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De la pena de muerte

La inútil probabilidad de suplicios, que no ha servido nunca para mejorar a los hombres, me impulsa a examinar si la muerte sea verdaderamente útil y justa en un gobierno bien organizado.

¿Cuál puede ser el derecho que se atribuyen los hombres de destruir a sus semejantes? Seguramente no aquél del que derivan la soberanía y las leyes. La una y las otras son tan sólo la suma de mínimas porciones de libertad particular de cada cual, y representan la voluntad general, que es una agregación de las particulares. ¿Quién podrá ser aquél que haya querido dejar a otros hombres el arbitrio de matar? ¿Cómo en el mínimo sacrificio de la libertad de cada cual puede estar incluído el del máximo entre todos los bienes, que es la vida? y si así fuese ¿cómo puede concertarse tal principio con aquel otro que enseña que el hombre no es dueño de darse la muerte? Pues en realidad debiera serIo ya que ha podido conceder a otros este derecho, o a la sociedad entera.

Por tanto, la pena de muerte no es un derecho, puesto que he demostrado que no puede serIo, sino que es una guerra de la nación con un ciudadano, en que se juzga necesaria o útil la destrucción de éste. Pero si llego a demostrar que la muerte no es ni útil ni necesaria, habré ganado la causa de la humanidad.

La muerte de un ciudadano sólo puede considerarse necesaria por dos motivos.

El primero, cuando, aun estando privado de libertad, tenga todavía tantas relaciones y tal fuerza que su muerte interese a la seguridad de la nación; es decir, cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno establecida. La muerte del ciudadano se hará necesaria cuando la nación recupere o pierda con ella su libertad, o bien en tiempos de anarquía, cuando el desorden reemplace a las leyes. Durante el reinado tranquilo de las leyes, en una forma de gobierno en la que los votos de la nación se encuentren reunidos, estando ella bien provista en el interior y en el exterior de sus fronteras de fuerza y opinión, pues esta última acaso es más eficaz que la fuerza misma, en una nación cuyo mando pertenezca sólo al verdadero soberano, en que las riquezas sirvan para comprar placeres, y no autoridad, yo no veo que haya necesidad alguna de destruir a un ciudadano, sino tan sólo cuando la muerte del mismo sea el verdadero y único freno para impedir a los demás ciudadanos que cometan delitos. Este es el segundo motivo que puede hacer creer justa y necesaria la pena de muerte.

Cuando la experiencia de todos los siglos durante los cuales el último suplicio nunca disuadió a ciertos hombres de ofender a la sociedad; cuando el ejemplo de los ciudadanos romanos y el de los veinte años de reinado de la Emperatriz Isabel de Moscovia, en los cuales ella dio a los directores de los pueblos ejemplo tan ilustre, que equivale a muchas conquistas compradas con la sangre de los hijos de la Patria (referencia directa a Isabel de Prusia, hija de Pedro el Grande, quien en diez años continuos de su periodo de reinado, esto es, de 1741 a 1751, no hubo ninguna ejecución) cuando todo esto no persuadiese a los hombres a quienes el lenguaje de la razón es siempre sospechoso, en tanto que el de la autoridad es siempre eficaz, bastaría consultar la naturaleza del hombre para sentir la verdad de mi afirmación.

No es la intensidad de la pena lo que hace mayor efecto sobre el ánimo humano sino su extensión, la duración de la pena misma, porque nuestra sensibilidad es tal que actúan sobre ella con mayor facilidad estabilizadas las impresiones que, aun siendo mínimas, se repiten mediante un movimiento, aunque sea pasajero, más bien que fuerte. El imperio de la costumbre es universal, sobre todo ser que siente; y como el hombre habla, anda y atiende a sus necesidades bajo su ayuda, así las ideas morales no se imprimen en su mente más que a través de sacudidas duraderas y repetidas. No es el terrible, pero pasajero espectáculo de la muerte de un malvado, sino el largo y prolongado ejemplo de un hombre privado de libertad que, convertido en bestia de carga, recompensa con sus servicios a la sociedad a quien ha ofendido, como el freno más fuerte contra los delitos. Pues, en efecto, a menudo nos repetiremos a nosotros mismos palabras como éstas: También yo me veré reducido a tan larga y mísera condición, si cometo iguales males, siendo ésta una idea más poderosa que la de la muerte, que los hombres ven siempre en, una obscura lejanía.

La pena de muerte causa una impresión que, con toda su fuerza, no suple al pronto olvido, natural al hombre hasta en las cosas más esenciales, y que se ve acelerado por las pasiones. Regla general : las pasiones violentas sorprenden a los hombres, pero no por largo tiempo, por lo cual son aptas para producir revoluciones como aquéllas que hicieron de hombres vulgares o bien persas o bien lacedemonios; pero en un gobierno libre y tranquilo, las impresiones más bien deben ser frecuentes que fuertes.

La pena de muerte se convierte en un espectáculo y en un motivo de compasión desdeñosa para algunos; ambos sentimientos ocupan más el ánimo de los espectadores que no el saludable temor que pretende inspirar la ley. Pero en las penas moderadas y continuas, el sentimiento dominante es el último, porque es también el único que inspiran. El limite que el legislador debiera fijar al rigor de las penas, parece consistir en el sentimiento de compasión, cuando comienza a prevalecer sobre cualquiera otro en el ánimo de los espectadores de un suplicio, más bien hecho para ellos que para el reo.

Para que una pena sea justa sólo debe tener los justos grados de intensidad que basten para apartar del delito a los hombres. Ahora bien: no hay nadie que reflexivamente pueda elegir la pérdida total y perpetua de su propia libertad por ventajosa que pueda resultarle la comisión de un delito. De modo que la intensidad de la pena de esclavitud perpetua, o sea de la perpetua prisión, puesta en lugar de la pena de muerte, tiene lo suficiente para apartar a cualquiera del ánimo determinado de delinquir. Añadiré que todavía hay más. Son muchísimos los que miran la muerte con rostro tranquilo y firme: éste por fanatismo, aquél por vanidad que casi siempre acompaña al hombre incluso más allá de la tumba; quien por una última y desesperada tentativa de no vivir o de salir de la miseria. Pero ni el fanatismo ni la vanidad gustan de estar entre cepos y cadenas, bajo el látigo o bajo el yugo, o en una jaula de hierro en que el desesperado no acaba sus males, sino que los comienza. Nuestro ánimo resiste más a la violencia y a los dolores extremos, aunque pasajeros, que al tiempo y al fastidio incesante, porque, por decirlo así, puede él condensarse en sí mismo por un momento para resistir a los primeros pero su vigorosa elasticidad no basta para resistir la larga y repetida acción de los segundos. Con la pena de muerte cada ejemplo que se da a la nación, supone un delito; y en la pena de servidumbre perpetua, en cambio, un solo delito da muchísimos y duraderos ejemplos; y si es importante que los hombres vean con frecuencia el poder de las leyes, las condenas de muerte no deben distanciarse mucho unas de otras a través del tiempo, de modo que suponen la frecuencia de los delitos. De lo cual resulta que para que este suplicio sea útil, precisa que no ejerza sobre los hombres toda la impresión que debiera, o, dicho de otra manera, que sea útil y que no lo sea, al mismo tiempo. Al que dijera que la servidumbre penal perpetua es tan dolorosa como la muerte, y, por tanto, igualmente cruel, yo le respondería que, sumando todos los momentos infelices de la servidumbre penal misma, lo sería acaso más, porque éstos se extienden sobre toda la vida y aquélla ejerce toda su fuerza en un momento; siendo ésta la ventaja de la servidumbre penal, que asusta más al que la ve que al que la sufre, porque el que la ve considera toda la suma de los momentos infelices; y en el que la sufre, la infelicidad del momento presente le distrae de la infelicidad futura. Todos los males se agrandan en la imaginación y el que los sufre encuentra compensaciones y consuelos desconocidos o no creídos por los espectadores, que cambian su sensibilidad propia por el ánimo encallecido del infeliz.

He aquí, sobre poco más o menos, el razonamiento que hace un ladrón o un asesino que para no violar las leyes no tienen otro contrapeso más que la horca o la rueda. Bien sé yo que es un arte saber desarrollar los sentimientos de nuestro ánimo, un arte que se aprende con la educación; pero porque un ladrón no sepa expresar bien sus principios, no por eso dejarán de obrar menos en su ánimo: ¿qué leyes son éstas que yo debo respetar y que dejan tan gran distancia entre mí y el rico?; éste me niega la moneda que yo busco y se excusa recomendándome un trabajo desconocido para él. ¿Quién ha hecho estas leyes?; sin duda hombres ricos y poderosos que jamás se han dignado visitar las míseras chozas de los pobres, que jamás han partido un negro pan entre los inocentes gritos de los hambrientos hijitos suyos y las lágrimas de su mujer. Rompamos estos vínculos fatales para los más y útiles sólo para algunos pocos e indolentes tiranos; ataquemos a la injusticia en su fuente. Regresaré con esto a mi estado de independencia natural, viviré libre y feliz por algún tiempo con los frutos de mi valor y de mi industria; acaso llegará el día del dolor y del arrepentimiento, pero este tiempo se va en breve y tendré un día de fatiga por muchos años de libertad y placeres. Rey de un pequeño número, corregiré los errores de la fortuna y veré a los tiranos palidecer y temblar en presencia de aquéllos a quienes, con insultante lujo, posponían a sus caballos y a sus perros. La religión aparece entonces ante la mente del desgraciado que abusa de todo, y, con un fácil arrepentimiento, le presentan casi la certidumbre de la eterna felicidad, disminuyendo con mucho el error de la última tragedia.

Pero aquél que ve ante sus ojos un gran número de años, o hasta todo el curso de la vida, pasar en la servidumbre penal y en el dolor, frente a frente de sus conciudadanos, con los que vive libre y sociable, pero él esclavo de las leyes mismas que le protegían, hace una comparación útil de todo ello con la incertidumbre del éxito de sus delitos y la brevedad del tiempo en que aprovecharía sus frutos.

El ejemplo continuo de aquéllos a quienes ve actualmente víctimas de su propia imprevisión, le causa a él una impresión mucho más fuerte que el espectáculo de un suplicio que le endurece más que le corrige.

La pena de muerte no es útil por el ejemplo de atrocidad que da a los hombres. Si las pasiones, por la necesidad de la guerra, han enseñado a verter la sangre humana, las leyes, moderadoras de la conducta de los hombres, no deberían aumentar tan fiero ejemplo, tanto más funesto cuanto que la muerte legal se otorga con estudio y formalidades. Me parece absurdo que las leyes, que son expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, cometan ellas mismas también uno, ordenando un homicidio público para alejar a los ciudadanos del asesinato. ¿Cuáles son las leyes verdaderas y más útiles? ¿Lo serán los pactos y condiciones que todos quisieran observar y proponer cuando calla la voz, siempre escuchada, del interés privado o se combinan con la del interés público?

¿Cuáles son los sentimientos de todos en cuanto a la pena de muerte? Podemos leerlo en la conducta de indignación o de desprecio con que todos miramos al verdugo, inocente ejecutor de la voluntad pública, buen ciudadano que contribuye al público bien, instrumento necesario para la seguridad interior como lo son los soldados para la exterior. ¿Por consiguiente, cuál es el origen de esta contradicción? ¿y por qué es indeleble en los hombres tal sentimiento, a despecho de la razón?; porque los hombres, en lo más secreto de su ánimo, en aquella parte del mismo que conserva más que otra alguna todavía la forma original de la antigua naturaleza, han creído siempre que la vida propia de cada cual no está en poder de nadie, a no ser la necesidad con que su centro de hierro rige el Universo.

¿Qué deberán pensar los hombres cuando ven a los sabios magistrados y a los graves sacerdotes de la justicia haciendo arrastrar, con indiferente tranquilidad suya, a un reo hasta la muerte; y cuando un desgraciado expira en las últimas angustias, esperando el golpe fatal, el juez, con insensible frialdad y acaso con la secreta complacencia de su autoridad propia, se dispone a gustar de los placeres y comodidades de la vida? ¡Ay!, dirán los desgraciados, ¡estas leyes no son más que pretextos de la fuerza; y las meditadas y crueles formalidades de la justicia sólo son un lenguaje convenido para inmolarnos con mayor seguridad como víctimas destinadas en sacrificio al ídolo insaciable del despotismo! El asesinato, que se nos predica como un terrible maleficio, ahora le vemos aquí usado sin repugnancia y sin pudor. Aprovechemos el ejemplo. La muerte violenta nos parecía una escena terrible según las descripciones que se nos hacían, pero ahora vemos cómo es asunto de momentos. Y mucho menos lo será en quien, sin esperarla, se ahorre casi todo lo que haya en ella de doloroso.

Estos son los funestos paralogismos que, si no con claridad, confusamente por lo menos, se hacen para su uso los hombres dispuestos a los delitos, en los cuales, como ya hemos visto, el abuso de la religión puede más que la religión misma.

Si se me opusiese el ejemplo de casi todos los siglos y de casi todas las naciones que imponen la pena de muerte a algunos delitos, yo respondería que este ejemplo se aniquila frente a la verdad, en contra de la cual no hay prescripción de ninguna clase; y que la historia de los hombres nos causa la impresión de un inmenso piélago de errores entre las cuales flotan algunas verdades pocas y confusas y a grandes intervalos distantes. ¿Los sacrificios humanos no fueron comunes a casi todas las naciones y quién podrá excusarlos por eso? Que tan sólo algunas pocas sociedades, y por tiempo escaso solamente, se hayan abstenido de dar la muerte como pena, es más bien favorable que contrario a lo que vengo sosteniendo, pues tal es la fortuna de las grandes verdades, cuya duración no es más que un relámpago en la larga y tenebrosa noche que envuelve a los hombres. No ha llegado todavía la época afortunada en que la verdad sea patrimonio del mayor número, según hasta ahora es el error; y de esta ley universal sólo se han exceptuado hasta el día las verdades que la Sabiduría Infinita ha querido separar de las demás, revelándolas.

La palabra de un filósofo es demasiado débil contra el tumulto y los gritos de aquéllos a quienes sólo guían las costumbres; pero los pocos sabios esparcidos sobre la faz de la Tierra, me harán eco en lo íntimo de sus corazones; y si la verdad pudiese llegar hasta el trono, a través de los infinitos obstáculos que la alejan de un monarca, incluso a pesar de éste, sepan que ella irá unida a los deseos secretos de todos los hombres, que callarán frente a la sanguinaria fama de los conquistadores y que la justa prosperidad les concederá el primer puesto entre los pacíficos trofeos de los Titos, Antoninos y Trajanos.

¡Feliz, la humanidad si por primera vez se le dictasen leyes, ahora que vemos colocados en los tronos de Europa monarcas buenos, amantes de las virtudes pacíficas, de las ciencias, de las artes, padres de sus pueblos, ciudadanos coronados cuya autoridad aumentada constituye la felicidad de sus súbditos, puesto que suprime el despotismo intermediario, más cruel por cuanto menos seguro que sofocaba los deseos sinceros de los pueblos, y siempre faustos cuando pueden llegar hasta el trono! Si estos monarcas, diré, dejan subsistir las leyes antiguas, ello depende de la dificultad infinita de borrar en tales errores la añeja roña de muchos siglos. Este será para los ciudadanos ilustrados un motivo para desear, con mayor ardor todavía, el continuado aumento de su autoridad.


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