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Proporción entre los delitos y las penas

No solamente es interés común que no se cometan delitos, sino que sean más raros en proporción con el mal que causan a la sociedad. Por consiguiente, los obstáculos que detengan a los hombres de los delitos, deben ser más fuertes a medida que sean contrarios al bien público y a medida de los impulsos que arrantren a ellos.

Es decir, que debe haber proporción entre los delitos y las penas.

Si el placer y el dolor son los motores de los seres sensibles; si entre los motivos que empujan a los hombres hasta las obras más sublimes, el invisible Legislador puso el premio y la pena, de la inexacta distribución del uno y de la otra nacerá la tanto menos observada contradicción cuando más común es, de que las penas deben castigar los delitos que hayan hecho nacer. Si una pena igual se impone a dos delitos que ofenden a la sociedad desigualmente, los hombres no encontrarán obstáculo más fuerte para cometer el delito mayor, si con ello va unida una mayor ventaja.

Por ejemplo: aquél que vea establecida la misma pena de muerte a quien mate a un faisán y a quien asesine a un hombre, o a quien falsifique un documento importante, la ley no establecerá diferencia entre tales delitos y destruirá sentimientos morales obra de muchos siglos y de mucha sangre, lentísimos y difíciles de producirse en el alma humana, hasta el punto de que se creyera que para la germinación de ellos hubiera sido necesaria la ayuda de los motivos más sublimes y un gran aparato de graves formalidades. Imposible es prevenir todos los desórdenes posibles en el combate universal de las pasiones humanas. Estos desórdenes, crecen en razón compuesta de la población y del cruce de los intereses particulares, de modo que no es posible someterlos a una dirección geométrica para la utilidad pública. En vez de la exactitud matemática, en la aritmética política hay que servirse del cálculo de las probabilidades. Si dirigimos una mirada a la historia veremos cómo crecen los desórdenes con las fronteras del imperio; y mermando en la misma proporción el sentimiento nacional, el impulso a delinquir crece en razón del interés que toma cada cual en los propios desórdenes. Por esto, la necesidad de agravar las penas va aumentando siempre. La fuerza, semejante a la gravedad, que nos impulsa a nuestro bienestar, no se retiene sino a medida de los obstáculos que se le oponen. Los efectos de esta fuerza son la serie confusa de las acciones humanas. Si éstas chocan recíprocamente y se ofenden entre sí, las penas, a las que yo llamaría obstáculos políticos, impedirán el mal efecto sin destruir la causa impelente, que es la misma sensibilidad inseparable del hombre; el legislador obra como un hábil arquitecto, cuyo oficio es oponerse a las direcciones ruinosas de la gravedad, colaborando con todas las que contribuyen a la fuerza del edificio.

Dada la necesidad de la reunión de los hombres, dados los pactos que necesariamente resultan de la oposición misma de los intereses privados, hay una escala de desórdenes cuyo primer grado está en los que destruyen la sociedad inmediatamente y el último en la mínima injusticia posible hecha a los particulares, miembros de aquélla. Entre estos extremos se hallan comprendidas todas las acciones opuestas al bien público llamadas delitos, todas las cuales, por grados insensibles, van decreciendo desde lo más elevado a lo más ínfimo. Si la geometría pudiese adaptarse a las infinitas y obscuras combinaciones de las acciones humanas debería haber una escala correspondiente de penas, que descendiesen desde la más fuerte a la más débil; y si hubiese una escala universal de las penas y de los delitos, tendríamos una probable y común medida de los grados de tiranía o de libertad, del fondo de humanidad o de maldad de las distintas naciones. Bástele al prudente legislador, señalar los puntos principales de la misma, sin turbar el orden, de modo que no decrete para los delitos de primer grado las penas del último.


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