Índice de Tratado de los delitos y de las penas de César BeccariaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Mitigación de las penas

De la simple consideración de las verdades hasta aquí expuestas, resulta evidentemente que la finalidad de las penas no es atormentar y afligir a un ser sensible, ni deshacer un delito ya cometido. En un organismo político que lejos de obrar por pasión es el tranquilo modelador de las pasiones particulares ¿puede albergarse crueldad tan inútil, instrumento del furor y del fanatismo, o de débiles tiranos?

El grito de un infeliz, ¿podrá evitar que el tiempo, que no retrocede, deshaga acciones ya consumadas? La finalidad de las penas, por tanto, no es otra sino la de impedir al reo que nuevamente dañe a sus conciudadanos, impidiendo también que los delitos los cometan otros tantos. Con esto queremos decir que las penas y el modo de infligirlas, deben estudiarse de tal manera que guardando la debida proporción, hagan una impresión más eficaz y duradera sobre el espíritu de los hombres, y a la vez menos tormentosa sobre el cuerpo de los reos.

El que haya leído las historias ¿cómo no ha de llenarse de horror ante los tormentos bárbaros e inútiles imaginados a sangre fría y ejecutados por hombres que se tenían por sabios? ¿quién dejará de sentir estremecerse todas sus partes más sensibles, contemplando los millares de infelices a quienes la miseria, tolerada o querida de las leyes, que siempre han favorecido a pocos y ultrajado a los demás, arrastraron a un desesperado regreso al primer estado de naturaleza, o a quienes acusó de delitos imposibles urdidos por la tímida ignorancia, o simplemente, reos tan sólo, de ser fieles a sus principios, hombres dotados de los mismos sentidos, y por tanto, de las mismas pasiones, lacerados con formalidades meditadas o con lentos tormentos, jocundo espectáculo de una fanática multitud?

Para que una pena logre su efecto, basta con que el mal de la misma exceda del bien que nace del delito; y en este exceso de mal debe tenerse en cuenta la infalibilidad de la pena y la pérdida del bien que produciría el delito. Todo lo demás es supérfluo y tiránico, por lo mismo. Los hombres se gobiernan por la acción repetida de los males que conocen, y no por la de los que ignoran. Tomemos dos naciones, en una de las cuales, en la escala de las penas proporcionada a la escala de los delitos, la pena mayor sea la servidumbre perpetua, y en la otra la roeda (Se refiere a un particular método de ejecución sancionado por Carlos I de España y V de Alemania en el año de 1532, el cual consistía en amarrar al reo a una gran rueda sobre la cual el verdugo, haciendo uso de una gran barra de hierro, le golpeaba ocasionándole severísimas fracturas en estómago y pecho, dejándole luego agonizar y morir sobre la misma rueda. Cabe precisar que este tormento-ejecución tan sólo se aplicaba a hombres condenados por delitos atroces. Este suplicio-ejecución fue aplicado al célebre Calas, quien fuere condenado por el Parlamento de Toulouse en el año de 1762, y tiempo después rehabilitado por el mismo Parlamento, después de que Voltaire demostrase su inocencia, así como el gravísimo error judicial cometido en ese tristemente célebre caso).

Yo diré que la primera temerá tanto a su pena mayor como la segunda; y si hubiese alguna razón para transportar a la primera las mayores penas de la segunda, esta misma razón serviría para acrecentar las penas de la última, pasando sensiblemente desde la rueda a tormentos más lentos y estudiados, hasta los últimos refinamientos de una ciencia que es muy conocida de los tiranos.

A medida que los suplicios se hacen más crueles, el espíritu de los hombres, que, al modo de los líquidos, se pone siempre al nivel con los objetos que le circundan, estos espíritus, pues, se irán endureciendo; y la fuerza siempre viva de las pasiones hace que después de cien años de crueles suplicios, la rueda aterrorice tanto como antes aterrorizó la prisión. La propia atrocidad de la pena hace atreverse tanto más para esquivarla, cuanto es más grande el mal contra el cual marcha, haciendo que se haya cometido más de un delito con este propósito. Los países y los tiempos de los suplicios más atroces han sido siempre los de las acciones más inhumanas y sanguinarias, porque el mismo espíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador era el que regía la del parricida y la de los sicarios; el Trono dictaba leyes de hierro a almas atroces de esclavos obedientes y en la obscuridad privada palpitaba el estímulo a inmolar a los tiranos para crear otros.

Hay dos funestas consecuencias que derivan de la crueldad de las penas, contraria al fin mismo de precaver los delitos. La primera es que no es tan fácil mantener la proporción esencial entre el delito y la pena, porque aun cuando la industriosa crueldad de las penas llegue a variar muchísimo la especie de éstas, no pueden nunca traspasar la fuerza última a que está limitada la organización; y la sensibilidad humana una vez que se ha llegado al extremo, no encontraría ya para los delitos más dañosos y atroces una pena mayor correspondiente, como sería forzoso para prevenirlos. La otra consecuencia es que la propia impunidad nace de la atrocidad de los suplicios. Tanto para el bien como para el mal, los hombres están encerrados entre ciertos límites y un espectáculo demasiado atroz para la humanidad, sólo puede ser un furor pasajero, no un sistema constante, como deben ser las leyes. Pues si verdaderamente éstas son crueles, una de dos: o se reemplazan por otras o fatalmente la impunidad nace de las leyes mismas.

Terminaré con la reflexión de que la magnitud de las penas debe ser relativa al estado de la nación misma. Muy fuertes y sensibles deben ser las impresiones sobre las almas endurecidas de un pueblo que apenas ha salido del estado de salvajismo. Para abatir a un león feroz que resiste al disparo de un fusil, se necesita un rayo. Pero a medida que las almas se ablandan en el estado de sociedad, crece la sensibilidad, y al crecer ella, debe mermar la fuerza de la pena, si quiere mantenerse constante la relación entre el objeto y la sensación.


Índice de Tratado de los delitos y de las penas de César BeccariaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha