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De cómo se iniciaron los Estados Generales y de lo que ahí pasó

Por fin llegó el 5 de mayo de 1789, y los Estados Generales se reunieron en Versalles: mil apoderados divididos en doscientos cincuenta pertenecientes al orden clerical; doscientos cincuenta al nobiliario y quinientos al Tercer Estado.

El Rey, a manera de apertura de la asamblea, pronunció un discurso en el que, además de agradecer con los debidos modales la presencia de los tres órdenes, advirtió de la enorme problemática que enfrentaba Francia, realizando, de manera velada, una amenaza o advertencia en contra de las innovaciones o cambios que, según su opinión, en vez de mejorar la situación, podrían empeorarla. Terminado el discurso inaugural de Luis XVI, los órdenes se aprestaron a sus labores de cotejo de poderes, por parte de sus representantes, elaborando sus respectivas listas de asistencia.

El Rey, para aparentar su buena disposición, ordenó que la asamblea estamentaria se realizara, nada más y nada menos, que en el salón de los menudos placeres (la salle des menus plaisirs), hecho éste que alborotó a no pocos de los apoderados concurrentes, puesto que quizá se imaginaron que junto a las tediosas discusiones, se realizarían dos o tres orgías a costo de la Corona. Ingenuotes y atolondrados, no ocultaban sus ansias esperando el momento en el que se les presentase a las chicas; porque, para sus costumbres, las chicas eran necesarias, sobre todo porque no eran ellos afectos a las salsas de chile ancho.

Y mientras aquellos apoderados esperaban ansiosos, y por fortuna sentados, el arribo de las damiselas, tal y como lo señala el corrido, a las seis de la tarde dio principio la cuestión. Y se armó la de Dios es Cristo cuando algunos representantes del Tercer Estado, se pusieron a cuestionar a la asamblea estamental, manifestando su desacuerdo de que cada orden, por su lado, revisara y cotejara los poderes de sus representantes, proponiendo que la revisión de credenciales se realizara de manera conjunta. Y ya acelerado el rollo, no faltó el que, elevando patriótica protesta, manifestara su desacuerdo de que cada orden contase, tan sólo, con un voto; después del rollo patriótico, otro representante del Tercer Estado se reventó un discurso proigualitario, señalando que dada la gravísima situación por la que atravesaba Francia, mal harían los representantes de aquella asamblea en trabajar separados, proponiendo que por el reino, por el Rey, y, por supuesto, porque a él así le convenía, se borrasen las diferencias y todos unidos trabajaran por encima de mezquinos y superfluos órdenes, por el bien de Francia. Y así, como quien no quiere la cosa, el intento de ablandar el tan pedregoso como duro terreno, continuó, ante unos sorprendidos clérigos que no paraban de santiguarse exclamando, a cada rato, sus ¡Ave María purísima!, y los barbajanes nobles que no dejaban de echarse de pedos y eructar como benditos. La representación del Tercer Estado fue apoderándose, poco a poco, de la asamblea, buscando controlarla.

Durante algunas semanas, se la pasaron, los representantes, discutiendo sobre los y no; los puede ser y los quizá; los a lo mejor y los quién sabe. La asamblea parecía haberse empantanado en soporíferos y repetitivos discursos y contradiscursos; y así estaban las cosas cuando, por fin, el 16 de junio, subió a la tribuna, con su aplomo de hombre de verdad, el abad Emmanuel Joseph Sieyes para, intentando bautizar al niño, proponer que aquella asamblea, en vez de llamarse reunión de los Estados Generales, fuese considerada como Asamblea de representantes conocidos y verificados de la Nación francesa, y con esa intervención se animó, a tal grado la sesión, que los adormecidos representantes de los órdenes, brincaron como impulsados por un resorte, de sus asientos.

Tocó el turno al conde de Mirabeau, quien, sin andarse con rodeos, señaló que la idea de bautizar al niño le parecía buena, pero que lo propuesto lo consideraba muy largo y, sobre todo, bastante cursi, para proponer, como nombre, el de Asamblea del pueblo francés, lo que ocasionó gritos y silbidos mezclados con vivas y aplausos. La asamblea despertaba.

Los que se sintieron ofendidos por eso de representantes del pueblo, hicieron uso de la tribuna. Bergasse clamó a los cuatro vientos que con ese nombre se ofendía a la integridad de las clases privilegiadas ahí reunidas; Target y Thouret, encontraron que el vocablo pueblo, si bien aparentaba abarcar mucho, en los hechos, y sobre todo en aquella asamblea, no abarcaba nada. El conde de Mirabeau hubo, de nuevo, que subir a la tribuna para responder a sus detractores, y se echo un rollote en el que, entre otras cosas, dijo que si el vocablo pueblo era en ese momento objeto de tan ardiente discusión, ello se debía a absurdos prejuicios y notorias ignorancias. Por supuesto que tal atrevimiento del condenadito, le atrajo siseos, rechiflas y los consabidos ¡ya cállate!, de parte del respetable que se sintió con tales palabras aludido. Pero Mirabeau no se amilanó, y con provocativos gestos de besitos a la familia, siguió en su rollo, y puso como ejemplo a los Estados Unidos, a los ingleses y a Chatam con todo y la frasesilla esa de la majestad del pueblo, para continuar señalando, a la ya absorta concurrencia que boquiabierta caía presa de su encanto discursivo: Se creyó oponerme el más terrible dilema -sentenció-, diciéndome que la palabra pueblo significa, necesariamente, o demasiado o demasiado poco; pero si se le explica en el mismo sentido que el latín populus, significa la nación, y que entonces tiene una acepción más extendida que el título al cual aspira la generalidad de la asamblea; que si se entiende en su sentido más restringido, como el latín plebes, entonces supone órdenes, diferencias de orden, y que ahí está lo que nosotros queremos prevenir. Incluso se ha llegado hasta a temer que esta palabra signifique lo que los latinos llaman vulgus, lo que los ingleses llaman mob; lo que los aristócratas, tanto nobles como plebeyos, llaman, insolentemente la canalla.

Con la seguridad de aquél que ya sabe que se echo a la bolsa al auditorio, el conde Mirabeau continuó, para terminar, tan excelente faena, diciendo: Si este pedazo de mi discurso es culpable, yo no temo reconocerlo; yo lo dejo, en el escritorio, firmado de mi puño y letra.

Y las exclamaciones de ¡Torero! ¡Torero! ¡Torero!, unidas a vítores y frenéticos aplausos, opacaron casi por completo, los silbidos y los ¡Buh!, de los muy pocos no convencidos. A fin de cuentas, el 17 de julio, Legrand presentó la propuesta de nombrar al recién nacido como Asamblea Nacional. La cosa comenzaba a agarrar calor.


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