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CAPÍTULO I

Los códigos antiguos

El más célebre sistema de jurisprudencia conocido en el mundo se inicia y termina en un código. Desde el principio hasta el final de su historia, los expositores del Derecho Romano emplearon consistentemente un lenguaje que implicaba que el cuerpo de su sistema descansaba en las Doce Tablas Decenvirales y, por tanto, sobre la base de un derecho escrito. Excepto en algún detalle, ninguna institución anterior a las Doce Tablas era reconocida en Roma. La descendencia teórica de la jurisprudencia romana de un código, y la atribución teórica del Derecho Inglés a una tradición oral inmemorial, fueron las principales razones por las que el desarrollo del primer sistema difirió del desarrollo del nuestro. Ninguna de las dos teorías se corresponde exactamente con los hechos pero cada una produjo consecuencias de suma importancia.

Huelga decir que la publicación de las Doce Tablas no marca la etapa más temprana en la que podría iniciarse la historia del derecho. El antiguo código romano pertenece a un tipo de trabajo legal que casi toda nación civilizada ha creado. Su difusión en los mundos helénico y romano fue muy amplia y en épocas no muy distantes entre sí. Los códigos hicieron su aparición en circunstancias muy similares y surgieron, que nosotros sepamos, por causas muy semejantes. Sin duda, muchos fenómenos jurídicos se esconden tras esos códigos y los precedieron en el tiempo. Existen no pocos datos documentales que pretenden darnos información sobre los antiguos fenómenos del derecho; pero, hasta que la filología no haya efectuado un análisis de la literatura sánscrita, nuestras mejores fuentes de conocimiento son los poemas homéricos, tomados, claro está, no como una historia de acontecimientos reales sino como una descripción, no totalmente idealizada, de un estado de la sociedad conocido por el escritor. Por mucho que la fantasía del poeta pueda haber exagerado ciertos rasgos de la sociedad heroica, la proeza de los guerreros y el poder de los dioses, no hay razón para creer que haya alterado las concepciones morales o metafísicas que todavía no eran objeto de observación consciente; y, en ese sentido, la literatura homérica es bastante más fidedigna que otros documentos relativamente más tardíos, pero que fueron recopilados bajo influencias filosóficas o teológicas. Si por algún procedimiento podemos llegar a determinar las primeras formas de las concepciones jurídicas, éstas nos serán inapreciables. Esas ideas rudimentarias son para el jurista lo que las capas primarias de la corteza terrestre son para el geólogo. Contienen, en potencia, todas las formas que el derecho ha adquirido posteriormente. La condición insatisfactoria en que se encuentra en la actualidad la ciencia de la jurisprudencia se debe a la prisa, el prejuicio y la superficialidad con que se ha emprendido el análisis de esas formas primitivas. Los estudios del jurista se realizan, de hecho, en una forma semejante al estudio de la física y la fisiología antes de que la observación hubiera sustituido a la suposición. Teorías, plausibles y comprensivas, pero absolutamente no comprobadas, tales como el Derecho Natural o el Pacto Social, gozan de una preferencia universal por encima de la investigación sobria acerca de la historia primitiva de la sociedad y del derecho y oscurecen la verdad no sólo desviando la atención del único lugar donde puede hallarse sino también por medio de esa tan real e importante influencia que, una vez abrigada y creída, puede ejercer sobre las etapas posteriores de la jurisprudencia.

Las primeras nociones relacionadas con la concepción, ya tan ampliamente desarrollada, de un derecho o regla de vida, son las que se encuentran en las palabras homéricas Temis o Temistes. Como es bien sabido, Temis aparece en el panteón griego tardío como la diosa de la Justicia; para entonces ésta ya es una idea moderna y bastante elaborada. En la Ilíada, sin embargo, Temis es descrita, en un sentido muy diferente, como la consejera de Zeus. Todos los observadores fidedignos de la condición primitiva de la humanidad tienen muy claro que, en la infancia de la raza, el hombre solamente se explicaba la acción sostenida o periódicamente recurrente asumiendo la existencia de un agente personal. Así, el viento que sopla era una persona y, naturalmente, una persona divina; el sol naciente, el cenit, y el sol poniente era una persona y, claro está, divina; la tierra que daba cosechas era igualmente una persona con atributos de dios. Lo que sucedía en el mundo físico, sucedía en el moral. Cuando un rey saldaba una disputa por medio de una sentencia, se asumía que el juicio era resultado de la inspiración divina. El agente divino que sugería las sentencias judiciales a reyes o a dioses era Temis. La peculiaridad de la concepción es resaltada por el uso del plural. Temistes o Temises, el plural de Temis, son las sentencias mismas, ordenadas divinamente al juez. Se habla de los reyes como si tuvieran un almacén de Temises a la mano para su utilización; pero debe entenderse claramente que no son leyes, sino sentencias. Zeus, o el rey humano en la tierra, dice Grote en su Historia de Grecia, no es un legislador, sino un juez. El posee Temises, pero, consecuentemente con la creencia de su emanación de arriba, no debe suponerse que éstas se relacionen con ciertos principios; son sentencias separadas y aisladas.

Podemos observar que estas ideas, incluso en los poemas homéricos, son transitorias. La paridad de circunstancias, probablemente, era más común en el sencillo mecanismo de la sociedad antigua que lo es ahora y, a medida que sucedían casos similares, es probable que las sentencias siguieran el ejemplo y se parecieran unas a otras. En este punto, nos hallamos frente al germen o rudimento de una costumbre, concepción posterior a la de Temistes o sentencias. Por muy inclinados que nos hallemos, a causa de nuestras asociaciones modernas, a formular a priori que la noción de una costumbre debe preceder a la de una sentencia judicial, y que un juicio debe reafirmar una costumbre o castigar su infracción, parece seguro que el orden histórico de las ideas es el que acabo de señalar. La palabra homérica para una costumbre -todavía en embrión- es a veces Temis en singular, más a menudo Dike, cuyo significado fluctúa entre un juicio, y una costumbre o uso. (Palabra en griego que nos resulta imposible transcribir.Nd.E.), una ley, término tan magno y famoso en el vocabulario político de Ia posterior sociedad griega, no se encuentra en Homero.

La noción de una agencia divina, implícita en las Temistes y personificada en Temis, debe mantenerse aparte de otras creencias primitivas con las que un investigador superficial podría confundirlas. La concepción de la deidad que dicta un código completo o cuerpo legal, como en el caso de las leyes hindúes de Menu, al parecer pertenecen a una gama de ideas más reciente y avanzada. Temis y Temistes están más cercanas a una creencia que persistió mucho tiempo y con gran tenacidad en la mente humana: la creencia en una influencia divina subyacente y sustentante de todas las relaciones humanas y de toda institución social. En el derecho antiguo, y entre los rudimentos del pensamientos político, encontramos síntomas de esta creencia por todas partes. Se supone que una presidencia sobrenatural consagra y aglutina todas las instituciones cardinales de aquellos tiempos: el Estado, la raza y la familia. Los hombres, agrupados en las diferentes relaciones que esas instituciones implican, están moralmente obligados a celebrar de manera periódica ritos colectivos y a ofrecer sacrificios comunes. De vez en cuando, el mismo deber es todavía más significativamente reconocido en las purificaciones y expiaciones que realizan y que parecen estar dirigidas a imponer un castigo por un desacato involuntario o negligente. Todo aquel que esté familiarizado con la literatura clásica normal recordará la sacra gentilicia, que ejerció una influencia tan importante sobre el primitivo derecho romano de adopciones y testamentos. Y, hasta la actualidad, el Derecho Consuetudinario hindú, en el que se encuentran estereotipados algunos de los rasgos más curiosos de la sociedad primitiva, hace depender casi todo el derecho de gentes y todas las reglas de sucesión de la debida solemnización de determinadas ceremonias en el funeral del difunto, esto es, cada vez que ocurre una escisión en la continuidad de la familia.

Antes de abandonar esta etapa de la jurisprudencia, puede ser útil el hacer una advertencia al estudiante inglés. Bentham, en su Fragment on Government, y Austin, en su Province of Jurisprudence Determined, reducen todo derecho a una orden del legislador, a una obligación, impuesta, por tanto, al ciudadano, y a una sanción amenazante en caso de desobediencia; y se afirma además de la orden, que es el primer elemento en una ley, que debe prescribir no un acto único sino una serie o varios actos del mismo tipo. Los resultados de esta separación de los ingredientes concuerdan exactamente con los hechos de la jurisprudencia madura; y, si forzamos un poco el lenguaje, se pueden hacer corresponder con toda ley, de todas clases, de todas las épocas. No se mantiene, sin embargo, que la noción de derecho defendida por la mayoría esté, incluso ahora, en conformidad con este análisis; y es curioso que, cuanto más penetramos en la historia primitiva del pensamiento, más lejos nos hallamos de una concepción del derecho que, de algún modo, se asemeje a la mezcla de elementos que Bentham determinó. Cierto que, en la infancia de la humanidad, nadie concibió o imaginó algún tipo de legislatura, ni siquiera un autor claro de derecho. El derecho apenas había alcanzado la condición de costumbre; era más bien un hábito. Estaba, para usar una frase francesa, en el aire, La única declaración autorizada sobre el bien y el mal era una sentencia judicial después de los hechos, no una que presupusiera una ley que había sido violada, sino una que era enunciada por primera vez por un poder superior en la mente del juez en el momento de la adjudicación de la sentencia. Naturalmente es muy difícil para nosotros comprender un punto de vista tan alejado del nuestro en el tiempo y en la asociación, pero se hará más creíble cuando tratemos en mayor profundidad la constitución de la sociedad antigua, en la que cada hombre, viviendo la mayor parte de su vida bajo el despotismo patriarcal, se hallaba prácticamente controlado en todas sus acciones por un régimen, no legal sino producto del capricho. Permítaseme añadir que un inglés debería estar mejor preparado que un extranjero para valuar el hecho histórico de que las Temistes precedieron cualquier concepción legal porque, entre las muchas teorías inconsistentes que prevalecen sobre el carácter de la jurisprudencia inglesa, la más popular, o, en todo caso, la que más afecta la práctica, es una teoría que asume que casos decididos y precedentes existen antes que reglas, principios y distinciones. Debe tenerse en cuenta que las Temistes tienen asimismo la característica que, en opinión de Bentham y Austin, distingue las meras órdenes de las leyes. Una verdadera ley abarca a todos los ciudadanos, independientemente del número de acciones similares, y éste es exactamente el rasgo del derecho que se ha grabado más profundamente en la mente popular, haciendo que el término ley se aplique a meras uniformidades, sucesiones y semejanzas. Una orden prohíbe solamente un único acto; y es por eso que las órdenes están más cercanas a las Temistes que las leyes. Son simplemente adjudicaciones sobre estados de hecho aislados, y no se sigue necesariamente en una secuencia ordenada.

La literatura de la edad heroica nos revela el derecho en germen tras las Temistes, y un poco más desarrollado en la concepción de Dike. El estadio siguiente en la historia de la jurisprudencia está profundamente marcado y rodeado de enorme interés. Grote, en la segunda parte, capitulo segundo, de su Historia, ha descrito con gran amplitud el modo como la sociedad se revistió gradualmente de un carácter diferente al descrito por Homero. El parentesco heroico dependía, en parte, de una prerrogativa otorgada divinamente, y, en parte, de la posesión de fuerza, valentía y sabiduría eminentísimas. Poco a poco, a medida que se debilitó la creencia en el carácter sagrado del monarca, y aparecieron individuos débiles en la serie de reyes hereditarios, el poder real decayó y, finalmente, dejó paso al dominio de las aristocracias. Si lenguaje tan preciso puede ser usado para referirse a una revolución, podemos afirmar que el oficio del rey fue usurpado por el consejo de jefes al que Homero alude y describe repetidamente. En cualquier caso, de una época de gobierno real se llega en toda Europa a una era de oligarquías; y aun cuando el nombre de las funciones monárquicas no desaparece del todo, la autoridad del rey se reduce a una mera sombra. Se vuelve un simple general hereditario, como Lacedemón; un mero funcionario, como el rey Arconte de Atenas o un simple hierofante aparente; como el Rex Sacrificulus en Roma. En Grecia, Italia y Asia Menor, las clases dominantes parecen haber consistido universalmente en un cierto número de familias unidas por una supuesta relación consanguínea, y, aunque todas parecen haber reclamado un carácter cuasi-sagrado, su fuerza al parecer no se asentaba en su pretendida santidad. A menos que fueran derrocados prematuramente por el partido popular, todos se acercaron mucho, al fin, a lo que hoy en día conoceríamos como aristocracia política. Los cambios que sufrió la sociedad en las comunidades más lejanas de Asia ocurrieron en periodos muy anteriores a estas revoluciones del mundo italiano y helénico; sin embargo, su lugar relativo en la civilización parece haber sido el mismo y parecen haber tenido un carácter extremadamente similar. Hay ciertas pruebas de que tanto las razas que fueron unidas posteriormente bajo la monarquia persa, como las que poblaron la peninsula indostana, tuvieron su edad heroica y su era de las aristocracias, a pesar de que allí parece haberse desarrollado una oligarquía militar y otra religiosa por separado, y la autoridad del rey en general nunca fue reemplazada. A diferencia, también, del curso de los acontecimientos en Occidente, el elemento religioso tendía a llevar ventaja al militar y al político. Las aristocracias militares y civiles desaparecieron, aniquiladas o aplastadas hasta la insignificancia entre los reyes y el orden sacerdotal. El resultado último al que se llegó fue un monarca que gozaba de enorme poder, pero circunscrito por los privilegios de una casta sacerdotal. Teniendo en cuenta esas diferencias -en Oriente las aristocracias devinieron religiosas y en Occidente civiles o políticas- podemos considerar verdadera (si no aplicable a toda la humanidad, sí a todas las ramas de la familia indoeuropea) la proposición de que una era histórica de aristocracias sucedió a una era histórica de reyes heroicos.

El punto importante para el jurista es que estas aristocracias eran universalmente las depositarias y administradoras de la ley. Estas aristocracias suplantaron las prerrogativas del rey, con la importante diferencia, no obstante, de que -al parecer- no alegaban una inspiración divina para cada sentencia. La relación de ideas que hacía que los juicios del jefe patriarcal fueran atribuidos a una orden sobrehumana todavía aparecía aquí y allá en la pretensión del origen divino de un cuerpo entero o parcial de leyes; pero el progreso del pensamiento ya no permitía que la solución de disputas particulares fuera explicada en términos de una interposición extra-humana. Ahora la oligarquía jurIsta reclamaba el monopolio del conocimiento de las leyes, la posesión exclusiva de los principios que saldaban disputas. Hemos llegado, de hecho, a la época del Derecho Consuetudinario. Las costumbres u observancias existían ahora como una totalidad explícita y se suponía que el orden aristocrático o casta superior las conocía. Nuestras autoridades no nos dejan lugar a dudas de que la oligarquía, a veces, abusó de la confianza depositada en ella; pero aun así las costumbres no deben considerarse como mera usurpación o instrumento de tiranía. Antes de la invención de la escritura y durante la infancia del arte, la aristocracia, investida con privilegios judiciales, constituía la única instancia que podía conservar, en cierto modo, las costumbres de la raza o tribu. La autenticidad del patrimonio jurídico, en lo que era posible, estaba asegurada gracias al recuerdo de una porción limitada de la comunidad.

La época del Derecho Consuetudinario y de su custodia por un orden o estrato privilegiado es notable. Su concepción de la jurisprudencia ha dejado huellas que todavía pueden detectarse en la fraseología !egal y popular. La ley, conocida exclusivamente por una minoría provilegiada, ya sea una casta, una aristocracia, una trIbu sacerdotal, o un colegio sacerdotal, es un verdadero derecho consuetudinario. A excepción de éste, no existe en el mundo un derecho no escrito. Se habla a veces del Derecho Inglés como un derecho no escrito, y existen algunos teóricos ingleses que aseguran que si se preparase un código de jurisprudencia inglesa, se estaría convirtiendo un derecho no escrito en un derecho escrito -conversión que, insisten ellos, si no implica una política dudosa, sí al menos es de una enorme seriedad-. Ahora bien, es muy cierto que hubo un periodo durante el cual el derecho consuetudinario inglés podía razonablemente haberse denominado no escrito. Los jueces ingleses de más edad conocían realmente reglas, principios y distinciones que no eran reveladas en su totalidad a la abogacía y al público profano. Es muy cuestionable el que todas las leyes que decían monopolizar fueran realmente no escritas; pero, en cualquier caso, si asumimos que existió una gran cantidad de reglas conocidas exclusivamente por los jueces, éstas tarde o temprano dejaron de ser derecho no escrito. Tan pronto como los tribunales de Westminster Hall comenzaron a basar sus juicios sobre casos registrados, ya fuera en los anuarios o en otra parte, la ley que administraban devino derecho escrito. En la actualidad, una regla del derecho inglés tiene que ser primero desenmarañada de los datos registrados de precedentes sentenciados impresos, luego puesta en palabras que varían según el gusto, precisión y conocimiento del juez en particular, y, finalmente, aplicada a las circunstancias del caso para adjudicación. Pero en ningún momento de este proceso tiene característica alguna que la distinga del derecho escrito. Es derecho casuístico escrito y sólo diferente del derecho de código porque está redactado de manera distinta.

Del periodo de Derecho Consuetudinario pasamos a otra época claramente definida de la historia de la jurisprudencia. Llegamos a la era de los códigos: aquellos códigos antiguos cuya muestra más famosa son las Doce Tablas de Roma. En Grecia, en Italia, en el litoral helenizado de Asia Occidental, estos códigos hicieron en todas partes su aparición en periodos semejantes; quiero decir, no en periodos simultáneos en el tiempo, sino similares desde el punto de vista del progreso relativo de cada comunidad. Por todas partes, en los países que he mencionado, las leyes talladas en planchas y dadas a conocer al pueblo sustituyen las usanzas depositadas en el recuerdo de una oligarquía privilegiada. No debe suponerse ni por un momento que las refinadas consideraciones que se alegan ahora en favor de lo que se denomina codificación tuvieron algo que ver con el cambio descrito. Los antiguos códigos, sin duda, fueron originalmente sugeridos por el descubrimiento y difusión del arte de la escritura. Cierto que las aristocracias parecen haber abusado de su monopolio del conocimiento legal; y, en cualquier caso, su exclusiva posesión de la ley era un impedimento formidable para el éxito de los movimientos populares que comenzaron a ser universales en el mundo occidental. Sin embargo, aunque el sentimiento democrático puede haberse añadido a su popularidad, los códigos ciertamente eran, sobre todo, resultado directo de la invención de la escritura. Las tablas inscritas se consideraron mejores depositarias de la ley que la memoria de un cierto número de personas, por muy fortalecida que estuviera por el ejercicio habitual.

El código romano pertenece al tipo de códigos que acabo de describir. Su valor no consistía en su acercamiento a clasificaciones simétricas, o a la concisión y claridad de expresión, sino en su publicidad y en el conocimiento que proporcionaban a cada uno sobre lo que debía hacer y no hacer. Es realmente cierto que las Doce Tablas de Roma muestran algunos indicios de un orden sistemático, pero esto es tal vez explicable porque los que elaboraron ese cuerpo legal tuvieron ayuda de los griegos, quienes habían tenido experiencia en el arte de legislar. Los fragmentos del Código Atico de Solón muestran, no obstante, que tenían muy poco orden y probablemente las leyes de Dracón tenían todavía menos. Quedan bastantes restos de estas colecciones, en Oriente y Occidente, que prueban cómo mezclaban ordenanzas religiosas, civiles, y simplemente morales, sin miramientos por las diferencias en su carácter esencial; y esto es consistente con todo lo que -de otras fuentes- sabemos del pensamiento antiguo: la separación de ley y moralidad, y de religión y ley, pertenecen claramente a etapas posteriores del progreso mental.

Sin embargo, cualesquiera que sean las particularidades de estos códigos para una mente moderna, su importancia para las sociedades antiguas es indecible. La cuestión -y era algo que afectaba todo el futuro de cada comunidad- no era tanto si debería haber un código, pues la mayoría de las sociedades antiguas parecen haberlos conseguido más pronto o más tarde, y, si no hubiera sido por la gran interrupción en la historia de la Jurisprudencia creada por el feudalismo, es probable que todo el derecho moderno pudiera ser atribuible a una o más de estas fuentes. Más bien, el punto sobre el que giraba la historia de la raza puede expresarse en la siguiente pregunta: ¿en qué periodo, en qué etapa de su progreso social, deberían poner sus leyes por escrito? En el mundo occidental el elemento plebeyo o popular de cada estado asaltó con éxito el monopolio oligárquico, y se consiguió un código, casi en todas partes, muy pronto en la historia de la nación. Pero en Oriente, como ya he señalado, las aristocracias gobernantes tendían a hacerse religiosas más que militares o politicas y, por tanto, ganaron más que perdieron poder. En algunos casos, la conformación física de los países asiáticos tuvo el efecto de hacer las comunidades individuales más grandes y numerosas que en Occidente, y es una ley social conocida aquello de que cuanto más grande el espacio sobre el que se difunde un conjunto particular de instituciones, mayor su tenacidad y vitalidad. Cualquiera que haya sido la causa, el hecho es que los códigos de las sociedades orientales son más tardíos que los occidentales y adoptaron un carácter muy diferente. Las oligarquías religiosas de Asia, ya fuera para su propio gobierno, para el alivio de su memoria, o para la enseñanza de sus discípulos, parece que, en todos los casos, incorporaron finalmente su conocimiento legal en un código. Sin embargo, la oportunidad de aumentar y consolidar su influencia fue probablemente demasiado tentadora para resistir. Su monopolio completo del conocimiento legal parece haberles permitido desechar las compilaciones mundiales, no tanto las reglas observadas de hecho cuanto las reglas que el orden sacerdotal consideraba que debían observarse. El código hindú, llamado Leyes de Menu, que ciertamente es una recopilación bracmánica, sin duda consagra muchas observancias genuinas de la raza hindú, pero los mejores orientalistas contemporáneos opinan que, en conjunto, no representan una serie de reglas que de hecho hayan sido administradas en lndostán. Es, en gran parte, un retrato ideal de lo que, desde el punto de vista de los bracmines, debería ser la ley. Es consistente con la naturaleza humana y con los motivos especiales de sus autores pretender que un código como el de Menu pertenezca a la más remota antigüedad y sostener, al mismo tiempo, que emanó en su totalidad de la Deidad. Menu, según la mitología hindú, es una emanación del Dios supremo; sin embargo, la recopilación que lleva su nombre, aunque su fecha exacta no es fácil de precisar, es de producción reciente en términos del progreso relativo de la jurisprudencia hindú.

Entre las ventajas principales que las Doce Tablas y códigos similares confirieron a las sociedades que los tuvieron, estaba la protección que otorgaban contra los fraudes de la oligarquía privilegiada y también contra la depravación y envilecimiento espontáneos de las instituciones nacionales. El Código Romano era simplemente un manifiesto en palabras de las costumbres existentes entre el pueblo romano. Con relación al progreso de los romanos en civilización, era un código notablemente anticipado a su tiempo y fue publicado en una época en que la sociedad romana apenas había salido de esa condición intelectual en que la obligación civil y el deber religioso se confunden inevitablemente. Ahora bien, una sociedad bárbara que practica un conjunto de costumbres, está expuesta a algunos peligros especiales que pueden resultar absolutamente fatales para su progreso civilizador. Las usanzas que una comunidad particular ha adoptado en su infancia y en su situación primitiva son generalmente aquellas más adecuadas para desarrollar su bienestar físico y moral, y, si se retienen en su integridad hasta que nuevas necesidades sociales han enseñado nuevas prácticas, la marcha ascendente de la sociedad, está casi asegurada. Pero desgraciadamente hay una ley del desarrollo que siempre amenaza con producir efectos sobre la usanza no escrita. Las costumbres son naturalmente obedecidas por multitudes que son incapaces de entender el verdadero fundamento de su utilidad y que, por tanto, inventan inexorablemente razones supersticiosas para su permanencia. Comienza entonces un proceso que puede ser brevemente descrito diciendo que el uso que es razonable genera usos que son irrazonables. La analogía, el más valioso de los instrumentos en la madurez de la jurisprudencia, es la más peligrosa de las trampas en su infancia. Prohibiciones y ordenanzas, limitadas originalmente por buenas razones a una sencilla descripción de los hechos, se aplican a todos los hechos de la misma clase, porque un hombre amenazado con la ira de los dioses por hacer una cosa, siente un terror natural de hacer cualquier otra que remotamente se le parezca. Después que una clase de comida ha sido prohibida por razones sanitarias, la prohibición se extiende a toda comida que se le parezca, aunque el parecido, ocasionalmente, depende de analogías totalmente fantásticas. Así, una medida prudente para asegurar la limpieza general dicta con el tiempo largas rutinas de ablución ceremonial, y la división en clases que, en una crisis particular de la historia social, es necesaria para el mantenimiento de la existencia nacional degenera en la más desastrosa y esterilizante de las instituciones humanas: el sistema de castas. El destino de la ley hindú es, de hecho, la medida del valor del código romano. La etnología nos muestra que los romanos y los hindúes provenían del mismo tronco original, y hay un notable parecido entre las que al parecer fueron sus costumbres originales. Aún hoy en día, la jurisprudencia hindú conserva un sustrato de presciencia y juicio sereno, pero la imitación irracional le ha injertado un inmenso aparato de crueldades absurdas. El código protegió a los romanos de estas aberraciones. Fue recopilado cuando el uso estaba todavía sano; cien años más tarde pudiera haber sido demasiado tarde. El derecho hindú ha estado en gran parte sintetizado por escrito, pero, en cierto modo, aunque los compendios que todavía existen en sánscrito son antiguos, contienen pruebas suficientes de que fueron redactados ya que el daño había sido hecho. Naturalmente que no estamos autorizados a afirmar que si las Doce Tablas no hubieran sido publicadas los romanos habrían estado condenados a una civilización tan débil y corrupta como la de los hindús, pero una cosa, al menos, es cierta: con su código estuvieron exentos de la posibilidad misma de tan aciago destino.


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