Índice de Tratado de los delitos y de las penas de César BeccariaPresentación de Chantal López y Omar CortésCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Al lector

Algunos restos de la legislación de un antiguo pueblo conquistador, compilada por orden de un príncipe que reinaba hace doce siglos en Constantinopla, envueltos en el fárrago voluminoso de libros preparados por obscuros intérpretes sin carácter oficial, componen la tradición de opiniones que una gran parte de Europa honra todavía con el nombre de Leyes; y es cosa tan funesta como general en nuestros días, que una opinión de Carpzovio, una antigua costumbre referida por Claro, un tormento ideado con iracunda complacencia por Farinaccio, sean las leyes a que con obediencia segura obedezcan aquéllos que deberían temblar al disponer de las vidas y haciendas de los hombres. Estas leyes, reliquias de los siglos más bárbaros, vamos a examinarlas en este libro en aquélla de sus partes que se refiere al derecho criminal; y los desórdenes de las mismas osaremos exponérselos a los directores de la felicidad pública con un estilo que deje al vulgo no ilustrado e impaciente la ingenua indagación de la verdad. La independencia de las opiniones vulgares con que está escrita esta obra, se debe al blando e ilustrado gobierno bajo el que vive el autor de ella.

Los grandes monarcas, los bienhechores de la humanidad que nos rigen, gustan de las verdades expuestas por cualquier filósofo obscuro con un vigor desprovisto de fanatismo, propio sólo del que se atiene a la fuerza o a la industria, pero rechazado por la razón; y para el que examine bien las cosas en todas sus circunstancias, el desorden actual es sátira y reproche propios de las edades pasadas, pero no de este siglo, con sus legisladores.

Quien quiera honrarme con su crítica debe comenzar, por consiguiente, ante todo, por comprender bien la finalidad a que va dirigida esta obra; finalidad que, bien lejos de disminuir la autoridad legítima, serviría para aumentarla, si la opinión puede en los hombres más que la fuerza y si la dulzura y la humanidad la justifican a los ojos de todos. Las mal entendidas críticas publicadas contra este libro, se fundan sobre confusas nociones de su contenido, obligándome a interrumpir por un momento mis razonamientos ante sus ilustrados lectores para cerrar de una vez para siempre todo acceso a los errores de un tímido celo o a las calumnias de la maliciosa envidia.

Son tres las fuentes de que manan los principios morales y políticos que rigen a los hombres: la revelación, la ley natural y los convencionalismos ficticios de la sociedad. No hay comparación entre la primera y las otras dos fuentes, cuanto al fin principal de ella; pero se asemejan en que las tres conducen a la felicidad en esta vida mortal. Considerar las relaciones de la última de las tres clases, no significa excluir las de las dos clases primeras; antes bien, así como hasta las más divinas e inmutables, por culpa de los hombres de las falsas religiones y las arbitrarias nociones de delicia y de virtud, fueron alteradas de mil modos distintos en sus depravadas mentalidades, así también parece necesario examinar separadamente de cualquier otra consideración lo que pueda nacer de las meras comprensiones humanas, expresas o supuestas por necesidad y utilidad común; idea en que necesariamente debe convenir toda secta y todo sistema de moral; así es que siempre será una empresa laudable la que impulsa hasta a los más obstinados e incrédulos sujetos a conformarse con los principios que impulsan a los hombres a vivir en sociedad. Tenemos, por consiguiente, tres clases distintas de virtudes y de vicios: religiosas, naturales, y políticas. Estas tres clases nunca deben contradecirse; pero no todas las consecuencias y deberes que resultan de una de ellas, derivan de las demás. No todo lo que exige la revelación lo exige la ley natural; ni todo lo que exige la ley natural lo exige la mera ley social; pero es importantísimo separar lo que resulta de los convencionalismos expresos o de los pactos tácitos de los hombres, pues tal es el límite de la fuerza que puede ejercerse legítimamente de hombre a hombre, a no mediar una misión especial del Ser Supremo. Por tanto, la idea de la virtud política puede llamarse sin tacha variable, en tanto que la de la virtud natural sería siempre límpida y manifiesta si no la obscureciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres y la de la virtud religiosa será siempre pura y constante, por haber sido revelada inmediatamente por Dios y conservada por él.

Así es que sería erróneo atribuir a quien habla de convenciones sociales y de las consecuencias de la misma, principios contrarios bien a la ley natural o a la revelación, puesto que no se trata ni de la una ni de la otra. Hablando de un estado de guerra antes del estado de sociedad, sería erróneo tomar estos conceptos en el sentido que los dio Tomás Hobbes, es decir como faltos de ningún deber o de ninguna obligación anterior, en lugar de tomarlos como un hecho nacido de la corrupción de la naturaleza humana y de la falta de una sanión expresa. Sería erróneo acusar de delito a un escritor que considerase las consecuencias del pacto social si antes no hubiese admitido primeramente el pacto mismo.

La justicia divina y la justicia natural son inmutables y constantes por esencia, porque la relación entre los dos mismos objetos es siempre la misma; pero la justicia humana, o sea la justicia política, como no es más que una relación entre la acción y el distinto estado de la sociedad, puede variar a medida que la acción en cuestión se haga necesaria y útil a la sociedad y sólo llega a distribuirse bien por el que analiza las complicadas y mutabilísimas relaciones de las convenciones civiles. Desde el momento en que estos principios, que son esencialmente distintos, se confunden, se pierde toda esperanza de razonar bien en asuntos públicos. Incumbe a los teólogos trazar los límites entre lo justo y lo injusto, en cuanto se refiere a la malicia o a la bondad del acto, pero el establecer las relaciones de lo justo y de lo injusto desde el punto de vista político, o sea en relación con la utilidad o el daño de la sociedad, es asunto del publicista. Uno de estos objetos no podrá nunca prejuzgar al otro, pues todos vemos que la virtud puramente política debe ceder ante la inmutable virtud que emana de Dios.

Volveré a repetir que todo el que quisiese honrarme con sus observaciones críticas, no debe comenzar suponiendo en mí principios destructores de la virtud o de la religión, puesto que he demostrado que no son tales mis intenciones; y así, en vez de presentarme como incrédulo o sedicioso, lo que debe hacer es procurar señalarme como un lógico malo o un político imprevisor; no tiemble a cada proposición que sostenga los intereses de la humanidad; convénzame de la inutilidad o del daño político que podrían nacer de mis principios y hágame ver las ventajas de las prácticas admitidas.

En las Notas y observaciones, he dado público testimonio de mi religiosidad y sumisiÓn a mi soberano, de modo que sería superfluo responder a otros escritos semejantes. Todo aquel que escriba con la decencia que conviene a los hombres honrados, a la vez. que con la ilustración conveniente, me dispensará de probar los primeros principios de cualquier carácter que sean y encontrará en mí más bien que un hombre que trata de contestar, un enamorado pacífico de la verdad.


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