampliación, pues es una opinión plausible el que la auto-inmolación de la viuda en el funeral de su esposo, práctica continuada por los hindúes hasta épocas históricas, y conmemorada en las tradiciones de varias razas indoeuropeas, era una adición injertada en las primitivas sacra, bajo la influencia de la impresión, que siempre acompaña a la idea de sacrificio, de que la sangre humana es el más precioso de todos los sacrificios. Al contrario, entre los romanos, la obligación legal y el deber religioso dejaron de estar mezclados. La necesidad de solemnizar las sacra no forma parte de la teoría del estado civil, sino que éstas se hallan bajo la jurisdicción separada del Colegio de Pontífices. Las cartas de Cicerón a Atticus, que están llenas de alusiones a ellas, no dejan lugar a dudas de que constituían una carga intolerable sobre las herencias; pero el punto de desarrollo en el que el derecho parte de la religión ya había pasado, y nos hallamos preparados para su entera desaparición de la jurisprudencia posterior.

En el derecho hindú no existe nada parecido a un verdadero testamento. El lugar llenado por los testamentos lo ocupan las adopciones. Podemos ver ahora la relación del poder testamentario con la facultad de adopción y la razón por la que el ejercicio de cualquiera de ellas podía exigir una peculiar solicitud para el cumplimiento de las sacra. El testamento y la adopción amenazan los dos con distorsionar el curso ordinario de la descendencia familiar, pero son obviamente artificios para impedir que la descendencia sea totalmente interrumpida, cuando no existen parientes para controlarla. De los dos ejemplos, la adopción, es decir, la creación ficticia de una relación consanguínea, es la única que surgió en la mayoría de las sociedades arcaicas. Los hindúes han avanzado, de hecho, un paso más sobre lo que indudablemente constituía la práctica antigua, al permitir a la viuda la posibilidad de adoptar, cuando el padre no lo había hecho. En las costumbres locales de Bengala hay algunas señales muy borrosas de los poderes testamentarios. Sin embargo, pertenece preeminentemente a los romanos el crédito de inventar el testamento, institución que, junto con el contrato, ha ejercido una enorme influencia en la transformación de la sociedad humana. Debemos tratar de no atribuirle en su forma más temprana las mismas funciones que ha desempeñado en tiempos más recientes. Al principio era, no un modo de distribuir las pertenencias de un muerto, sino uno de los varios modos de transferir la representación de una familia a un nuevo jefe. Las pertenencias pasan sin duda alguna al heredero, pero eso sólo porque el gobierno de la familia lleva implícito en su traspaso el poder de manejar las existencias comunes. Nos encontramos muy lejos todavía de aquella etapa en la historia de los testamentos en que éstos se vuelven instrumentos poderosos en la modificación de la sociedad mediante el estímulo que dan a la circulación de la propiedad y la ductilidad que producen en los derechos propietarios. Ninguna consecuencia de esta naturaleza parece, de hecho, haber ido asociada al poder testamentario aun entre los últimos jurisconsultos romanos. Los testamentos nunca fueron considerados en la comunidad romana como un artificio para separar la propiedad y la familia, o para crear una variedad de intereses misceláneos, sino más bien como un medio de crear una mejor provisión para los miembros de una familia de la que podrían asegurar las reglas de la sucesión intestada. Nos podemos imaginar que la testamentación evocara asociaciones muy diferentes en un romano que entre nosotros. El hábito de considerar la adopción y la testamentación como modos de continuar la familia tiene que haber influido en el relajamiento de las nociones romanas sobre la herencia de la soberanía. Es imposible no ver que la sucesión de los primeros emperadores romanos era considerada razonablemente regular, y que, a pesar de todo lo ocurrido, no se creía absurda la pretensión de que príncipes como Teodosio o Justiniano se denominaran César o Augusto.

Cuando surgen a la luz los fenómenos de las sociedades primitivas, se vuelve imposible disputar una proposición que los juristas del siglo XVII consideraban dudosa: la herencia intestada es una institución más antigua que la sucesión testamentaria. Tan pronto como esto queda bien sentado, surge una cuestión de sumo interés: cómo y bajo qué condiciones se permitió por primera vez que un testamento estuviese dirigido a regular el traslado de la autoridad sobre la familia y, consiguientemente, la distribución póstuma de la propiedad. La dificultad de decidir el punto surge de la rareza del poder testamentario en las comunidades arcaicas. Es dudoso que alguna sociedad primitiva, a excepción de la romana, haya conocido un verdadero poder de testamentación. Aparecen aquí y allá ciertas formas rudimentarias, pero la mayoría no se encuentran exentas de la sospecha de tener un origen romano. El testamento ateniense era, sin duda, autóctono, pero, como veremos, era solamente un testamento incoado. En cuanto a los testamentos que se hallan sancionados por los cuerpos legales que nos han llegado en forma de código de los conquistadores bárbaros de la Roma Imperial son ciertamente romanos. La crítica alemana más aguda ha estado dirigida recientemente a estas leges Barbarorum, cuyo principal objeto de investigación es separar las partes de cada sistema que formaban las costumbres de la tribu en su localización original de los ingredientes adventicios que fueron tomados de las leyes de los romanos. En el curso de este proceso, se ha encontrado invariablemente que el núcleo antiguo del código no contiene huellas de un testamento. El derecho testamentario que existe ha sido tomado de la jurisprudencia romana. De modo similar, el testamento rudimentario, que (según se me informa) admite el derecho judío rabínico, ha sido atribuido al contacto con los romanos. La única forma de testamento -que no pertenece a las sociedades romana o helénica y que razonablemente puede suponerse indígena- es el reconocido por los usos de la provincia de Bengala. Pero este testamento bengalí es solamente un testamento rudimentario.

Los datos con que contamos nos llevan a la conclusión de que los testamentos, al principio, surten efecto ante la ausencia de personas autorizadas a recibir la herencia por derecho de consanguinidad genuina o ficticia. De este modo, cuando las Leyes de Solón facultaron a los ciudadanos atenienses a ejecutar testamentos por primera vez, se les prohibía desheredar a sus descendientes varones directos. De modo similar, el testamento bengalí gobierna solamente la sucesión en cuanto es consistente con ciertos derechos prevalecientes de la familia. Igualmente, las instituciones originales de los judíos no dejaban lugar a los privilegios de la testamentación; la jurisprudencia judía tardía, que pretende reemplazar los casu omissi de la ley mosaica, permite el poder de testamentación cuando todos los parientes, con derechos a heredar según el sistema mosaico, han fallado o son indescubribles. Las limitaciones que los antiguos códigos germánicos impusieron a la jurisprudencia testamentaria que fue incorporada a ellos son igualmente significativas y apuntan en la misma dirección. La peculiaridad de la mayoría de estas leyes germánicas, en la única forma en que las conocemos, es que, además del allod o dominio de cada familia, reconocen varias clases subordinadas o tipos de propiedad, cada uno de los cuales probablemente representa una transfusión separada de principios romanos en el cuerpo primitivo del uso teutónico. La primitiva propiedad germánica o alodial se reservaba estrictamente a los parientes. No solamente era imposible disponer de ella mediante testamento, sino que apenas se podía alienar por traslación de dominio inter vivos. El antiguo derecho germánico, al igual que la jurisprudencia hindú, hace a los hijos varones copropietarios del padre, y la dote de la familia no puede enajenarse excepto mediante el consentimiento de todos sus miembros. Pero las otras formas de propiedad, de origen más moderno y menor dignidad que las posesiones alodiales, son más fácilmente alienables, y según reglas mucho más indulgentes en caso de repartición. Las mujeres y sus descendientes las heredan, obviamente bajo el principio de que yacen fuera del sagrado recinto de la fraternidad agnada. Ahora bien, los testamentos tomados de Roma pudieron operar inicialmente bajo estos últimos tipos de propiedad. Estos solamente.

Las anteriores indicaciones pueden servir para prestar plausibilidad adicional a la que parece ser la explicación más probable de un hecho descubierto en la historia temprana de los testamentos romanos. Tenemos establecido con abundantes pruebas que los testamentos, durante el periodo primitivo del Estado romano, eran ejecutados en la Comitia Calata, esto es, en la Comitia Curiata, o Parlamento de los Ciudadanos Patricios de Roma, cuando se reunían para asuntos privados. Este modo de ejecución ha sido la fuente de la afirmación, pasada de una generación de civiles a otra, de que todo testamento en una época de la historia romana era una solemne promulgación legislativa. Pero no hay necesidad alguna de recurrir a una explicación que tiene el defecto de atribuir demasiada precisión a los procedimientos de la asamblea antigua. La clave adecuada de la historia sobre la ejecución de testamentos en la Comitia Calata debe sin duda buscarse en el más antiguo Derecho Romano sobre la sucesión intestada. Los cánones de la primitiva jurisprudencia romana que regulaban la herencia de los parientes entre sí tenían hasta donde permanecieron inmodificados por el Derecho de los Edictos Pretorianos el efecto siguiente: Primero, los sui o descendientes directos que nunca habían sido emancipados, heredaban. A falta del sui, la persona o clase de pariente más cercana que estuviese o hubiera podido estar bajo la misma Patria Potestas que el difunto. El tercer y último grado venía seguidamente: la herencia recaía sobre los gentiles, esto es, sobre los miembros colectivos de la gens o casa del muerto. La casa era, como ya he explicado, una extensión ficticia de la familia, consistente en todos los ciudadanos patricios de Roma que llevaban el mismo nombre, supuestamente descendían de un antepasado común. Ahora bien, la asamblea patricia denominada Comitia Curiata era una legislatura en la que estaban exclusivamente representadas Gentes o casas. Era una asamblea representativa del pueblo romano, constituida bajo el supuesto de que la unidad componente del Estado era la Gens. Siendo así, parece inevitable el inferir que la jurisdicción de la Comitia sobre los testamentos se relacionaba con los derechos de los Gentiles y estaba abocada a asegurarles el privilegio de ser los herederos en último caso. Se salva toda anomalía aparente, si suponemos que un testamento sólo podía hacerse cuando el testador no tenía gentiles distinguibles, o cuando renunciaban a sus derechos, y que cada testamento era sometido a la Asamblea General de las Gentes Romanas, de modo que los que se considerasen vejados por sus estipulaciones pudieran poner su veto, si así lo deseaban, o en caso de dejarlo pasar, se presumía que habían renunciado a su revocación. Es posible que en vísperas de la publicación de las Doce Tablas este poder de veto haya sido muy cercenado o sólo ocasional y caprichosamente ejercido. Es mucho más fácil, no obstante, indicar el significado y origen de la jurisdicción confiada a la Comitia Calata que trazar su desarrollo gradual o decadencia progresiva.

El testamento al que todos los testamentos modernos atribuyen su linaje no es, sin embargo, el testamento ejecutado en la Calata Comitia, sino otro testamento diseñado para competir con él y destinado a superarlo. La importancia histórica de este testamento temprano y la luz que arroja sobre una buena parte del pensamiento antiguo, justifican el que la describa con cierta amplitud.

Cuando el poder testamentario se nos manifiesta por primera vez en la historia legal, hay señales de que, al igual que casi todas las instituciones romanas, era objeto de disputa entre patricios y plebeyos. El efecto de la máxima política, Plebs Gentem non habet, Un plebeyo no puede ser miembro de una casa, era excluir a los plebeyos enteramente de la Comitia Curiata. Algunos críticos han supuesto, por tanto, que un plebeyo no podía lograr que su testamento fuese leído o recitado a la Asamblea Patricia, y se veía así privado totalmente de los privilegios testamentarios. Otros han quedado satisfechos con señalar las penalidades de tener que someter un proyectado testamento a la jurisdicción enemiga de una asamblea en la que el testador no estaba representado. Cualquiera que sea el punto de vista correcto, el hecho es que surgió una forma de testamento, que tiene todas las características de un artificio diseñado para evadir alguna obligación desagradable. El testamento en cuestión era una traslación de dominio inter vivos, una alienación completa e irrevocable de la familia y el caudal del testador en favor de la persona a quien él designaba heredero. Las reglas estrictas del Derecho Romano deben haber permitido siempre tal alienación pero cuando se quería que la transacción tuviese un efecto póstumo, deben haberse suscitado disputas sobre si era válido con propósitos testamentarios sin el consentimiento formal del Parlamento Patricio. Si existía una diferencia de opinión sobre el punto entre las dos clases de la población romana se extinguió, junto con otras fuentes de animosidad, mediante el gran compromiso decenviral. Todavía persiste el texto de las Doce Tablas que dice: Paterfamilias uti de pecuniâ tutelâve rei suae legâssit, ita jus esto, ley que apenas puede haber tenido otro objeto que la legislación del testamento plebeyo.

Los eruditos saben perfectamente que, siglos después de que la Asamblea Patricia dejó de ser la legislatura del Estado Romano, continuaba manteniendo sesiones formales para atender asuntos de carácter privado. Por lo tanto, mucho después de la publicación del Derecho Decenviral, hay razón para creer que la Comitia Calata se reunía aún para la validación de testamentos. Sus probables funciones pueden indicarse de modo más adecuado diciendo que era un tribunal de registro, en el entendimiento, no obstante, de que los testamentos exhibidos no eran registrados sino simplemente recitados a sus miembros. Se asumía que éstos tomarían nota de su contenido y lo aprenderían de memoria. Es muy probable que esta forma de testamento no haya sido nunca puesta por escrito, pero, en cualquier caso, si el testamento hubiera estado originalmente escrito, el ministerio de la Comitia estaba ciertamente limitado a escuchar el documento leído en voz alta, y éste era retenido después bajo la custodia del testador o depositado en el resguardo de alguna corporación religiosa. Esta publicidad puede haber sido uno de los aspectos del testador ejecutado en la Comitia Calata que le acarreó el disgusto popular. En los primeros años del Imperio, la Comitia todavía celebraba sus reuniones, pero parecen haber caído en la más pura forma, y pocos testamentos, o probablemente ninguno, se presentaban en la sesión periódica.

El antiguo testamento plebeyo -la alternativa al testamento acabado de describir- es el que en sus efectos remotos ha modificado profundamente la civilización del mundo moderno. En Roma ganó toda la popularidad que el testamento sometido a la Calata Comitia parece haber perdido. La clave de todas sus características radica en su origen en el mancipium, o antigua traslación de dominio romana, procedimiento al que podemos asignar sin titubeos la paternidad de dos grandes instituciones sin las que la sociedad moderna apenas habría podido mantenerse unida: el contrato y el testamento. El mancipium o mancipación, como se exhibiría posteriormente en el mundo latino, nos devuelve con sus incidentes a la infancia de la sociedad civil. Dado que surgió en época muy anterior, si no a la invención, en cualquier caso sí a la popularización del arte de escribir, gestos, actos simbólicos y frases solemnes ocupan el lugar de formas documentales. Igualmente, un largo y complicado ceremonial estaba dirigido a llamar la atención de las partes sobre la importancia de la transacción y, de este modo, dejarla grabada en la memoria de los testigos. Asimismo, la imperfección del testimonio oral, comparado con el escrito, necesita la multiplicación de los testigos y ayudantes más allá de lo que en tiempos posteriores sería un límite tolerable o inteligible.

La mancipación romana exigía la presencia primero de las partes, vendedor y comprador, o tal vez deberíamos decir más bien, para usar términos legales modernos, el otorgante y el concesionario. También participaban no menos de cinco testigos, y un personaje anómalo, el Libripens, que traía consigo una báscula para pesar las monedas de cobre sin acuñar de la antigua Roma. El testamento que estamos examinando -el testamento per aes et libram, con el cobre y la balanza, como continuó siendo llamado técnicamente por mucho tiempo- era una mancipación ordinaria, sin cambios en la forma y, muy pocos, en las palabras. El testador era el otorgante; los cinco testigos y el libripens se hallaban presentes, y el lugar del concesionario era ocupado por una persona conocida técnicamente como el familiae emptor, el comprador y la familia. Luego proseguía la ceremonia ordinaria de la mancipación. Se hacían ciertos gestos formales y se pronunciaban unas frases. El emptor familiae simulaba el pago de un precio golpeando la balanza con una moneda, y finalmente el testador ratificaba lo que se había hecho por medio de un conjunto de palabras fijas denominadas Nuncupatio o publicación de la transacción, frase que, apenas necesito recordarle al jurisconsulto, tiene una larga historia en la jurisprudencia testamentaria. Es necesario prestar particular atención al carácter de la persona llamada familiae emptor. No hay duda de que al principio se trataba del heredero mismo. El testador le transfería sin reserva toda su familia, esto es, todos los derechos que disfrutaba sobre y por medio de la familia; su propiedad, sus esclavos, y todos sus prlvilegios ancestrales, junto con, por otra parte, todos sus deberes, obligaciones.

Con todos estos datos ante nosotros, podemos notar varios puntos importantes en los que el testamento mancipador, como puede llamarse, difería en su forma primitiva del testamento moderno. Como equivalía a una traslación total de dominio de los bienes del testador, no era revocable. No podía haber un nuevo ejercicio de un poder que se había gastado. Por otra parte, no era secreto. El familiae emptor, al ser él mismo el heredero, conocía exactamente cuáles eran sus derechos y era consciente de que estaba autorizado de modo irreversible a la herencia, conocimiento que la violencia inseparable de las sociedades antiguas, aun de las mejor organizadas, volvía extremadamente peligroso. Pero, tal vez, la consecuencia más sorprendente de esta relación de los testamentos con las traslaciones de dominio era la inmediata entrega de la herencia al heredero. Esto ha parecido tan increíble a muchos jurisconsultos que han hablado del caudal del testador como algo entregado condicionalmente a la muerte del testador o concedido a partir de un momento incierto, por ejemplo, la muerte del otorgante. Pero hasta el periodo más tardío de la jurisprudencia romana había una cierta clase de transacciones que nunca pudieron ser directamente modificadas por una condición, o limitadas a un periodo de tiempo. En lenguaje técnico no admitían conditio o dies. La mancipación era una de ellas, y, por tanto, aunque parezca extraño, tenemos que concluir que el primitivo testamento romano surtía efecto de inmediato, aun si el testador sobrevivía a su acto de testamentación. Es muy probable que los ciudadanos romanos originalmente hicieran sus testamentos solamente en artículo de muerte, y que una estipulación en favor de la continuación de la familia efectuada por un hombre en la flor de la vida tomara más bien la forma de una adopción que de un testamento. No obstante, tenemos que creer que, si el testador se recuperaba, solamente podría continuar gobernando su casa con el consentimiento de su heredero.

Habría que hacer dos o tres comentarios más antes de explicar cómo estas inconveniencias fueron remediadas y cómo los testamentos vinieron a ser investidos de todas las características ahora universalmente asociadas a ellos. El testamento no era necesariamente escrito: al principio, parece haber sido invariablemente oral, e, incluso en tiempos posteriores, el instrumento declaratorio de los legados sólo estaba indirectamente relacionado con el testamento y no formaba parte esencial de él. Mantenía, de hecho, exactamente la misma relación con el testamento que la de la escritura, que dirigía los usos, mantenía con las multas y fallos del viejo derecho inglés, o que la de la carta constitucional de un feudo mantenía con el feudo mismo. Antes de las Doce Tablas, de hecho ningún escrito hubiese sido de utilidad, pues el testador no tenía poder de dar legados, y las únicas personas que podían resultar favorecidas por un testamento eran el heredero o coherederos. Pero la extrema generalidad de la cláusula de las Doce Tablas en seguida produjo la doctrina de que el heredero debe aceptar la herencia cargada con las instrucciones que el testador pueda darle, o, en otras palabras, aceptarla sujeta a mandas. Los instrumentos testamentarios escritos asumieron por tanto un nuevo valor, como un seguro contra la negativa fraudulenta del heredero a satisfacer a los legatarios; pero hasta el final fue deseo del testador confiar exclusivamente en el testimonio de los testigos y declarar oralmente los legados que el familiae emptor estaba encargado de cumplir.

Los términos de la expresión Emptor familiae exigen explicación. Emptor indica que el testamento era literalmente, una venta, y la palabra familiae, al compararla con la fraseología de la cláusula testamentaria en las Doce Tablas, nos lleva a algunas conclusiones instructivas. Familia, en la latinidad clásica, significa siempre los esclavos de un hombre. Aquí, sin embargo, y de un modo general en el lenguaje del antiguo Derecho Romano, incluye a todas las personas bajo su Potestas, y se sobreentiende que la propiedad material o bienes del testador pasan como aditamento o apéndice de su casa. Volviendo a la ley de las Doce Tablas, se verá que habla de tutela rei sua, la custodia de su caudal, una forma de expresión que es el exacto reverso de la frase ahora examinada. No parece haber, por tanto, modo alguno de escapar a la conclusión de que, aun en una época tan comparativamente reciente como la del compromiso decenviral, términos que denotaban familia y propiedad se hallaban mezclados en la fraseología corriente. Si se hubiera hablado de la familia de un hombre como su propiedad podriamos haber explicado la expresión señalando el alcance de la Patria Potestas, pero, como el intercambio es recíproco, debemos admitir que la forma del lenguaje nos devuelve al periodo primitivo en que la propiedad era detentada por la familia, y la familia estaba gobernada por el ciudadano, de tal modo que los miembros de la comunidad no poseían su propiedad y su familia, sino que, más bien, poseían su propiedad por medio de la familia.

En un momento difícil de señalar con precisión, los pretores romanos cayeron en el hábito de influir en los testamentos solemnizados de conformidad más estrecha con el espíritu que con la letra de la ley. Las distribuciones casuales se convirtieron insensiblemente en la práctica establecida hasta que al final una forma totalmente nueva de testamento fue madurada e injertada regularmente en la jurisprudencia de los edictos. El nuevo testamento pretoriano derivaba todo su carácter inexpugnable del Jus Honorarium o Equidad de Roma. El pretor de algún año particular debe haber insertado una cláusula de su proclamación inaugural en la que declaraba su intención de sostener todos los testamentos que hubieran sido ejecutados con tales y tales solemnidades, y, al descubrir que la reforma había sido ventajosa, el artículo relacionado con ella debe haber sido reintroducido por el sucesor del pretor, y repetido por el que le siguió en el cargo, hasta que, finalmente, constituyó una porción reconocida del cuerpo de jurisprudencia que, a causa de sus incorporaciones sucesivas, fue denominado Edicto Perpetuo o Continuo. Al examinar las condiciones de un testamento pretoriano válido, se verá claramente que han estado determinados por los requerimientos del testamento mancipador. El pretor innovador se había obviamente auto-prescrito la conservación de las viejas formalidades en tanto que fueran garantías de legitimidad y protección contra el fraude. En la ejecución del testamento mancipador tenían que estar presentes siete personas además del testador. Por tanto, eran esenciales siete testigos para el testamento pretoriano: dos de ellos correspondían al libripens y familiae emptor que fueron despojados de su carácter simbólico, y estaban presentes meramente para otorgar su testimonio. No se realizaba ninguna ceremonia emblemática; el testamento se recitaba meramente; pero entonces es probable (aunque no absolutamente seguro) que un instrumento escrito fuese necesario para perpetuar la declaración de las disposiciones del testador. En todo caso, siempre que una escritura era leída o mostrada como la última voluntad de una persona, sabemos ciertamente que el Tribunal Pretoriano no lo avalaba mediante una intervención especial, a menos que cada uno de los siete testigos hubiera rigurosamente fijado su sello en el exterior. Esta es la primera aparición del acto de sellar en la historia de la jurisprudencia, considerado como un modo de autentificación. Es de notar que los sellos de los testamentos romanos, y de otros documentos de importancia, no servían simplemente como índice de la presencia o asentimiento del signatario, sino que eran literalmente ligazones que tenían que ser rotas antes de que la escritura pudiera ser registrada.

Las leyes de los edictos observaban, por tanto, las disposiciones de un testador, cuando, en lugar de estar simbolizadas mediante las formas de mancipación, se hallaban simplemente patentizadas por los sellos de siete jueces. Pero puede establecerse como proposición general que las principales cualidades de la propiedad romana eran incomunicables excepto mediante procesos que se suponían contemporáneos al origen del Derecho Civil. El pretor, por esta razón, no podía conferir a nadie una herencia. No podía colocar al heredero o coherederos en la mismísima relación en que se había mantenido el testador respecto a sus propios derechos y obligaciones. Todo lo que podía hacer era conferir a la persona designada heredera el disfrute práctico de la propiedad legada, y darle fuerza de descargo legal a sus pagos de la deuda del testador. Cuando ejercía sus poderes con estos fines, se decía que el pretor técnicamente comunicaba el Bonorum Possessio. El heredero especialmente instalado en estas circunstancias, o Bonorum Possessor , tenía todo el privilegio propietario del heredero según el Derecho Civil. Obtenía los beneficios y podía enajenar, pero entonces, para todas sus reparaciones, por ejemplo, obtener satisfacción de los agravios, debía recurrir, como diríamos nosotros, no al Derecho Consuetudinario sino a la parte de la Equidad del Tribunal Pretoriano. No incurriríamos en el peligro de caer en un grave error si lo describimos como poseedor de un patrimonio equitativo de la herencia; pero, en ese caso, para evitar que nos podamos engañar debido a la analogía, debemos tener siempre presente que por un año la Bonorum Possessio funcionaba en base a un principio del Derecho Romano conocido por Usucapion, y el poseedor se convertía en dueño quiritario de toda la propiedad comprendida en la herencia.

Sabemos demasiado poco del derecho más antiguo de Proceso Civil para poder hacer un balance de ventajas y desventajas entre las diferentes clases de remedios ofrecidos por el Tribunal Pretorial. Es cierto, no obstante, que a pesar de sus muchos defectos, el testamento mancipador por el cual el universitas juris es traspasado inmediatamente y mantenido intacto, nunca fue superado en su totalidad por el nuevo testamento, y en un periodo menos fanático de las formas anticuadas, y, tal vez, no tan sensible a su significancia, todo el ingenio de los jurisconsultos parece haberse gastado en el mejoramiento del instrumento más venerable. En la era de Gayo, que es la de los césares antoninos, los grandes defectos del testamento mancipador habían desaparecido. Originalmente, como hemos visto, el carácter esencial de las formalidades había requerido que el heredero mismo fuera el comprador de la familia, y la consecuencia era no sólo que adquiría instantáneamente intereses creados en la propiedad del testador sino que se le hacía formalmente sabedor de sus derechos. Pero la época de Gayo permitió que alguna persona desaprensiva oficiase como comprador de la familia. El heredero, de este modo, no era necesariamente informado de la sucesión a la que estaba destinado, y en adelante los testamentos obtuvieron la propiedad del secreto. La sustitución de un extraño por el heredero real en las funciones de Familiae emptor tuvo otras consecuencias ulteriores. Tan pronto como se legalizó, un testamento romano vino a consistir de dos partes o etapas -una traslación de dominio, que era pura forma, y un Nuncupatio, o publicación-. En este último pasaje del procedimiento, el testador o bien declaraba verbalmente a los asistentes los deseos que debían realizarse a su muerte o bien presentaba un documento escrito en el que se incorporaba su voluntad. Probablemente no fue hasta que su atención se había retirado bastante de la imaginaria traslación de dominio, y se hubo concentrado en la Nuncupation como parte esencial de la transacción, que se permitió que los testamentos pudieran hacerse revocables.

He recorrido, así, el linaje de los testamentos a través de su historia legal. Su raíz se encuentra en el testamento viejo con cobre y balanza, basado en una mancipación o traslación de dominio. Este antiguo testamento tiene, no obstante, múltiples defectos, que son remediados, aunque sólo indirectamente, por el derecho pretoriano. Mientras el ingenio de los jurisconsultos efectúa, en el testamento consuetudinario o mancipador, los mismos mejoramientos que el pretor puede haber realizado concurrentemente en la equidad. Estos últimos mejoramientos dependen, sin embargo, de la nueva destreza legal, y vemos en consecuencia que el derecho testamentario de la época de Gayo y Ulpiano es solamente transitorio. No sabemos qué cambios siguieron; pero, finalmente, justo antes de la reconstrucción de la jurisprudencia por Justiniano, encontramos que los súbditos del Imperio Romano Oriental emplean una forma de testamento cuyo linaje es atribuible, por una parte, al testamento pretoriano y, por otra, al testamento de cobre y balanza. Al igual que el testamento del pretor, no requería mancipación, y era inválido a menos que estuviese sellado por siete testigos. A semejanza del testamento mancipador, pasaba la herencia y no meramente un Bonorum Possessio. Varios de sus rasgos más importantes, sin embargo, fueron anexados a promulgaciones de ley positivas, y es con respecto a esta triple derivación del Edicto Pretoriano, del Derecho Civil y de las Constituciones Imperiales, que habló Justiniano del Derecho Testamentario, en su propio día, como Jus Tripartitum. El estamento nuevo así descrito es el conocido generalmente como el Romano. Pero se trataba solamente del testamento del Imperio de Oriente. Las investigaciones de Savigny han demostrado que en Europa Occidental el viejo testamento mancipador, con todo su aparato de traslación de poder, cobre y balanza, continuó siendo la forma utilizada hasta bien entrada la Edad Media.


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