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Certidumbre de las penas. Gracias.

Uno de los más grandes frenos del delito no es la crueldad de las penas, sino la infalibilidad de las mismas, y, por consiguiente, la vigilancia de los magistrados y la severidad de un juez inexorable, virtud útil que, para serlo, debe ir acompañada de una legislación mitigada. La certidumbre de un castigo, aunque éste sea moderado, siempre causará más impresión que no el temor de otro más terrible al que vaya unida la esperanza de la impunidad, porque los males cuando son ciertos, aunque sean pequeños, asustan siempre el ánimo de los hombres, y la esperanza, don del cielo que a todos se extiende, aleja siempre la idea de los males mayores, sobre todo cuando aumenta su fuerza la impunidad que otorgan con frecuencia la avaricia y la debilidad.

Algunos se libran de la pena de un delito leve cuando la parte ofendida les perdona: acto conforme a la beneficencia y a la humanidad, pero contrario al bien público, como si un ciudadano particular pudiese suprimir con su remisión la necesidad del ejemplo, a la manera que se puede condonar el resarcimiento de la ofensa. El derecho de penar no es sólo de un ciudadano, sino de todos ellos y del soberano. Los particulares sólo pueden renunciar a la porción de derecho que tengan por vivir en sociedad y no pueden anular la porción correspondiente a los demás ciudadanos.

A medida que las penas se suavizan, la clemencia y el perdón se hacen menos necesarios. ¡Feliz la nación en que estos bienes fueran funestos! Por consiguiente, la clemencia, virtud que a veces es para un soberano suplemento de todos los deberes del trono, debería quedar excluída en una legislación perfecta, en que las penas fuesen suaves y regular y fácil el método de enjuiciar.

Esta verdad parecerá dura a quien viva en el desorden del sistema criminal; sistema en el cual el perdón y las gracias son necesarias en proporción de lo absurdo de las leyes y la atrocidad de las condenas. La gracia, el indulto, es la prerrogativa más hermosa del trono, el atributo más deseable de la soberanía, la tácita desaprobación que los benéficos dispensadores de la felicidad pública dan a un código que, con todas sus imperfecciones, tienen en su favor el prejuicio de los siglos, el voluminoso e imponente equipo de infinitos comentaristas, el grave aparato de las eternas formalidades y la adhesión de los más insinuantes y menos temidos semidoctos. Pero debe tenerse en cuenta que la clemencia es virtud del legislador, y no del ejecutor de las leyes, que debe resplandecer en el código y no ya en las sentencias particulares; que hacer ver a los hombres que los delitos pueden perdonarse o que la pena no es consecuencia necesaria de los mismos, es fomentar la promesa de la impunidad, hacer creer que, toda vez que las condenas pueden perdonarse, las no perdonadas son más bien violencias de la fuerza que emanaciones de la justicia. ¿Qué se dirá luego, cuando el príncipe conceda la gracia del indulto, o sea la seguridad pública aun particular, el decreto público de la impunidad, con un acto particular de beneficencia no siempre acertada? Por consiguiente, las leyes deben ser inexorables e inexorables los ejecutores de las mismas en los casos particulares; quien debe ser suave, indulgente, humano, es, el legislador. Semejante aun sabio arquitecto, el legislador debe levantar su edificio sobre la base del amor propio, debiendo ser el interés general resultado de los intereses de cada ciudadano, y así no se verá obligado, con leyes parciales y con remedios tumultuosos, a separar a cada momento el bien público del bien de los particulares, alzando el simulacro de la salud pública sobre el temor y la desconfianza. Profundo y sensible filósofo, deje que los hombres, sus hermanos, gocen en paz de la pequeña parte de felicidad en el inmenso sistema establecido por la Primera Causa y de todo lo que se permite gozar en este ángulo del universo.


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