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CAPÍTULO II

Ficciones legales

Una vez que el derecho primitivo ha sido englobado en un código, se pone fin a lo que podría denominarse su desarrollo espontáneo. En adelante, los cambios que se efectúen en él, si es que se efectúan, son realizados deliberadamente y desde fuera. Es imposible suponer que las costumbres de cualquier raza o tribu permanecieron inalteradas durante todo el largo intervalo -en algunos casos inmenso- entre su declaración por un monarca patriarcal y su publicación escrita. Sería también aventurado afirmar que ninguna parte de la alteración fue efectuada deliberadamente. Pero lo poco que sabemos sobre el progreso del derecho durante este periodo justifica nuestra suposición de que el propósito deliberado tuvo muy poco que ver en la realización del cambio. Tales innovaciones sobre los usos más antiguos, tal como se presentan, fueron aparentemente dictadas por sentimientos y modos de pensar que, en nuestras condiciones mentales actuales, somos incapaces de comprender. Una nueva era comienza, de cualquier modo, con los códigos. Después de esta época, a dondequiera que remontemos el curso de la modificación legal podemos atribuirlo al deseo consciente de mejorar o, en cualquier caso, de lograr propósitos que no fueran los deseados en los tiempos primitivos.

A primera vista puede parecer que no es posible sacar ninguna proposición general, digna de crédito, de la historia de los sistemas legales subsiguientes a los códigos. El campo es demasiado vasto. No podemos estar seguros de haber incluido un número suficiente de observaciones, o de haber entendido correctamente las que observamos. Pero la empresa será considerada más factible si tenemos en cuenta que después de la época de los códigos comienza a hacerse sentir la distinción entre sociedades estacionarias y progresivas. Nos interesan solamente las progresivas y es notable su extremada escasez. A pesar de las pruebas abrumadoras, es difícil para un ciudadano de Europa Occidental convencerse total e indisputablemente de que la civilización que le rodea es una rara excepción en la historia del mundo. El tenor del pensamiento común entre nosotros, todas nuestras esperanzas, temores y especulaciones, se vería materialmente afectado, si tuviéramos vívidamente ante nosotros la relación de las razas progresivas con la totalidad de la vida humana. Es indisputable que la mayor parte de la humanidad nunca ha mostrado el menor deseo de que sus instituciones civiles mejoren, ni siquiera a partir del momento en que les fue dada una forma tangible mediante su incorporación en un registro permanente. De vez en cuando un conjunto de usos ha sido violentamente destruido y reemplazado por otro. Aquí y allá, un código primitivo, que pretende poseer un origen sobrenatural, ha sido muy ampliado y distorsionado en las formas más sorprendentes, a causa de la contumacia de los comentaristas sacerdotales. Pero, excepto en una pequeña sección del mundo, no ha existido nada semejante a una mejoría gradual del sistema legal. Ha habido civilización material, pero, en lugar de que la civilización promoviera el derecho, el derecho ha limitado la civilización. El estudio de las razas en su condición primitiva nos proporciona algunas claves sobre el punto en que se detuvo el desarrollo de ciertas sociedades. Podemos observar que la India bracmánica no ha ido más allá de una etapa que ocurre en la historia de toda la familia humana: la etapa en la que una regla legal no se diferencia de una regla religiosa. Los miembros de esa sociedad consideran que el quebrantamiento de una regla religiosa debe ser castigado con penas civiles, y que la violación de un deber cívico expone al delincuente al castigo divino. En China, este punto ha sido superado; sin embargo, el progreso parece haberse detenido ahí, porque las leyes civiles son coextensivas con todas las ideas de que es capaz la raza. La diferencia entre sociedades estacionarias y progresivas es, no obstante, uno de los grandes secretos que la investigación está todavía por desentrañar. Entre las explicaciones parciales, me aventuro a adelantar las consideraciones hechas al final del capítulo anterior. Habría que añadir que nadie logrará una buena investigación si no tiene muy claro que la condición estacionaria de la raza humana es la regla, la progresiva es la excepción. Y otra condición indispensable para tener éxito es un conocimiento exacto del Derecho Romano en todas sus etapas principales. La jurisprudencia romana perduró más tiempo que ningún otro conjunto de instituciones humanas. El carácter de todos los cambios que sufrió está bastante bien estudiado. Desde el principio al final, fue progresivamente modificado hacia condiciones mejores, o hacia lo que los autores de las modificaciones creían mejor, y el curso del mejoramiento continuó durante periodos en los que el resto de la actividad y pensamiento humano disminuyó materialmente su paso, y, repetidamente, amenazó con estancarse.

Me limito en lo que sigue a las sociedades progresivas. Con respecto a ellas puede decirse que las necesidades sociales y la opinión social siempre van más o menos delante de la ley. Constantemente nos hallamos a punto de salvar esa diferencia, pero la tendencia es volverse a abrir. La ley es estable, las sociedades de las que hablamos son dinámicas. La mayor o menor felicidad de un pueblo depende del grado de prontitud con el que ese vacío se cubra.

Puede establecerse una proposición general de cierto valor respecto de los instrumentos mediante los cuales la ley se armoniza con la sociedad. Estas mediaciones parecen ser básicamente tres: ficción legal, equidad y legislación. Su orden histórico es el citado. A veces dos de ellas operarán juntas, y existen sistemas legales que han escapado a la influencia de una u otra. Pero no conozco ejemplo alguno en el que el orden de su aparición haya sido cambiado o invertido. La historia temprana de una de ellas, la equidad, es universalmente oscura, de ahí que pudiera creerse que ciertos estatutos aislados, correctivos del derecho civil, son más antiguos que cualquier jurisdicción equitativa. Mi opinión es que la equidad reparadora es, en todas partes, más antigua que la legislación reparadora; pero, en caso de que lo anterior no fuera absolutamente correcto, solamente sería necesario limitar la proposición respetando su orden de sucesión a los periodos en que ejercen una influencia prolongada y sustancial en la transformación de la ley original.

Utilizo la palabra ficción en un sentido considerablemente más amplio del que los abogados ingleses están acostumbrados, y con un significado más general que el correspondiente a las fictiones romanas. Fictio, en el antiguo derecho romano, es propiamente un término de alegación y significa una aseveración falsa por parte del demandante que al reo no le era permitido negar; por ejemplo, la aseveración de que el demandante era un ciudadano romano, cuando en realidad era extranjero. El objeto de estas fictiones era, naturalmente, otorgar jurisdicción y, por tanto, se parecían mucho a los alegatos de las ejecutorias del Tribunal Superior de Justicia inglés, y del Tribunal de Hacienda, mediante las cuales esos tribunales se las ingeniaron para usurpar la jurisdicción de los Tribunales de Primera Instancia; el alegato decía que el reo estaba a recaudo de la policía real o que el demandante era deudor del rey y no podía pagar sus deudas por culpa del acusado. Pero aquí empleo la expresión ficción legal para significar cualquier asunción que encubre o finge encubrir una regla que ha sufrido alteración, permaneciendo su letra igual y modificando su funcionamiento. Las palabras, por tanto, incluyen los casos de ficciones que he citado del Derecho Inglés y Romano, pero abarcan mucho más, pues se deberían citar el derecho casuístico inglés y la Responsa Prudentum romana como ejemplos de leyes que se basan en ficciones. Estos ejemplos se van a examinar en un momento. El hecho es que, en ambos casos, la ley ha sido cambiada totalmente; la ficción es que continúa siendo lo que siempre fue. No es difícil comprender por qué las ficciones en todas sus formas son particularmente afines a la infancia de la sociedad. Satisfacen el deseo de mejorar -que nunca falta-, al mismo tiempo que no ofenden el temor supersticioso que el cambio implica. En una etapa particular del progreso social constituyen medios indispensables para superar la rigidez de la ley y, realmente, sin una de ellas, la ficción de adopción, que permite crear artificialmente vínculos familiares, es difícil comprender cómo la sociedad podía haber salido de los pañales y dar los primeros pasos hacia la civilización. Por esta razón, no debemos hacer caso a la ridiculización que hace Bentham de las ficciones legales cada vez que se topa con una. Denigrarlas como algo meramente fraudulento es admitir la ignorancia de su papel singular en el desarrollo del derecho. Pero, al mismo tiempo, sería igualmente disparatado convenir con esos teóricos, quienes, percibiendo que las ficciones han tenido sus ventajas, proponen que deberían estereotiparse en nuestro sistema. Tuvieron su día, pero hace mucho que pasó. Es indigno de nosotros lograr un propósito, obviamente benéfico, por medio de un mecanismo tan tosco como una ficción legal. No admito que cualquier anomalía sea inocente. Esto volvería la Iey más difícil de comprender y más arduo el ordenarla armónicamente. Ahora bien, las ficciones legales son los mayores obstáculos para hacer una clasificación simétrica. El dominio de la ley permanece pegado al sistema pero es una mera cáscara. Hace mucho que fue socavada y una nueva regla se esconde bajo su cubierta. De ahí que, de inmediato, se presente una dificultad para saber si la regla que es de hecho operativa debería ser clasificada en su lugar verdadero o en el aparente, y diferentes mentalidades no estarán de acuerdo sobre la alternativa a seguir. Si el derecho ínglés va a tener algún día una distribución ordenada, será necesario podar las ficciones legales que, a pesar de alguna mejoría legislativa reciente, todavía abundan.

La siguiente mediación por la que se lleva a cabo la adaptación de la ley a las necesidades sociales la denomino equidad. Entiendo por esa palabra cualquier conjunto de reglas existentes al lado del derecho civil original, fundadas en principios claros y que pretenden incidentalmente reemplazar el derecho civil en virtud de una santidad superior inherente a esos principios. La equidad, ya sea de los pretores romanos o de los magistrados ingleses, se diferencia de las ficciones -en los dos casos la precedieron- en que la interferencia con la ley es abierta y reconocida. Por otra parte, se diferencia de la legislación, agente de la mejora legal que le sigue, en que su autoridad se basa, no en la prerrogativa de cualquier persona o cuerpo externo, tampoco en la del magistrado que la enuncia, sino en la naturaleza especial de sus principios a los que toda ley debe ceñirse. La misma idea de un conjunto de principios, investidos de una mayor santidad que el derecho original y exigiendo su aplicación, independientemente del consentimiento de cualquier cuerpo externo, pertenece a una etapa del pensamiento mucho más avanzada que el de las ficciones legales.

La legislación es la última de las mediaciones perfeccionadoras, ya sea que las promulgue un príncipe autocrático o una asamblea parlamentaria, supuestos órganos de toda la sociedad. Se diferencia de las ficciones legales, al igual que la equidad se distingue de ellas, y también se distingue de la equidad, por derivar su autoridad de un cuerpo o persona externa. Su fuerza obligatoria es independiente de sus principios. La legislatura, independientemente de las restricciones que le imponga la opinión pública, está facultada en teoría para imponer las obligaciones que quiera sobre los miembros de la comunidad. Nada hay que le impIda legislar a su capricho. La legislación puede estar dictada por la equidad, si esta última se usa para discernir ciertas pautas sobre el bien y el mal a las que se ajustan sus promulgaciones; pero, en tal caso, estas promulgaciones quedan sujetas, para tener fuerza obligatoria, a la autoridad de la legislatura, y no a la de los principios en que se basó la legislatura; por esta razón, se diferencian de los principios de equidad, en el sentido técnico de la palabra, en que alegan una santidad suprema que los autoriza de inmediato al reconocimiento de los tribunales aun sin el acuerdo de un príncipe o asamblea parlamentaria. Es más necesario anotar estas diferencias, porque un discípulo de Bentham podría confundir ficciones, equidad y derecho escrito bajo el mismo encabezado de legislación. Bentham diría que equidad, ficciones y derecho escrito generan leyes, y se diferencian entre sí solamente respecto del mecanismo que produce la nueva ley. Eso es totalmente cierto y no debe olvidarse; pero no da ninguna razón por la que debamos privarnos de un término tan conveniente como legislación en el sentido especial de la palabra. Legislación y equidad se hallan separadas en la mente popular y en la mente de la mayoría de los abogados, y de nada valdrá desatender la distinción entre ellas, por muy convencional que sea, cuando se siguen de ella consecuencias prácticas importantes.

Sería fácil seleccionar de entre casi cualquier cuerpo legal medianamente desarrollado ejemplos de ficciones legales, que inmediatamente descubren su verdadero carácter al observador moderno. En los dos ejemplos que voy a examinar, la naturaleza del instrumento utilizado no es fácilmente detectable. Los primeros autores de estas ficciones tal vez no pretendían innovar, ciertamente, no deseaban ser sospechosos de innovación. Hay, además, y siempre ha habido, personas que se niegan a ver cualquier ficción en el proceso, y el lenguaje convencional confirma su negativa. El que existan estas personas es el mejor ejemplo para ilustrar la amplia difusión de las ficciones legales y la eficiencia con la que realizan su doble papel: transformar un sistema legal y ocultar la transformación.

En Inglaterra, estamos acostumbrados a la ampliación, modificación y mejora de la ley por medio de un mecanismo que, en teoría, es incapaz de alterar ni una letra o una línea de la jurisprudencia existente. El proceso por el que se efectúa esta virtual legislación no es tanto imperceptible cuanto no reconocida. Habitualmente, utilizamos un doble lenguaje y conservamos aparentemente una doble e inconsistente serie de ideas respecto a una buena parte de nuestro sistema legal, que se halla guardado cual reliquia en casos y archivada en informes legales. Cuando unos hechos llegan ante un tribunal inglés para adjudicación, todo el curso del debate entre juez y abogado defensor asume que ninguna cuestión que requiera la aplicación de principios que no sean los ya establecidos o ninguna distinción que no haya sido anteriormente permitida va a plantearse o puede ser planteada. Se da absolutamente por sentado que hay en alguna parte una regla legal conocida que cubrirá los hechos de la disputa en litigio, y que, si tal regla no es descubierta, es sólo porque se carece de paciencia, conocimiento o agudeza para detectarla. Sin embargo, desde el momento en que se dictó sentencia y se presentó un informe, nos deslizamos inconsciente e inconfesadamente hacia un nuevo lenguaje y una nueva manera de pensar. Admitimos ahora que la nueva decisión ha modificado la ley. Las reglas aplicadas se han vuelto, para usar la expresión muy inexacta empleada a veces, más flexibles. De hecho, han sido cambiadas. Se ha hecho una clara adición a los precedentes, y el canon legal sacado de la comparación de éstos no es el mismo que obtendríamos si la serie de casos se hubiera cortado por el mismo patrón. Se nos escapa el hecho de que la vieja regla haya sido revocada y reemplazada por una nueva, porque no estamos habituados a poner en lenguaje preciso las fórmulas legales que derivamos de los precedentes, de tal modo que un cambio de contenido no es fácilmente detectado al menos que sea notorio y violento. No me detendré aquí a considerar en detalle las causas que han llevado a los abogados ingleses a consentir tales anomalías. Probablemente se descubrirá que, al principio, se aceptaba ciegamente que en alguna parte, in nubibus o in gremio magistratum, existía un cuerpo legal inglés completo, coherente, simétrico, de una amplitud suficiente para suministrar principios aplicables a cualquier combinación posible de circunstancias. Primero se creyó en esta teoría con más firmeza que ahora y, realmente, entonces tenía más fundamento. Los jueces del siglo XIII, tal vez, disponían de una mina de leyes desconocidas por la abogacía y el público profano, pues se sospecha con razón de que, en secreto, tomaban con gran libertad, aunque no siempre con prudencia, ideas de los compendios ordinarios del Derecho Romano y Canónico. Pero aquel almacén se cerró tan pronto como los puntos decididos en Westminster Hall devinieron lo bastante numerosos como para sentar las bases de un sistema duradero de jurisprudencia. Ahora bien, durante siglos, los que ejercen la ley inglesa se han expresado de tal modo que dan a entender la paradójica proposición de que, a excepción de la equidad y el derecho escrito, nada ha sido añadido a los principios fundamentales desde que fueron constituidos. No admitimos que nuestros tribunales legislan; queremos decir que nunca han legislado; y, sin embargo, mantenemos que el derecho consuetudinario inglés, con cierta ayuda del Tribunal de Chancillería y del Parlamento son coextensivas con los complicados intereses de la sociedad moderna.

Un cuerpo legal con una semejanza muy estrecha y reveladora a nuestro derecho casuístico en esos detalles que he mencionado, era conocido por los romanos con el nombre de Responsa Prudentum, las respuestas de los versados en la ley. La forma de estas Respuestas variaron mucho en los diferentes periodos de la jurisprudencia romana; pero, a lo largo de su curso, consistieron en glosas explicativas de documentos escritos autorizados y, al principio, eran exclusivamente colecciones de opiniones interpretativas de las Doce Tablas. Al igual que entre nosotros, todo el lenguaje legal se ajustó a la suposición de que el texto del viejo código permanecía inalterado. Existía la regla especial. Dejaba a un lado todas las glosas y comentarios y nadie admitía abiertamente que cualquier interpretación, por eminente que fuese el intérprete, estuviese libre de revisión de los venerables textos. Sin embargo, de hecho, los Libros de Respuestas que llevan los nombres de eminentes jurisconsultos alcanzaron al menos tanta autoridad como la de nuestros casos registrados, y constantemente modificaron, extendieron, limitaron, o prácticamente denegaron las estipulaciones del derecho decenviral. Los autores de la nueva jurisprudencia, durante toda la etapa de formación de ésta, profesaron el más diligente respeto por la letra del código. Ellos se limitaban a explicarlo, a descifrarlo, a extraerle todo su significado; pero, luego, como resultado, al juntar los textos, al ajustar la ley a los estados de hecho que se le presentaban, y al especular sobre las posibles aplicaciones a otros casos que podrían ocurrir, al introducir principios de interpretación derivados de la exégesis de otros documentos escritos que cayeron bajo su observación, sacaron a la luz una gran variedad de cánones en los que nunca soñaron los recopiladores de las Doce Tablas y que, en realidad, nunca o casi nunca se encuentran en éstas. Todos los tratados de los jurisconsultos demandaban respeto en base a su pretendida conformidad con el código, pero su relativa autoridad dependía de la reputación de los jurisconsultos individuales que los dieran a conocer. Un nombre, universalmente conocido, investía a un Libro de Respuestas con una fuerza obligatoria apenas menor que la detentada por las promulgaciones de la legislatura; y tal libro constituia, a su vez, una base para otro cuerpo de jurisprudencia. Las respuestas de los primeros jurisconsultos no fueron publicadas, en el sentido moderno, por el autor. Fueron escritas y editadas por sus discípulos y, por tanto, probablemente no fueron arregladas según un esquema de clasificación. Debe observarse cuidadosamente la parte de los estudiantes en estas publicaciones, porque el servicio que daban al profesor parece haber sido devuelto en la esmerada atención que éste prestaba a su educación. Los tratados educativos denominados instituta o comentarios, que son un fruto tardío de las obligaciones reconocidas entonces, se encuentran entre los rasgos más notables del sistema romano. Aparentemente, fue en estos trabajos -los instituta- y no en los libros destinados a los abogados profesionales, donde los jurisconsultos dieron al público sus clasificaciones y propuestas para modificar y mejorar la fraseología técnica.

Al comparar la Responsa Prudentum romana con su contraparte inglesa, debe tenerse muy en cuenta que la autoridad por la que se explica esta parte de la jurisprudencia romana no era el tribunal sino el estrado. La decisión de un tribunal romano, aunque terminante en un caso particular, no tenía autoridad ulterior excepto la que le daba la reputación profesional del magistrado que casualmente estaba en el cargo en ese momento. Propiamente hablando, no existía en Roma, durante la República, una institución análoga al Tribunal Superior de Justicia inglés (Bench), a las Cámaras de la Alemania Imperial, o a los Parlamentos (Parliaments) de la Francia monárquica. Naturalmente, había magistrados que desempeñaban importantes funciones judiciales en sus varios departamentos, pero la tenencia de la magistratura era solamente de un año; de ahí que se asemejase más a un cargo cíclico, en el que cIrculaban los líderes de la abogacía, que a una magistratura permanente. Mucho podría hablarse sobre el origen de un estado de cosas que a nosotros nos parece una anomalía asombrosa, pero que era, de hecho, mucho más análogo -de lo que es el nuestro- al espíritu de las sociedades antiguas, propensas siempre a separarse en órdenes bien precisos que, por muy exclusivos que fueran, no toleraban ninguna jerarquía profesional por encima de ellos.

Es asombroso que este sistema no produjera ciertos efectos previsibles. Por ejemplo, no popularizó el Derecho Romano, no disminuyó, como ocurrió en algunas de las Repúblicas griegas, el esfuerzo intelectual requerido para el dominio de la ciencia legal, a pesar de que no se oponían barreras artificiales a su difusión y presentación autorizada. Al contrario, si no hubiera sido por el efecto de un conjunto diferente de causas, muy probablemente la jurisprudencia romana se habría vuelto tan minuciosa, técnica y difícil como cualquiera de los sistemas que han prevalecido desde entonces. Una vez más, una consecuencia que era naturalmente previsible, no parece haberse manifestado en ningún momento. Hasta que las libertades de Roma fueron coartadas, los jurisconsultos formaban una clase muy indefinida, y su número debe haber fluctuado enormemente. Sin embargo, no parece que se albergaran dudas sobre el buen juicio de ciertos individuos particulares cuya opinión, en su tiempo, se consideraba terminante en los casos que se les sometian. Los vividos retratos de la práctica diaria de un jurisconsulto famoso que abundan en la literatura latina -los clientes del campo atropándose en su antesala por la mañana temprano y los estudiantes de un lado a otro con sus cuadernos de notas para registrar las respuestas del gran abogado- rara vez o nunca se identifican, en un momento dado, más que con uno o dos nombres famosos. Debido, asimismo, al contacto directo entre cliente y abogado, el pueblo romano parece haber estado siempre alerta sobre la caida o subida de la reputación profesional, y existen abundantes pruebas, en concreto en el bien conocido discurso de Cicerón Pro Muraena, de que la reverencia del vulgo hacia el éxito forense pecaba más por exceso que por defecto.

Es indudable que la fuente de la característica excelencia y pronta abundancia de principios del Derecho Romano radica en las peculiaridades que hemos notado en el instrumento mediante el cual se efectuó su desarrollo. El desarrollo y exuberancia de los principios estuvo fomentado, en parte, por la competencia de los expositores de la ley, influencia totalmente ausente donde existe un Tribunal Supremo de Justicia, al que el rey o la República confían la prerrogativa de la justicia. El instrumento principal era, sin duda, la multiplicación incontrolada de cosas que esperaban una decisión legal. El estado de cosas que despertaba genuina perplejidad en un cliente del campo no podía ayudar realmente al jurisconsulto a formar el fundamento de su respuesta, o decisión legal, mejor que un conjunto de circunstancias hipotéticas propuestas por un discípulo ingenioso. Todas las combinaciones factuales posibles estaban en igualdad de condiciones, sin importar que fueran reales o imaginarias. No le afectaba al jurisconsulto el que su opinión fuese momentáneamente denegada por el magistrado que adjudicaba el caso de su cliente, al menos que, por casualidad, el magistrado estuviese por encima de él en conocimiento legal o en estima profesional. No quiero decir, por supuesto, que el abogado se olvidara completamente de los intereses de su cliente, pues éste era, primero, la base de poder del abogado y, luego, su pagador. Sin embargo, el medio principal que gratificaba la ambición del abogado residía en la buena opinión de los miembros de su clase profesional y es obvio que, bajo un sistema como el que acabo de describir, el éxito era más fácilmente asegurado si se tomaba cada uno de los casos como muestra de un gran principio o ejemplificación de una importante sentencia, en lugar de limitarlo a un mero triunfo forénsico aislado. Una influencia todavía más poderosa debe haber sido ejercida por la falta de un control preciso sobre la insinuación e invención de posibles problemas. Las facilidades para desarrollar una regla general se acrecientan inmensamente cuando los datos pueden ser multiplicados al gusto. Tal como se practica el derecho entre nosotros, el juez no puede salirse del conjunto de hechos que se le presentan a él o que se le hayan presentado a sus predecesores. Según el caso, cada conjunto de acontecimientos que es adjudicado recibe una especie de consagración. Adquiere ciertas cualidades que lo distinguen de cualquier otro caso, genuino o hipotético. Pero en Roma, como he tratado de explicar, no existía nada parecido al Tribunal Supremo de Justicia o Cámara de Jueces, y, por tanto, ninguna combinación de hechos poseía más valor particular que cualquier otra. Cuando se solicitaba la opinión de un jurisconsulto sobre algún asunto, no había nada que le impidiese -si era persona dotada del sentido de la analogía- aducir y considerar de inmediato una gran variedad de supuestos problemas que posiblemente sólo guardaban una relación muy remota con el caso específico. Independientemente de cuál fuera el consejo práctico dado al cliente, el responsum, atesorado en los cuadernos de notas de los discípulos, sin duda examinaba las circunstancias como si estuvieran regidas por un gran principio o incluidas en una regla comprensiva. Nada semejante ha sido posible entre nosotros, y hay que reconocer que muchas de las críticas dirigidas al Derecho Inglés, dada la forma en que han sido enunciadas, lo han perdido de vista. La renuencia de nuestros tribunales a declarar principios debe atribuirse con más razón a la escasez relativa de nuestros precedentes, por voluminosos que parezcan al que no conoce ningún otro sistema, que al temple de nuestros jueces. Cierto que, en cuanto a riqueza de principios legales, somos considerablemente más pobres que otras naciones europeas. Pero debe recordarse que aquéllas tomaron la jurisprudencia romana como fundamento de sus instituciones civiles. Construyeron sus muros sobre las ruinas del Derecho Romano; pero los materiales y la calidad del residuo no son superiores a la estructura erigida por la judicatura inglesa.

El periodo de libertad romano fue la época que imprimió un carácter distintivo a la jurisprudencia romana, y a lo largo de su primera etapa, el desarrollo del derecho se realizó, en buena parte, mediante las respuestas de los jurisconsultos. Pero, a medida que nos aproximamos a la caída de la República, hay indicios de que las respuestas se hallaban a punto de asumir una forma que debe haber sido fatal para su expansión ulterior. Estaban en proceso de sistematización y reducción a compendios. Se dice que Q. Mucius Scaevola, el Pontífice, había publicado un manual de todo el Derecho Civil, y en los escritos de Cicerón se hallan indicios de una creciente aversión hacia los viejos métodos, en comparación con los instrumentos más activos de la innovación legal. El Edicto, o proclama anual del Pretor, se había convertido en el mecanismo principal de la reforma legal, y L. Cornelius SyIla, al lograr que se promulgara el enorme grupo de estatutos conocidos como Leges Corneliae, había demostrado que pueden efectuarse mejoras muy rápidas mediante la legislación directa. El golpe final a las respuestas fue dado por Augusto, quien limitó a unos pocos jurisconsultos eminentes el derecho de emitir opiniones con carácter obligatorio sobre los casos que se les presentaban, cambio que, a pesar de que nos acerca a las ideas del mundo moderno, por razones obvias, debe haber alterado fundamentalmente las características de la profesión legal y la naturaleza de su influencia en el derecho romano. En un periodo posterior, surgió otra escuela de jurisconsultos: las grandes luminarias de la jurisprudencia de todos los tiempos. Pero Ulpiano y Paulus, Gayo y Papinio no eran autores de respuestas. Sus trabajos consistían en tratados regulares sobre aspectos particulares del derecho, especialmente de los edictos pretorianos.

En el capítulo siguiente, se analizarán la equidad de los romanos y el edicto pretoriano, mediante el cual la primera fue introducida en su sistema. Sobre el Derecho Escrito baste decir que fue escaso durante la Republica, pero devino muy voluminoso durante el Imperio. El clamor del pueblo no apuntaba hacia un cambio en las leyes, a las que generalmente dan más valor del que tienen, sino hacia su pura, completa y fácil administración; y el recurso al cuerpo legislativo se dirigía de un modo directo a la remoción de algun abuso notorio o a la resolución de alguna disputa irremediable entre clases y dinastías. Parecía existir en la mente romana alguna asociación entre la promulgación de un amplio cuerpo de estatutos y el acomodo de la sociedad después de una gran conmoción social. Sylla distinguió su organización de la Republica mediante las Leges Corneliae; Julio César proyectó adiciones importantes al Derecho Escrito; Augusto hizo aprobar el importantísimo grupo de las Leges Juliae, y, entre los emperadores posteriores, los más activos promulgadores de constituciones son príncipes que, como Constantino, tuvieron que reacomodar los intereses del mundo. El verdadero periodo del Derecho Romano escrito no comienza hasta el establecimiento del Imperio. Las promulgaciones de los emperadores, revestidas, en principio, con el manto de la sanción popular, pero luego emanadas abiertamente de la prerrogativa imperial, adquieren una solidez creciente, desde la consolidación del poder de Augusto hasta la publicación del Código de Justiniano. Como veremos, ya durante el reinado del segundo emperador, el estado del derecho y el modo de administrarlo se acercaban considerablemente a las formas que nos son familiares. Había surgido un derecho escrito y un tribunal de expositores limitado. Muy pronto habría de añadírsele una tribuna permanente de apelación y una colección de interpretaciones sancionadas. De este modo, nos acercamos a las ideas de nuestro tiempo.


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