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Cómo se previenen los delitos

Es mejor prevenir los delitos que penarlos. Tal es el fin principal de toda buena legislación, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad o al mínimo de desgracia posible, hablando según los cálculos de los bienes y males de la vida.

Pero los medios empleados hasta ahora, por lo general son falsos y opuestos al fin que se persigue. No es posible reducir la turbulenta actividad de los hombres a un orden geométrico sin irregularidad y confusión. Lo mismo que las constantes y sencillísimas leyes de la naturaleza no impiden que los planetas no se perturben en sus movimientos, así también en las infinitas y opuestas atracciones del placer y el dolor, tampoco las leyes humanas pueden evitar perturbaciones y desórdenes. A pesar de todo, ésta es la quimera de los hombres cuando tienen en sus manos el poder. Prohibir una multitud de acciones indiferentes, no es prevenir los delitos que puedan nacer de aquéllas, sino crear otros delitos nuevos; es tanto como definir a capricho la virtud y el vicio, predicados antes como eternos e inmutables. ¿A qué nos veríamos reducidos si se nos prohibiese todo aquello que puede inducir a delito? Sería menester privar al hombre del uso de sus sentidos. Por un motivo que haya que impulse a los hombres a cometer un verdadero delito, hay mil que inducen a cometer las acciones indiferentes llamadas delitos por algunas leyes malas; y si la probabilidad de los delitos es proporcional al número de los motivos, ampliar la esfera de los delitos es hacer crecer la probabilidad de cometerlos. La mayor parte de las leyes sólo son privilegios, o sea tributos de todos a la comodidad de algunos.

¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, sencillas, y que toda la fuerza de la nación se encuentre condensada para defenderlas, sin que, por el contrario, ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas. Haced que las leyes favorezcan menos a las clases sociales que a los hombres mismos. Que los hombres las teman y que sólo teman a ellas. El temor de las leyes es saludable, pero el temor de unos hombres hacia otros es fecundo en delitos. Los hombres esclavos son más viciosos, más libertinos, más crueles que los hombres libres.

Los hombres libres piensan en la ciencia, en los intereses de la nación, admiran asuntos grandes y tratan de imitarlos; pero los hombres esclavos, satisfechas con el día presente, buscan en el estrépito del libertinaje una distracción al aniquilamiento en que se ven; acostumbrados a la incertidumbre del éxito de todo, el de sus delitos se hace problemático para ellos, en ventaja de la pasión que los determina. Si la incertidumbre de las leyes recae sobre una nación indolente por su clima, esta incertidumbre mantendrá y aumentará su propia indolencia y torpeza; si recae en una nación voluptuosa, aunque activa, desperdiciará su actividad en un infinito número de pequeñas combinaciones e intrigas que esparcirán la desconfianza en todos los corazones y que harán de la traición y el disimulo la base de la prudencia; y si recae sobre una nación valerosa y fuerte, la incertidumbre quedará suprimida al fin, no sin formar antes muchas oscilaciones desde la libertad a la esclavitud y desde la esclavitud a la libertad.

¿Queréis prevenir los delitos? Haced que la ilustración acompañe a la libertad. Los males que nacen de los conocimientos están en razón inversa de la difusión de los mismos, y los bienes lo están en razón directa. Un impostor atrevido, que siempre es un hombre no vulgar , es sujeto de la adoración de un pueblo ignorante y de la burla de un pueblo ilustrado. Facilitando las comparaciones entre los objetos y multiplicando los puntos de vista para considerarlos, el conocimiento de las cosas contrapone entre sí muchos sentimientos que proceden de ellas y que se modifican recíprocamente con tanta mayor facilidad cuanto se anticipan en los otros los mismos puntos de vista y las mismas resistencias. En presencia de las luces esparcidas con profusión en la sociedad nacional, la calumniosa ignorancia calla y tiembla la autoridad desarmada de las razones, permaneciendo inmóvil la fuerza vigorosa de las leyes, pues no hay un hombre ilustrado que no ame los públicos, claros y útiles pactos de la seguridad común, comparando lo poco de inútil libertad sacrificada con la suma de todas las libertades sacrificadas por los demás hombres, libertades que pudieran conspirar contra él si no existieran las leyes. Todo aquél que tenga sensibilidad en su ánimo, se verá obligado a bendecir el trono y a quien lo ocupa, repasando un código de leyes bien hechas, al ver que no ha perdido nada con ellas sino la funesta libertad de causar mal a otro.

No es cierto que las ciencias sean siempre dañosas a la humanidad; y cuando lo sean, será éste un mal inevitable para los hombres. La multiplicación del género humano sobre la faz de la Tierra fue el origen de la guerra, así como de las artes más rudas, igual que el de las primeras leyes, pactos momentáneos que nacían con la necesidad y que perecían con ella. Tal fue la primera filosofía de los hombres y con la que se contentaban éstos, en sus pocos elementos, porque su indolencia y poca sagacidad los preservaba del error. Pero las necesidades se multiplicaban siempre más, según se multiplicaban los hombres. Por consiguiente, eran necesarias impresiones más fuertes y duraderas que les disuadiese de los repetidos regresos al primer estado de insociabilidad, cada vez más funesta. De modo que fueron un gran bien para la humanidad los primeros errores que poblaron la Tierra con falsas divinidades (quiero decir, gran bien político) y que crearon un universo invisible regulador del nuestro. Bienhechores de los hombres fueron aquellos otros que se atrevieron a sorprenderlos, arrastrando a los altares la dócil ignorancia. Presentándoles objetos situados más allá de los sentidos, que huían ante ellos a medida que creían alcanzarles, jamás despreciados, por lo mismo que nunca eran suficientemente conocidos, reunieron y condensaron las pasiones divididas en un solo objeto que les preocupaba mucho. Tales fueron las primeras vicisitudes de todas las naciones formadas por pueblos salvajes; esta fue la época en que se formaron las grandes sociedades, y tal fue su vínculo necesario y acaso único. No hablo del pueblo hebreo, elegido de Dios, que en lugar de la humana política, tuvo en su favor los milagros más extraordinarios y las gracias más señaladas. Pero como es propiedad del error su subdivisión hasta el infinito, las ciencias que nacieron luego hicieron de los hombres una fanática multitud de ciegos, que chocan y se confunden entre sí de tal modo que algunas almas sensibles y filosóficas llegaron a envidiar el antiguo estado salvaje (Referencia a Juan Jacobo Rousseau). He aquí la primera época en que fueron dañosos los conocimientos, o mejor dicho, las opiniones.

La segunda época de éstas se encuentra en el difícil y terrible tránsito de los errores a la verdad, de la obscuridad no conocida a la luz. El choque inmenso de los errores útiles a los pocos poderosos contra la verdad útil a los muchos débiles, el avecinamiento y fermento de las pasiones que se destacan en semejante ocasión, causan infinitos males a la pobre humanidad. Aquél que reflexione sobre las historias, que tras ciertos intervalos de tiempo se asemejan entre sí en cuanto a las épocas principales, hallará varias veces una generación entera sacrificada a la felicidad de las que las sucedieron en el luctuoso, pero necesario tránsito de las tinieblas de la ignorancia a la luz de la filosofía, y desde la tiranía a. la libertad, que son sus consecuencias. Pero cuando. calmados los ánimos y extinguido el incendio que ha purgado a la nación de los males que la. oprimían, la verdad, cuyos progresos primeros son lentos y luego acelerados, acompaña a los monarcas en sus tronos y tiene culto y altar en los parlamentos de las Repúblicas ¿quién podrá asegurar jamás que la luz, que ilumina a las muchedumbres sea más dañosa que las tinieblas y que les sean funestas las verdaderas y sencillas relaciones de las cosas bien conocidas por los hombres?

Si la ignorancia ciega es menos fatal que el saber mediano y confuso, porque éste añade a los males de aquélla los del error, inevitable para el que tenga una vista limitada ante los confines de la verdad, el hombre iluminado es el don más precioso que pueda hacer a la nación, y hasta a sí propio, el soberano que le hace depositario y custodio de las santas leyes. Acostumbrado a ver la verdad y a no temerla, privado de la mayor parte de las necesidades de la opinión, nunca bastante satisfechas y que ponen a prueba la virtud de la mayor parte de los hombres; acostumbrado a contemplar a la humanidad desde los puntos de vista más elevados, su propia nación se convierte para él en una familia de hombres hermanos y la distancia, desde los grandes hasta el pueblo, le parece tanto menor cuanto es mayor la masa de humanidad que tiene por delante. Los filósofos adquieren necesidades e intereses que no conoce el vulgo, y principalmente el de no proyectar en la pública luz los principios predicados en la obscuridad, así como también adquieren la costumbre de amar la virtud por sí misma. Una selección de hombres de esta clase, forma la felicidad de una nación; pero felicidad momentánea, si las buenas leyes no aumentan el número de ellos de tal modo que atenúen la probabilidad siempre grande de una mala elección.

Otro medio de prevenir los delitos es el de interesar a la observancia de las leyes más que a su corrupción. Cuanto mayor es el número que compone el conjunto, tanto menos peligrosa es la usurpación de las leyes, por ser más difícil la venalidad entre miembros que se observan unos a otros y que se encuentran tanto menos interesados en aumentar su autoridad, cuanto menor es la porción de ella que tocaría a cada cual comparada, sobre todo, con el peligro de la empresa. Si el Soberano, con su aparato y su pompa, con la autoridad de sus edictos, permitiendo las querellas justas e injustas de quienes se crean oprimidos, consigue acostumbrar a sus súbditos a temer más a los magistrados que a las leyes, éstos se aprovecharán más de este temor que lo que pueda ganar la seguridad pública con ello.

Otro medio de prevenir los delitos es el de recompensar las virtudes. Sobre este asunto, yo encuentro un silencio universal en las leyes de todas las naciones de hoy. Si los premios ofrecidos por las academias a los descubridores de verdades útiles han multiplicado los conocimientos y los buenos libros, ¿por qué los premios distribuidos por la mano benéfica del Soberano no habrán de multiplicar también las acciones virtuosas? La moneda del honor es siempre inagotable y fructífera en manos de un sabIo distrlbuidor.

Finalmente, el modo más seguro, aunque más difícil, de prevenir los delitos, es perfeccionar la educación: asunto éste demasiado amplio y que excede de los límites que me he propuesto; y objeto, me atreveré a decir también, que se refiere demasiado intrínsecamente a la naturaleza del gobierno, para que no haya sido siempre, hasta los siglos más remotos, un campo estéril de la felicidad pública, cultivado tan sólo acá y allá, por algunos pocos sabios. Un grande hombre que ilumina la humanidad que le persigue (Beccaria vuelve a aludir a Rousseau), ha hecho ver detalladamente cuáles sean las máximas principales de educación útiles verdaderamente a los hombres, lo cual consiste menos en una estéril multitud de objetos que en la elección y precisión de los mismos; en sustituir los originales a las copias en los fenómenos, tanto morales cuanto físicos, que la casualidad o la industria presenta a tos ánimos noveles de los jóvenes; en impulsar a la virtud por el fácil camino del sentimiento y en desviarlos del mal por la infalibilidad de la necesidad y del inconveniente, y no con la incertidumbre del mandato, que sólo tiene una obediencia simulada y momentánea.


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