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Del espíritu de familia

Tan funestas y autorizadas injusticias fueron aprobadas por hombres hasta de los más ilustrados, y puestas en práctica por las Repúblicas más libres, a consecuencia de haber considerado más bien la sociedad como una reunión de familias que como una unión de hombres. Tenemos aquí cien mil hombres, o sea veinte mil familias, compuestas, cada una de cinco personas, incluyendo en ellas el jefe de la misma. Si la asociación se hace por familias habrá veinte mil hombres y ochenta mil esclavos; pero si la asociación es de hombres, habrá cien mil ciudadanos y ningún esclavo. En el primer caso tendremos una República y veinte mil pequeñas monarquías que la constituyen. En el segundo, el espíritu republicano no sólo desaparecerá de las plazas públicas y en las reuniones de la nación, sino que también desaparecerá entre los muros domésticos, en que está gran parte de la felicidad o de la miseria de los hombres. En el primer caso, como las leyes y las costumbres son efecto de los sentimientos habituales de los miembros de la República, o sea de los jefes de las familias, el espíritu monárquico se introducirá poco a poco en la República misma y sus efectos sólo serán frenados por los intereses opuestos de cada uno, pero no por un sentimiento que respire libertad e igualdad. El espíritu de familia es un espíritu de detalle, que se limita en pequeñeces. El espíritu regulador de la República, dueño como es de principios generales, ve los hechos y los condensa en las clases principales e importantes al bien de la mayoría. En la República de familias, los hijos permanecen en la potestad del jefe, mientras éste viva, estando obligados a esperar de la muerte del jefe una existencia que sólo dependa de las leyes. Acostumbrado a obedecer y a temer en la edad más juvenil y vigorosa, cuando los sentimientos se hallan menos modificados por el temor de experiencia llamado moderación, ¿cómo podrían resistir a los obstáculos que el vicio opone siempre a la virtud en las edades decadentes en que hasta la disposición de ver los frutos se opone a los cambios vigorosos?

Cuando la República es de hombres, la familia no es una subordinación de mando, sino de contrato; y los hijos, al llegar la edad que extingue la dependencia natural, que es la edad de la debilidad y de la necesidad de educación y defensa, se convierten en miembros libres de la ciudad, sujetándose al jefe de familia para participar de las ventajas de ésta, igual que hacen los hombres libres en la sociedad mayor. En el primer caso, los hijos, que son la mayor parte de la nación y la más útil de la misma, están a la discreción de los padres; en el segundo, no existe más vínculo impuesto que el sagrado e inviolable de suministrarse recíprocamente los auxilios necesarios, y el de la gratitud por los beneficios recibidos, sin que este último sufra menoscabo por la malicia del corazón humano más que por una mala entendida sujeción ordenada por las leyes.

Estas contradicciones entre las leyes de familia y las fundamentales de la República, son una fuente abundante de otras contradicciones entre la moral doméstica y la pública, las cuales engendran un perpetuo conflicto en el ánimo de cada hombre. La primera inspira sujeción y temor; la segunda, valor y libertad; aquélla enseña a restringir la beneficencia a un pequeño número de personas sin elección espontánea; ésta, a extenderla a toda clase de hombres; aquélla impone un continuado sacrificio de sí mismo a un ídolo vano llamado bien familiar, bien que muchas veces no es de ninguno de los que componen la familia misma; ésta enseña a servIrse de las ventajas propias, sin ofender a las leyes, o excita a inmolarse a la patria con el premio del fanatismo que previene el acto.

Estos contrastes hacen que los hombres desdeñen seguir la virtud por encontrarla confusa y revuelta, alejada en aquella lejanía que nace de la obscuridad de los objetos, tanto físicos como morales. ¡Cuántas veces cuando un hombre recuerda sus acciones pasadas, se asombra de encontrarse poco honrado! A medida que la sociedad se multiplica, cada miembro de ella se hace una parte más pequeña del todo y el sentimiento republicano disminuiría proporcionalmente si las leyes no cuidaran de reforzarle. Igual que los cuerpos humanos, las sociedades tienen límites circunscritos, creciendo más allá de los cuales se peturbaba su propia economía. Parece que la masa de un Estado debiera estar en razón inversa de la sensibilidad de quienes le componen, pues de otro modo, si crecieran la una y la otra, las leyes buenas encontrarían al prevenir los delitos un obstáculo en el bien mismo que producen. Una República demasiado grande, sólo se salva del despotismo, subdividiéndose y unificándose en varias pequeñas Repúblicas federativas. ¿Pero cómo puede obtenerse esto?; tan sólo podría lograrlo un dictador despótico que tuviese el valor de Sila y tanto genio para edificar como el que tuvo Sila mismo para destruir. Un hombre de esta clase, siendo ambicioso, logrará la gloria de todos los siglos; y si es filósofo, las bendiciones de sus ciudadanos le recompensarán de la pérdida de la autoridad, si es que no hubiese llegado a ser indiferente a su ingratitud. A medida que se debilitan los sentimientos que nos unen a la nación, los sentimientos hacia los objetos que nos rodean se refuerzan. Por esto es por lo que bajo el despotismo más fuerte, las amistades son más duraderas y más comunes, o hasta del todo exclusivas las virtudes familiares, siempre mediocres. Así se verá por parte de todos cuán limitado es el alcance de la mayor parte de los legisladores.


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