Índice del libro De Contribuciones, tributos e imposiciones de Omar CortésCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

La restauración de la República.

El 15 de julio de 1867, las fuerzas del gobierno de la legalidad entraron triunfantes a la ciudad de México, y el régimen del interinato del licenciado Benito Juárez inició la ardua labor de la reconstrucción del país.

Apoyado en las amplias facultades extraordinarias de que estaba investido, el presidente interino comenzó a ejercer sus funciones.

El 14 de agosto de 1867 se dio a conocer la Convocatoria para elegir a quienes deberían hacerse cargo tanto de los poderes federales como de los propios de los diferentes Estados de la República.

El señor licenciado Benito Juárez resulto elegido para hacerse cargo de la presidencia de la República en el periodo que abarcaba de 1867 a 1871.

Entre las medidas hacendarias tomadas en el año de 1867, sobresale la expedición, el 1º de diciembre, del Reglamento para la Administración y Contabilidad de los Caudales del Gobierno Federal.

En ese Reglamento se decía:

Artículo 1. El servicio de la administración de Hacienda descansa en un presupuesto de ingresos y egresos.

El presupuesto tiene dos faces distintas.

Presupuesto probable o primitivo.

Presupuesto real o definitivo.

El presupuesto probable o primitivo consiste en el cálculo previo que se hace de lo que deberán producir las rentas y de lo que importarán los gastos durante una anualidad.

La parte de ingresos debe verse como un término comparativo, para observar si ellos bastarán o no para cubrir los gastos, a fin de que, en caso negativo, se decreten nuevos impuestos.

La parte de gastos sirve como un límite a la autorización que da el Congreso para verificar los de la anualidad.

Artículo 2. La consumación de un presupuesto, es decir, el cobro completo de las rentas y el pago total de los gastos, se lleva a efecto en un periodo que se llama de ejercicio. Así pues, son pertenecientes a un mismo ejercicio los derechos adquiridos y los servicios prestados durante un año económico, que debe contar del 1º de julio de un año al 30 de junio del siguiente.

Artículo 3. Los ingresos en el Tesoro y los gastos públicos que hayan de verificarse en cada ejercicio, serán autorizados por un decreto especial.

Artículo 4. En los cuatro primeros meses del año económico, por lo relativo al egreso, los Ministros de Estado prepararán el presupuesto probable de su respectivo despacho en el año subsecuente, fundado en las leyes que hayan establecido los gastos.

El Ministro de Hacienda reunirá estos presupuestos, añadiendo el de su dependencia y el de los ingresos del erario, para completar el presupuesto general del Estado.

Artículo 5. Formado el proyecto de presupuesto probable, por lo correspondiente al año fiscal próximo inmediato, presentará el Ministro de Hacienda al Soberano Congreso, el día 14 de diciembre, según lo previene el artículo 69 de la Constitución de 1857, un ejemplar de él, junto con la cuota general del año anterior.

Artículo 7. El presupuesto definitivo de cada ejercicio, que, como se lleva dicho, es el resultado de la liquidación de las partidas de ingresos y egresos del presupuesto probable, sirve para conocer:

Respecto del ingreso.

1. Los derechos justificados que tiene el gobierno por las contribuciones y rentas públicas.

2. Lo cobrado a cuenta de estos derechos, en el año del presupuesto probable.

3. Lo que quede por cobrar.

Artículo 12. Ningún impuesto podrá establecerse ni cobrarse, si no está autorizado por el Poder Legislativo.

Artículo 13. El decreto relativo a la observancia del presupuesto probable, autorizará cada año la percepción de los impuestos establecidos.

Artículo 14. La recaudación de los caudales del Estado, no puede verificarse sino por empleados del ramo apoyados en sus títulos correspondientes.

Artículo 15. Todos los ingresos del erario general quedan bajo el dominio directo del Ministro de Hacienda. En consecuencia, respecto de aquellos que hoy se verifican bajo la inmediata dependencia de los otros Ministerios, darán aviso al de Hacienda cada vez que esta clase de ingresos deba tener lugar, a fin de que vayan directamente a las oficinas del Tesoro.

Artículo 24. Los jefes de las oficinas recaudadoras, mancomunados con los contadores donde los haya, son responsables de la puntual y exacta recaudación de los derechos y productos del erario.

Artículo 25. El día 30 de junio de cada año quedará cobrado todo adeudo procedente de contribuciones o impuestos de cualquier género, exceptuándose aquellos casos en que el recaudador pruebe plenamente que el cobro ha dejado de verificarse por causas independientes de su voluntad, habiendo empleado todos los medios de apremio que estén a su alcance contra los deudores.

Artículo 26. Las cantidades no cobradas por negligencia o abandono del Jefe Recaudador, dentro del primer tercio del año fiscal siguiente a aquel a que corresponda el impuesto, serán satisfechas de su propio peculio, y si no tuviese intereses propios con qué hacer efectiva esta medida, será motivo de destitución de empleo.

El 8 de diciembre de 1867, el denominado Cuarto Congreso Constitucional abrió sus sesiones. El futuro en cuanto a las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, se vio incierto. Graves divergencias y rispideces se manifestaron desde un principio.

El 20 de febrero de 1868, el Secretario de Hacienda, señor Matías Romero, apuntaba en su Informe al Congreso lo siguiente:

Cuando el gobierno se encontró establecido en esta capital, considero como un deber apremiante y urgente, el de proceder desde luego a la reorganización de la administración pública, completamente dislocada por una invasión que había durado tantos años. Estimando debidamente la importancia vital del ramo de hacienda, lo tomo en consideración con el empeño preferente que correspondía.

Para la formación de un plan de hacienda, la primera base es necesariamente la formación de los dos presupuestos de ingresos y egresos, sin los que puede decirse que no hay punto de partida para las operaciones ulteriores. Respecto del orden en que deben venir esos presupuestos, parece incuestionable que el primer lugar corresponde al de egresos, a diferencia de lo que sucede cuando se trata de los negocios de un particular.

Efectivamente, el hombre arreglado y probo que se propone poner orden en sus asuntos pecuniarios, debe comenzar por hacer la cuenta de las entradas que tenga, para reducir a ellas sus gastos. Una Nación, o sea el gobierno que la representa, debe, por el contrario, después de reducir hasta donde sea compatible con el buen servicio público los gastos que necesite hacer, fijar éstos de una manera definitiva, buscando en seguida los fondos indispensables para cubrirlos.

La razón de esta diferencia consiste, por una parte, en que un particular puede dejar de hacer los gastos que no le permitan sus circunstancias, incluyendo en ese número aún algunos de los necesarios; mientras que una Nación no puede, sin mengua de su decoro y a veces aún de su existencia, dejar de hacer ciertos gastos, lo cual no acontece nunca respecto de una Nación, que bien puede aumentarlos hasta donde lo exijan sus necesidades. Si en alguna eventualidad se encontrara en la imposibilidad de hacerlo, carecería entonces de los elementos precisos para figurar como independiente y soberana.

Por consideraciones tan obvias, se propuso el gobierno, luego que llego la oportunidad de pensar en el arreglo de la hacienda pública, fijar el presupuesto general de egresos, para lo cual debía cada Ministerio formar a su vez su presupuesto respectivo.

La dificultad que se pulió desde luego, ha sido la misma que se ha presentado siempre en casos semejantes. El presupuesto del Ministerio de la Guerra es el que constantemente presenta los inconvenientes más graves, por haber sido los gastos militares, desde los primeros días de nuestra independencia, la vorágine que ha devorado los recursos más pingües de la Nación.

Cuando el 30 de mayo de 1868 el Congreso expidió el presupuesto de egresos, generó ello una grave tensión con el Poder Ejecutivo, el que, a través del Secretario de Hacienda había advertido del grave riesgo que representaba la reducción o anulación de algunos de los ingresos del Estado. De hecho, la negativa del Congreso a las sugerencias del Ejecutivo provocó la renuncia del señor Matías Romero al cargo de Secretario de Hacienda.

En su último informe al Congreso, el día 25 de mayo de 1868, el señor Matías Romero expresó:

Cuando comienza a establecerse el orden y la regularidad de la República; cuando después de muchos años de trastornos se va consiguiendo establecer el equilibrio entre los gastos del gobierno y sus entradas, y cuando la situación se presenta halagüeña aunque no segura, cree el gobierno muy peligrosa cualquiera reducción que se haga en las rentas públicas. La necesidad de vivir es imperiosísima y superior a todas las demás. La Nación que lo conoce así, contribuye con gusto a los gastos públicos de una manera que podría parecer excesiva, antes que poner en peligro la paz de la Nación por ensayar economías que pueden hacerse altamente gravosas.

La diferencia que hay entre los ingresos y los egresos de la Federación, de la manera que está para decretarlos el Congreso, es tan notable, que una sabia política aconseja que en vez de disminuir los impuestos, deberían aumentarse hasta cubrir los gastos decretados por el Congreso. En efecto, entre pagar contribuciones exorbitantes por disfrutar de paz y seguridad, y tener una reducción momentánea de alguna de éstas, con grave peligro de trastornos de la paz pública, cree el gobierno que nadie vacilará en preferir lo primero.

La supresión o reducción de alguna de las contribuciones podrá halagar intereses particulares; pero el gobierno cree que el bienestar del país se expone a graves peligros con esta política, y no puede por lo mismo aconsejarla ni defenderla.

Cuando el transcurso del tiempo haya consolidado más firmemente la paz de las instituciones de la República, cuando el orden y la moralidad hayan hecho posible la reducción de los gastos ocasionados por necesidades imprescindibles de actualidad, será tiempo de pensar en reducir los impuestos; antes de esa época, es a juicio del gobierno peligroso el intentarlo.

La situación del país y el recargo de las contribuciones podrían ser motivo suficiente para no aumentar los impuestos, sin embargo, de la diferencia entre los ingresos y egresos del erario federal; pero de ninguna manera para disminuir los que existen actualmente, cuando se sabe que ellos son insuficientes para cubrir los gastos públicos.

El Congreso está para aprobar un presupuesto de egresos que excede de la suma de veinte millones de pesos. Si ahora aprobase una ley que produzca el inevitable resultado de disminuir las entradas en el erario público, el presupuesto de egresos sería irrisorio y quedaría nulificado, por disposición de la misma Cámara que lo está aprobando.

También, el 30 de mayo de 1868, el Congreso expidió un decreto precisando cuáles eran las rentas y los bienes de la Federación. En ese decreto se decía:

Artículo 1. Son rentas y bienes de la Federación:

I. Los derechos de importación y los demás que se cobren en las aduanas marítimas y fronterizas de la República a las mercancías extranjeras, sea cual fuere la denominación de aquéllos, excepto el real por bulto que están autorizados a cobrar los ayuntamientos de los puertos, con destino a los fondos municipales.

II. Los derechos de exportación.

III. Los productos de la fundición, amonedación y ensaye de la plata y oro que se introducen en las casas de moneda.

IV. Los productos de la venta del papel sellado común, y del que sirve para el pago de la contribución federal.

V. La mitad del producto de la venta, arrendamiento o explotación de los terrenos baldíos en toda la República, quedando la otra mitad a beneficio de los Estados en cuyo territorio se encontraren.

VI. El producto de la venta, arrendamiento o explotación de las guaneras.

VII. El de los derechos que se impongan por la pesca de perla, ballena, nutria, lobo marino y demás objetos análogos.

VIII. Los réditos y capitales que por cualquier título se adeuden al Erario Federal.

IX. Los productos del correo.

X. Los derechos sobre privilegios y patentes de invención.

XI. Los impuestos establecidos o que se establecieren con destino a gastos de la Federación, en el Distrito Federal y los Territorios.

XII. Los productos de los demás impuestos, que conforme a la fracción VII del artículo 71 de la Constitución decretase el Congreso General.

XIII. Los castillos y fortalezas, las ciudadelas, almacenes y maestranzas de artillería, casas de correo y de moneda, y los demás edificios que por compra, donación o cualquier otro título sean de propiedad nacional.

XIV. Las islas y playas, los puertos, ensenadas, bahías, lagunas y ríos navegables.

XV. Los buques de guerra, guardacostas, transportes y demás embarcaciones del Erario Federal.

XVI. Los derechos que tenga la República en las empresas de bancos, caminos de fierro o cualesquiera otras empresas de interés general que autorizase el Congreso de la Unión.

XVII. Los bienes mostrencos que hubiere en el Distrito Federal y en los Territorios, y la parte que conforme a las leyes corresponde al Erario en el descubrimiento de tesoros ocultos en los mismos puntos.

Artículo 2. Se deroga la Ley de Clasificación de Rentas expedida el 12 de septiembre de 1857.

Para el 24 de noviembre de 1868, el Ejecutivo federal sometió a consideración del Congreso un conjunto de iniciativas de entre las que sobresalía la que proponía substituir la contribución general por el timbre, dando un tiempo razonable a los Estados de la República que continuaban cobrando derechos de alcabala para que, poco a poco sustituyeran con otro tipo de impuesto los ingresos que por ellas obtenían.

En el Informe presentado el 1º de abril de 1869 por el Secretario de Hacienda, señor José María Iglesias, se decía:

Los inconvenientes que tiene el sistema de alcabalas que desgraciadamente predomina en la República, son tan notorios, que el gobierno temería ofender la ilustración del Congreso, si tratara de enumerarlos. El interés que tiene el Ejecutivo en que sea una realidad la prevención del artículo constitucional que abolió las alcabalas es tan grande, satisfecho como lo está de las muchas ventajas que resultarían de ello a la Nación, que se halla dispuesto ha hacer todo género de esfuerzos y aún sacrificios por conseguir que cuanto antes se realice esta importante mejora en la República.

Los Estados en donde subsisten las alcabalas tienen el mismo inconveniente que el gobierno federal para privarse de ellas: forman un sistema rentístico establecido ya y eficazmente productivo, que no se puede substituir fácilmente y con la violencia que las necesidades demandan, con algún otro basado en los sanos principios económicos. El deseo del gobierno de efectuar este importante cambio llega, sin embargo, hasta el grado de creer que conviene ofrecer alicientes a los Estados en donde subsistan las alcabalas, para ayudarlos a derogar éstas y cambiar su sistema de impuestos. Cree además que ahora se presenta una manera de realizar esto sin muy graves inconvenientes para el Erario Federal.

La contribución federal decretada por la ley del 16 de diciembre de 1861, ha sido considerada, y tal vez no sin razón, gravosa para varios Estados, que han propuesto de diferentes maneras su derogación. El recargo de una cuarta parte sobre las contribuciones existentes puede en efecto considerarse desigual y a veces hasta gravoso. Tratando el gobierno de conciliar las necesidades públicas con la conveniencia de los contribuyentes y la realización de una gran mejora, cree que sería conveniente decretar que cesara de cobrarse, para el Erario de la Federación, la contribución federal en los Estados en que no hay alcabalas, a fin de estimular de esta manera a todos a derogar éstas. La abolición de la contribución general en los Estados debería, sin embargo, tener lugar algún tiempo después de derogado el sistema de alcabalas, y en todo caso un año o año y medio después de que haya comenzado a ponerse en práctica el impuesto del timbre, por ser esto de absoluta necesidad para evitar que haya un desfalco en las rentas federales, de fatales consecuencias para el crédito de la Nación, y aún para evitar la alteración del orden público.

El producto de la contribución federal colectado íntegramente, no pasaría probablemente de dos millones de pesos, en el estado que guardan en la actualidad las rentas de los Estados y de las municipalidades. Las de los Estados no exceden probablemente de cinco millones de pesos al año, y calculando las municipales en otros cinco millones resultarán diez. Suponiendo que una quinta parte de esta cantidad no este sujeta al pago de la contribución general, por consistir en cuotas de menos de cincuenta centavos, resultará un producto líquido de ocho millones, cuya cuarta parte será de dos millones de pesos.

Este producto podría sustituirse y aun excederse con el impuesto del timbre que ahora se propone. Es cierto que la recaudación de este impuesto sería más difícil y costosa que la de la contribución federal, y que probablemente transcurriría algún tiempo antes de que pudiera establecerse eficazmente, pues es sabido que entre nosotros hay siempre resistencia al pago de nuevos impuestos, pero todos estos inconvenientes deberían arrostrarse por realizar la gran mejora que traería consigo la abolición de las alcabalas en toda la República.

El 16 de septiembre de 1869, el Ejecutivo Federal manifiesta al Congreso, por medio de su Secretario de Hacienda, el señor José María Iglesias, su intención de ir paulatinamente reduciendo la importancia que para la recaudación hacendaria tenían los derechos aduanales, consolidando otras fuentes alternas de ingresos que por su propia dinámica beneficiaran más al país. En el Informe presentado se exponía:

Los derechos aduanales forman la base de nuestras rentas nacionales, y sus productos equivalen a dos terceras partes del importe de todas las rentas. Este es el sistema que se ha seguido casi sin excepción desde la Independencia, y que a juicio del Ejecutivo sería conveniente a los intereses nacionales cambiar paulatinamente y en cuanto fuere posible.

En efecto, en un país que tiene una extensión de costa tan dilatada como el nuestro, que se halla casi despoblado, y que en su mayor parte es accesible para buques que hagan el contrabando; sin resguardos marítimos suficientes para impedir éste; sin contrarresguardos en el interior; sin marina de guerra ni buques guarda-costas que vigilen nuestras playas, tiene mucho incentivo el contrabando, bien se haga directamente en puntos despoblados de la costa, lo cual no es sin embargo frecuente, o bien suscitando los importadores de mala fe, asonadas y motines en los puertos, con objeto de establecer un orden de cosas que dure mientras se verifique la descarga de las expediciones que están a la vista, y realizar éstas con el pago de una tercera o cuarta parte de los derechos de arancel. Además la debilidad marítima de la República la expone, cosa que ha sucedido ya con frecuencia, a que cualquiera Nación extranjera pueda bloquear impunemente sus puertos, con lo cual se ve privada la Nación de sus rentas principales, precisamente en los momentos en que las necesita con más urgencia.

El Ejecutivo hace presentes estas consideraciones, no porque crea que deban atacarse los derechos de importación, que forman ahora la parte más florida de las rentas, y sin las cuales no sería posible la marcha de la administración, sino porque cree de su deber apuntar desde ahora estas consideraciones, para que el Congreso, estimándolas en lo que valgan, medite el establecimiento de algunos otros impuestos, que con el transcurso del tiempo lleguen a adquirir la importancia de los derechos marítimos y no haga depender a la República casi exclusivamente de éstos. Es bien sabido que ningún impuesto puede improvisarse, y que por bien meditados y equitativos que sean los que se decreten, requieren el transcurso de algunos años, para llegar a cimentarse y a su completo desarrollo. En concepto del Ejecutivo el impuesto del timbre es de los que tendrían más probabilidad de adquirir esa importancia en lo futuro.

El 30 de septiembre de 1869 es nuevamente nombrado por el Ejecutivo Federal el señor Matías Romero para que se hiciese cargo de la Secretaría de Hacienda, y el 16 de septiembre de 1870, el señor Matías Romero presentaría un célebre Informe en el que clamaría por llevar a cabo un conjunto de radicales cambios que, en su opinión, urgían para bien del sistema fiscal y de la República.

En aquel memorable escrito, entre otras cosas, apuntaba:

Los trastornos constantes que han tenido lugar en México casi desde la consumación de la Independencia, y las graves dificultades que ellos han ocasionado, han sido el obstáculo principal con que se ha tropezado para introducir en el sistema fiscal de la Nación, las reformas que han indicado como indispensables la ciencia económica y los intereses más atendibles de la Nación. La República conserva, con muy pocas variaciones, el mismo sistema fiscal establecido por el gobierno español para su colonia, que en muchos casos pugna con los más triviales principios económicos, y las únicas reformas que se han conquistado desde la Independencia, casi se reducen a la abolición de los monopolios del tabaco, nieve, pólvora, etc. Ni este principio ha recibido todo el desarrollo que se le ha querido dar al consignarlo en el texto de la Constitución, supuesto que, como se manifestó hace poco, contra el tenor de aquel Código, subsisten aún algunos monopolios, como el que se refiere al apartado de metales preciosos.

Si por una parte es indispensable la reforma radical en la legislación fiscal de México, debe por otra tenerse presente que esta reforma sería funestísima a la Nación, si se tratase de llevarla a cabo de una manera precipitada e imprudente. En ningún otro ramo es más necesario que en el de Hacienda, seguir el sistema de edificar antes de destruir. Los impuestos establecidos, por absurdos y antieconómicos que sean, son siempre mejor aceptados y producen rendimientos más cuantiosos que los que se establecen de nuevo, por moderados que sean, y por muchas ventajas económicas que tengan sobre los ya establecidos. Nada es más fácil que destruir, y en el terreno de Hacienda mucho más que en otros, pero nada también es más difícil que crear lo que deba sustituir a lo que se destruye. Con una sola plumada, con una sola ley, de un sólo artículo, se pueden destruir todos los impuestos que forman actualmente las rentas federales, pero esto traería consigo la ruina completa de la República, y como resultado final, acaso hasta la pérdida de la nacionalidad, porque de seguro, no se podrían sustituir en varios años los impuestos existentes, y entretanto, la bancarrota del erario sería completa, la impotencia de la administración absoluta, la desorganización cundiría por todas partes, y la disolución social vendría a coronar esta obra de ruina y destrucción. Es infinitamente preferible el actual sistema vicioso y antieconómico de impuestos que rigen en la Nación, con todos sus inconvenientes, que el más perfecto que pudiera imaginarse, si se trata de hacer el cambio de una manera súbita y poco meditada.

El considerar por lo mismo, los cambios que exige la legislación fiscal de la República, debe tenerse presente, que en concepto del Ejecutivo, este cambio, si llegare a adoptarse, debería hacerse con gran prudencia y meditación, dejando al transcurso del tiempo el cuidado de desarrollarlo convenientemente, y siguiendo ante todo, el sistema de crear antes de destruir.

Los cambios radicales de la legislación fiscal de la República, que exigen imperiosamente los intereses materiales de la Nación, son éstos:

A. No hacer de los derechos marítimos la base de las rentas federales, y establecer rentas interiores que rindan productos equivalentes a los marítimos.

B. Hacer una rebaja prudente en las cuotas de la tarifa de importación, una vez sistemadas las rentas interiores.

C. Establecimiento de las rentas interiores del timbre, herencias y contribución directa sobre la propiedad raíz.

D. Abolición de toda clase de derechos de exportación.

E. Cambio radical en los impuestos sobre la minería.

F. Abolición de alcabalas.

G. Supresión de la contribución federal para el Erario de la Federación.

H. Apertura de la costa al comercio de exportación.

I. Establecimiento de líneas de vapores que frecuenten nuestras costas y sistemen una comunicación regular en ellas.

J. Demarcación de los límites de la República en la frontera sur.

K. Prohibición a los Estados de gravar las importaciones o exportaciones.

Hay además otras reformas que no pueden llamarse radicales; pero que son también de verdadero interés público. Las principales son las siguientes:

I. Obligaciones de otorgar pagarés en toda venta que se haga a plazo;

II. Establecimiento de vapores guardacostas en nuestro litoral.

III. Aplicación del plazo para el depósito de mercancías extranjeras en la ciudad de México.

Terminado su periodo presidencial, el licenciado Benito Juárez fue reelecto por un nuevo periodo, presidente de la República, debiendo de enfrentar una situación de inconformidad ante su reelección por parte de Generales y políticos connotados, quienes aseguraban que el proceso de reelección del licenciado Benito Juárez habiase realizado bajo un proceso electoral viciado de una serie de irregularidades que hacían sospechar la ilegalidad del mismo.

Una manifestación de aquel descontento se dio con la promulgación del llamado Plan de la Noria signado por el General Porfirio Díaz. La sublevación fue sometida militarmente, pero sirvió como un termómetro que media el descontento político que reinaba en la República.

El 1º de enero de 1872 se expidió el nuevo arancel de aduanas tanto marítimas como fronterizas, y con el mismo el Ejecutivo Federal pretendía obtener una serie de ventajas.

El 18 de julio de 1872 murió el licenciado Benito Juárez, tomando posesión como presidente interino, por mandato constitucional, el licenciado Sebastián Lerdo de Tejada quien a la sazón ocupaba el cargo de Presidente de la Suprema Corte.

El 13 de noviembre de 1874 se reformaría la Constitución, pasándose de un régimen legislativo federal unicameral, a otro bicameral.

El 1º de diciembre de 1874 se expidió una Ley del Timbre sobre la que se desataron un sin fin de críticas que obligaron al Poder Ejecutivo Federal a que, por medio de su Secretario de Hacienda, el señor Francisco Mejía, precisara las razones de esa ley.

Y así, en el Informe que al respecto rindió, entre otras cosas, dijo:

Entiendo que gran parte de la oposición que ha encontrado al Timbre, depende de creerse, que tal como se ha establecido en la República, es igual al uso que de él se hace en Europa y en los Estados Unidos; nada hay más erróneo, allá es un impuesto que gravita sobre casi todos los ramos de la industria, sobre la producción, hasta sobre la inteligencia supuesto el timbre de los periódicos y folletos; aquí pura y simplemente sobre los contratos en los que se versen intereses sobre los actos de la vida, que necesiten de la fe pública para hacerlos constar, en otros términos no es más que el papel sellado, que cuenta entre nosotros siglos de existencia sin oposición ninguna, y sin más interrupción que la muy pasajera que solamente en algunos puntos produjo el Decreto expedido por el Padre de la Independencia Nacional en Guadalajara, en diciembre de 1810. No es más que el papel sellado repito, sin los gastos y riesgos para el erario que aquel ocasionaba, sin la molestia para el consumidor, de usar en sus negocios del papel que le vendía la República, careciendo de la libertad de emplear el que más cuadrara a su gusto. Creo pues conveniente, aunque a primera vista parezca inoportuno, hacer una ligera reseña de la historia de este impuesto en el extranjero, especialmente en Francia y en los Estados Unidos, trayéndola hasta su estado actual, y comparar sus resultados en aquellas naciones con los que hemos obtenido. Respecto de la historia del timbre entre nosotros, es la misma del papel sellado conocida por todos.

La palabra Timbre propiamente hablando es una marca o sello cuya forma y dibujo determina la ley, y que se imprime por los funcionarios encargados de este servicio especial, en el papel destinado a ciertos usos.

Como esta operación está sometida al previo pago de un derecho por el consumidor, daré por extensión el nombre de timbre al impuesto que constituye la percepción de este derecho.

Bien que éste, como el de importación y otros entran por su nomenclatura en la categoría de las contribuciones indirectas; en Francia no está comprendido entre los de ésta denominación. La recaudación está confiada a un administrador que tiene el título de Administrador de Dominios, Timbres y Registros.

El derecho del Timbre, hoy enteramente fiscal, porque el sello puesto en el papel no añade ningún valor, ninguna garantía, a lo que en él esté escrito, debe su origen como muchos otros a una institución de utilidad pública, a una especie de contrato entre el Estado y los particulares, quienes sacan la ventaja, bajo el reinado de Luis XIV y durante el Ministerio de Colbert, época de notables reformas en todos los ramos de la administración, se buscó un remedio para cortar el desorden introducido en los procedimientos, por el espíritu de chicana, y por la avidez de las gentes de curia. En esa época las diferentes provincias de Francia estaban sometidas a sistemas legislativos muy distintos entre sí; de ellos resultaba en el estilo de los expedientes, la falta de uniformidad que entrañaba numerosos errores de los que se aprovechaban los curiales, para hablar de nulidad por falta de forma. Intentóse cortar estos graves abusos ordenando la impresión de esqueletos de las escrituras para que las oficinas públicas sólo tuvieran que llenarlos. La venta de estos esqueletos cuyo uso era obligatorio, se hacía por el gobierno, produciéndole sumas de consideración. Pero este paliativo fue insuficiente; el origen del mal no estaba en la redacción de las escrituras, sino en la diversidad de las legislaciones. Retrocedióse ante las dificultades de la práctica y se suprimieron los esqueletos; pero no por eso se renunció a la abundantísima fuente de ingresos que se había descubierto; porque si es difícil el establecimiento de un nuevo impuesto, lo es más aún destruirlo cuando ha echado raíces, y el de que tratamos reunía en un muy alto grado todos los caracteres de una buena medida hacendaria, para que se pudiera y debiera desprenderse de él. En efecto, la percepción de este impuesto es fácil y barata; la vigilancia y la persecución de las contravenciones no presentan graves dificultades; parece menos pesado al contribuyente porque gravita sobre actos que suponen ordinariamente en el momento de tener lugar, la posibilidad de hacer el pago. Se sustituyeron pues por edicto de agosto de 1674, los esqueletos de que he hablado, con una marca o timbre que debía fijarse en cada hoja que se empleara en las actuaciones.

Cuando en 1787, estando exhausto el Tesoro francés, se esforzaban sus directores en remediar la espantosa crisis financiera, que fue una de las mayores causas accidentales de la revolución, se inició a la asamblea el ensanche del Timbre, como uno de los mayores medios para aumentar las rentas nacionales, sin hacer pesar sobre los contribuyentes un gravamen demasiado sensible. El proyecto de edicto gravaba todos los actos, aún los más sencillos, los menos frecuentes, y los menos importantes y todas las publicaciones de cualquier naturaleza que fueran no obstante las graves observaciones que se hicieron a la Junta Real convocada para registrar el edicto, el Rey ordenó su publicación, pero la parte penal era tan enorme, y las medidas fiscales tan rigurosas, que no llegó a tener efecto.

Sobrevino la revolución y en 1790 y 1791, la Asamblea Constituyente que se esforzaba por establecer el orden en la Hacienda Pública, se ocupó especialmente del Timbre. La tarea de continuar con regularidad este impuesto, era ya menos difícil. La unidad de Francia había hecho que se estableciera una legislación uniforme para todas las partes del reino y los múltiples y diversos derechos de vigilancia, de uno por ciento, de insinuación, de imposición, etc., quedaron reemplazados por el único de registro (Leyes del 5 y 19 de diciembre de 1790), que debía asegurar la percepción del derecho del Timbre, obligando a presentar todos los documentos en la administración y garantizando de este modo, tanto la vigilancia de las contravenciones como la percepción de las multas.

El 12 de diciembre de 1790, la Asamblea, previo Informe de M. Roederer, votaba la Ley fundamental del Timbre, que fue promulgada el 11 de febrero siguiente.

Esta ley, código moderno sobre la materia, especificaba los actos sometidos al Timbre, entre los que se comprendían los judiciales, y en los que constaran las transacciones civiles y mercantiles de toda clase; reglamentaba la percepción del impuesto, el modo de perseguir el fraude, y la penalidad. Era entonces la época, en que el ideal liberal presidía en Francia todos los actos de los legisladores; por esto, M. Roederer en su Informe explicaba el silencio de la Ley sobre el Timbre de los periódicos, a cuyo impuesto estaban anteriormente afectos, en el proyecto presentado a la asamblea de notables, diciendo que era preciso no poner traba alguna a la libre circulación de las ideas. Creía por otra parte que el fisco recobraría con usura lo que parecía perder con esta franquicia, con los productos que dejarían los periódicos al correo. Considerábase también que si se gravaba a los periódicos con el Timbre, los haría disminuir en número, citando al efecto alguno para el que, los derechos de Timbre igualarían a todos sus demás gastos.

Hasta aquí vemos que el Ejecutivo de la Unión, al expedir y reglamentar la Ley del Timbre, se ha inspirado en las mismas ideas liberales que dominaban en la Asamblea Constituyente de Francia, hija de la revolución.

El 15 de enero de 1876 se levanta en armas, desconociendo al gobierno, el General Fidencio Hernández en Tuxtepec, Oaxaca; y el 21 de marzo, en el poblado de Palo Blanco, el General Porfirio Díaz se adhiere a la sublevación, expidiendo un Manifiesto o Plan en el que, entre otras cosas, clamaba por la puesta en práctica del principio de no reelección. Finalmente los sublevados obligarían al presidente Sebastián Lerdo de Tejada a abandonar la ciudad de México marchando al exilio el 20 de noviembre de ese año, dejando a la cabeza del gobierno, en cuanto presidente interino, al licenciado José María Iglesias.


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