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Origen de las penas y derecho de penar

No puede esperarse ventaja alguna duradera de la política moral, si ésta no se funda en los sentimientos indelebles en el hombre. Toda ley que se desvíe de éstos, encontrará siempre una resistencia contraria que al cabo vencerá, del mismo modo que una fuerza, aunque sea muy pequeña, si se aplica muy continuadamente, vence cualquier movimiento violento comunicado a un cuerpo.

Consultemos el corazón humano y en él hallaremos los principios fundamentales del verdadero derecho del soberano para penar los delitos.

Ningún hombre ha hecho el don gratuito de parte de su libertad en vista del bien público; esta quimera sólo existe en las novelas. Si fuese posible, todos nosotros quisiéramos que los pactos que nos atan con los demás, no nos ligasen; todo hombre se siente centro de todas las combinaciones del globo.

La multiplicación del género humano, pequeña por sí misma, pero superior con mucho a los medios que la estéril y abandonada naturaleza ofrecía para satisfacer las necesidades que cada vez más se enredaban entre sí, fue lo que reunió a loS primeros salvajes. Las primeras uniones formaron necesariamente otras para resistir a las primeras; y de este modo el estado de guerra se transportó desde el individuo a las naciones.

Las leyes son las condiciones mediante las cuales los hombres independientes y aislados, se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra, así como de gozar una libertad inútil por la incertidumbre de conservarla. Por eso, debieron sacrificar una parte de su libertad para disfrutar del resto, seguros y tranquilos. La suma de todas estas porciones de libertad sacrificadas al bien de todos, es lo que forma la soberanía de una Nación, siendo el soberano su legítimo depositario y administrador. Pero no bastaba formar este depósito; era preciso defenderle de las usurpaciones de cada hombre en particular, pues el hombre trata siempre de substraer del depósito, no sólo su porción propia, sino que además procura usurpar las porciones de los demás. Hacían falta motivos sensibles que bastasen a disuadir el ánimo despótico de cada individuo de sumergir en el caos antiguo las leyes de la sociedad. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de las leyes.

Digo motivos sensibles, porque la experiencia ha hecho ver que la mayoría no adopta principios estables de conducta ni se aleja del principio universal de disolución que se observa en el Universo físico y moral, sino con motivos que afectan inmediatamente a los sentidos y que se presentan de continuo a la mente para contrapesar las fuertes impresiones de las pasiones parciales que se oponen al bien universal, sin que la elocuencia y las declamaciones, ni aun las más sublimes verdades basten para refrenar por largo tiempo las pasiones excitadas por las vivas sacudidas de los objetos presentes. De modo que fue la necesidad la que obligó a los hombres a ceder parte de su libertad y, por tanto es cosa cierta que ninguno de nosotros desea colocar en el depósito público más que la mínima porción posible, tan sólo aquélla que baste a inducir a los otros a defender el depósito mismo. El conjunto de estas mínimas porciones posibles, forma el derecho de penar; todo lo demás es abuso, y no justicia; es un hecho, y no ya derecho.

Las penas que superan la necesidad de conservar el depósito de la salud pública son justas por naturaleza; y las penas son tanto más justas cuanto más sagrada e inviolable es la seguridad y mayor la libertad que el soberano conserva a los súbditos.


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