Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

De cómo convivieron durante décadas el lujo y la bonanza frente a la miseria y la desdicha.

El siglo XVIII tuvo en Francia un particular desarrollo. Para el año de 1715, como ya lo hemos visto, moría el archifamoso Luis XIV, y su gobierno, caracterizado por el absolutismo unipersonal junto a él languidecía. Cuando Luis XIV agonizaba devorado por la gangrena, el férreo dominio con que había maniatado a los tres órdenes, cedía, por fin, un domingo 1º de septiembre a las ocho y cuarto de la mañana. ¡El Rey ha muerto, viva el Rey!, fue el grito ahogado de duelo que se extendió por toda Francia. El heredero, Luis XV, tan sólo contaba con cinco años de edad y eso presuponía la necesidad de una Regencia y, por ende, de la intervención del Parlamento, la institución que el recién fallecido monarca había sometido, amordazándola y, en los hechos, nulificándola. La hora de la revancha había llegado, y los sectores nobiliarios se prepararon para lo que debía de venir.

La autorización de la Regencia de Felipe de Orléans, trajo, paralelamente, la puesta en práctica de un curioso sistema que el Parlamento propuso: la llamada Polisinodia, sistema de gobierno concejal, en el cual cada ministro era reemplazado por un Consejo. De más está el señalar lo novedoso y curioso de esa propuesta. Si en el orden nobiliario hubiera existido más cohesión y unidad, muy probablemente aquel sistema hubiera desembocado en la implantación de un gobierno aristocrático sin monarquía. El consejismo nobiliario de la Polisinodia, claramente representó la voluntad de varios sectores de la aristocracia para ya no permitir, de modo alguno, otra experiencia de absolutismo real que sometiera de tan bestial manera al sistema de los tres órdenes emanados del feudalismo. Sin embargo, la Polisinodia no podía durar mucho, y ello por la razón ya esbozada de la falta de cohesión y unión del orden nobiliario. No todos los nobles comulgaban con ese sistema, y había muchos a los que les importaba menos que un cacahuate el compenetrarse de la manera más conveniente de frenar los ímpetus monárquicos. Por otra parte, los otros dos órdenes o estamentos, se encontraban igualmente divididos. En el terreno clerical, la lucha entre jansenistas y jesuitas traía a todos de cabeza, y, en el Tercer Estado, lo ocurrido varias décadas atrás, en la guerra de la Fronda, había creado suspicacias, recelos y divisiones sin fin al avivarse el patrioterismo de algunos sectores de la burguesía y el campesinado. Téngase en cuenta, que uno de los rumores que en ese tiempo la monarquía esparció, lo fue el que los nobles se entendían con españoles enemigos de Francia. Por otro lado, la sempiterna desconfianza a todo y todos por parte de algunos gremios de compagnons, complicaba aún más las divisiones del Tercer Estado. Este panorama, por completo entendible en un sistema feudal, no permitió que el polisinodismo se extendiera lo suficiente para, en su momento, desplazar a la monarquía, y tan sólo quedó como una de las tantas presiones que algunos sectores aristocráticos estuvieron, con constancia, ejerciendo sobre el monarca.

El siglo XVIII fue también el siglo del gran esplendor de Francia bajo la Regencia de Felipe de Orléans. Los placeres culinarios, la voluptuosidad sexual, la realización de L´Encyclopédie por Diderot y D´Alambert; la genialidad de sus escritores; el lujo, el antirreligiosismo, el crecimiento urbano con sus calles iluminadas; en fin, la Francia del cosmopolitismo, de las salas de lectura, los cafés, la exquisitez, la moda...

Y tras de todo aquel escaparate de cosas y gente bonita, escondida, repudiada por la pedantería burguesa de un Voltaire, se agitaba, gimiendo, una masa de seres famélicos, harapientos, mugrosos; siervos, algunos, que corrieron con la suerte de poder escapar de las cadenas de sus amos; descendientes de siervos los otros que por alguna causa o motivo pudieron huir del dominio de sus dueños. Una masa analfabeta de hombres y mujeres, diseminada por toda Francia, por sus ciudades y por sus campos; una masa que no tenía lugar en ninguno de los tres órdenes reconocidos; una masa que sobrevivía por la mendicidad, la prostitución, sirviendo de diversión en las orgías de los señores o de los curas; una masa que se alimentaba de las sobras tiradas a la basura de los grandes banquetes ... el Cuarto Estado, no reconocido ni por clérigos, cortesanos, burgueses, nobles, campesinos ni artesanos. El Cuarto Estado deambulaba cazando ratas, durmiendo en cloacas, pulguiento, apestoso, como contraste maldito de todo aquel lujo, de toda aquella ostentación, de todo aquel desperdicio. El Cuarto Estado aguardaba, sin impaciencia, la hora de la venganza ...

Para cuando, en 1774, Luis XVI fue coronado Rey de Francia, al siguiente año se iniciaría una crisis que empezando en el campo por las malas cosechas, poco a poco se extendería, durante quince años, a todos los sectores productivos de la Francia real.

Los famélicos, harapientos y mugrosos comebasura fueron viendo como engrosaban, día con día, más y más elementos a su no reconocido orden. El Cuarto Estado crecía con una rapidez inaudita, y en menos de diez años, su presencia y número rebasarían, por completo, a los tres órdenes reconocidos: la miseria y el hambre se enseñoreaban en Francia ...


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