Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

De lo que los autores suponen pensaba Luis XVI.

Cuando Luis XVI estampó su firma convocando a los Estados Generales para el 5 de mayo de 1789, sabía lo que estaba en juego.

Aparentando debilidad de carácter y una idiotez casi crónica, el reyezuelo había empeñado toda su voluntad para engañar a todos. Su malevolencia e hipocresía eran evidentes. Hacer pensar a sus contrarios y enemigos que él era débil, constituía, en ese momento, la mejor de sus cartas. Un Rey zonzo y atarantado mueve a lástima, y lo que Luis XVI quería era ser visto así para que sus enemigos se hicieran pedazos entre ellos sin preocuparse de él. Después, sólo después de que emergiera el vencedor, él actuaría y se encargaría de acabarle, pero todo debería de hacerse en el justo momento, ni antes ni después.

Su afán por consolidar una especie de monarquía absoluta que superara, opacándola, a la de su antecesor Luis XIV, era en sí su objetivo, pero estaba consciente de que mientras permanecieran los restos del sistema feudal, le sería muy difícil el lograrlo.

El orden nobiliario o aristocrático, bastantes pruebas había dado ya de no estar dispuesto a conceder al Rey el beneficio de mayores poderes. Los hijos de su mala madre, pensaba el Rey, de los nobles, y su sempiterno caballito de batalla del Parlamento, llegaron a hacerle imposible la vida a políticos de la talla de Jules Mazarin, y su osadía había alcanzado límites intolerables cuando obligaron a la Regencia de Ana de Austria, en el reinado, nada más y nada menos que de Luis el Grande, el Rey sol, a aceptar los veinticuatro articulillos limitantes del poder real; ¿y qué decir de los jansenistas y sus zonceras? Los Lamaistre, Arnauld y Lancelot hubieran pasado desadvertidos, de la misma manera que la obrita aquella Agustinus y su autor, el tal Jansenius, si no hubieran intervenido los nobles para inflar todo aquello y armar así borlote. Fortalecieron el Port Royal con todo y sus señores solitarios, y alcanzaron la notoriedad que buscaban. A Luis XVI no le quedaba la menor duda de que el orden nobiliario encubría a sus más formidables enemigos. A él mismo ya le habían hecho la prueba del añejo, y los malditos lograron exhibirle. De ellos, más que de nadie, debía cuidarse, porque de que el feudalismo iba a tronar por sí solo, estaba por completo seguro, pero no sabía qué harían los nobles ya sin ese sistema.

Los filósofos, continuaba Luis XVI sumido en su silencioso monólogo, consejeros de los medievales monarcas, los Mondolfo de Lautenbach y los Pedro Abelardo, ya ni siquiera se les recordaba. La modernidad pertenecía a los Bodin, los Maquiavelo, los Hobbes, esos sí que eran conocidos, esos sí que eran leídos, esos sí que eran comentados. Y ahí, en su Francia, estaban también los Quesnay, los Le Mercière de la Rivière, los Dupont de Nemours. Todos ellos partidarios del monarquismo unipersonal. Por supuesto, pensaba, que había algunos bemoles, pero ... ¿qué concierto es bueno si en la partitura no hay bemoles? A Luis XVI las críticas de los Etienne de la Boëtie, de los Melville, e incluso las majaderías de Milton, no le preocupaban en lo más mínimo. Son, se decía a sí mismo, voces discordantes del coro, pero muy necesarias para representar la comedia, ¿qué aburrido sería el teatro sin la discordia y la discordancia? De los constitucionalistas, los amantes de la ley, se reía. Los Rousseau, los Locke y los Montesquieu, no los veía como enemigos poderosos, sino más bien como a compañeros de viaje. ¿Acaso alguien podía olvidar que él, el Rey de Francia, por todos criticado como monarca proclive al absolutismo, fue el primero en reconocer a la naciente República de los Estados Unidos? ¿Alguien podía poner en tela de duda su voluntad prolegalista al haberse aliado a esos furibundos antimonárquicos, antiabsolutistas, prodemocráticos, proparticipativos, en su lucha de liberación contra los ingleses? ¿A dónde, a qué lugar si no a París mismo se trasladó la crema y nata del republicanismo federativo para firmar los Tratados con Inglaterra? ¿A quién habían dado las gracias los Hamilton, los Davis, los Francklin, sino a él, a Luis XVI, que sin su concurso, sin su ayuda, muchas lágrimas y sufrimientos hubieran tenido que soportar los habitantes de aquel naciente país antes de mandar al carajo a los británicos? No, definitivamente los constitucionalistas no eran gente de temer. Su obsesión por los papelitos llenos de articulitos y apartados, escritos por tinterillos de segunda no podía volverse un peligro para un Rey. Total, se decía, esos papelitos bien podían, en el momento preciso, ser tirados a la basura y punto.

Los curas y el impotente de su Papa, no representaban ya nada. El orden clerical era el que iba a perderlo todo. A nadie le servía, para nadie era ya de utilidad, ni a los nobles, ni a los del Tercer Estado ni a él, como monarca. Bien podían los obispos y cardenales ir preparando sus maletas para irse muy lejos.

Y de esta manera pensando, Luis XVI buscaba minimizar el grave golpe que sus aspiraciones habían sufrido con su firma, ese verano de 1788, de la convocatoria a los Estados Generales. Y de nuevo, el Rey se equivocaba, construía castillos en el aire y erraba, erraba, erraba ...


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