Índice de Tratado de los delitos y de las penas de César BeccariaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Introducción

Por lo general los hombres suelen descuidar las precauciones más importantes, abandonándose a la prudencia diaria o a la discreción de aquéllos cuyo interés pueda ser oponerse a las leyes más providentes, de ventaja universal por naturaleza; y resisten asimismo al esfuerzo por el cual tienden a condensarse un poco tanto en unos el colmo del poder y de la dicha y en otros toda la debilidad y la miseria. Por lo cual, si no después de haber pasado entre millares de errores en las cosas más esenciales a la vida y a la libertad, sí después de estar cansados de sufrir los males, y llegados a su extremo, no se entregan a remediar los desórdenes que les oprimen y a reconocer las verdades más palpables, las cuales, escapan por su misma sencillez a los entendimientos vulgares no acostumbrados a analizar los asuntos, sino a recibir las impresiones de golpe, más por tradición que por examen.

Si abrimos las historias, veremos que las leyes, que son, o que deberían ser, pactos entre hombres libres, por lo general no han sido más que instrumento de las pasiones de unos pocos, cuando no han nacido de una necesidad fortuita y pasajera; es decir, que no han sido dictadas por un frío estudioso de la naturaleza humana que concentrase en un solo punto los actos de una multitud humana, considerándolas desde este ángulo visual la máxima felicidad dividida entre el mayor número. Felices son las poquísimas naciones que no aguardaron a que el lento movimiento de las combinaciones y vicisitudes humanas, hiciese suceder en el límite extremo de los males un encaminamiento hacia el bien, sino que aceleraron con buenas leyes los tránsitos intermedios; y merece la gratitud de los hombres el filósofo que desde la obscuridad de su despreciado aposento de estudio, tuvo el valor de lanzar entre la multitud las primeras semillas de las verdades útiles, largol tiempo infructuosas.

Conocidas son las verdaderas relaciones entre el soberano y sus súbditos y entre las diversas naciones; el comercio se ha animado al aspecto de las verdades filosóficas vulgarizadas por la imprenta y entre las naciones se ha encendido una tácita guerra de industrias, la más humana y digna de los hombres razonadores. Frutos son éstos debidos a la luz de nuestro siglo. Pero son poquísimos los que han examinado y combatido la crueldad de las penas y la irregularidad de los procedimientos criminales, parte de la legislación que es tan principal y que tan descuidada está en casi toda Europa. Poquísimos son los que remontándose a los principios generales, aniquilaron los errores acumulados por los siglos, frenando, por lo menos con la fuerza que pudieran tener las verdades conocidas, el excesivo libre curso de la mal dirigida fuerza que hasta ahora ha autorizado el largo ejemplo de las frías atrocidades. Y sin embargo, los gemidos de los débiles sacrificados a la cruel ignorancia y a la rica indolencia, los bárbaros tormentos multiplicados con severidad pródiga e inútil por delitos no probados o quiméricos, la melancolía y horrores de la prisión, aumentados por el verdugo más cruel de los desgraciados, la incertidumbre, además, debieran sacudir el corazón de los magistrados que guían las opiniones de los seres humanos.

El inmortal Presidente Montesquieu ha tratado rápidamente este asunto y la indivisible verdad me fuerza a seguir las huellas luminosas de tan grande hombre, seguro como estoy de que los pensadores, a quienes me dirijo, sabrán distinguir mis pasos de los suyos. Me consideraré afortunado si llego a conseguir, como él, la secreta gratitud de los obscuros y pacíficos secuaces de la razón y si logro inspirar el dulce estremecimiento con que las almas sensibles responden a los que sostienen los intereses de la humanidad.

El orden de las cosas me conduciría ahora a examinar y distinguir las distintas clases de delitos y la manera de penarlos, si la naturaleza de ellos, variable según las diversas circunstancias de los siglos y de los lugares, no me obligase a un detalle inmenso y enojoso. Me bastará indicar los principios más generales, y los errores más funestos y comunes, para desengañar tanto a aquéllos que, por un mal entendido amor de libertad, quisieran introducir la anarquía, como a los que gustarían de reducir a los hombres a una regularidad claustral.

¿Pero cuáles serán las penas convenientes a tales delitos?

¿La muerte es una pena verdaderamente útil y necesaria para la seguridad y el buen orden de la sociedad? ¿el tormento es también justo y obtiene el fin que se proponen las leyes? ¿cuál es la mejor manera de prevenir los delitos? ¿las mismas penas son igualmente útiles en todos los tiempos? ¿qué influencia tienen sobre las costumbres? Estos problemas merecen ser resueltos con la precisión geométrica a que no pueden resistir la niebla de los sofismas, la seductora elocuencia y la duda tímida. Si yo no tuviese más mérito que ser el primero que hubiera presentado a Italia con alguna mayor evidencia lo que en otras naciones se haya osado escribir y comenzado a practicar, me consideraría afortunado sólo por ello; pero si, sosteniendo los derechos de los hombres y de la invencible verdad, contribuyese a arrancar de los espasmos y angustIas de la muerte a alguna víctima infortunada de la tiranía o de la ignorancia, igualmente fatales, las bendiciones y lágrimas de un solo inocente en los transportes de su alegría, me consolarían del desprecio de los hombres.


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