Índice de El derecho antiguo de Henry MaineCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO III

Derecho natural y equidad

La teoría de un conjunto de principios legales, autorizados por su superioridad intrínseca a reemplazar al viejo derecho, muy pronto se difundió en el estado romano y en Inglaterra. Ese agregado de principios, existente en cualquier sistema, ha sido denominado equidad en los capítulos precedentes, término que, como veremos, es una (aunque solamente una) de las designaciones con las que este instrumento del cambio legal era conocido por los jurisconsultos romanos. La jurisprudencia del Tribunal de Chancillería, que lleva el nombre de equidad en Inglaterra, sólo podría ser analizado adecuadamente en un tratado separado. Su contextura es extremadamente compleja, y deriva sus materiales de varias fuentes heterogéneas. Los primeros cancilleres eclesiásticos le aportaron del Derecho Canónico muchos de los principios que yacen en lo más profundo de su estructura. El Derecho Romano, más fértil que el Derecho Canónico en reglas aplicables a conflictos seculares, fue muy utilizado por una generación posterior de jueces de la Chancillería. Entre las sentencias registradas de éstos, a menudo hallamos metidos textos completos del Corpus Juris Civilis, con sus términos inalterados, aunque su origen nunca es explícitamente reconocido. Más recientemente todavía, y sobre todo a mediados y en la última mitad del siglo XVIII, el sistema mixto de jurisprudencia y moral social, ideado por los publicistas de los Países Bajos, parece haber sido muy estudiado por los jurisconsultos ingleses. Estas obras tuvieron una tremenda influencia en los fallos del Tribunal de Chancillería, desde la CanciIlería de Lord Talbot hasta el comienzo de la Cancillería de Lord Eldon. El sistema, que tomó sus ingredientes de partes tan variadas, estuvo muy controlado en su desarrollo para poderse ajustar a las analogías del derecho consuetudinario, pero siempre ha respondido a la descripción de un cuerpo de principios legales comparativamente nuevos y con pretensiones de anular la vieja jurisprudencia del país, so pretexto de una intrínseca superioridad ética.

La equidad de Roma era una estructura mucho más simple y su desarrollo, a partir de su aparición, puede ser fácilmente trazado. Su carácter e historia merecen un examen minucioso. Es la raíz de varias concepciones que han ejercido una profunda influencia en el pensamiento humano, y mediante el pensamiento humano han afectado seriamente el destino de la humanidad.

Los romanos decían que su sistema legal constaba de dos ingredientes. Todas las naciones, dice el Tratado Institucional, publicado bajo la autoridad del emperador Justiniano, que están gobernadas por leyes y costumbres, en parte están gobernadas por sus propias leyes que son patrimonio común de toda la humaniáad. Las leyes que promulga un pueblo se denominan Derecho Civil de ese pueblo, pero aquellas que la razón natural prescribe para toda la humanidad se denominan Derecho de Gentes (o Derecho Internacional), porque todas las naciones lo usan. Se suponía que la parte del derecho que la razón natural prescribe para toda la humanidad era el elemento que el edicto pretoriano había introducido en la jurisprudencia romana. En otra parte, se llama sencillamente Jus Naturale o Derecho Natural, y se cree que sus ordenanzas han sido dictadas por la Equidad Natural (naturalis aequitas) y por la razón natural. Trataré ahora de descubrir el origen de esas frases famosas: Derecho de Gentes, Derecho Natural y Equidad, y revelar de qué modo las concepciones que indican están mutuamente relacionadas.

Es sorprendente, aun para el estudioso más superficial de la historia romana, lo mucho que afectó el destino de la República la presencia de extranjeros quienes, bajo nombres diferentes, se establecieron en su suelo. Las causas de esta inmigración son discernibles en lo que toca a un periodo tardío, pues se puede fácilmente entender por qué hombres de todas las razas desearían asentarse en la dueña del mundo. Pero el mismo fenómeno de una numerosa población de extranjeros y ciudadanos naturalizados ocurre, según los registros más antiguos, al comienzo del Estado romano. No hay duda de que la gran inestabilidad social en la antigua Italia, compuesta como estaba, en buena medida, por tribus merodeadoras, animó a los individuos a trasladarse al territorio de cualquier comunidad lo bastante poderosa para protegerse y protegerlos del ataque exterior, aun cuando esa protección se comprara a un alto precio: tasas impositivas muy altas, privación de derechos políticos y una buena dosis de humillación social. Es probable, no obstante, que la explicación anterior sea incompleta y que solamente podría perfeccionarse teniendo en cuenta las activas relaciones comerciales que, aunque apenas se reflejan en las tradiciones militares de la República, Roma parece haber, de hecho, mantenido con Cartago y con el interior de Italia en tiempos prehistóricos. Independientemente de cuáles fueran las circunstancias a las que la inmigración era atribuible, el elemento extranjero en la República determinó el curso total de su historia, que, en todas sus etapas, es poco más que una narración de conflictos entre una nacionalidad inquebrantable y una población extranjera. Nada semejante se ha presenciado en la época moderna; de una parte, porque las modernas comunidades europeas nunca -o casi nunca- han recibido un flujo de inmigrantes extranjeros lo bastante numeroso para hacerse sentir entre el volumen de los ciudadanos nativos, y de otra parte, porque los Estados modernos, aglutinados en su lealtad a un rey o a un superior político, absorben grupos considerables de inmigrantes con una rapidez desconocida en el mundo antiguo, en el que los ciudadanos originales de una República siempre creían estar unidos por parentesco consanguíneo y resentían las peticiones de igualdad de privilegios como una usurpación de sus derechos de nacimiento. En los comienzos de la República romana, el principio de la exclusión absoluta de los extranjeros impregnó el Derecho Civil y la Constitución. El extranjero o el naturalizado no podía participar en absoluto en una institución que se supusiera contemporánea del Estado. No podía recibir los beneficios de la Ley Quiritaria. No podía ser parte interesada en el nexum que era, a la vez, la escritura de traspaso y el contrato entre los primitivos romanos. No podía entablar juicio por Acción Sacramental, un modo de litigación, cuyo origen se remonta a la misma infancia de la civilización. A pesar de todo, ni la seguridad ni el interés de Roma, lo dejaban totalmente proscrito. Todas las comunidades antiguas corrían el riesgo de ser destruidas por la más ligera alteración de su equilibrio y el mero instinto de conservación obligó a los romanos a idear ciertos métodos para regular los derechos y los deberes de los extranjeros, quienes podían, de otro modo -y esto constituía un peligro real en el mundo antiguo- recurrir a la lucha armada para resolver sus problemas. Además, en ningún momento de la historia romana, se abandonó totalmente el comercio internacional. Por tanto, probablemente se asumió jurisdicción en las reyertas en las que las partes eran extranjeros, o un nativo y un extranjero, en parte, como medida política y, en parte, para fomentar el comercio. La asunción de esa jurisdicción implicó la necesidad inmediata de descubrir algunos principios sobre los que se podrían saldar las cuestiones que iban a ser adjudicadas. Los principios que los jurisconsultos romanos aplicaron a este fin eran fundamentalmente característicos de su tiempo. Se negaron, como ya he señalado, a decidir los casos nuevos mediante el puro Derecho Civil romano. Rehusaron aplicar el derecho del Estado específico del que procedía el litigante extranjero, sin duda porque aparentemente implicaba una especie de degradación. Recurrieron así, al expediente de seleccionar reglas legaes que eran comunes a Roma y a las diferentes comunidades italianas en las que los extranjeros habían nacido. En otras palabras, se pusieron a formar un sistema que respondía al significado primitivo y literal del Jus Gentium, es decir, el Derecho común a todas las naciones. El Jus Gentium era, de hecho, la suma de las costumbres comunes de las antiguas tribus italianas, pues éstas formaban todas las naciones que los romanos podían realmente observar y que enviaron olas sucesivas de inmigrantes al suelo romano. Siempre que se veía que un uso particular era practicado por un gran número de razas separadas se registraba como parte del Derecho Consuetudinario de todas las naciones o Jus Gentium. Así, aunque la cesión de la propiedad adoptaba formas muy distintas en las diferentes Repúblicas que rodeaban Roma, el traspaso, tradición o entrega, de hecho, eran parte del ritual en todas ellas. Por ejemplo, formaba parte, aunque secundaria, de la Mancipación o traslación de domimo privativa de Roma. La tradición era probablemente el único ingrediente común de los modos de traslación de dominio que los jurisconsultos pudieron observar y fue puesta por escrito como una institución Juris Gentium o regla común en el derecho de todas las naciones. Un amplio número de otros usos fueron escudriñados con resultados parecidos. En todos ellos se descubrió alguna característica común, con un propósito común, y esta característica fue clasificada en el Jus Gentium. El Jus Gentium fue, por tanto, una colección de reglas y principios que, según se pudo observar, eran comunes en las instituciones que prevalecían entre las distintas tribus italianas.

Las circunstancias del origen del Jus Gentium constituyen suficiente salvaguardia contra el error de suponer que los jurisconsultos romanos tenían un respeto especial por él. Era el fruto, en parte, de su desdén por toda ley extranjera y, en parte, de su renuencia a dar al extranjero las ventajas de su propio Jus Civile indígena. Cierto que, en la actualidad, tomaríamos probablemente un punto de vista muy diferente sobre el Jus Gentium, si estuviéramos realizando la operación que efectuaban los jurisconsultos romanos. Otorgaríamos cierta superioridad o precedencia al elemento que hubiéramos considerado subyacente a toda la variedad de usos. Tendríamos cierto respeto por reglas y principios tan universales. Tal vez hablaríamos del ingrediente común como de la esencia de la transacción en que entraba y estigmatizaríamos el aparato restante de la ceremonia, el cual variaba en las diferentes comunidades, como adventicio y accidental. O tal vez, inferiríamos que las razas que estábamos comparando habían obedecido, en otro tiempo, a un gran sistema de instituciones comunes cuya reproducción era el Jus Gentium, y que los usos complicados de las Repúblicas separadas eran solamente corrupciones y degeneraciones de las ordenanzas más sencillas que habían regulado en otro tiempo su estado primitivo. Pero el resultado al que las ideas modernas conducen al observador son, en la medida de lo posible, el reverso de aquel al que llegaba instintivamente el romano primitivo. Lo que nosotros respetamos o admiramos, aquél le tenía aversión o miraba con un temor celoso. Las partes de la jurisprudencia que él reverenciaba son exactamente las que un teórico moderno deja al margen de su consideración por accidentales y transitorias: las acciones solemnes de la mancipación, las primorosamente ajustadas preguntas y respuestas del contrato verbal, las infinitas formalidades de alegación y tramitación. El Jus Gentium era simplemente un sistema que se le metió a la fuerza por necesidades políticas. Lo estimaba tanto como a los extranjeros de cuyas instituciones derivaba y para cuyo beneficio estaba concebido. Se requería una revolución completa de las ideas antes de que pudiera exigir su respeto, y fue tan completa cuando por fin ocurrió, que la verdadera razón de que nuestra moderna estimación por el Jus Gentium difiera, de la que acabamos de describir es que la jurisprudencia y filosofía modernas han heredado los puntos de vIsta modernos de los jurisconsultos posteriores en este asunto. Llegó un momento en que, de un accesorio innoble del Jus Civile, el Jus Gentium empezó a ser considerado un gran pensamiento, un modelo todavía imperfectamente desarrollado al que todo derecho debería someterse en la medida de la posible. La crisis se produjo cuando la ley griega del Derecho Natural se aplicó a la administración positiva romana del Derecho de Gentes.

El Jus Naturale o Derecho Natural es simplemente el Jus Gentium o Derecho Internacional visto a la luz de una teoría especial. Ulpiano, con la propensión a hacer distinciones y matices característica del jurisconsulto, hizo un intento desafortunado de separarlo; sin embargo, el lenguaje de Gayo -una autoridad eminente- y el pasaje de los lnstituta antes citado no dejan lugar a dudas de que las expresiones eran prácticamente convertibles. La diferencia entre ellas era enteramente histórica y ninguna distinción esencial podría establecerse. Casi huelga añadir que la confusión entre Jus Gentium, o Derecho Consuetudinario común a todas las naciones, y Derecho Internacional es totalmente moderna. La expresión clásica para Derecho Internacional es Jus Feciale o la ley de la negociación y la diplomacia. Es, sin embargo, incuestionable que las impresiones vagas sobre el significado de Jus Gentium contribuyeron a producir la teoría moderna de que las relaciones de los Estados independientes están normadas por el Derecho Natural.

Es, pues, necesario investigar las concepciones griegas de naturaleza y su ley. La palabra (palabra en griego que nos resulta imposible reproducir. N.d.E), que se convirtió en latín natura, y en nuestra naturaleza, originalmente denotaba, más allá de cualquier duda, el universo material contemplado en un aspecto que -con nuestra presente distancia intelectual de aquellos tiempos- no es muy fácil de delinear en lenguaje moderno. La naturaleza significa el mundo físico considerado como resultado de algún elemento o ley primordial. Los más antiguos filósofos griegos solían explicar la obra de la creación como la manifestación de algún principio único que atribuyeron al movimiento, a la fuerza, al fuego, a la humedad, o a la generación. En un sentido más simple y antiguo, la naturaleza es precisamente el universo físico considerado en esta forma como la manifestación de un principio. Después, las sectas griegas posteriores, volviendo a la senda de la que los grandes intelectos de Grecia se habían apartado, añadieron el mundo moral al fisico en la concepción de naturaleza. Ampliaron el término hasta abarcar no meramente la creación visible, sino también los pensamientos, observancias y aspiraciones de la humanidad. No obstante, como antes, lo que ellos entendían por naturaleza no eran únicamente los fenómenos morales de la sociedad humana sino también estos fenómenos considerados resolubles en algunas leyes generales y sencillas.

Ahora bien, lo mismo que los más antiguos teóricos griegos suponían que los juegos del azar habían cambiado el universo material de su sencilla forma primitiva a la heterogénea condición actual, así sus descendientes intelectuales imaginaron que, de no ser por un enojoso accidente, la raza humana se habría sometido a las reglas de conducta más sencillas y a una vida menos tempestuosa. VivIr conforme a la naturaleza se vino a considerar como el fin para el que el hombre fue creado y que los mejores iban a lograrlo. Vivir conforme a la naturaleza era elevarse, por encima de los hábitos desordenados y las gratificaciones groseras del vulgo, a acciones superiores que nada le permitiría cumplirlas al aspirante, excepto la abnegación y el dominio de sí mismo. Es notorio que esta proposición -vivir conforme a la naturaleza- era la suma de los principios de la conocida filosofía estoica. Ahora bien, una vez conquistada Grecia, esa filosofía hizo progresos considerables en la sociedad romana. Poseía una fascinación natural para la clase poderosa que, en teoría, al menos, se adhería a los hábitos sencillos de la antigua raza italiana y desdeñaba rendirse a las innovaciones de modas extranjeras. Esas personas comenzaron inmediatamente a afectar los preceptos de vida estoicos conforme a la naturaleza, afectación tanto más grata y, yo añadiría, tanto más noble, por su contraste con la ilimitada disolución que se estaba difundiendo por la ciudad imperial tras el pillaje del mundo y el ejemplo tomado de las razas más aficionadas al lujo. Podemos estar seguros, aunque no lo sepamos históricamente, que, al frente de los discípulos de la nueva escuela griega, figuraban los jurisconsultos romanos. Contamos con pruebas abundantes de que, por haber esencialmente sólo dos profesiones en la República romana, los militares eran identificados generalmente con el partido del movimiento, y los jurisconsultos se hallaban a la cabeza del partido de la resistencia.

La alianza de los jurisconsultos y filósofos estoicos duró muchos siglos. Algunos de los nombres más antiguos en la serie de jurisconsultos renombrados están asociados al estoicismo, y finalmente tenemos que la edad de oro de la jurisprudencia romana, por consenso general, ha sido fijada en la época de los Antoninos, los discípulos más famosos a quienes esa filosofía había dado un precepto vital. La amplia difusión de estas ideas entre los miembros de una profesión particular tenía que afectar el arte que practicaban e influian. Algunas posiciones que encontramos en las obras póstumas de los jurisconsultos romanos apenas son inteligibles a menos que se utilicen los principios estoicos como clave; pero, al mismo tiempo, es un error serio, aunque muy común, medir la influencia del estoicismo en el Derecho Romano contando el número de reglas legales que pueden ser confiadamente legitimadas mediante los dogmas estoicos. Se ha señalado con frecuencia que la fuerza del estoicismo residía no en sus cánones de conducta que, a menudo, eran repulsivos o ridícu!os, sino en el gran -si bien vago- principio que inculcaba la resistencia a toda pasión. De modo parecido, la influencla de las teorías griegas sobre la jurisprudencia, que tuvo su expresión más precisa en el estoicismo, consistió no en el número de posiciones específicas que aportó al Derecho Romano, sino en la única asunción fundamental que le prestaron. Después de que el término naturaleza se volvió una palabra familiar entre los romanos, gradualmente fue prevaleciendo entre los jurisconsultos romanos la creencia de que el viejo Jus Gentium era, de hecho, un código perdido de la naturaleza y que el pretor, al idear una jurisprudencia de edictos en base a los principios del Jus Gentium estaba poco a poco restableciendo un modelo del que el derecho se había alejado sólo para deteriorarse. La inferencia de esta creencia era inmediata: era deber del pretor reemplazar el Derecho Civil, en la medida de lo posible, para revivir las instituciones mediante las cuales la naturaleza había gobernado al hombre en el estado primitivo. Claro está que existían muchos impedimentos para mejorar el derecho por este procedimiento. Pueden haber existido prejuicios a superar aun en la misma profesión legal, y los hábitos romanos eran demasiado tenaces para ceder de inmediato a una mera teoría filosófica. Los métodos indirectos, utilizados por el edicto para combatir ciertas anomalías técnicas, muestran la precaución que sus autores se veían obligados a guardar, y, hasta la época de Justiniano, había ciertas partes del viejo derecho que habían obstinadamente resistido su influencia. Pero, en conjunto, el progreso de los romanos en la mejora legal fue asombrosamente rápido tan pronto como fue estimulada por el Derecho Natural. Las ideas de simplificación y generalización habían estado asociadas siempre con la concepción de naturaleza; sencillez, simetría e inteligibilidad comenzaron a ser consideradas como las características de un buen sistema legal y desapareció completamente el gusto por el lenguaje difuso, ceremoniales y dificultades inútiles. Se necesitó la fuerte voluntad y oportunidades extraordinarias de Justiniano para dar al Derecho Romano su forma existente; sin embargo, el plan básico del sistema había sido efectuado mucho antes de las reformas imperiales.

¿Cuál era el punto de contacto exacto entre el viejo Jus Gentium y el Derecho Natural? En mi opinión, se tocan y combinan por medio de la Aequitas o equidad en su sentido original, y aquí, aparentemente, nos hallamos ante la primera aparición en Jurisprudencia de este famoso término: equidad. Al examinar una expresión que tiene un origen tan remoto y una historia tan larga como ésta, siempre es más seguro profundizar, si es posible, en la metáfora o figura sencilla que al principio simbolizaba la concepción. Se ha creído generalmente que Aequitas es el equivalente del griego (palabra en griego que nos resulta imposible reproducir N.d.E.) es decir, el principio de distribución igualitaria o proporcionada. La división igualitaria de números o magnitudes físicas está sin duda estrechamente unida a nuestra percepción de la justicia; pocas asociaciones mantienen su puesto en la mente con tanta persistencia o se rechazan con tanta dificultad aun entre los más profundos pensadores. Sin embargo, al trazar la historia de esta asociación descubrimos que no parece haberse planteado al pensamiento más antiguo sino que es producto de una filosofía relativamente tardía. Es interesante también que la igualdad de las leyes de la que tan orgullosas se sentían las democracias griegas -aquella igualdad que, según la bella canción báquica de Calístrato, fue dada a Atenas por Harmodio y Aristogitón- tenía poco en común con la equidad de los romanos. La primera era la administración equitativa del derecho civil entre los ciudadanos; la última, implicaba la aplicación del derecho, que no era un derecho civil, a una clase que no necesariamente consistía de ciudadanos. La primera excluia al déspota; la última incluia a los extranjeros y, para ciertos fines, a los esclavos. En conjunto, me inclinaría por buscar en otra dirección el germen de la equidad romana. La palabra latina aequus lleva implícito más claramente el sentido de nivelación que la griega (palabra en griego que no podemos reproducir N.d.E.). Ahora bien, la tendencia niveladora era justamente la característica del Jus Gentium, que sería lo más impresionante para un romano primitivo. La Ley Quiritaria pura, reconocía una multitud de distinciones arbitrarias entre clases de hombres y tipos de propiedad; el Jus Gentium, generalizado a partir de una comparación de distintas costumbres, dejaba a un lado las divisiones quiritarias. El viejo Derecho Romano establecía, por ejemplo, una diferencia fundamental entre relación agnática y cognática, es decir, entre la familia considerada en relación al acatamiento común a la autoridad patriarcal, y la familia considerada (conforme a las ideas modernas) como unidad por el mero hecho de la descendencia común. Esta distinción desaparece en el derecho común a todas las naciones, así como la diferencia entre las formas arcaicas de la sociedad: cosas Mancipi y cosas Nec Mancipi. El abandono de deslindes y límites me parece, por tanto, el rasgo del Jus Gentium que fue descrito en la Aequitas. Me imagino que, al principio, la palabra era una mera descripción de aquella nivelación constante o eliminación de irregularidades que prosiguió cada vez que el sistema pretoriano se aplicó a los casos de litigantes extranjeros. Probablemente, al principio, la expresión no tuvo un significado ético de uno u otro color; tampoco existe razón para creer que el proceso que indicaba era otra cosa más que desagradable a la mente romana primitiva.

Por otra parte, el rasgo del Jus Gentium que se presentaba a la comprensión de un romano mediante la palabra equidad era precisamente la primera y más vívidamente comprendida característica de un hipotético estado natural. La naturaleza implicaba orden simétrico, primero, en el mundo físico, y, luego, en el moral, y la más antigua noción de orden implicaba líneas rectas, superficies planas y distancias medidas. El mismo tipo de imagen o figura vendría inconscientemente a la mente tanto si ésta se esforzaba en concebir las características del supuesto estado natural como si, de un vistazo, trataba de comprender la administración real de la ley comun a todas las naciones, y todo lo que sabemos del pensamiento primitivo nos llevaría a concluir que esta semejanza ideal contribuiría, en buena medida, a alentar la creencia en una identidad de las dos concepciones. Pero entonces, mientras el Jus Gentium gozaba de poco o ningún crédito anterior en Roma, la teoría de un Derecho Natural entró rodeada de todo el prestigio de una autoridad filosófica, y cubierta del encanto que le prestaba su asociación con un estado más dichoso de la raza humana. Es fácil comprender cómo los diferentes puntos de vista podían afectar la dignidad del término que, a la vez, describía el funcionamiento de los viejos principios y el resultado de la nueva teoría. Incluso para oídos modernos no es la mismo describir un proceso como nivelación que llamarle corrección de anomalías, aunque la metáfora sea precisamente la misma. Tampoco dudo que, en cuanto se entendió que la Aequitas aludía a la teoría griega, las asociaciones resultantes de la noción griega de (palabra griega que no podemos reproducir N.d.E.), comenzaron a apiñársele. El lenguaje de Cicerón vuelve más que probable que esto haya sido así y era la primera etapa de la transmutación de una concepción de equidad que casi todo sistema ético que ha aparecido desde entonces ha contribuido en mayor o menor medida a continuar.

Algo debe añadirse sobre la mediación formal por la que, los principios y las distinciones asociadas, primero con el derecho comun a todas las naciones y después con el Derecho Natural, se incorporaron en el Derecho Romano. En el momento de crisis de la primitiva historia romana que está marcada por la expulsión de los tarquinos, ocurrió un cambio que tiene su paralelo en los viejos anales de muchos Estados antiguos, pero que guarda muy poco en común con los cambios políticos que ahora denominamos revolución. Puede describirse mejor diciendo que la monarquía fue puesta en servicio activo. Los poderes hasta entonces concentrados en las manos de una sola persona fueron distribuidos entre cierto número de funcionarios electivos, al tiempo que se retuvo el mismo nombre de oficio real y se propuso a un personaje conocido a partir de entonces como Rex Sacrorum o Rex Sacrifilus. Como parte del cambio, los deberes prescritos del cambio judicial supremo recayeron en el pretor, entonces primer funcionario de la República, y junto con estos deberes se le transfirió la supremacía indefinida sobre el derecho y la legislación que siempre iba unida a los antiguos soberanos y que se relacionaba con la autoridad patriarcal y heroica que habían disfrutado en otro tiempo. Las circunstancias de Roma otorgaron gran importancia a la más indefinida porción de las funciones así transferidas, pues con el establecimiento de la República comenzaron aquella serie de juicios recurrentes que sobrepasaron al Estado, ante la dificultad de tratar a una multitud de personas que, si bien no se avenían a la descripción técnica de romanos nativos, vivían permanentemente dentro de la jurisdicción romana. Las disputas entre tales personas, o entre esas personas y ciudadanos nativos, habrían permanecido sin los límites impuestos por el Derecho Romano, si el pretor no se hubiera comprometido a resolverlos, y él, muy pronto, debe haberse alistado personalmente en las disputas más críticas que con la ampliación del comercio surgieron entre los súbditos romanos y los extranjeros. El gran incremento de tales casos en los tribunales romanos en el periodo de la Primera Guerra Púnica está marcado por el nombramiento de un pretor especial, conocido posteriormente con el nombre de Praetor Peregrinus, que les prestó toda su atención. Mientras, una precaución del pueblo romano para evitar el renacimiento de la opresión había consistido en obligar a cada magistrado, cuyos deberes tuvieran propensión a extender su esfera de acción, a publicar, al comenzar su cargo anual un edicto o decreto en el que declaraba la manera en que iba a administrar su departamento. El pretor estaba sujeto a esa regla igual que otros magistrados; pero, como era necesariamente imposible componer todos los años un sistema separado de principios, parece haber vuelto a publicar, con cierta regularidad, el edicto de su predecesor. Al anterior, segun la exigencia del momento y su propio punto de vista legal, se le introducían adiciones y cambios. El decreto del pretor, ampliado de este modo cada año, recibió el nombre de Edictum Perpetuum, es decir, el edicto continuo y no interrumpido. La longitud inmensa que alcanzó, junto quizá con un cierto disgusto por su textura necesariamente desordenada hizo que se detuviese la práctica de aumentarlo en el año de Salvius Julianus, quien ocupó la magistratura en el reinado del emperador Adriano. El edicto de ese pretor abarcó todo el cuerpo de jurisprudencia sobre equidad, que probablemente dispuso en un orden nuevo y simétrico y el edicto perpetuo es por eso citado a menudo en Derecho Romano como el Edicto Julianus.

Tal vez la primera pregunta que se le plantea a un inglés que examine los mecanismos peculiares del edicto es: ¿cuáles eran las limitaciones de estos amplios poderes del pretor?; ¿cómo se conciliaba una autoridad tan poco definida con una condición fija de la sociedad y del derecho? La respuesta sólo puede darse tras una cuidadosa observación de las condiciones en que opera el Derecho Inglés. Debe recordarse que el pretor era un jurisconsulto o una persona que se hallaba por entero en manos de consejeros que eran jurisconsultos, y es probable que todo abogado romano esperase con impaciencia el día en que ocuparía o controlaría la gran magistratura judicial. En el intervalo, sus gustos, sentimientos, prejuicios, y grado de ilustración eran inevitablemente los de su propia clase, y, finalmente, aportaba a su cargo las calificaciones que había adquirido en el estudio y ejercicio de su profesión. Un canciller inglés recibe precisamente el mismo tipo de entrenamiento y lleva al woolsack (asiento del canciller del reino en la Cámara de los Lores en la Gran Bretaña), las mismas calificaciones. Cuando asume el poder, se espera que cuando lo abandone habrá modificado, hasta cierto punto, la ley; sin embargo, hasta que haya dejado su asiento y completado la serie de decisiones que quedan en las Relaciones de Pleitos, no podremos descubrir en qué grado habrá dilucidado o añadido principios a los que sus predecesores le legaron. La jurisprudencia del pretor -en la jurisprudencia romana- difería solamente respecto a la duración del periodo a su cargo. Como ya se ha señalado, estaba en el cargo un año solamente, y las decisiones que tomaba en ese año, aunque naturalmente irreversibles en lo que toca a los litigantes, no poseían un valor ulterior. El momento más natural para declarar los cambios que se proponía realizar ocurría, por tanto, a su entrada en la pretoría y, en consecuencia, al comenzar su labor, hacía abierta y reconocidamente lo que al final su equivalente inglés hacía insensible y, a veces, inconscientemente. Los límites de esta aparente libertad son los mismos que los del juez inglés. Teóricamente, parece no existir apenas ningún límite a los poderes de cualquiera de ellos, pero, en la práctica al pretor romano, en no menor grado que al canciller inglés, se le mantenía dentro de los límites más estrechos por medio de predisposiciones embebidas durante su entrenamiento, y por las fuertes cortapisas de la opinión profesional, cortapisas cuyo rigor solamente puede ser apreciado por aquellos que las han experimentado personalmente. Hay que añadir que las fronteras dentro de las que estaba permitido moverse y más allá de las cuales no se podía ir, estaban muy claramente trazadas en un caso y en el otro. En Inglaterra, el juez sigue las analogías de casos registrados de grupos de hechos aislados. En Roma, como la intervención del pretor estaba en principio dictada por el simple interés en la seguridad del Estado, es probable que estuviese, en los primeros tiempos, en proporción a la dificultad de la que quería deshacerse. Más tarde, cuando las respuestas difundieron el gusto por los principios, sin duda usó el edicto como un medio de dar una más vasta aplicación a aquellos principios fundamentales, que él y otros jurisconsultos practicantes, sus contemporáneos, creían haber detectado en el derecho. Más tarde todavía, actuó bajo la plena influencia de las teorías filosóficas griegas, que a la vez lo tentaban a continuar y lo limitaban a un modo particular de progreso.

La naturaleza de las medidas atribuidas a Salvius ]ulianus ha sido muy debatida. Cualquiera que fuera, sus efectos sobre el edicto están suficientemente claros. Dejó de ampliarse con adiciones anuales y, en adelante, la jurisprudencia equitativa de Roma se desarrolló mediante el empeño de una sucesión de grandes jurisconsultos que llenan con sus escritos el intervalo entre el reino de Adriano y el de Alejandro Severo. Un fragmento del maravilloso sistema que idearon sobrevive en las Pandectas de Justiniano y aporta pruebas de que sus trabajos tomaron la forma de tratados sobre todas las partes del Derecho Romano; independientemente del asunto inmediato del jurisconsulto en esa época, podía ser denominado siempre expositor de la equidad. Los principios del edicto, antes de la época de su discontinuación, se habían filtrado en toda la jurisprudencia romana. La equidad de Roma, debe recordarse, aunque muy distinta del derecho civil, era administrada siempre por los mismos tribunales. El pretor era el principal magistrado de justicia y el más grande magistrado del derecho consuetudinario, y tan pronto como el edicto se hubo convertido en una regla equitativa, el tribunal pretoriano comenzó a aplicarlo en lugar de, o junto con, las viejas reglas del Derecho Civil, que fue, de este modo, directa o indirectamente revocado, sin ninguna promulgación especial de la legislatura. Claro está que el resultado adolecía considerablemente de una fusión completa de derecho y equidad, que no se llevó a cabo hasta las reformas de Justiniano. La separación técnica de los dos elementos de la jurisprudencia implicaba cierta confusión e inconveniencia y hubo algunas doctrinas más inquebrantables del Derecho Civil con las que ni los autores ni los expositores del edicto se atrevieron a interferir. Pero, al mismo tiempo, no hubo rincón del campo de la jurisprudencia que no fuese más o menos cubierto por la influencia de la equidad. Suministró al jurista todos los materiales para la generalización, sus elucidaciones de primeros principios, y la gran masa de reglas limitantes en las que el legislador raramente interviene, pero que controlan seriamente la aplicación de cada acto legislativo.

El periodo de los juristas termina con Alejandro Severo. Desde Adriano hasta este ultimo emperador se había continuado la mejoría del derecho, tal como se halla actualmente en la mayoría de los países europeos, en parte mediante comentarios aprobados y en parte por legislación directa. Pero en el reinado de Alejandro Severo, el potencial de desarrollo de la equidad romana parece haberse agotado, y la continuación de los jurisconsultos toca a su fin. La historía restante del derecho romano es la historia de las constituciones imperiales, y, al final, de los intentos de codificar lo que se había convertido en el pesado cuerpo de la jurisprudencia romana. En el Corpus ]uris de Justiniano encontramos el ultimo y más renombrado experimento de este tipo.

Sería tedioso entrar en una comparación o contraste detallados de la equidad inglesa y romana; sin embargo merece la pena mencionar dos rasgos que tienen en común. Cada uno de ellos tendía, como tiende todo sistema de esta clase, a exactamente el mismo estado en que se hallaba el viejo derecho consuetudinario cuando por primera vez intervino la equidad. Llega un momento en que los principios morales adoptados originalmente ya han sido llevados a sus últimas consecuencias legítimas y, entonces, el sistema basado en ellas se vuelve más rígido, inexpansivo, y tan sujeto a rezagar el progreso moral como el código más severo de reglas abiertamente legales. Esta época se alcanzó en Roma durante el reinado de Alejandro Severo. A partir de entonces, aunque todo el mundo romano atravesaba una revolución moral, la equidad de Roma dejó de expandirse. El mismo punto de la historia legal se alcanzó en Inglaterra bajo la cancillería de Lord Elton, el primero de nuestros jueces equitativos quien, en lugar de ampliar la jurisprudencia de su tribunal por legislación indirecta, dedicó su vida a explicarla y armonizarla. Si la filosofía de la historia legal fuese mejor entendida en Inglaterra, los servicios de Lord Elton serían, por una parte, menos exagerados, y, por otra, mejor apreciados de lo que parecen entre los jurisconsultos contemporáneos. Serían evitadas, asimismo, otras falsas interpretaciones. Los jurisconsultos ingleses pueden ver fácilmente que la equidad inglesa es un sistema fundado en reglas morales; pero se olvida que estas reglas contienen la moralidad de siglos pasados -no del actual- y que ya han recibido toda la aplicación de que son capaces, y a pesar de que no difieren sustancialmente del credo ético de nuestros días no están necesariamente al mismo nivel. Las teorías imperfectas sobre el tema, que se han adoptado comúnmente, han generado errores de formas opuestas. Muchos tratadistas de la equidad, impresionados por la entereza del sistema en su estado actual, se comprometen expresa o implícitamente con la paradójica afirmación de que los fundadores de la jurisprudencia cancilleril proyectaban la actual firmeza de su forma cuando estaban sentando sus primeros fundamentos. Otros se quejan -y ésta es una queja frecuentemente oída en argumentos forenses- que las reglas morales observadas en el Tribunal de Chancillería rezagan las normas éticas de la actualidad. Desearían que cada Canciller desempeñara un papel en favor de la jurisprudencia actual semejante al que desempeñaron los padres de la equidad inglesa en favor del viejo derecho consuetudinario. Pero esto es invertir el orden de las mediaciones por las que la mejoría de la ley es llevada a cabo. La equidad tuvo su lugar y su tiempo y -como ya he señalado- otro instrumento estará listo para sucederle cuando sus energías se hayan gastado.

Otra característica notoria de la equidad inglesa y romana es la falsedad de las asunciones sobre las que se defendió originalmente la pretensión de que la equidad era superior a la regla legal. Nada desagrada más al hombre, como individuo o como masa, que la admisión de su progreso moral como realidad sustancial. Esta renuencia se manifiesta, en lo tocante a los individuos, en el respeto exagerado que se otorga ordinariamente a la dudosa virtud de la consistencia. El movimiento de la opinión colectiva de una sociedad entera es demasiado palpable para ser ignorado, y generalmente su tendencia a tratar de conseguir condiciones mejores es demasiado visible para ser desacreditada; sin embargo, no existe la más mínima inclinación a aceptarlos como un fenómeno primario y es comúnmente explicado en términos de la recuperación de una perfección perdida: el retorno gradual a un estado del que la raza había partido. Esta tendencia de mirar atrás en lugar de adelante para buscar la meta del progreso moral produjo antiguamente, como hemos visto, efectos serios y permanentes sobre la jurisprudencia romana. Los jurisconsultos romanos, para explicar la mejoría de la jurisprudencia hecha por el pretor, tomaron de Grecia la doctrina de un estado natural del hombre -una sociedad natural- anterior a la organización de Repúblicas gobernadas por el derecho positivo. En Inglaterra, por otra parte, un conjunto de ideas que eran muy atractivas para los ingleses de la época explicaba la anulación del derecho consuetudinario por la equidad, suponiendo la existencia de un derecho general a vigilar la administración de justicia. Esta justicia, supuestamente, se hallaba investida en el rey como resultado natural de su autoridad paterna. El mismo punto de vista aparece bajo una forma diferente -de un exquisito arcaísmo- en la doctrina de que la equidad brotaba de la conciencia del rey. De este modo, se transfería al sentido moral inherente del soberano un mejoramiento que había tenido lugar en las normas morales de la comunidad. El desarrollo de la constitución inglesa, después de un cierto tiempo, volvió desagradable esa teoría; pero como la jurisdicción de la Chancillería estaba por entonces firmemente establecida, no valió la pena idear ningún sustituto para ella. Las teorías que se encuentran en los modernos manuales sobre la equidad son muy variadas; pero todas igualmente insostenibles. La mayoría son modificaciones de la doctrina romana de un derecho natural, que es adoptada, precisamente, por aquellos escritores que inician una discusión acerca de la jurisdicción del Tribunal de Chancillería estableciendo una distinción entre justicia natural y justicia civil.


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