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Indicios y formas de los juicios

Hay un teorema general muy útil para calcular la certidumbre de un hecho: por ejemplo, la fuerza de los indicios de un delito. Cuando las pruebas de un hecho dependen unas de otras, o sea, cuando los indicios sólo se prueban entre sí, cuanto mayores sean las pruebas que se aduzcan, tanto menor será la probabilidad del hecho, porque los casos que harían fallar las pruebas antecedentes, hacen fallar también las subsiguientes. Cuando todas las pruebas de un hecho dependen por igual de una sola, no aumenta el número de las pruebas ni disminuye la probabilidad del hecho, porque todo su valor se resuelve en el de aquella única de que depende. Cuando las pruebas son independientes una de otra, o esa, cuando los indicios se prueban de otro modo que por sí mismos, cuanto mayores pruebas se aduzcan, tanto más crecerá la probabilidad del hecho, porque la falacia de una prueba no influye sobre la otra. Estoy hablando de probabilidades en materia de delito, probabilidades que deben ser ciertas, para merecer pena; pero se desvanecerá la paradoja para quien considere que, rigurosamente considerada, la certidumbre moral no es más que una probabilidad, probabilidad de tal género que se llama certidumbre, porque todo hombre de buen sentido consiente en ella necesariamente por una costumbre nacida de la necesidad de obrar, y anterior a toda especulación. Por tanto, la certidumbre que se requiere para considerar reo a un hombre, es la misma que determina a todo hombre en los actos más importantes de la vida. Las pruebas de un delito pueden distinguirse en perfectas e imperfectas. Considero perfectas las que excluyen la posibilidad de que alguien no sea reo de lo que se le atribuye; e imperfectas las que no la excluyen. De entre las primeras, una sola es suficiente para la condena; de las segundas, son necesarias para ello tantas cuantas basten a formar una perfecta. Es decir, que si en cada una de éstas en particular es posible que alguien no sea reo, mediante la unión entre sí sobre el mismo sujeto es imposible que no lo sea. Obsérvese que las pruebas imperfectas, de las cuales el reo puede justificarse, se hacen perfectas si el sujeto sobre quien recaen deja de hacerlo. Pero esta certidumbre moral de las pruebas es más fácil de sentir que de definir con exactitud. Por lo cual yo creo óptima la ley que establece que el juez principal se halle asistido de asesores tomados a la suerte, y no por elección, pues en este caso será más segura la ignorancia que juzga por sentimientos que la ciencia, que juzga por opinión. Cuando las leyes son claras y precisas, la función del juez no consiste más que en comprobar un hecho. Si para buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza, si para presentar el resultado de ellas precisa claridad y precisión, para juzgar del resultado mismo de las cosas, sólo se necesita un buen sentido simple y ordinario, menos falaz que el de un juez acostumbrado a ver reos en todo caso y que lo reduce todo a un sistema ordinario tomado a préstamo de sus estudios. ¡Feliz la nación en que las leyes no sean una ciencia!

Es una ley utilísima aquélla según la cual todo hombre debe ser juzgado por sus iguales, porque cuando se trata de la libertad y fortuna de un ciudadano, deben callar todos los sentimientos que inspira la desigualdad, dado que en el juicio no deben obrar ni la superioridad con que el hombre afortunado mira al infeliz ni el desdén con que el inferior mira al superior. Pero cuando el delito sea una ofensa a tercero, entonces el juez debería ser, por mitad, parte del reo y parte del ofendido. Entonces, estando contrabalanceados todos los intereses particulares, que modifican, incluso involuntariamente, las apariencias de las cosas, sólo hablarían las leyes y la verdad. También es conforme a justicia que el reo pueda excluir hasta un cierto punto a los que le sean sospechosos y que esta recusación se le conceda sin obstáculo por algún tiempo, con lo cual casi parecerá que el reo se condena por sí mismo. Públicos deben ser los juicios y públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso sea el cemento único de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones; para que el pueblo diga que no es esclavo y que se encuentra defendido: sentimiento que inspira valor y que equivale a un tributo para un soberano que comprende sus verdaderos intereses. No añadiré más detalles ni cautelas de las que requieren semejantes instituciones. No habría dicho nada si fuese necesario decirlo todo.


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