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De los testigos

Un punto muy considerable en toda buena legislación es el de determinar con exactitud la credibilidad de los testimonios y las pruebas del delito. Todo hombre racional, quiero decir, que tenga cierta conexión entre sus ideas y cuyas sensaciones sean conformes a las de los demás hombres, puede ser testigo. La verdadera medida de su credibilidad, o sea de la atención que puede merecer la deposición suya, no es otra sino el interés que tenga en decir, o no decir, la verdad; de suerte que es frívolo el motivo de rehusar el testimonio de las mujeres por causa de su propia debilidad; pueril la aplicación a los condenados de los efectos de la muerte real a la civil e incoherente la nota de infamia a los infames cuando no tengan interés alguno en mentir. Entre los abusos de la gramática que han influído no poco en los asuntos humanos, es notable el que hacía nula e ineficaz la deposición de un reo ya condenado. Los jurisconsultos peripatéticos decían que el reo ya condenado estaba muerto civilmente y que un muerto no es capaz de acción alguna. Por sostener esta bárbara metáfora, se ha sacrificado a muchas víctimas y muy a menudo y con seria reflexión se ha disputado si la verdad debiera ceder ante las fórmulas judiciales. ¿Con tal de que las deposiciones de un reo condenado no lleguen a un punto que cierre el paso de la justicia? ¿por qué no habría de concederse, incluso después de la condena, tanto a la extremada miseria del reo como al interés de la sociedad, un espacio suficientemente enérgico que, aduciendo cosas nuevas que cambiasen la naturaleza del hecho, puedan justificar al reo mismo o a otro con un nuevo juicio? Las formalidades y ceremonias son necesarias en la administración de la justicia, tanto porque no dejen nada al arbitrio de la administración cuanto porque dan idea al pueblo de lo que es un juicio no tumultuoso ni interesado, sino estable y regular, así como también porque en los hombres, que son imitadores y esclavos de las costumbres, hacen más eficaz impresión las sensaciones que los raciocinios. Pero a menos de correr un peligro fatal, estas formalidades y ceremonias nunca podrán ser fijadas por la ley de una manera que perjudique a la verdad, la cual, por ser demasiado sencilla o demasiado complicada, necesita de alguna pompa exterior que la concilie con el pueblo ignorante. Así pues, la credibilidad de un testigo tendrá que disminuir en proporción con el odio, la amistad o las relaciones estrechas que medien entre él y el reo. Es necesario que halla más de un testigo, porque mientras uno afirma y otro niega, nada hay de cierto y prevalece el derecho de que todos deben ser creídos inocentes. La credibilidad de un testigo se hace tanto más sensiblemente menor cuanto más crece la atrocidad de un delito, o la inverosimilitud de sus circunstancias. Tales son, por ejemplo, la magia y los actos gratuitamente crueles. Es muy probable que los hombres mientan en la primera acusación, porque es más fácil que se combinen en varios sujetos la ilusión de la ignorancia o el odio perseguidor, que no que un hombre ejerza una potestad que Dios no ha dado o que ha quitado a todo ser creado. Del mismo modo, en la segunda, porque el hombre sólo es cruel en proporción con su interés, propio, con el horror o con el temor concedido. Hablando propiamente, no hay ningún sentimiento superfluo en el hombre; el sentimiento es siempre proporcional al resultado de las impresiones sobre los sentidos. Del mismo modo, la credibilidad de un testigo puede disminuir algunas veces, cuando el testigo pertenezca a alguna sociedad particular cuyos usos y máximas sean no bien conocidos o distintos de los públicos. Un sujeto de esta clase, tendrá no sólo sus pasiones propias, sino también las ajenas.

Finalmente, es casi nula la credibilidad de un testigo cuando se refiera a las palabras que puedan mediar en un delito, porque el tono y el gesto, todo aquello que precede o que sigue a las diferentes ideas que los hombres unen a las mismas palabras, alteran y modifican de tal modo los dichos de un hombre que es casi imposible repetirlas tal como fueron pronunciadas. Además, las acciones violentas y fuera del uso ordinario, como son los verdaderos delitos, dejan huellas de sí, con la multitud de circunstancias y efectos resultantes; y cuanto más número de circunstancias se aduzcan como prueba, tanto mayores medios de justificarse se suministran al reo. Pero las palabras sólo quedan en la memoria, que casi siempre es infiel y que a menudo sufre la seducción de los que las escuchan; por eso es mucho mas fácil una calumnia sobre las palabras de un hombre, que no sobre sus actos.


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