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Medida de los delitos

Hemos visto que el daño a la sociedad es la verdadera medida de los delitos.

Esta es una de las verdades palpables que, aun cuando no necesiten cuadrantes ni telescopios para ser descubiertas, por estar al alcance de cualquier mediana inteligencia, sin embargo, por una combinación maravillosa de circunstancias, no han sido conocidas más que por algunos contados pensadores, hombres de todas las naciones y de todos los siglos. Pero si las opiniones asiáticas, las pasiones vestidas de autoridad y de poder, muchas veces por insensibles estímulos, y otras pocas por violentas impresiones sobre la tímida credulidad de los hombres, disiparon las sencillas nociones que formaron acaso la primera filosofía de las sociedades nacientes y a las que la luz de nuestros siglos parece reconducir con mucha mayor firmeza que la que puede suministrar un examen geométrico, con sus mil funestas experiencias y por sus propios obstáculos, se equivocan los que creen que la verdadera medida de los delitos está en la intención de quien los comete. La intención depende de la impresión actual de los objetos y de la disposición precedente de la mente, variando en todos los hombres, y hasta en cada uno de ellos, con la velocísima sucesión de las ideas, las pasiones y las circunstancias. Si así fuese, si se admitiese aquel error, sería necesario formar, no sólo un código particular para cada ciudadano, sino una nueva ley para cada delito. Con la mejor intención, algunas veces los hombres causan el mayor mal a la sociedad y otras veces con la más mala voluntad procuran el mayor bien.

Otros miden los delitos mas por la dignidad de la persona ofendida que por la importancia de ellos respecto al bien público. Si fuese ésta la verdadera medida de los delitos, toda irreverencia al Ser de los seres, debería castigarse con mayor atrocidad que el regicidio, por ser la superioridad de la naturaleza una compensación infinita a la diferencia de la ofensa.

Finalmente, algunos piensan que la gravedad del pecado interviene en las medidas de los delitos.

La falacia de esta opinión saltará a la vista del que más indiferentemente examine las verdaderas relaciones que median entre los hombres y entre los hombres y Dios. Las primeras son relaciones de igualdad. Sólo la sociedad ha hecho nacer del choque de las pasiones y de las oposiciones de los intereses, la idea de la utilidad común, base de la justicia humana. Las segundas son relaciones de dependencia de un Ser Perfecto y Creador, que se ha reservado el derecho de ser legislador y juez, al mismo tiempo, porque sólo él puede serIo sin inconvenientes. Si El ha establecido penas eternas contra los que desobedecen a su Omnipotencia, ¿cuál será el insecto que se atreverá a suplir a la Justicia Divina, que quiera vindicar al Ser que se basta a sí mismo, que no puede recibir de los objetos impresión alguna de placer o de dolor y que, único entre todos los seres, obra sin reacción? La gravedad del pecado depende de la inescrutable malicia del corazón, que no puede ser conocida, sin revelación, por seres finitos.

¿Cómo, pues la tomaríamos como norma para castigar los delitos? En este caso, los hombres podrían penar cuando Dios perdona y perdonar cuando Dios castiga. Si los hombres pueden estar en contradicción con el Omnipotente, al ofenderle, también pueden estarlo al castigar.


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