Índice de El derecho antiguo de Henry MaineCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO V

La sociedad primitiva y el derecho antiguo

En la época moderna nunca se ha perdido de vista la necesidad de someter el campo de la jurisprudencia al tratamiento científico. La conciencia de esa necesidad ha resultado en ensayos realizados por mentes de muy variado calibre. No creo que sea mucha presunción afirmar que lo que hasta la fecha ha ocupado el lugar de ciencia ha sido, en buena parte, un conjunto de conjeturas -las mismísimas conjeturas que se hacían los jurisconsultos romanos- que fueron analizadas en los dos capítulos precedentes. Una serie de enunciados explícitos, que reconocen y adoptan estas teorías conjeturales acerca de un estado natural, junto con un sistema de principios análogo, se ha desarrollado, con breves interrupciones, desde la época de sus inventores hasta nuestros días. Aparecen en las anotaciones de los glosadores que fundaron la jurisprudencia moderna, y en los estudios de los juristas escolásticos que los sucedieron. Se hallan asimismo visibles en los dogmas de los canonistas. Los eminentes jurisconsultos que florecieron durante el Renacimiento los hicieron famosos. Grocio y sus sucesores les dieron brillantez, plausibilidad e importancia práctica. Pueden también leerse en los capítulos introductorios de nuestro propio Blackstone, quien los ha transcrito textualmente de Burlamaqui. Finalmente, siempre que los manuales publicados hoy en día, para orientación de estudiantes y profesionales, comienzan con una discusión de los primeros principios del derecho, inevitablemente se transforman en un reenunciado de la hipótesis romana. Los disfraces que adoptan dichas conjeturas así como su forma original nos proporcionan una idea adecuada de la enorme sutileza con que se hallan entremezcladas en el pensamiento humano. La teoría de Locke, que atribuye el origen del derecho a un contrato social, apenas esconde su raíz romana y, en la realidad, fue solamente un traje con el que las ideas antiguas se presentaron en una forma más atractiva a una generación particular. De otra parte, la teoría de Hobbes sobre el mismo tema fue ideada a propósito para repudiar la realidad de un derecho natural tal como lo habían concebido los romanos y sus discípulos. Sin embargo, estas dos teorías, que durante largo tiempo dividieron a los políticos partidarios ingleses en campos hostiles, se parecen estrictamente en su supuesto fundamental: un estado de la raza no histórico e inverificable. Sus autores difieren sobre las características del estado presocial, y sobre la naturaleza de la extraordinaria acción mediante la cual los hombres se elevaron hasta la organización social que nosotros conocemos, pero estaban de acuerdo en que un gran abismo separaba al hombre primitivo del hombre social. Esta noción, indudablemente, la tomaron, consciente o inconscientemente, de los romanos. Si realmente se considera el fenómeno legal del modo en que estos teóricos lo consideraron -es decir, como una totalidad vasta y compleja- no es de extrañar que la mente evada a menudo la tarea que se ha señalado y recurra a alguna conjetura ingeniosa que (interpretada plausiblemente) parecerá reconciliar todo, o bien que, a veces, renuncie -desesperada- al trabajo de sistematización.

De entre las teorías de jurisprudencia que tienen la misma base especulativa que la doctrina romana hay que excepcionar a dos muy célebres. La primera es la que se halla asociada al nombre de Montesquieu. A pesar de que hay algunas expresiones ambiguas en la primera parte del Esprit des Lois, que parecen mostrar la renuencia del escritor a romper muy abiertamente con opiniones hasta entonces populares, la dirección general del libro es indicar una concepción de su tema muy diferente de cualquiera de las que se habían abrigado anteriormente. Se ha señalado con frecuencia que, de entre la enorme variedad de ejemplos que se pueden sacar de muchos estudios de los supuestos sistemas de jurisprudencia, hay un evidente cuidado en hacer resaltar aquellas costumbres e instituciones que asombran al lector civilizado por su tosquedad, rareza o indecencia. Lo que se infiere constantemente es que las leyes son producto del clima, la situación local, el accidente o la impostura, es decir, fruto de cualquier causa excepto de las que parecen operar con una mediana constancia. Montesquieu, de hecho, parece haber concebido la naturaleza humana como enteramente plástica, como algo que reproduce pasivamente las impresiones y se somete implícitamente a los impulsos que recibe del exterior. Y aquí se encuentra el error que, sin duda, vicia su sistema como tal. Menosprecia enormemente la estabilidad de la naturaleza humana. Presta muy poca o ninguna atención a las cualidades heredadas de la raza, las cualidades que cada generación recibe de sus predecesores y que transmite, con ligeras alteraciones, a la generación siguiente. Es muy cierto, de hecho, que no podrá darse ninguna explicación completa de los fenómenos sociales y, en consecuencia, de las leyes hasta que no se preste suficiente atención a las causas modificadoras que se han señalado en el Esprit des Lois; sin embargo, su número y fuerza parecen haber sido muy exageradas por Montesquieu. Posteriormente se ha demostrado que muchas de las anomalías que aducía como ejemplo se basaban en una información falsa o interpretación errónea. De las que siguen en pie, no pocas demuestran la permanencia más que la variabilidad de la naturaleza humana dado que son vestigios de estados anteriores que sobrevivieron obstinadamente a las influencias que se dejaron sentir en otros campos. Nuestra constitución mental, moral y física es muy partidaria de la estabilidad y opone una gran resistencia al cambio de tal modo que, a pesar de que las variaciones de la sociedad humana en una parte de mundo son claramente visibles, sin embargo, no son ni tan rápidas ni tan extensas que no se puedan determinar. En el estado actual del conocimiento no podemos aspirar más que a una cierta aproximación a la verdad, pero no existe razón alguna para creer que sea tan remota o (lo que equivale a lo mismo) que requerirá tantos cambios futuros como para que, finalmente, resulte enteramente inútil e ineducativa.

La otra teoría a la que se ha hecho referencia es la teoría histórica de Bentham. Esta teoría que es propuesta oscuramente (y puede incluso decirse que con timidez) en varias partes de las obras de Bentham es muy distinta del análisis de la concepción del derecho que inició en el Fragmento sobre el Gobierno y que ha sido completado recientemente por John Austin. La resolución de una ley en un mandato de una naturaleza particular, impuesta en condiciones especiales, no hace más que protegernos de una dificultad -una dificultad enorme, claro está- del lenguaje. Todo el debate permanece abierto en cuanto a los motivos de las sociedades para auto-imponerse estos mandatos, a la conexión de esos mandatos entre sí, y la naturaleza de su dependencia respecto de aquellos que los precedieron y a los que han superado. Bentham señala que las sociedades modifican, y siempre han modificado, sus leyes de acuerdo a los cambios operados en sus ideas acerca de lo que es la utilidad general. Es difícil afirmar que esta proposición sea falsa, pero ciertamente parece ser infructuosa. Pues lo que parece ser útil para una sociedad -o, más bien, para su parte gobernante- cuando altera un reglamento legal es seguramente lo mismo que tiene presente cuando realiza el cambio, independientemente de cuál sea ese objeto que tiene presente. La utilidad y el bien sumo no son más que nombres diferentes del impulso que incita a la modificación, y cuando establecemos la utilidad como regla del cambio de una ley u opinión, todo lo que obtenemos de la proposición es la sustitución de un término claro por un término que necesariamente se sobreentiende cuando afirmamos que un cambio ocurre.

Existe un descontento tan vasto hacia las teorías existentes de jurisprudencia y una convicción tan general de que realmente no resuelven las cuestiones que pretenden arreglar, que se empieza a justificar la sospecha de que alguna línea de investigación necesaria para obtener un resultado perfecto no ha sido seguida en su totalidad o ha sido enteramente omitida por sus autores. Y, de hecho, existe una notoria omisión atribuible a todas estas especulaciones, excepto tal vez a las de Montesquieu. No toma en cuenta lo que ha sido realmente el derecho en épocas anteriores al periodo particular en que hicieron su aparición. Sus creadores observaron con detenimiento las instituciones de su propia época y civilización y las de otras épocas y civilizaciones con las que guardaban cierta afinidad intelectual, pero, cuando dirigieron su atención a estados arcaicos de la sociedad, que presentaban bastantes diferencias superficiales con la suya, todos dejaron de observar y comenzaron a hacer conjeturas. El error que cometieron es, por tanto, análogo al error de alguien que, al investigar las leyes del universo material, comenzara contemplando el mundo físico existente en su conjunto, en lugar de comenzar con las partículas que son sus ingredientes más simples. A uno le es difícil ver por qué tal solecismo científico debe ser más defendible en jurisprudencia que en cualquier otro rubro de pensamiento. Debería parecer obvio comenzar a partir de las formas sociales más simples en un estado lo más cercano posible a su condición rudimentaria. En otras palabras, si siguiéramos el curso normal en tales investigaciones, deberíamos remontarnos lo más lejos posible en la historia de las sociedades primitivas. Las sociedades antiguas nos presentan una serie de fenómenos que no son fáciles, al principio, de comprender; sin embargo, la dificultad de abordarlos no guarda proporción con las dudas que nos asaltan al considerar el tremendo embrollo de la organización social moderna. Es una dificultad que surge de su carácter extraño y raro, no de su número y complejidad. Uno no supera fácilmente la sorpresa que ocasionan cuando se observan desde un punto de vista moderno; pero una vez que se supera esa dificultad son fenómenos escasos y simples. Sin embargo, aun si plantearan más problemas no se perdería nada en descubrir los orígenes de cada forma de restricción moral que controla nuestras acciones y conforma nuestra conducta en el presente.

Los rudimentos del estado social, hasta donde tenemos conocimiento de ellos, son conocidos por medio de tres clases de testimonios: narraciones de observadores contemporáneos de civilizaciones menos avanzadas que la suya; los datos que algunas razas han conservado de su historia primitiva, y el derecho antiguo. El primer tipo de testimonio es el mejor que podíamos esperar. Como las razas no avanzan al mismo tiempo, sino a diferentes tasas de progreso, han habido épocas en que ciertos hombres entrenados en el hábito de la observación metódica han estado realmente en posición de observar y descubrir la infancia de la humanidad. Tácito aprovechó muy bien tal oportunidad; pero Alemania, a diferencia de otros libros clásicos famosos, no ha inducido a otros a seguir el excelente ejemplo sentado por su autor y el número de esta clase de testimonios que poseemos es muy escaso. El altivo desprecio que una persona civilizada tiene hacia sus vecinos bárbaros ha resultado en un notable desinterés por observarlos, y este descuido se ha visto a veces agravado por el temor, por el prejuicio religioso, e incluso por la utilización de estos mismos términos -civilización y barbarie- que transmiten a la mayoría de la gente la impresión de una diferencia no meramente de grado sino de calidad. Algunos críticos sospechan que Alemania sacrificó la fidelidad a la acerbidad del contraste y al carácter pintoresco de la narración. Otras historias que han llegado hasta nosotros de entre los archivos de los pueblos a cuya infancia se refieren, se hacen asimismo sospechosas de estar distorsionadas por el orgullo racial o por el sentimiento religioso de una época más reciente. Es importante, entonces, observar que estas sospechas, ya sean infundadas o racionales, no son muy atribuibles al derecho arcaico. Gran parte del viejo derecho que ha llegado a nosotros se ha preservado meramente porque era viejo. Los que lo practicaron y obedecieron no pretendían comprenderlo, y, en algunos casos, incluso lo ridiculizaron y despreciaron. No ofrecieron ninguna explicación acerca de él, excepto que venía de sus antepasados. Si limitamos nuestra atención, entonces, a los fragmentos de las instituciones antiguas, que probablemente no hayan sido tocadas, podemos obtener una concepción clara de ciertas grandes características de la sociedad a la que pertenecieron. Si avanzamos un paso más, podemos aplicar nuestro conocimiento a sistemas legales que, como el Código de Menu, poseen en conjunto una sospechosa autenticidad, y, utilizando la clave que hemos conseguido, estamos en condiciones de discriminar aquellas porciones que son verdaderamente arcaicas de aquellas que se han visto afectadas por los principios, los intereses o la ignorancia del compilador. Al menos se admitirá que, si los materiales para este proceso son suficientes y si las comparaciones se realizan con rigor y exactitud, los métodos ultilizados son tan poco censurables como aquellos que han llevado a resultados tan sorprendentes en la filosofía comparada.

El significado del testimonio derivado de la jurisprudencia comparada es establecer una idea de la condición prístina de la raza humana que es conocida como Teoría Patriarcal. No hay duda de que esta teoría se basó en sus orígenes en las historias bíblicas de los patriarcas hebreos de Asia Menor; pero, como ya se ha explicado, su conexión con la Biblia más bien militaba en contra de su aceptación como teoría completa, puesto que la mayoría de los investigadores que hasta muy recientemente se dedicaban con la mayor honestidad a la coligación de los fenómenos sociales, o bien se hallaban influidos por un fuerte prejuicio en contra de la antigüedad hebrea o por un enorme deseo de construir su sistema sin ayuda de datos religiosos. Aún ahora hay cierta predisposición a infravalorar esas narraciones o, más bien, a rehusar hacer generalizaciones a partir de ellas, puesto que forman parte de las tradiciones de un pueblo semita. Es de señalar, no obstante, que el testimonio legal procede casi exclusivamente de las instituciones de sociedades que pertenecen al tronco indoeuropeo: romanos, hindúes y eslavos, proporcionan la mayor parte. En el estado actual de la investigación la dificultad reside en saber dónde parar, decir de qué razas no es admisible afirmar que la sociedad en que se hallan unidos estuvo originalmente organizada en base al modelo patriarcal. Los principales lineamientos de tal sociedad, compilados de los primeros capítulos del Génesis, no tengo por qué describirlos con detalle, dado que son conocidos por la mayoría de nosotros desde la infancia, y porque, por el interés que suscitó la controversia que toma su nombre del debate entre Locke y Filmer, llenan todo un capítulo, aunque no sea muy útil, de la literatura inglesa. Los puntos que yacen en la superficie de la historia son: el padre (varón) más viejo -el ascendiente más anciano- es un ser absolutamente supremo dentro de la familia. Tiene poder de vida o muerte, y ese poder incluye a sus hijos, a sus casas y a sus esclavos. La relación de hijo y siervo parecen diferir muy poco más allá de la capacidad que posee el hijo consanguíneo de llegar a ser un día el cabeza de una familia. Los rebaños y piaras de los hijos son los rebaños y piaras del padre: y las posesiones del padre, que posee con un carácter representativo más que propietario, son divididas en partes iguales a su muerte entre sus descendientes en primer grado. El hijo mayor recibe a veces una partida doble por derecho de primogenitura, pero más a menudo no tiene ventaja hereditaria alguna más allá de una precedencia honorífica. Una inferencia menos obvia de las narraciones bíblicas es que parecen encaminarnos sobre las huellas de la infracción primaria al poder del padre. Las familias de Jacob y Esaú se separan y forman dos naciones; pero las familias de los hijos de Jacob se mantienen juntas y forman un pueblo. Esto se asemeja al germen inmaduro de un Estado o República y de un orden de cosas superior a los derechos de la relación familiar.

Si, como jurista, deseara expresar brevemente las características de la situación en que se reveló la humanidad en el amanecer de su historia, me contentaría con citar unos cuantos versos de La Odisea de Homero: (versos en griego que nos es imposible reproducir, pero cuya traducción al español es como sigue):

No tienen asambleas consultivas ni temistes, pero todo el mundo ejerce jurisdicción sobre sus esposas e hijos y no hacen caso unos a otros. Estas líneas se refieren a los cíclopes, y tal vez no sea una idea extravagante sugerir que el cíclope es el estereotipo que tiene Homero sobre un extranjero y una civilización menos avanzada. La aversión casi física que cualquier comunidad primitiva siente por hombres de costumbres muy diferentes a las suyas generalmente se expresa describiéndolos como monstruos, tales como gigantes, o incluso (lo que es casi siempre el caso de la mitología oriental) como demonios. Como quiera que sea, los versos condensan la suma de las sugerencias que nos ofrece la antigüedad legal. Los hombres se ven primero distribuidos en grupos perfectamente aislados, cohesionados por su obediencia al padre. El derecho es la palabra del padre, pero todavía no ha alcanzado la etapa de las temistes que analizamos en el capítulo primero. Cuando llegamos al estado social en que estas primeras concepciones legales ya están formadas, encontramos que todavía participan del misterio y espontaneidad que deben haber caracterizado las órdenes de un padre despótico, pero al mismo tiempo, dado que proceden de un soberano, presuponen una unión de grupos familiares en alguna organización más amplia. La siguiente cuestión que se plantea es cuál es la naturaleza de esta unión y el grado de intimidad que implica. En este punto, justamente, el derecho arcaico nos presta un servicio enorme y llena un vacío que, de otro modo, tendría que haberse llenado mediante conjeturas. En todas sus áreas, el derecho arcaico está lleno de indicaciones clarísimas de que la sociedad en los tiempos primitivos no era lo que se asume hoy en día que era: una agregación de individuos. De hecho, y respecto de los hombres que la componían, era una agregación de familias. El contraste puede expresarse con mayor fuerza diciendo que la unidad de una sociedad antigua era la familia; la de una sociedad moderna es el individuo. Debemos estar preparados para hallar en el derecho antiguo todas las consecuencias de esta diferencia. Está ideado para que se ajuste a un sistema de pequeñas corporaciones independientes. Es, por tanto, reducido, puesto que se ve suplementado por las órdenes despóticas de los cabeza de familia. Es ceremonioso, porque las transacciones a las que presta atención se asemejan a asuntos internacionales más que al rápido juego de la relación entre individuos. Sobre todo posee una peculiaridad cuya importancia total no puede ser demostrada ahora. Tiene una visión de la vida totalmente distinta de cualquiera que aparezca en la jurisprudencia desarrollada. Las corporaciones nunca mueren y, en consecuencia, el derecho primitivo considera las entidades de las que se ocupa (por ejemplo, el grupo familiar o patriarcal) como perpetuas o inextinguibles. Este punto de vista se halla estrechamente unido al aspecto peculiar bajo el que, en tiempos muy antiguos, se presentaban los atributos morales. La elevación o degradación moral del individuo parece hallarse confundida o ser postergada por los méritos y ofensas del grupo al que pertenece el individuo. Si la comunidad peca, su culpa es mucho más que la suma de las ofensas cometidas por sus miembros; el crimen es un acto corporativo y sus consecuencias alcanzan a muchas más personas de las que, de hecho, la han perpetrado. Si, por otra parte, el individuo es claramente culpable, sus hijos, sus parientes, los miembros de su tribu o sus conciudadanos sufren con él, y a veces por él. Sucede así que las ideas de responsabilidad moral y retribución a menudo parecen ser más claramente asumidas en periodos muy antiguos que en épocas más avanzadas, pues, como el grupo familiar es inmortal y su exposición al castigo indefinida, la mente primitiva no se ve confundida por las cuestiones que se vuelven complicadas tan pronto como se concibe al individuo como algo totalmente separado del grupo. Un paso adelante en la transición del sencillo punto de vista antiguo sobre el tema a las explicaciones teológicas y metafísicas de tiempos posteriores, lo representa la temprana noción griega de la maldición heredada. El legado recibido del criminal original por su descendencia no era una exposición al castigo sino a la perpetración de nuevas ofensas que acarreaban una merecida retribución y, de este modo, la responsabilidad de la familia se ajustó a la nueva fase del pensamiento que limitaba las consecuencias del crimen a la figura del delincuente real.

Estaríamos simplificando el problema del origen de la sociedad si basáramos una conclusión general en las sugerencias que nos proporciona el ejemplo bíblico al que ya se ha hecho referencia, y supusiéramos que las comunidades comenzaron a existir cada vez que una familIa permaneció unida en lugar de separarse a la muerte de su jefe patriarcal. En la mayoría de los Estados griegos y en Roma persistieron largo tiempo los vestigios de una serie de grupos ascendentes que al principio constituyeron el Estado. La familia, el hogar y la tribu romanas pueden tomarse como prototipos y nos los han descrito de tal manera que apenas podemos evitar concebirlos como un sistema de círculos concéntricos que se habían expandido gradualmente a partir del mismo punto. El grupo elemental es la familia, unida por el acatamiento común al varón de más edad. La agregación de familias constituye la Gens u Hogar. La agregación de hogares forma la Tribu. La agregación de tribus constituye la República. ¿Estamos en libertad de seguir estas indicaciones y sentar que la República es una agregación de personas unidas por la descendencia común de una familia original? De una cosa podemos estar seguros: todas las sociedades antiguas se consideraban descendientes de un tronco original, e incluso batallaban en la incapacidad de comprender razones que no fueran la anterior para mantenerse juntos en una unión política. La historia de las ideas políticas comienza, de hecho, con el supuesto de que el parentesco consanguíneo es la única base posible de comunidad en las funciones políticas. No existía tampoco entonces ninguna de esas subversiones del sentimiento que nosotros denominamos enfáticamente revoluciones, tan alarmantes y completas como el cambio que se lleva a cabo cuando algún otro principio -tal como, por ejemplo, el de la contigüidad local- se establece por primera vez como la base de la acción política común. En las primeras Repúblicas, sus ciudadanos consideraban todos los grupos, a los que tenían derecho a pertenecer, como descendientes de un linaje común. Lo que era obviamente cierto de la familia, se creyó aplicable primero al hogar, luego a la tribu y, finalmente, al Estado. Y, sin embargo, hallamos junto con esta creencia o, si se nos permite usar el término, esta teoría, que cada comunidad guardaba memorias o tradiciones que demostraban palpablemente la falsedad del supuesto fundamental. Ya sea que miremos a los Estados griegos, o a Roma, o a las aristocracias teutónicas de Ditmarsh que dieron a Niubuhr tantas ilustraciones valiosas, o a las asociaciones de los clanes celtas, o a esa extraña organización social de los rusos y polacos eslavos que sólo últimamente han atraído la atención, en todas partes se descubren huellas de épocas históricas en que hombres de ascendencia extranjera fueron admitidos e integrados en la hermandad original. Si tomamos en cuenta a Roma solamente, percibimos que el grupo primario, la familia, estaba siendo adulterado constantemente mediante la práctica de la adopción, al mismo tiempo que parecen haberse difundido continuas historias sobre la extracción exótica de una de las tribus originales y sobre una gran adición hecha a los hogares por uno de los primeros reyes. La composición del Estado, que todo el mundo asumía como natural, era, en gran medida, artificial. Este conflicto entre creencia o teoría y hecho real es, a primera vista, muy extraño; pero lo que realmente ilustra es la eficiencia con que operan las ficciones legales en la infancia de la sociedad. La primera y más usada ficción legal fue la que permitió crear relaciones familiares artificiales y no creo que exista otra a la que la humanidad deba tanto. Si no hubiera existido, no veo cómo cualquiera de los grupos primitivos, independientemente de su naturaleza, podría haber integrado a otro, o en qué términos podrían haberse combinado, excepto en los de una superioridad absoluta, de una parte, y de sujeción absoluta, de la otra. Cuando contemplamos, a través de nuestras ideas modernas, la unión de comunidades independientes, podemos sugerir mil modos de llevarla a cabo. La forma más sencilla es que los individuos comprendidos en los grupos que se van a unir, voten o actúen en común conforme a la propincuidad local. Sin embargo, la idea de que un cierto número de personas ejerciera derechos políticos en común simplemente porque vivían dentro de los mismos límites topográficos resultaba totalmente extraña y monstruosa a la antigüedad primitiva. El recurso favorecido en aquellos tiempos era que la población recién llegada fingiese que descendía del mismo tronco que el pueblo en el que se estaba integrando. Lo que no podemos comprender ahora es precisamente la buena fe de esta ficción y la firmeza con que parecía imitar la realidad. Una circunstancia que es importante recordar es que los hombres que formaban los varios grupos políticos estaban habituados a reunirse periódicamente, con el fin de reconocer y consagrar su asociación mediante sacrificios comunes. Los forasteros incorporados a la hermandad eran sin duda admitidos a estos sacrificios, y una vez que se lograba eso, podemos asumir que era igualmente fácil -o no más difícil- considerarlos miembros del linaje común. La conclusión a la que llevan los datos es que no todas las sociedades tempranas descendían del mismo progenitor; pero todas las que gozaron de una cierta permanencia y solidez efectivamente descendían o fingían descender del mismo tronco. Un número indefinido de causas pueden haber quebrantado los grupos primitivos, pero siempre que sus ingredientes se volvieron a juntar, lo hicieron en base al modelo o principio de una asociación de parentesco. Independientemente de los hechos, pensamiento, lenguaje y derecho se ajustaron a ese supuesto. Pero, aunque todo esto, en mi opinión, parece estar basado en referencia a las comunidades cuyas memorias conocemos, el resto de sus historias sostiene la posición antedicha sobre la influencia esencialmente transitoria y efímera de las ficciones legales más poderosas. En un momento dado, probablemente tan pronto como se sintieron lo bastante fuertes para resistir la presión extrínseca, todos estos Estados dejaron de restablecerse mediante extorsiones artificiales de consanguinidad. De este modo, se convirtieron necesariamente en aristocracias en todos los casos en que una población recién llegada -y que por cualquier circunstancia, se uniese a ellas- no podía reclamar derechos en base a una comunidad de origen. Su rigor en el mantenimiento del principio central de un sistema en el que los derechos políticos no eran obtenibles bajo ningún término, excepto mediante la conexión sanguínea, real o artificial, enseñó a sus inferiores otro principio que, finalmente, demostró estar dotado de una gran vitalidad. Fue el principio de la contigüidad local, reconocida hoy en día en todas partes como la condición para formar una comunidad con funciones políticas. Inmediatamente surgió un nuevo conjunto de ideas políticas que, al ser las nuestras -nuestras contemporáneas-, y en gran medida las de nuestros antepasados, más bien oscurecen nuestra percepción de la teoría más antigua a la que conquistaron y suplantaron.

La familia es, pues, el tipo de una sociedad arcaica bajo las diferentes modificaciones que era capaz de asumir; pero la familia de la que hablamos no es exactamente la familia entendida en términos modernos. Para penetrar la concepción antigua tenemos que dar a nuestras ideas modernas una extensión y una limitación importantes. Debemos considerar a la familia como algo en constante expansión, dada la absorción de extraños dentro de su circulo, y debemos tratar de ver la ficción de la adopción en sus propios términos: simulaba tan bien la realidad del parentesco que ni el derecho ni la opinión establecen la más mínima diferencia entre una conexión real y una adoptiva. Por otra parte, las personas teóricamente reunidas en una familia por su descendencia común se mantenían, en la práctica, juntas mediante la obediencia al ascendiente superior vivo: padre, abuelo o bisabuelo. La autoridad patriarcal de un jefe es un ingrediente tan necesario en la noción del grupo familiar como el hecho (real o fingido) de haber surgido de sus lomos, y de ahí habrá que entender que si hubiera alguna persona, por muy incluida que estuviese en la hermandad por su relación consanguínea, pero que de facto se hubiese retirado del dominio del jefe de familia, siempre se convertirá en la época inicial del derecho, en alguien perdido para la familia. Este agregado patriarcal -la familia moderna podada así de un lado y extendida del otro- es lo que encontramos en el umbral de la jurisprudencia primitiva. Probablemente era más antiguo que el Estado, la tribu y el hogar, y dejó impresas sus huellas en el derecho privado aun mucho después de que el hogar y la tribu hubieron pasado al olvido, y después de que la consanguinidad hubiese dejado de relacionarse con la composición de los Estados. Dejó su marca en los grandes apartados de la jurisprudencia y puede detectarse, según creo, como la verdadera fuente de muchas de sus características más importantes y duraderas. Al principio, las peculiaridades del derecho en su estado más antiguo nos conducen de manera irresistible a la conclusión de que adoptó precisamente el mismo punto de vista sobre el grupo familiar que los que los sistemas de derechos y deberes ahora predominantes en Europa han tomado sobre los individuos. En este momento, existen sociedades abiertas a nuestra observación, cuyas leyes y usos apenas pueden ser explicadas al menos que se parta de que nunca han emergido de esta condición primitiva; pero en las comunidades cuyas circunstancias resultaron ser más afortunadas, la obra de la jurisprudencia se deslizó gradualmente, y si observamos con cuidado la desintegración percibiremos que tuvo lugar sobre todo en aquellas secciones de cada sistema que estuvieron más afectadas por la primitiva concepción de la familia. En un caso muy importante, el del Derecho Romano, el cambio se efectuó tan lentamente que se puede observar la línea y dirección seguida de una época a otra, y se puede, incluso, tener cierta idea del resultado último que buscaba. Al proseguir esta investigación, no tenemos por qué detenernos ante la barrera imaginaria que separa al mundo moderno del mundo antiguo. Pues un efecto de la mezcla de refinado Derecho Romano con bárbaros usos primitivos, conocidos por el engañoso nombre de feudalismo, fue revivir muchos rasgos de la jurisprudencia arcaica que habían desaparecido del mundo romano, de tal modo que la descomposición que parecía haber tocado a su fin comenzó de nuevo y, hasta cierto punto, continúa todavía.

La organización familiar de la sociedad más antigua ha dejado una huella abierta y amplia sobre unos cuantos sistemas legales. Esta marca se observa en la duradera autoridád del padre u otro antepasado sobre la persona y propiedad de sus descendientes, autoridad a la que es conveniente denominar por su tardío nombre romano de Patria Potestas. De ningún otro rasgo de las asociaciones primitivas de la humanidad quedan más pruebas que de éste, y, sin embargo, ninguno parece haber desaparecido tan general y rápidamente de los usos de las comunidades avanzadas. Gayo, que escribió bajo los antoninos, describe la institución como claramente romana. Cierto que, si hubiera echado una ojeada al otro lado del Rin o del Danubio a las tribus bárbaras que estaban despertando lá curiosidad de algunos de sus contemporáneos, habría visto ejemplos de poder patriarcal en su forma más cruda, y, en el Lejano Oriente, una rama del mismo tronco étnico que los romanos repetía su Patria Potestas en algunas de sus partes más técnicas. Pero, entre las razas comprendidas en el Imperio Romano, Gayo no pudo hallar ninguna que tuviera un poder semejante al poder del padre romano, a excepción de la Galacia asiática. Me parece que hay razones reales por las que la autoridad directa del antepasado debería muy pronto asumir, en la mayor parte de las sociedades progresivas, proporciones más humildes de las que había disfrutado en su estado anterior. La obediencia implícita de hombres rudos a su padre es indudablemente un hecho primario y sería absurdo explicarla en su totalidad atribuyéndoles un cálculo interesado. Al mismo tiempo, si bien es natural que los hijos obedezcan al padre, es igualmente natural que busquen en éste una fuerza y prudencia superiores. De ahí que, en las sociedades que otorgan un valor especial al vigor físico y mental, funciona una presión tendiente a confinar la Patria Potestas a los casos en que su poseedor es de hecho hábil y fuerte. Cuando echamos un primer vistazo a la sociedad helénica organizada, parece como si una prudencia supereminente mantuviera vivo el poder del padre en personas cuya fortaleza física ya había decaído; sin embargo, las relaciones de Ulises y Laertes en La Odisea parecen demostrar que, cuando se reunían en el hijo un valor y sagacidad extraordinarios, el padre en su etapa decrépita dejaba la jefatura de la familia. En la jurisprudencia griega madura, la regla avanza unos cuantos pasos en la dirección sugerida por la literatura homérica, y, aunque perduraban muchísimos rasgos de obligaciones familiares estrictas, la autoridad directa del padre se vio limitada, al igual que en los códigos europeos, a la minoría de edad de los hijos, es decir, al periodo durante el cual puede asumirse la existencia de una inferioridad física y mental. El Derecho Romano, sin embargo, con su fuerte tendencia a innovar los usos antiguos solamente hasta el grado en que lo requirieran las exigencias de la República, conservó la institución primitiva y la limitación natural a la que, en mi opinión, se hallaba sujeta. El filius familias, 0 hijo bajo dominio, era tan libre como el padre, en todas las relaciones vitales en que la comunidad colectiva podía tener ocasión de aprovechar su sabiduría y su fuerza con fines de consejo o de guerra. Una máxima de la jurisprudencia romana era que la Patria Potestas no abarcaba al Jus Publicum. Padre e hijo votaban en la ciudad y luchaban codo a codo en el campo de batalla; de hecho, el hijo, como general, podía mandar al padre, o en calidad de magistrado, resolver sus contratos y castigar sus transgresiones a la ley. Por el contrario, en todas las relaciones creadas por el derecho privado, el hijo vivía bajo un despotismo doméstico que, considerando la severidad que retuvo hasta el final, y el número de siglos que duró, constituye uno de los problemas más extraños de la historia legal.

La Patria Potestas de los romanos, que constituye necesariamente nuestro prototipo de autoridad paterna primitiva, es igualmente difícil de entender como una institución de la vida civilizada, ya sea que examinemos su incidencia sobre la persona, o sus efectos sobre la propiedad. Es lamentable que un vacío que existe en su historia no pueda ser completamente llenado. En lo concerniente a la persona, el padre, al inicio de la información que tenemos, ejerce sobre sus hijos el jus vitae necisque, el poder de vIda y muerte, y a fortiori el del castigo corporal incontrolado; puede modificar a placer sus estados personales; puede imponerle una esposa al hijo; entregar a su hija en matrimonio; puede divorciar a sus hijos de uno y otro sexo; puede transferirlos para adopción a otra familia, y puede venderlos. Al final del periodo imperial hallamos vestigios de todos estos diferentes poderes, pero ya se habían reducido a límites muy estrechos. El derecho omnímodo de castigo doméstico se ha convertido en un derecho de presentar las ofensas domésticas ante el magistrado; el privilegio de dictar matrimonio se ha reducido a un veto condicional; la libertad de venta ha sido virtualmente abolida, y la adopción misma, destinada a perder casi toda su antigua importancia en el reformado sistema de Justiniano, no puede ser realizada sin el consentimiento del niño transferido a los padres adoptivos. En suma, nos acercamos mucho al campo de las ideas que han prevalecido finalmente en el mundo moderno. Pero entre estas épocas muy distantes entre sí, hay un intervalo de oscuridad, y solamente podemos adivinar las causas que permitieron que la Patria Potestas durase tanto, probablemente haciéndole más tolerable de lo que parece. El desempeño activo de los deberes más importantes que el hijo debía al Estado tiene que haber mitigado la autoridad del padre, si es que no la anulaba. Es muy posible que el despotismo paterno no pudiera implementarse sobre un hombre maduro que ocupara un cargo importante sin gran escándalo. Durante la historia más temprana, no obstante, los casos de emancipación práctica serían raros comparados con los que deben haberse producido por las guerras constantes de la República romana. El tribuno militar y el soldado privado que pasaban tres cuartas partes del año en el campo de batalla durante las primeras contiendas; en un periodo posterior, el procónsul a cargo de una provincia, y los legionarios que la ocupaban, no pueden haber tenido razón práctica alguna para considerarse esclavos de un amo despótico, y todas estas vías de escape tendieron a multiplicarse constantemente. Las victorias llevaban a conquistas, las conquistas a ocupaciones; el modo de ocupación por medio de colonias fue sustituido por el sistema de ocupar provincias por medio de ejércitos permanentes. Cada paso adelante era una llamada a la expatriación de más ciudadanos romanos y una nueva succión de la sangre de la debilitada raza latina. Creo que podemos inferir que surgió un sentimiento muy fuerte en favor del relajamiento de la Patria Potestas, sentimiento que probablemente se volvió perentorio hacia la época de la pacificación del mundo a principios de la consolidación del Imperio. Los primeros golpes serios a la antigua institución son atribuidos a los primeros césares, y algunas injerencias aisladas de Trajano y Adriano parecen haber preparado el camino para una serie de promulgaciones de leyes especiales que, aunque no siempre podemos determinar sus fechas, sabemos que limitaron, de una parte, los poderes del padre y, de otra, multiplicaron las facilidades para que éste renunciara voluntariamente a ellos. Se puede señalar que el modo más antiguo de librarse de la Potestas, efectuando una triple venta de la persona del hijo, es la prueba de la aparición temprana de un sentimiento de repulsa en contra de la prolongación de los poderes. La regla que declaraba que el hijo debería ser libre tras haber sido vendido tres veces por su padre parece haber estado dirigida, originalmente, a imponer consecuencias penales sobre una práctica que repugnaba incluso a la inmoralidad burda del romano primitivo. Pero, aún antes de la publicación de las Doce Tablas, se había vuelto, debido al ingenio mostrado por los jurisconsultos, en un medio de destruir la autoridad paterna, siempre que el padre deseaba que ésta cesara.

Muchas de las causas que ayudaron a mitigar la rigidez del poder del padre sobre las personas de sus hijos, se cuentan indudablemente entre aquellas que no aparecen en los libros de la historia. No podemos precisar hasta qué punto la opinión pública puede haber paralizado una autoridad que la ley confería, o hasta qué punto el afecto natural puede haberla hecho soportable. Sin embargo, aunque los poderes sobre la persona posiblemente al final fueron nominales, todo el curso de la jurisprudencia romana existente sugiere que los derechos del padre sobre la propiedad del hijo fueron siempre ejercidos sin escrúpulo en toda la amplitud que les confería la ley. Nada nos asombra de la amplitud de estos derechos cuando aparecen por primera vez. El antiguo Derecho Romano prohibía a los hijos bajo tutela tener propiedades independientes de sus padres o, mejor dicho, nunca concibió la posibilidad de exigir el derecho a una propiedad separada. El padre podía tomar la totalidad de las adquisiciones del hijo y disfrutar del beneficio de los contratos de éste sin verse envuelto en las responsabilidades equivalentes. Lo anterior era de esperarse de la constitución de la sociedad romana más temprana, pues apenas podríamos formarnos una noción del grupo familiar primitivo a menos que asumamos que sus miembros ponían sus ganancias de todo tipo en un capital común, al mismo tiempo que no podían comprometerlo en empresas individuales impróvidas. El verdadero enigma de la Patria Potestas no radica aquí sino en la lentitud con que los privilegios propietarios del padre fueron restringidos, y en la circunstancia de que, antes de que fueran seriamente disminuidos, todo el mundo civilizado había caído bajo su esfera de acción. No se intentó llevar a cabo ninguna innovación sino hasta los primeros años del Imperio, cuando las adquisiciones de los soldados en servicio activo fueron retiradas de la operación de la Patria Potestas, sin duda en compensación al ejército que había depuesto a la República libre. Tres siglos más tarde, la misma inmunidad se extendió a las ganancias de personas que se hallaban al servicio del Estado. Los dos cambios eran obviamente limitados en su aplicación y fueron ideados en una forma técnica, de modo que interfirieran lo mínimo posible en el principio de la Patria Potestas. El Derecho Romano siempre había reconocido una cierta propiedad restringida y dependiente en las propinas y ahorros que los esclavos e hijos bajo tutela no estaban obligados a incluir en las cuentas de la casa, y el nombre especial de esta propiedad permitida, Peculium, era aplicado a las adquisiciones recientemente liberadas de la Patria Potestas, que eran denominadas en el caso de los soldados Castrense Peculium y Quasi-castrense Peculium en el caso de la burocracia oficial. Siguieron otras modificaciones de los privilegios paternos que mostraban un respeto exterior menos solícito por el antiguo principio. Poco después de la introducción del Quasi-castrense Peculium, Constantino el Grande abolió el control absoluto del padre sobre la propiedad que los hijos habían heredado de su madre y lo redujo al usufructo. Unos pocos cambios más se realizaron en el Imperio de Occidente, pero el punto culminante se alcanzó en Oriente, bajo Justiniano, quien decretó que, al menos que las adquisiciones del hijo derivaran de la propiedad del padre, los derechos del padre sobre ellas no se extenderían más allá del disfrute de su producto durante su vida. Aún así, en el momento de máximo relajamiento de la Patria Potestas romana, se le dejaba un campo más amplio y severo que a ninguna institución análoga del mundo moderno. Los primeros escritores modernos de jurisprudencia señalan que solamente los más bárbaros y crueles de los conquistadores del Imperio y, sobre todo, las naciones de origen eslavo tuvieron una Patria Potestas semejante a la descrita en las Pandectas y en el Código. Todos los inmigrantes germánicos parecen haber reconocido una unión corporativa de la familia bajo el mund o autoridad de un jefe patriarcal; pero sus poderes sólo constituían los restos de una debilitada Patria Potestas y eran bastante menores que los disfrutados por el padre romano. Los francos son mencionados como un caso particular entre los que no existía la institución romana, y, en consecuencia, los antiguos jurisconsultos franceses, aun cuando se dedicaron a rellenar los intersticios de costumbres bárbaras con reglas de Derecho Romano, se vieron obligados a protegerse de la intrusión de la Potestas mediante la máxima expresa de Puyssance de père en France n'a lieu. La tenacidad de los romanos en mantener esta reliquia de su época más remota es en sí misma notable; pero es menos notable que la difusión de la Potestas sobre toda una civilización de la que ya había desaparecido. Mientras el Castrense Peculium constituía todavía la única excepción al poder del padre sobre la propiedad, y cuando su poder sobre las personas de sus hijos era todavía amplio, la ciudadanía romana, y con ella la Patria Potestas, se extendía a todos los rincones del Imperio. Todo africano, español, galo, britano o judío, que recibía este honor por medio de dádiva, compra o herencia se colocaba bajo el derecho de gentes romano, y, aunque nuestras autoridades en la materia señalan que los hijos nacidos antes de la obtención de la ciudadanía no podían quedar sujetos al poder patriarcal sin su consentimiento, los hijos nacidos después de ella y todos sus descendientes ulteriores estaban en iguales condiciones que el filius familias romano. No cae dentro del alcance de este tratado examinar el mecanismo de la sociedad romana tardía, pero permítaseme señalar que hay pocas pruebas que sostengan que la constitución de Antonino Caracalla otorgando la ciudadanía romana a todos sus súbditos fue una medida de poca importancia. Independientemente de cómo la interpretemos, debe haber ampliado mucho la esfera de la Patria Potestas y, en mi opinión, el estrechamiento de las relaciones familiares que efectuó es una acción a tener más en cuenta de lo que se ha hecho, para explicar la gran revolución moral que estaba transformando al mundo.

Antes de terminar con este aspecto de nuestro tema, debe apuntarse que el Paterfamílias era responsable de los delitos -o agravios- de sus hijos bajo tutela. De modo similar respondía por los agravios de sus esclavos; pero en los dos casos, originalmente, poseyó el singular privilegio de poder ofrecer en pago la persona del delincuente en reparación del daño. La responsabilidad así incurrida en nombre de los hijos, unida a la incapacidad mutua de padre e hijo bajo tutela de procesar uno al otro, hay que explicarla, según algunos juristas, como el supuesto de una unidad de persona entre el Pater-familias y el filius-familias. En el capítulo sobre sucesiones, trataré de mostrar en qué sentido y hasta qué grado puede aceptarse esta unidad, como una realidad. Por el momento solamente puedo decir que estas responsabilidades del Pater-familias, y otros fenómenos legales que discutiremos seguidamente, parecen señalar ciertos deberes del primitivo jefe patriarcal que equilibraban sus derechos. Me imagino que, si disponía en forma absoluta de las personas y fortunas de los miembros del clan, esta propiedad representativa era coextensiva con la obligación de dar sustento del fondo común a todos los miembros de la hermandad. La dificultad radica en olvidarnos suficientemente de nuestras asociaciones habituales para imaginar la naturaleza de su obligación. No se trataba de un deber legal, pues el derecho no había penetrado el recinto de la familia. Denominarlo moral es, tal vez, anticipar ideas que pertenecen a una etapa posterior del desarrollo mental; pero la expresión obligación moral es bastante significativa para nuestro propósito, si entendemos por ella un deber seguido semiconscientemente y cumplido más bien por instinto y hábito que por sanciones precisas.

La Patria Potestas, en su forma normal, no ha sido y, en mi opinión, no podía haber sido, una institución generalmente duradera. La prueba de su pasada universalidad es, por tanto, incompleta en tanto que la examinemos en sí misma; sin embargo, la demostración puede llevarse mucho más lejos analizando otras áreas del derecho antiguo que, finalmente, dependen de él, pero no mediante una ilación fácilmente visible. Tomemos, por ejemplo, el parentesco o, en otras palabras, la escala de la jurisprudencia arcaica utilizada para calcular la proximidad de los parientes entre sí. De nuevo, será conveniente emplear los términos romanos: relación agnada y cognada. Relación cognada es simplemente la concepción del parentesco corriente entre las ideas modernas. Se trata de la relación que surge de la descendencia común del mismo par de personas casadas, ya sea que la descendencia provenga de varones o hembras. La relación agnada es algo muy dIferente: excluye un cierto número de personas a las que en la actualidad se las consideraría parientes e incluye muchas más que nosotros no contaríamos, hoy en día, entre nuestros allegados. Se trata de la conexión existente entre los miembros de la familia, concebida en sus términos más antiguos. Los límites de esta conexión distan de ser vecinos a los de la relación moderna.

Cognados, pues, son todas aquellas personas que descienden consanguíneamente de un solo anteceor y antecesora, o, si tomamos el significado técnico estricto de la palabra en el Derecho Romano, son aquellos que derivan consanguíneamente del matrimonio legítimo de un par común. Cognación es, por tanto, un término relativo, y el grado de parentesco consanguíneo que indica, depende del matrimonio particular que se seleccione al principio del cálculo. Si comenzamos con el matrimonio de padre y madre, la cognación expresará solamente la relación de hermanos y hermanas; si tomamos el de abuelo y abuela, entonces también incluirá tíos, tías y sus descendientes en la relación de cognación. Si se sigue el mismo procedimiento, se obtendrá continuamente un mayor número de cognates eligiendo el punto de partida cada vez más alto en la línea de ascendencia. Todo esto es fácilmente comprensible para una mente moderna, pero ¿quiénes son los agnados? En primer lugar, son todos los cognados que derivan su conexión solamente por vía paterna. Un cuadro de cognados se forma tomando cada antepasado lineal, incluyendo a todos sus descendientes de ambos sexos en el cuadro; si luego, al trazar las varias ramas de tal cuadro o árbol genealógico, nos detenemos al llegar al nombre de una mujer y no proseguimos con esa rama particular, todos los que restan, después de haber excluido a los descendientes de mujeres, son agnados y su conexión es una relación agnada. Explico un poco el proceso que se sigue en la práctica al separarlos de los cognados, porque explica una máxima legal memorable, Mulier est finis familiae: una mujer es el término de la familia. Un nombre de mujer cierra la rama de la genealogía en que aparece. Ninguno de los descendientes de una mujer se incluyen en la noción primitiva de relación familiar.

Si el sistema de derecho arcaico que estamos analizando admite la adopción, tenemos que añadir al agnado así obtenido todas las personas, hombres o mujeres que han sido incluidos en la familia por la extensión artificial de sus límites. Pero los descendientes de tales personas solamente serán agnados si cumplen los requisitos que acabamos de describir.

Entonces, ¿cuál es la razón de esta inclusión y exclusión arbitraria? ¿Por qué una concepción de la familia tan elástica como para incluir extraños mediante la adopción, sin embargo es tan estrecha que descarta a los descendientes de un miembro femenino? Para resolver estas cuestiones tenemos que recurrir a la Patria Potestas. El fundamento de la agnación no es el matrimonio del padre y la madre, sino la autoridad del padre. Están relacionadas por medio de la agnación todas aquellas personas que se hallan bajo el poder paterno, o que han estado, o que podían haber estado si su antepasado lineal hubiera vivido para ejercer su dominio. En realidad, en la comunidad primitiva, la relación se hallaba exactamente limitada por la Patria Potestas. Donde empieza la Potestas, empieza el parentesco, y, por esta razón, los parientes adoptivos se encuentran entre los deudos. Donde termina la Potestas, allí termina el parentesco; de tal modo que un hijo emancipado por su padre pierde todos los derechos de agnación. Y aquí hallamos la razón por la que los descendientes de mujeres se encuentran fuera de los límites del parentesco arcaico. Cuando ella contraía matrimonio sus hijos caían bajo la Patria Potestas, no de su padre, sino de su esposo y, de este modo, se perdían para su propia familia. Es obvio que la organización de las socIedades primitivas se habría complicado, si los hombres se hubieran considerado parientes de los deudos de su madre. Se habría inferido que una persona podría estar sujeta a dos Patriae Potestates distintas que implicaban Jurisdicción distinta, de manera que cualquiera que estuviese sometido a dos de ellas al mismo tiempo habría vivido bajo dos dispensaciones diferentes. Mientras la familia fuese un imperium in imperio, una comunidad dentro de la República gobernada por sus propias instituciones cuya fuente era el padre, la limitación de la relación a los agnados fue una seguridad necesaria para evitar un conflicto de leyes en el foro doméstico.

Los poderes paternos formales se extinguen con la muerte del padre pero la agnación es, por así decirlo, un molde que retiene su huella una vez que los padres han dejado de existir. De ahí viene el interés de la agnación para el investigador de la historia de la jurisprudencia. Los poderes mismos son discernibles en comparativamente pocas memorias del derecho antiguo, pero la relación agnada, que implica su existencia anterior, es distinguible en casi todas partes. Hay pocos cuerpos legales pertenecientes a comunidades del tronco indoeuropeo que no muestren peculiaridades claramente atribuibles a la agnación en la parte más antigua de su estructura. En el derecho hindú, por ejemplo, que está saturado de nociones primitivas sobre dependencia familiar, el parentesco es enteramente agnado y, según me han informado, en las genealogías hindús, en general, los nombres de mujeres se omiten totalmente. La misma idea sobre relación subyace en el derecho de las razas que invadieron el Imperio Romano. Entre éstas parece ser que formaba parte de sus usos primitivos, y se puede sospechar que se habría perpetuado aún más de lo que lo ha hecho en la jurisprudencia europea moderna, de no haber sido por la vasta influencia del Derecho Romano tardío sobre el pensamiento moderno. Los pretores pronto asieron la cognación como la forma natural de parentesco, y no ahorraron esfuerzo en purificar su sistema de la concepción anterior. Sus ideas han llegado hasta nosotros; pero todavía se pueden observar huellas de la agnación en muchas de las reglas modernas sobre la sucesión después de la muerte de alguien. La exclusión de las mujeres y de sus hijos de las funciones gubernamentales comúnmente atribuida al uso de la Ley Sálica que practicaban los francos, tiene ciertamente un origen agnaticio, por descender de la antigua regla germánica de sucesIón a la propiedad alodial. También hay que buscar en la agnación la explicación de esa regla extraordinaria del derecho inglés, sólo recientemente repelida, que prohibía a los medio hermanos heredar sus propiedades respectivas. Según las costumbres de Normandía, la regla se aplicaba a hermanos uterinos solamente, es decir, a hermanos por el lado materno pero no del mismo padre, y, limitado de este modo, es una deducción estricta del sistema agnaticio, bajo el cual los hermanos uterinos no son parientes entre sí. Cuando se trasplantó a Inglaterra, los jueces ingleses, quienes no tenían clave alguna sobre su origen, lo interpretaron como una prohibición general contra la sucesión del medio hermano y se hizo extensivo a los hermanos consanguineos, esto es, a los hijos del mismo padre con diferentes esposas. Entre toda la literatura que guarda como reliquia la pretendida filosofía del derecho, nadá hay más curioso que las páginas de elaborada sofistería en las que Blackstone intenta explicar y justificar la exclusión del medio hermano.

Se puede demostrar, en ml opinión, que la familia, mantenida unida por la Patria Potestas, es el núcleo del que germinó todo el derecho de gentes. El más importante capítulo de ese derecho es el relacionado con el status de las mujeres. Se acaba de señalar que la jurisprudencia primitiva aunque no permite a una mujer transmitir derechos agnaticios a sus descendientes, la incluye de todas formas en el vínculo agnaticio. La relación de una mujer con la familia en la que nació es mucho más estricta, cercana y duradera que la que une a sus parientes varones. Ya hemos indicado varias veces que el derecho temprano se ocupa solamente de las familias; esto es lo mismo que decir que sólo se ocupa de personas que ejercen Patria Potestas, y, en consecuencia, el único principio por el que emancipa a un hijo o nieto a la muerte de su padre, es la consideración de la capacidad inherente en tal hijo o nieto de convertirse en la cabeza de una nueva familia y la raíz de un nuevo conjunto de poderes paternos. Pero una mujer, naturalmente, no tiene capacidad de ese tipo y, en consecuencia, ningún título a la liberación que confiere. Hay, por tanto, una estratagema peculiar en la jurisprudencia arcaica para retenerla vinculada a la familia toda su vida. Se trata de la institución conocida por el más antiguo Derecho Romano como tutela perpetua de las mujeres, bajo la cual una mujer, aunque liberada de la autoridad paterna a la muerte del padre, continúa sujeta toda la vida a sus parientes varones más cercanos, quienes son sus guardianes. La tutela perpetua no es obviamente ni más ni menos que una prolongación artificial de la Patria Potestas, cuando ésta se ha disuelto para otros fines. En la India, el sistema sobrevive en su totalidad, y su operación es tan estricta que una madre hindú con frecuencia deviene pupila de sus propios hijos. Incluso en Europa, el derecho de las naciones escandinavas sobre las mujeres la conservó hasta fecha reciente. Los invasores del Imperio de Occidente la tenían entre sus usos nativos y, de hecho, sus ideas respecto al tutelaje, en todas sus formas, se encuentran entre las más retrógradas que introdujeron en el mundo occidental. Pero de la madura jurisprudencia romana ya había desaparecido enteramente. No sabríamos casi nada de ella, si contáramos solamente con las compilaciones de Justiniano para consultar; pero el descubrimiento del manuscrito de Gayo la despliega ante nuestros ojos en su época más interesante, justo cuando había caído en descrédito y estaba a punto de extinguirse. El mismo gran jurisconsulto rechaza con desdén la apología popular que la justificaba en términos de la inferioridad mental del sexo femenino, y una parte considerable de su volumen está dedicada a las descripciones de los numerosos medios, algunos de los cuales desplegaban un gran ingenio, que los jurisconsultos romanos habian ideado para permitir a las mujeres que vencieran las antiguas reglas. Llevados por su teoría del derecho natural, los jurisconsultos habían, evidentemente, asumido por estas fechas la igualdad de los sexos como un principio de su código de equidad. Es de notar que las restricciones que atacaban se referían a las limitaciones sobre la disponibilidad de su propiedad, para lo cual todavía se requería formalmente el consentimiento de los tutores de la mujer. El control de su persona estaba aparentemente anticuado.

El derecho antiguo subordina a la mujer a sus parientes consanguíneos, mientras que un fenómeno principal de la jurisprudencia moderna ha sido la subordinación al esposo. La historia del cambio es notable. Comienza ya en los anales de Roma. Antiguamente había tres modos de contraer matrimonio, según el uso romano: uno implicaba una solemnidad religiosa y los otros dos la observancia de ciertas formalidades seculares. Mediante el matrimonio religioso o Confarreation, mediante la forma superior de matrimonio civil o Coemption, y mediante la forma inferior, que se denominaba Usus, el esposo adquiría cierto número de derechos sobre la persona y la propiedad de su esposa, que eran en conjunto bastantes más que los conferidos en cualquier sistema de jurisprudencia moderna. Pero, ¿en qué capacidad los adquiría? No como esposo, sino como padre. Por medio de la Confarreation, Coemptium y Usus, la mujer pasaba in manum viri, es decir, de derecho se convertía en la hija de su esposo. Quedaba incluida en su Patria Potestas. Incurría en todas las responsabilidades que surgían de aquélla mientras subsistió y en las que le sobrevinieron una vez que había desaparecido. Toda la propiedad de la esposa era absolutamente de él, y en caso de viudez, permanecía bajo la tutela del guardián que él hubiere nombrado. No obstante, estas tres formas antiguas de matrimonio cayeron gradualmente en desuso, de tal forma que, en el periodo más espléndido de la grandeza romana, habían dejado lugar casi enteramente a un modo de connubio -aparentemente antiguo, pero hasta entonces no considerado honroso- que se basaba en una modificación de la forma inferior del matrimonio civil. Sin entrar a explicar el mecanismo técnico de la institución ahora generalmente popular, puede describirse como algo equivalente, de derecho, a poco más que un depósito temporal de la mujer por su familia. Los derechos de la familia permanecían incólumes y la dama continuaba bajo la tutela de guardianes a quienes habían nombrado sus padres y cuyos privilegios de control excedían, en muchos respectos materiales, a la autoridad inferior del esposo. La consecuencia fue que la situación de la mujer romana, casada o soltera, se volvió de una gran independencia personal y propietaria, pues la tendencia del derecho tardio, como ya he sugerido, fue reducir el poder del guardián a una nulidad, al mismo tiempo que la forma de matrimonio entonces de moda no confería al esposo ninguna superioridad compensatoria. El cristianismo tendió, en cierto modo, desde un principio a estrechar esta notable libertad. Llevados de un desagrado justificable por las prácticas disolutas del decadente mundo pagano y luego impelidos por una pasión ascética, los propagadores de la nueva fe miraban con desaprobación un vínculo marital que era, de hecho, el más relajado que haya presenciado el mundo occidental. El Derecho Romano más tardío, hasta donde se halla influido por las constituciones de los emperadores cristianos, muestra algunas señales de una reacción contra las doctrinas liberales de los grandes jurisconsultos antoninos, y el estado prevaleciente del sentimiento religioso puede explicar por qué la jurisprudencia moderna, forjada en el horno de las conquistas bárbaras, y formada por la fusión de jurisprudencia romana con usos patriarcales, ha absorbido, entre sus embriones, más reglas de las usuales sobre la posición de la mujer, las cuales pertenecen a una civilización imperfecta. Durante la conflictiva era que inició la historia moderna, y mientras las leyes de los inmigrantes germánicos y eslavos permanecieron superpuestas, a semejanza de una hilera separada, sobre la jurisprudencia romana de sus súbditos provincianos, las mujeres de las razas dominantes por todas partes se hallaban bajo varias formas de tutelaje y el marido que tomaba una esposa de cualquier familia, a excepción de la suya, pagaba un precio a los parientes de ella a cambio de la tutela que le entregaban. El código medieval se formó mediante la amalgamación de los dos sistemas, y en el derecho sobre la mujer se puede observar el sello de su doble origen. El principio de la jurisprudencia romana es hasta aquí triunfante, de suerte que las mujeres solteras se hallaban generalmente exentas de la esclavitud de la familia (aunque hay excepciones locales a la regla). Sin embargo, el principio arcaico de los bárbaros había fijado la posición de las mujeres casadas y el esposo había asumido, en su carácter marital, los poderes que, en otro tiempo, pertenecían a los parientes varones de su esposa; la única diferencia es que ya no compraba sus privilegios. En este punto, por tanto, el derecho moderno de Europa Occidental y Meridional comenzó a distinguirse por una de sus principales características: permite una relativa libertad a las solteras y viudas e impone una gran inmovilidad a las casadas. Tardó mucho en disminuir sensiblemente la subordinación que el matrimonio imponía al otro sexo. El principal y más poderoso disolvente del restablecido barbarismo de Europa fue siempre la jurisprudencia compilada por Justiniano, cada vez que era estudiada con el apasionado entusiasmo que nunca dejaba de despertar. Secreta y eficazmente fue socavando las costumbres que pretendía meramente interpretar. Pero el capítulo legal que versa sobre las mujeres casadas fue interpretado en su mayor parte no en base al Derecho Romano sino al Derecho Canónico, que en ningún detalle se alejaba tanto del espíritu de la jurisprudencia secular como en el punto de vista que adopta sobre las relaciones creadas por el matrimonio. Esto era, en parte, inevitable, puesto que no es probable que ninguna sociedad que conserve alguna capa de institución cristiana devuelva a las mujeres casadas la libertad personal que les confirió el derecho romano intermedio. Pero la impotencia propietaria de las mujeres casadas se basa en fundamentos muy diferentes de su impotencia física, y fue con objeto de mantener viva y consolidada la primera que los comentadores del Derecho Canónico perjudicaron tan profundamente la civilización. Hay numerosos vestigios de una lucha entre los principios seculares y eclesiásticos; sin embargo, el Derecho Canónico prevaleció casi en todas partes. En algunas provincias francesas, las mujeres casadas, de un rango por debajo de la nobleza, consiguieron para sí todos los poderes que la jurisprudencia romana permitía para manejar la propiedad. Este derecho local fue en gran parte seguido por el Código Napoleónico. Sin embargo, el Estado de derecho escocés muestra que la escrupulosa deferencia hacia las doctrinas de los jurisconsultos romanos no alcanzaba siempre a mitigar las incapacidades de las esposas. No obstante, los sistemas que son menos indulgentes con las mujeres casadas son aquellos que han seguido de manera exclusiva el Derecho Canónico, o aquellos que, por su tardío contacto con la civilización europea, nunca han visto desarraigados sus arcaísmos. El derecho escandinavo, hasta muy recientemente riguroso con todas las mujeres, es todavía notable por su severidad hacia las casadas. El derecho consuetudinario inglés, que toma la mayoría de sus principios fundamentales de la jurisprudencia de los canonistas, apenas es menos estricto en la incapacidad propietaria que impone a las mujeres. La parte del derecho consuetudinario que legisla la situación legal de las mujeres casadas puede servir para dar a un ciudadano inglés una clara noción de la gran institución que ha sido el tema central de este capítulo. No conozco otro modo de representar más vivamente la operación y naturaleza de la antigua Patria Potestas que reflexionando sobre las prerrogativas que el puro derecho consuetudinario inglés otorga al esposo, y recordando la rigurosa consistencia con que sostiene la sumisión legal completa de la esposa, que no se ha visto influida por la equidad o estatutos en ninguna de las partes sobre derechos, deberes y remedios. La distancia entre el derecho romano más antiguo y el más tardío en el asunto de los hijos bajo tutela puede considerarse equivalente a la diferencia entre el derecho consuetudinario y la jurisprudencia del Tribunal de Chancillería en las reglas que aplican respectivamente a las mujeres casadas.

Si perdiéramos de vista el verdadero origen de la tutoría en sus dos formas y empleáramos el lenguaje común sobre estos asuntos, notaríamos que, mientras que la tutela sobre las mujeres es un ejemplo en que los sistemas de derecho arcaico llevan un poco lejos la ficción de derechos suspendidos, las reglas que establecen para la tutoría de los varones huérfanos son ejemplo de una falla en, precisamente, la dirección opuesta. Todos esos sistemas terminan la tutela de los varones a una edad extraordinariamente temprana. Bajo el antiguo Derecho Romano, que puede tomarse como su prototipo, el hijo que era liberado de la Patria Potestas por la muerte de su padre o abuelo permanecía bajo tutela hasta la época en que llegaba a sus quince años. La llegada de esa época lo colocaba inmediatamente en una posición de total disfrute de la independencia personal y propietaria. El periodo de minoría de edad parece, de este modo, haber sido tan irrazonablemente corto como la duración de la incapacidad de la mujer era absurdamente largo. Pero, de hecho, no había ningún elemento de exceso o defecto en las circunstancias que dieron su forma original a las dos clases de tutela. Ni una ni otra se basaban en la menor consideración a la utilidad pública o privada. La tutela de los varones huérfanos no fue originalmente ideada con la intención de protegerlos hasta la llegada de su mayoría de edad, como tampoco se preveía que la tutela de las mujeres protegiese al otro sexo de su propia debilidad. La razón por la cual la muerte del padre liberaba al hijo de la servidumbre familiar era la capacidad del hijo de convertirse en cabeza de una nueva familia y en fundador de una nueva Patria Potestas. La mujer no poseía tal capacidad y, por tanto, nunca era emancipada. En consecuencia, la tutela de los varones huérfanos era un artificio para mantener la apariencia de subordinación a la familia del padre, hasta el momento en que se consideraba al niño capaz de convertirse en padre él mismo. Se trataba de una prolongación de la Patria Potestas hasta el momento de la simple masculinidad física. Terminaba con la pubertad, pues el rigor de la teoría así lo exigía. Sin embargo, por cuanto no pretendía conducir la protección del huérfano hasta su madurez intelectual o hasta que estuviese capacitado para llevar sus asuntos, era totalmente ineficaz para propósitos de utilidad general, y esto parece haber sido descubierto por los romanos en una etapa temprana de su progreso social. Uno de los hitos antiquísimos de la legislación romana es la Lex Laetoria o Plaetoria que colocaba a todos los varones libres, que eran mayores de edad y tenían todos sus derechos, bajo el control temporal de una nueva clase de tutores, llamados curatores, cuya sanción era necesaria para validar sus actos o contratos. La edad de veintiséis años era el límite de esta supervisión estatuida, y es exclusivamente en referencia a la edad de veinticinco años que se utilizan los términos mayoría y minoría en Derecho Romano. En la jurisprudencia moderna el pupilaje se ha adaptado con una regularidad tolerable al simple principio de protección a la inmadurez de la juventud física y mental. Tiene su terminación natural con la mayoría de edad. Los romanos, sin embargo, buscaron dos instituciones diferentes en relación a la protección de la debilidad física, y en relación a la incapacidad intelectual, distintas en teoría y en intención. Las ideas concomitantes a las dos se hallan combinadas en la idea moderna de la tutoría.

El derecho de gentes contiene solamente un apartado que puede citarse en relación a nuestro propósito actual. Las reglas legales mediante las cuales los sistemas de jurisprudencia natural regulan la relación amo y esclavo, no presentan huellas muy claras del estado original común a las sociedades antiguas. Pero hay razones para esta excepción. Parece existir algo en la institución de la esclavitud que, en todos los tiempos, ha horrorizado o molestado a la humanidad, por muy poco habituada que se halle a la reflexión o por muy poco avanzada que se encuentre en el ejercicio de sus instintos morales. El escrúpulo que las sociedades antiguas experimentaron casi inconscientemente parece haber resultado siempre en la adopción de algún principio imaginario sobre el cual basar, con cierta plausibilidad, una defensa o, al menos, una exposición razonada de la esclavitud. En su historia más temprana, los griegos explicaron la institución en términos de la inferioridad intelectual de ciertas razas y su consiguiente aptitud natural para la condición servil. Los romanos, adoptando una actitud igualmente característica, la derivaron de un supuesto acuerdo entre el vencedor y el vencido en el que el primero contrataba los servicios perpetuos de su enemigo, y el otro ganaba en retorno a la vida que había legítimamente perdido. Tales teorías eran no sólo erróneas sino insuficientes para el caso que trataban de explicar. Con todo, ejercieron una poderosa influencia en muchos aspectos. Satisficieron la conciencia del amo; perpetuaron y, tal vez, aumentaron la degradación del esclavo, y, naturalmente, tendieron a borrar la relación en que se había mantenido originalmente la servidumbre respecto del resto del sistema doméstico. La relación, aunque no claramente mostrada, está casualmente indicada en muchas partes del sistema primitivo, y, más particularmente, en el sistema típico: el de la antigua Roma.

En los Estados Unidos, se ha dedicado mucha energía y cierta erudición a la cuestión de si el esclavo, en las primeras etapas de la sociedad, era un miembro reconocido de la familia. En un cierto sentido hay que dar, ciertamente, una respuesta afirmativa. El testimonio del derecho antiguo y muchas historias primitivas prueban que el esclavo podía, bajo ciertas condiciones, convertirse en el heredero, o sucesor universal, del amo, y esta facultad significativa, como explicaré en el capítulo sobre sucesión, implica que el gobierno y representación de la familia podía, en ciertas circunstancias particulares, recaer en el esclavo. Los argumentos norteamericanos, no obstante, parecen asumir a propósito de este asunto que, si admitimos que la esclavitud ha sido una institución familiar primitiva, el reconocimiento lleva implícito la admisión del carácter moral defendible de la actual esclavitud negra. ¿Qué se quiere decir, pues, al afirmar que el esclavo estaba originalmente en la familia? No que su situación no podía ser fruto de los motivos más burdos que puedan impulsar al hombre. El simple deseo de utilizar la fuerza física de otra persona como un medio de atender la comodidad o el placer propios es sin duda el fundamento de la esclavitud, y tan viejo como la naturaleza humana. Cuando decimos que el esclavo antiguamente estaba incluido en la familia, no tratamos de hacer afirmaciones sobre los motivos de aquellos que lo pusieron en esa situación o lo mantuvieron en ella; simplemente queremos afirmar que el vínculo que lo unía a su amo tenía el mismo carácter general que el que ataba a todos los otros miembros del grupo a su jefe. Esta consecuencia, de hecho, se incluía en la afirmación general, ya hecha, de que las ideas primitivas de la humanidad no servían para concebir cualquier base de la relación de los individuos inter se, a excepción de las relaciones familiares. La familia consistía, primero, en aquellos miembros que pertenecían a ella por consanguinidad y, luego, en aquellos que habían sido insertos por medio de la adopción, y una tercera clase de personas que se habían unido a ella por la sumisión común a su jefe: los esclavos. Los vasallos, nacidos y adoptados por el jefe, se elevaban por encima del esclavo por tener la certeza de que, en el curso ordinario de los acontecimientos, serían liberados de su servidumbre y habilitados para ejercer poderes propios. En mi opinión, la inferioridad del esclavo no era tanta como para colocarlo fuera de la esfera de la familia, o para degradarlo al nivel de la propiedad inanimada, como han demostrado claramente muchos testimonios de su antigua capacidad de heredar en el último caso. Sería, naturalmente, muy aventurado adelantar conjeturas sobre el grado en que la suerte del esclavo se vio mitigada en los inicios de la sociedad al tener reservado un lugar definido en el dominio del padre. Es, tal vez, más probable que el hijo estuviese prácticamente asimilado al esclavo a que el esclavo compartiese algo de la ternura que, posteriormente, se le mostraba al hijo. Pero se puede afirmar sin temor respecto de los códigos avanzados y completos que, siempre que la esclavitud se halla sancionan la servidumbre, la condición servil nunca se vuelve intolerable en los sistemas que conservan alguna memoria de su condición anterior más que bajo aquellos que han adoptado alguna otra teoría de su degradación civil. El punto de vista de la jurisprudencia sobre el esclavo es de gran importancia para éste. La teoría del derecho natural contuvo al Derecho Romano en su creciente tendencia a considerarlo un artículo de propiedad, y de ahí que, siempre que instituciones profundamente afectadas por la jurisprudencia romana sancionan la servidumbre, la condición servil nunca se vuelve intolerablemente desdichada. Hay pruebas abundantes de que en aquellos Estados norteamericanos que han adoptado el código, muy romanizado, de Luisiana como base de su jurisprudencia, la suerte y perspectivas de la población negra, en muchos aspectos materiales, son mejores que bajo instituciones basadas en el derecho consuetudinario inglés que, tal como se interpreta ahora, no tiene un verdadero lugar para el esclavo y, por tanto, solamente lo puede tratar como a una propiedad mueble.

Hemos examinado ahora todas las partes del antiguo derecho de gentes que cae dentro del alcance de este tratado, y confío en que el resultado de la investigación dará exactitud y precisión adicional a nuestra visión de la infancia de la jurisprudencia. El derecho civil de los Estados hizo por primera vez su aparición como las temistes de un soberano patriarcal y ahora podemos ver que estas temistes probablemente sólo son una forma desarrollada de los mandatos irresponsables que, en un estado anterior de la raza, la cabeza de cada familia aislada debe haber dirigido a sus esposas, hijos y esclavos. Pero, aún después de haber sido organizado el Estado, las leyes tenían una aplicación extremadamente limitada. Ya sea que retengan su primitivo carácter de temistes o ya sea que avancen a la condición de costumbres o textos codificados son obligatorias para las familias, no para los individuos. La jurisprudencia antigua, si es que puede utilizarse una engañosa comparación, puede asemejarse al Derecho Internacional, que no llena por decirlo así, nada excepto los intersticios entre los grandes grupos que son los átomos de la sociedad. En una comunidad así organizada, la legislación de asambleas y la jurisdicción de los tribunales alcanza solamente a los jefes de familia, y para el resto de los individuos la regla de conducta es la ley de su hogar, cuyo legislador es el padre. Pero la esfera del derecho civil, pequeña al principio, tiende constantemente a ampliarse. Los agentes del cambio legal, ficciones, equidad y legislación, asumen, a su vez, el rumbo de las instituciones primitivas, y cada vez que se avanza un poco, un mayor número de derechos personales y una mayor cantidad de propiedades son trasladadas del foro doméstico a la jurisdicción de los tribunales públicos. Las ordenanzas del gobierno obtienen gradualmente la misma eficacia en los asuntos privados que en los asuntos de Estado, y ya no están expuestas a ser anuladas por los requerimientos de un déspota entronizado en cada hogar. Tenemos en los anales de Derecho Romano una historia casi completa del desmoronamiento de un sistema arcaico, y de la formación de nuevas instituciones mediante la recombinación de materiales. Algunas instituciones han llegado intactas al mundo moderno, mientras que otras, destruidas o corrompidas por el contacto con la barbarie durante la Edad Media, tuvieron que ser recuperadas por la humanidad. Cuando dejamos esta jurisprudencia en la época en que Justiniano hizo su reconstrucción final, se pueden descubrir pocas huellas de arcaísmo excepto en el único apartado de los amplios poderes todavía reservados al padre vivo. En todo lo demás, principios de utilidad, simetría o simplificación -principios nuevos en cualquier caso- han usurpado la autoridad de las consideraciones estériles que satisfacían la conciencia de los tiempos antiguos. En todas partes una nueva moralidad ha desplazado los cánones de conducta y las razones de aquiescencia que se hallaban al unísono con los usos antiguos, porque, de hecho, habían surgido de ellos.

El movimiento de las sociedades progresivas ha sido uniforme en un respecto. A lo largo de todo su curso se ha distinguido por la disolución gradual de la dependencia familiar y el crecimiento de la obligación individual en su lugar. La familia es sustituida por el individuo como unidad responsable ante el derecho civil. El avance ha sido logrado a una celeridad variable, y hay sociedades no absolutamente estacionarias en las que el derrumbe de la organización antigua puede solamente ser percibido mediante un estudio cuidadoso de los fenómenos que presentan. Pero, independientemente de su paso, el cambio no ha estado sujeto a reacción o rechazo. Se puede descubrir que los rechazos aparentes fueron ocasionados gracias a la absorción de ideas y costumbres arcaicas de alguna fuente enteramente extraña. Tampoco es difícil ver cuál es el vínculo entre hombre y hombre que remplaza poco a poco aquellas formas de reciprocidad de derechos y deberes que tienen su origen en la familia. Se trata del contrato. Partiendo de una condición social en la que todas las relaciones de las personas se reducen a las relaciones de familia, parece que nos hemos movido progresivamente hacia una fase del orden social en el que todas las relaciones surgen del libre acuerdo de los individuos. El progreso logrado en Europa Occidental en esta dirección ha sido considerable. Así, el status del esclavo ha desaparecido; ha sido remplazado por la relación contractual del sirviente y su patrón. El status de mujer bajo tutela, si se entiende la tutela de otras personas que no sea el esposo, también ha dejado de existir; desde su mayoría de edad hasta su matrimonio todas las relaciones que puede entablar son relaciones contractuales. De modo similar, el status de hijos bajo tutela tampoco tiene cabida en el derecho de las sociedades europeas modernas. Si alguna obligación civil vincula al padre y al hijo mayor de edad, solamente tendrá validez legal si media un contrato. Las excepciones aparentes son excepciones que hacen la regla. El niño antes de su mayoría de edad, el huérfano bajo tutela, el lunático médicamente comprobado, todos tienen sus capacidades e incapacidades reguladas por el derecho de gentes. Pero, ¿por qué? La razón se expresa de modo diferente en el lenguaje convencional de los diferentes sistemas; pero, en sustancia, tiene los mismos efectos en todos. La gran mayoría de los juristas se mantienen apegados al principio de que las personas mencionadas están expuestas a control extrínseco porque no poseen la facultad de formar un juicio sobre sus propios intereses; en otras palabras, que carecen de lo esencial para establecer un contrato.

La palabra status puede ser útilmente empleada para elaborar una fórmula que exprese la ley del progreso así indicado, que, independientemente de su valor, me parece que está bastante indagado. Todas las formas del status anotadas en el derecho de gentes se derivaron de los poderes y privilegios que antiguamente radicaban en la familia y, hasta cierto punto, todavía están teñidas de éstos. Si entonces empleamos el término status, de acuerdo con el sentido que le dan los mejores escritores, para significar solamente estas condiciones personales y evitamos aplicarlo a condiciones tales como el resultado del acuerdo inmediato o remoto, podemos afirmar que el movimiento de las sociedades porgresivas ha sido, hasta aquí, un movimiento del status al contrato.


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