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El fisco

Hubo un tiempo en que casi todas las penas fueron pecuniarias (Refiérese Beccaria a las leyes de los llamados pueblos bárbaros). Los delitos de los hombres eran entonces el patrimonio del Príncipe; los atentados contra la seguridad pública eran objeto de lucro, de modo que quien estaba destinado a defenderla tenía interés en que se la ofendiera. Por consiguiente, el objeto de las penas era un pleito entre el Fisco, (exactor de las penas en cuestión) y el reo: un asunto civil, contencioso, privado más bien que público, que daba al Fisco más derechos que los exigidos por la defensa pública, y otros perjuicios al reo que aquéllos en que había caído por necesidad del ejemplo. Así es que el juez era un abogado del Fisco, más bien que un indiferente investigador de la verdad; un agente del Erario, más bien que el protector y ministro de las leyes. Pero como en este sistema el hecho de confesarse delincuente era confesarse deudor del Fisco, propósito entonces del procedimiento criminal, la confesión del delito, combinada de manera que favoreciese y no perjudicase a las razones fiscales, se convirtió y todavía sigue sucediendo así (pues los efectos continúan siempre mucho después que las causas) en centro en torno del cual giraban todos los órdenes criminales.

Sin la confesión de que hablamos, un reo convicto por pruebas indubitables tendrá una pena menor que la establecida y no sufrirá el tormento por otros delitos de la misma especie que pudiera haber cometido. Pero mediando confesión, el juez, se apodera del cuerpo de un reo y le aflige con metódicas formalidades para adquirir todo el provecho que pueda, como si fuera un fondo adquirido por él. Probada la existencia del delito, la confesión forma prueba convincente y para hacerla menos sospechosa, se la exige entre ios espasmos y la desesperación del dolor, como si fuese una confesión extrajudicial, tranquila, indiferente, sin el poderoso temor de un juicio tormentoso que no basta para la condena. Se eliminan las investigaciones y pruebas que aclararían el hecho, pero que debilitarían las razones del Fisco. No es en favor de la miseria y la debilidad por lo que alguna vez, se ahorran al reo los tormentos, sino en favor de las razones que podrían perjudicar a tal ente imaginario e inconcebible. El juez, se convierte en enemigo del reo, de un hombre entregado en prenda a la flaqueza, a los tormentos, al porvenir, el más terrible de todos; no busca la verdad del hecho, sino que busca en el preso al delito, insidiando alrededor de él, creyendo perder y sin conseguir aquella infalibilidad que el hombre se arroga en todas las cosas. Los indicios para decretar la captura del reo están en poder del juez, para que alguien pruebe que es inocente, tiene que ser declarado reo antes. A esto se llama proceso ofensivo (Proceso inquisitorial), y así son en casi todos los lugares de la ilustrada Europa, en el siglo XVIII, los procedimientos criminales, siendo de poquísimo uso en los tribunales europeos el verdadero proceso, el informativo (Proceso acusatorio), que consiste en la investigación indiferente del hecho, el que la razón manda, el que emplean las leyes militares, usado hasta por el mismo despotismo asiático en los casos tranquilos e indiferentes. ¡Qué complicado laberinto de extraños absurdos, increíble sin duda para la posteridad, más feliz! Tan sólo los filósofos de entonces podrán hallar en la naturaleza del hombre la posible aplicación de un sistema semejante.


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