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De los deudores

La buena fe de los contratos y la seguridad del comercio obligan al legislador a asegurar a los acreedores con la persona del deudor insolvente. Pero yo creo importante distinguir al insolvente doloso del inocente; el primero debería recibir igual pena que se asigna a los falsificadores de moneda, porque falsificar una pieza de metal acuñado, que representa una prenda de las obligaciones de los ciudadanos, no es mayor delito que falsificar las obligaciones mismas. Pero el insolvente inocente, el que, tras un riguroso examen, ha probado ante sus jueces que la malicia o la desgracia ajenas, o vicisitudes inevitables de la prudencia humana, le despojaron de sus bienes ¿por qué bárbaro motivo deberá ser recluído en prisión, privado del único y triste bien que le resta, o sea la desnuda libertad, experimentando las angustias de los culpables, la desesperación de la probidad oprimida, arrepentido acaso de la inocencia en que vivía tranquilo, bajo la tutela de las leyes que no estaba en su albedrío dejar de ofender? ¡Leyes dictadas por la avidez de los poderosos y que los débiles sufren con la esperanza, que casi siempre brilla en el alma humana, que nos hace creer que los sucesos desfavorables deben ser para los demás y los favorables para nosotros! Los hombres, abandonados a sus sentimientos evidentes, gustan que las leyes sean crueles, aun cuando, sujetos a las mismas, a cada uno de ellos le interesaría que fuesen moderadas, por ser mayor el temor de sufrirlas que los deseos de ofenderlas.

Volviendo al insolvente no culpable, diré que si, por una parte, su obligación debe ser inextinguible hasta que se haya pagado por completo, a menos que se le hubiere otorgado la facultad de sustraerse a ella sin el consentimiento de la parte, o de trasladar su industria al imperio de otras leyes, industria que debería estar comprometida, bajo pena, a garantizar el compromiso proporcionalmente a las ganancias, por otra parte, ¿qué pretexto legítimo, como la seguridad del comercio o la sagrada propiedad de los bienes, podría justificar una privación de libertad que sería del todo inútil, salvo el caso de que los rigores de la prisión pudieran servir para revelar los secretos del supuesto insolvente, caso rarísimo en el supuesto de un riguroso examen?

(El comercio, la propiedad de los bienes, no son fin del pacto social, pero pueden ser medio para llegar a él. Exponer a todos los miembros de la sociedad a los males que se ha tratado de evitar con la constitución de ella, sería subordinar los fines a los medios, lo cual es un paralogismo en todas las ciencias, y sobre todo, en la política, paralogismo en que yo mismo he caído en las ediciones precedentes, cuando decía que el insolvente inculpable debiese ser tenido en custodia, como prenda de sus deudas, o utilizado como esclavo trabajando a favor de sus acreedores. Me avergüenzo de haber escrito tales palabras. Se me ha acusado de sedición sin merecerlo. He ofendido los derechos de la humanidad, ¿y nadie me lo ha reprochado? -Nota posterior del autor).

Se podría distinguir el dolo de la culpa grave, la culpa grave de la leve y la leve de la inocencia completa; asignando al primero de estos casos las penas de los delitos de falsificación; a la segunda, penas menores, pero con privación de libertad; reservar al último caso la libre elección de los medios de restablecerse, y en el tercero reservar a los acreedores la libertad de la elección misma. Pero la distinción entre lo que sea grave y leve en la culpa debe fijarse por la ley, ciega e imparcial, y no por la peligrosa y arbitraria prudencia de los jueces. La fijación de los límites es tan necesaria en la política como en las matemáticas, así en la medida del público bien como en la de las dimensiones.

¡Cuán fácil sería para el cuidadoso legislador impedir gran parte de las insolvencias culpables y remediar las desgracias de los inocentes laboriosos! El registro público y manifiesto de todos los contratos y la libertad de los ciudadanos para consultar los documentos respectivos, bien ordenados; un banco público constituído con fondos prudentemente tomados de los tributos sobre las mercancías buenas, destinado a socorrer con sumas oportunas a los infelices e inculpables que lo merecieran, no presentarían ningún inconveniente real, y, en cambio, podrían producir ventajas innumerables. Pero las fáciles, las sencillas, las grandes leyes que no aguardan más que la señal del legislador para extender en el seno de las naciones la abundancia y la opulencia, leyes que encontrarían himnos inmortales de reconocimiento de generación en generación, son las menos conocidas y las menos deseadas, a pesar de todo. Un espíritu inquieto y meticuloso, la tímida prudencia del momento presente, la rígida prevención contra las novedades, se adueñan de los sentimientos del que se ocupa de combinar la multitud de quehaceres de los pequeños mortales ...


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