Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEGUNDO

EL GOBIERNO DE GABINETE. SUS CONDICIONES PREVIAS: SU FORMA ESPECIAL EN INGLATERRA

El gobierno de gabinete es una cosa rara, porque necesita un gran número de condiciones previas. Exige la coexistencia, en una nación, de varios caracteres que no se encuentran con frecuencia en el mundo, y el análisis de los cuales debería hacerse con algún mayor cuidado del que suele emplearse.

Imagínase que una cierta inteligencia y algunas virtudes simples son las condiciones que bastan para el caso. Sin duda, esas cualidades intelectuales y morales son necesarias, pero hay muchas otras cosas necesarias también. Un gobierno de gabinete es el gobierno de un comité elegido por un legislativo, por lo que debe reunir condiciones de dos órdenes: primeramente las que son esenciales, por su naturaleza, a todo gobierno electivo; y en segundo lugar, las que reclama ese género particular de gobierno electivo. Hay condiciones previas comunes al género y otras condiciones particulares a la especie.

La primera condición previa que supone un gobierno electivo es la confianza mutua de los electores. Acostumbrados a aceptar por gobernantes ministros elegidos, nos inclinamos a pensar que el mundo entero recibirá o aceptará disposiciones análogas. El estado de nuestros conocimientos y la civilización, han hecho en nosotros bastantes progresos para que instintivamente y sin razonar, casi sin tener de ello conciencia, concedamos a un cierto número de personas el derecho de elegir nuestros gobernantes. No parece esto la cosa más sencilla del mundo. Y, sin embargo, es una de las más graves.

Lo que particularmente indica el estado de semibarbarie en un pueblo es el sentimiento general de desconfianza y la tendencia a sospechar que en él se advierten. Los hombres, aparte circunstancias felices de tiempo y de país, tienen fuertes raíces en el suelo natal: piensan como en él se piensa, y no pueden sufrir otra manera de pensar. La misma parroquia cercana es para ellos un objeto de sospechas: sus habitantes tienen usos que, por tener diferencias imperceptibles, comparadas con los suyos, se estiman diferentes: tienen su acento particular, emplean ciertas palabras que les son propias, la tradición les atribuye una fe equívoca. Y si la parroquia vecina suscita de un modo tales sospechas, el condado próximo se presta a muchas más todavía. Señálanse en los comienzos como de máximas nuevas, de pensamientos nuevos, de nuevos hábitos; este límite, que de tiempo inmemorial separa los dos condados, hace presentir la existencia de un mundo extraño.

Si respecto del condado vecino hay todas esas prevenciones, respecto de los condados lejanos la desconfianza es absoluta. De allí vienen los vagabundos; he ahí todo lo que de ello se sabe, y no se conoce nada más. Los habitantes del Norte hablan un dialecto que no se parece al dialecto de los del Sur: tienen otras leyes, otra aristocraciá, otra vida, en suma. En las épocas en que la idea de los países lejanos no ofrece nada al espíritu, donde la vecindad es cosa de sentimiento y la localidad objeto de una verdadera pasión, no puede concertarse una cooperación entre países lejanos unos de otros, aun para intereses vulgares. Los habitantes de esos países no tienen entre sí la mutua confianza suficiente en la buena fe, en el buen sentido y en el buen juicio de sus vecinos; no pueden, en rigor, contar unos con otros.

Si no cabe esperar esta cooperación para los asuntos ordinarios, tampoco se puede contar, con mayor razón, con ellos para el acto más serio de la vida política; esto es, para la elección del poder ejecutivo. Imaginar que el Northumberland del siglo XII hubiera consentido en aliarse con el condado de Somerset para elegir un magistrado único es una idea absurda: esos dos países apenas se hubieran puesto de acuerdo para elegir un verdugo. Hoy mismo, si el objeto que se persigue tuviera algo de ostensible, ninguno de los distritos separados lo aceptaría. Pero en una elección de condado no se dice:

El objeto de nuestra reunión es elegir un delegado para representarnos en ese cuerpo particular, que los americanos llaman un colegio electoral, en la Asamblea que debe nombrar nuestro primer magistrado, que hace entre nosotros las veces de los presidentes. Los representantes del condado se reunirán con los de otros condados y burgos, para elegir nuestros gobernantes.

Una explicación tan categórica hubiera sido en otro tiempo imposible, y se la estimaría hasta como extraña y excéntrica si se diera hoy. Por fortuna, el procedimiento electoral es tan indirecto, tan disimulado; la introducción de un procedimiento se ha hecho de una manera tan gradual y tan latente, que apenas si se advierte cuán grande es el grado de confianza política que nos concedemos unos a otros. El crédito comercial más amplio parece, a quienes le otorgan, cosa natural, sencilla y ordinaria: no se lo razona, ni se piensa en él; el crédito público, más amplio, tiene algo de análogo: ponemos nuestra confianza en nuestros compatriotas, sin pensar en ello.

Otra rara, y muy rara, condición del gobierno electivo es la calma del espíritu nacional; esto es, aquella disposición del ánimo que permite atravesar, sin perder el equilibrio, por todo lo que suponen las agitaciones necesarias y las peripecias de los acontecimientos.

Jamás en el estado de barbarie o de semicivilización ha poseído un pueblo esta cualidad. La masa de gentes sin educación no podría hoy, en Inglaterra, escuchar pacífica estas sencillas palabras: Id, elegid vuestros gobernantes; semejante idea los trastornaría y les haría pensar en un peligro quimérico; una tentativa de elección llevaría forzosamente a alguna usurpación de poderes. La ventaja incalculable de las instituciones imponentes en un país libre, es que impiden esta catástrofe. Si el nombramiento de nuestros gobernantes se hace sin disturbios, es gracias a la existencia aparente de un gobierno no sometido a elección. Las clases pobres e ignorantes, las que están más sometidas a las agitaciones y a las dificultades que les siguen, se imaginan con plena conciencia que la reina gobierna. Imposible explicarles la diferencia que hay entre reinar y gobernar: las palabras necesarias para expresarla no existen en su lengua, y las ideas necesarias para penetrar su sentido no existen en los espíritus. Esta distinción establecida entre el poder supremo y el rango supremo es un refinamiento que no pueden siquiera ni concebir. Imagínanse estar gobernadas por una reina hereditaria, siendo así que en realidad están gobernadas por un gabinete y un Parlamento compuestos de hombres de su propia elección y que salen de sus filas. Los rasgos salientes de la dignidad imponen respeto, y a menudo, individualidades que sin eso no tendrían crédito alguno, se aprovechan de ellas para gobernar al abrigo de ese sentimiento.

Por último, la tercer condición de todo gobierno electivo es la que puede llamarse la razón instintiva. Entiendo por tal una facultad que implica la inteligencia, pero que, sin embargo, es distinta. Un pueblo entero llamado á elegir sus gobernantes debe ser capaz de representarse claramente los objetos lejanos. De ordinario el carácter divino que se atribuye al rey no consiente que se forme de su persona una idea exacta. Se imagina que el ser a quien se rinde homenaje tiene una superioridad natural tanto como de posición: se le deifica por el sentimiento como antes se le deificaba por la doctrina. Esta ilusión ha sido y es aún de una ventaja incalculable para la raza humana. Le impide, es verdad, elegir sus gobernantes, porque los hombres no pueden ilusionarse hasta el punto de otorgar ese tributo de su sentimiento a un hombre que era ayer su igual y que puede volver a serio mañana, a un hombre que, en definitiva, ellos han elegido para ser lo que es. Pero aunque esta superstición impida la elección directa de los gobernantes, hace posible la existencia de los gobernantes que no son elegidos. Un pueblo ignorante se imagina que su rey ciñendo corona augusta, consagrado en Reims con el óleo santo, o perteneciente a la raza de los Plantagenets, es un ser diferente de aquellos que no descienden de una casa real, que no tienen ni corona ni carácter sagrado. Cree firmemente que ese ser tiene un derecho místico a su obediencia; y a ese título le obedece. Sólo más adelante, cuando el mundo ha variado, cuando la experiencia de los pueblos ha aumentado, y cuando tienen éstos más sangre fría para pensar, es cuando la autoridad de un gobierno elegido de una manera visible, puede obtener su pleno ejercicio.

Esas condiciones restringen mucho el dominio de los gobiernos electivos. Pero las condiciones previas que exige un gobierno de gabinete son aún más raras. Semejante gobierno, fuera de que necesita entrañar las condiciones arriba mencionadas, debe además encontrar un buen poder legislativo, es decir, capaz de elegir una administración hábil.

Ahora bien; una asamblea legislativa capaz es una cosa rara. Todo legislativo permanente, todo mecanismo cuya acción constante tiene por objeto hacer o derogar las leyes, aunque á nuestros ojos sea una institución muy natural, no se libra por eso de la acción de las ideas tradicionalmente admitidas por la humanidad. La mayoría de las naciones se forman de la ley un ideal que la presenta como un don divino, por lo tanto invariable, y como el efecto de un hábito fundamental, legado del pasado, que es preciso transmitir intacto al porvenir. El Parlamento inglés, cuyas funciones principales consisten en hacer leyes, no tenía este carácter en otros tiempos. Era más bien un cuerpo encargado de conservar la ley. La costumbre del reino, esta ley original transmitida por los antepasados, esta ley confiada a los cuidados de los jueces, no podía modificarse sin el consentimiento del Parlamento: había, pues, seguridad de que no sufriría un cambio sino en circunstancias graves y en los casos muy especiales. Se estimaba que el Parlamento no tenía por objeto tanto modificar las leyes como oponerse á su modificación. Tal era, en efecto, su empleo real.

En las sociedades primitivas importa más tener leyes fijas que tener leyes buenas. Toda ley hecha en un pueblo, en los tiempos de ignorancia, encierra necesariamente muchos errores y entraña muchas consecuencias falsas, malas. Los perfeccionamientos de la legislación no se encuentran, ni son siquiera útiles, en una sociedad grosera, trabajosamente ocupada y con miras limitadas y estrechas. Más bien entonces, lo que se necesita imperiosamente es estabilidad. Que el hombre pueda recoger los frutos de su trabajo, que se reconozcan las leyes acerca de la propiedad, sobre el matrimonio, que toda la vida se deslice suavemente por un carril señalado de antemano, tal es el soberano bien de las sociedades primitivas y el deseo supremo de la humanidad en las épocas de semicivilización. Semejantes tiempos gustan más de la fijeza de las leyes que de su mejoramiento. Las pasiones tienen entonces una violencia tal, la fuerza es tan absorbente y el lazo social es tan débil que, para impresionar la vista con un espectáculo augusto, nada hay que equivalga á la inalterabilidad de la ley necesaria para mantener el orden.

No debe olvidarse que, en las primeras edades de las sociedades humanas, todo cambio se mira como funesto, y lo es, en efecto, la mayoría de las veces. Las condiciones de la vida son tan sencillas y tan invariables, que un buen conjunto de reglas basta, siempre que los hombres se den buena cuenta de ellas. La costumbre es el primer obstáculo de la tiranía. Esta fijeza rutinaria de los usos sociales, que tanto irrita a los innovadores modernos, porque se opone y dificulta los perfeccionamientos, sirve de dique a las usurpaciones. La idea de las necesidades políticas no ha hecho aún su aparición, no se conciben las abstracciones de la justicia sino de una manera débil y vaga: se persiste obstinadamente adherido, como a un molde, a los usos transmitidos; es ésta una necesidad para conservar intacta y en buen estado la vida frágil que en el molde se moldea.

En semejantes tiempos, un legislativo ocupado constantemente en hacer y en derogar las leyes, sería una anomalía y se reputaría un peligro. Pero en el estado actual del mundo civilizado, esas dificultades desaparecen. Las aspiraciones de los Estados civilizados les llevan á reclamar que se adapten las leyes o las costumbres, que se adapte la legislación del pasado a las nuevas necesidades de un mundo que hoy cambia todos los días. Ya no es necesario conservar leyes malas, porque se ha hecho necesario tener leyes. La civilización es bastante fuerte para que pueda permitirse ingerir en ella perfeccionamientos por medio de leyes. Sin embargo, considerada en su conjunto, la historia demuestra que si los buenos gabinetes son raros, es porque hay todavía menos Legislativos cuya acción sea continua.

Otras condiciones limitan además el dominio donde puede encontrarse un gobierno de gabinete.

No basta que haya un poder legislativo; es preciso que este legislativo sea capaz, que quiera elegir y conservar un buen poder ejecutivo. Y no es la cosa muy fácil. No se crea que ahora nos proponemos la empresa de estudiar la organización laboriosa y complicada, cuyo ejemplo se encuentra en la Cámara de los Comunes, y el desenvolvimiento libre de lo que se ha trazado con más detalles en los proyectos ideados para mejorar esta Cámara. No pensamos en este momento ni en la perfección ni en lo que puede ser excelente, limitándonos sólo á investigar las condiciones de capacidad.

Esas condiciones son dos: primeramente es necesario tener un buen poder legislativo; luego es preciso conservarlo bueno. Esos dos problemas no tienen un enlace tan íntimo como pudiera creerse á primera vista. Para conservar una Asamblea legislativa en todo su valor, es preciso darle un trabajo serio como ocupación. Que se emplee la mejor de las Asambleas en no hacer nada, y los miembros de tal Asamblea discutirán sobre nada. Cuando se zanjan las grandes cuestiones, comienzan los pequeños partidos. Y así el Estado más feliz, si tiene pocas leyes nuevas que hacer, pocas leyes antiguas que derogar y relaciones extranjeras poco complicadas, tropezará con dificultades graves para dar un buen empleo a su legislativo.

Como éste no tenga nada que decretar, ni nada que regular, corre el riesgo, a falta de mejores asuntos que ventilar, de entregarse a disputas y querellas acerca de la parte de su tarea que a las elecciones se refiera. Ocuparán todo su tiempo las discusiones relativas a los ministerios, y ese tiempo podrá ser muy mal empleado: una serie continua de administraciones débiles, incapaces de gobernar y muy poco adecuadas para el manejo de los intereses públicos, he ahí lo que surgirá en lugar de lo que un gobierno de gabinete debe procurar cuando funciona bien, es decir, un número suficiente de hombres capaces que se mantienen en el poder el tiempo necesario para desplegar sus facultades.

No es tarea fácil determinar la suma de asuntos que, sin tener que ver con las elecciones, deben confiarse a un Parlamento, encargado de elegir el Ejecutivo. No hay ni cifras ni estadísticas en la teoría de las Constituciones. Todo lo que puede decirse, es que un Parlamento, si tiene pocos asuntos de que tratar, no puede ser tan bueno como un Parlamento en el cual los asuntos son numerosos; merece que no sea aquél mejor que este último en todos los demás respectos. Un Parlamento mediano mejora mucho en el roce de los asuntos, pero si no tienen negocios importantes en que ocuparse, debe ser intrínsecamente de una naturaleza perfectamente superior, para no señalar su existencia de una manera deplorable.

Si es dificil conservar una Asamblea legislativa en buen estado, es evidentemente más dificil obtenerla tal desde luego. Dos clases de naciones son aptas para elegir un buen Parlamento. Figura, en primer lugar, la nación donde el pueblo es inteligente y goza de bienestar. Allí donde no hay lo que se llama la pobreza honesta, allí donde la educación está difundida y donde la inteligencia política es común, nada más fácil para la masa popular que elegir una buena Asamblea legislativa. Los rasgos principales de este ideal se presentan en las colonias inglesas de la América del Norte y en todos los Estados libres de la Unión. Esos países no conocen la pobreza honesta: el bienestar material se obtiene allí en un grado que nuestros pobres de Inglaterra no se imaginan, y se obtiene fácilmente con salud y trabajando. La educación está muy extendida y se difunde rápidamente. Los emigrantes que parten del viejo mundo, ignorantes, al llegar á su nueva patria, tienen á menudo ocasión de apreciar las ventajas intelectuales de que ellos mismos están desprovistos, y sufren las consecuencias de su inferioridad en un país en el cual sólo la educación elemental es común.

La mayor dificultad que se experimenta en regiones tan nuevas, consiste únicamente en cosas que provienen de la geografia; en general, la población está diseminada, y dondequiera que la población está diseminada la discusión resulta dificil. Pero aun en un país muy grande como los que contamos en Europa, un pueblo realmente inteligente, realmente bien educado, que goce realmente de bienestar, formaría pronto una buena corriente de opiniones. No puede ponerse en duda que algunos Estados de Nueva Inglaterra, si constituyesen un país separado, tendrían una educación, una capacidad política y una inteligencia medias, tales como no ha poseído jamás la mayoría en un pueblo tan numeroso. En un Estado de ese género, donde el pueblo es capaz de elegir una Asamblea legislativa, es posible y acaso hasta fácil elegir una. Si los Estados de Nueva Inglaterra formasen una nación separada con un gobierno de gabinete, lograrían consolidar en el mundo, por su sagacidad política, una reputación igual a la que tienen ya, en virtud de su prosperidad general.

La estructura de esos Estados está ciertamente fundada en el principio de la igualdad, y es imposible que ningún Estado de ese género pueda satisfacer por entero y de una manera segura á un teórico político. En todos los Estados del antiguo mundo, la igualdad no es más que una ficción legal casi siempre en desacuerdo con los hechos. Teóricamente, todos los hombres tienen los mismos derechos políticos y no pueden ejercitarlos más que si tienen una prudencia igual. Pero en los comienzos de una colonia agrícola, esta hipótesis está tan cercana á la verdad cuanto lo exigen las necesidades de la política. En un país de ese género, no hay grandes propiedades ni grandes capitales ni clases aristocráticas, cada cual tiene su bienestar y su vida sencilla, y nadie es superior á su vecino. La igualdad no se ha establecido artificialmente en una colonia nueva: ha surgido por sí misma. Cuéntase que entre los primeros colonos de la Australia occidental, algunos, que eran ricos, arrendaron obreros y pretendieron darse el lujo de tener coches para pasearse. Pero pronto tuvieron que plantearse el problema de si podrían arreglarse de manera que tuvieran que vivir en sus carruajes. Antes de que las casas de sus amos hubieran sido construidas, los obreros se habían marchado; edificaban casas para sí mismos y cultivaban por sí mismos sus tierras. Ignoro si el hecho ha pasado tal como se cuenta; en todo caso, hechos de ese género han ocurrido miles de veces.

A menudo se ha intentado trasplantar á las colonias, con sus diversas clases, la imagen de la sociedad inglesa; y siempre se ha fracasado desde el primer momento. Las clases groseras, bajas, pronto han sentido que eran iguales a las clases colocadas en lo alto de la escala ó bien que les eran superiores; han cambiado de posición dejando a las otras arreglárselas a su modo; y faltando así la base de la pirámide, lo alto se venía a tierra inmediatamente, desapareciendo. En la infancia de una colonia agrícola, tenga ó no una democracia política, hay necesariamente una democracia social; la naturaleza se encarga de crearla con el concurso del hombre. Pero con el tiempo, con el aumento de riqueza, la desigualdad comienza. A y sus hijos son industrosos y prosperan: B y los suyos son holgazanes y fracasan. Si se establecen grandes manufacturas y la mayoría de los pueblos jóvenes tienden a establecerlas aun por medio de derechos protectores, la tendencia a la desigualdad aumenta más y más. Sólo el capitalista llega a conseguir una gran fortuna; sus obreros, en cambio, forman la muchedumbre que tiene escasos recursos.

Después de algunas generaciones bien formadas se crean varias diversidades de clases, surgiendo un millar de aristócratas o algunas docenas de mil que componen una clase cuya educación es superior, en medio de un gran pueblo cuya educación es ordinaria. En teoría, es deseable que esta clase que tiene más riqueza y dispone de más tiempo, tenga un influjo grande: una Constitución perfecta encontrará un hábil recurso para conceder a las ideas delicadas de esta clase una acción potente sobre las ideas más groseras de la muchedumbre, pero en la marcha presente del mundo, cuando toda la población de un país está tan instruida y es tan inteligente como ocurre en el caso que he supuesto, no tiene por qué preocuparse con resolver semejante problema.

Los grandes Estados, casi nunca, como no sea en los momentos de transición, han sido gobernados por la aristocracia del pensamiento; y si se consigue que se dejen gobernar por un pensamiento de una capacidad conveniente, ya hay motivo para felicitarse. Se habrá conseguido más de lo que podía esperarse, y aún se pudiera esperar más. En todo caso, un Estado isocrático, es decir, donde todos votan y donde todos votan de la misma manera, puede, si la educación es sólida y la inteligencia está difundida, ofrecer cierta materia para un gobierno de gabinete. Cumple con la condición esencial del sistema, porque tiene un pueblo capaz de elegir un Parlamento encargado de elegir á su vez el poder ejecutivo.

Supongamos el caso en que la masa del pueblo no es capaz de elegir el Parlamento, que es lo que ocurre en la mayoría de las naciones, pues la excepción de esta regla es muy rara: ¿cómo entonces ha de ser posible un gobierno de gabinete? Entonces es posible sólo a los pueblos que yo llamaría respetuosos. Se ha mirado el hecho como extraño, pero es una gran verdad que hay naciones en las cuales la multitud, menos hábil políticamente que el pequeño número de privilegiados, debe ser gobernada por ellos. La mayoría numérica, sea por hábito, sea con propósito deliberado, no importa, está dispuesta hasta con gran calor a delegar el poder de elegir un gobernante a una minoría escogida. Abdica en favor de esta minoría escogida, y obedece sin esfuerzo a quienes tienen la confianza de esta aristocracia intelectual. Reconoce, como sus electores de segundo grado, encargados como tales de elegir sus gobernantes, los miembros de una minoría bien educada capaz y que no encuentra resistencia; otorga una especie de mandato a algunas personas que le son superiores, que pueden elegir un buen gobierno y a las cuales no se hace oposición. Una nación en circunstancias tan felices, presenta medios singularmente ventajosos de organizar un gobierno de gabinete. Tiene los mejores ciudadanos para elegir una Asamblea legislativa, y, por consiguiente, se puede con razón esperar que le elegirán buena y capaz á su vez de elegir una buena administración.

Inglaterra es el tipo de la nación respetuosa, y la manera cómo lo es y cómo ha llegado a serlo, es cosa curiosa en extremo. Las clases medias, es decir, la mayoría de las gentes que tienen educación: he ahí cuál es la fuente del poder en Inglaterra. La opinión pública hoy, es la opinión del gran burgués que usa el ómnibus. No es, en modo alguno, la opinión de las clases aristocráticas como tales, ni las de las clases que tienen más educación y más gusto; es sencillamente la opinión de la masa ordinaria que ha recibido una cierta instrucción, pero que no por eso deja de ser bastante vulgar.

Observad, si no, los colegios electorales; tienen poca cosa de interesantes, y si pasáis vuestra mirada por el interior de la escena, para ver allí las gentes que maniobran y dirigen el movimiento electoral, quizá resultará para vosotros el espectáculo menos interesante aún. La Constitución inglesa en la plena verdad de su forma tangible, se reconoce de este modo: la masa del pueblo obedece a un cierto número de individuos, y cuando se examina a esos individuos, se advierte que no son de la última clase, pero, sin embargo, son individuos bastante toscos y groseros; son, si se les pasara revista, los últimos en quienes una gran nación pensaría para otorgarles una preferencia exclusiva.

De hecho, la masa del pueblo inglés tiene una gran obediencia a algo que es cosa muy distinta de sus gobernantes. Lo que respeta, es lo que pudiera llamarse la pompa teatral de la sociedad. Que se presente ante sus ojos como una ceremonia imponente, un cortejo de grandes personajes, un cierto espectáculo de mujeres elegantes, o cualquiera de esas representaciones en las cuales se despliega el lujo y la riqueza, y tendremos a esa masa profundamente impresionada. Su imaginación se ve como dominada, siente su inferioridad ante el aparato que de ese modo se revela. Las cortes y las aristocracias tienen una gran superioridad para dominar á la multitud, y aunque los filósofos no lo vean, estriba ello en su brillo y en su solemnidad.

Las gentes de la corte pueden hacer lo que a otros sería imposible. Un hombre de pueblo que se propusiera rivalizar en la representación escénica con los actores, fracasaría lo mismo que si intentase rivalizar con los miembros de la arístocracia en el desempeño de su papel. El gran mundo visto desde afuera es una especie de teatro, donde los actores dominan las tablas como los espectadores no sabrían hacerlo. El drama se representa en todos los distritos. Un hombre del campo reconoce que su casa no se parece al castillo ó palacio del lord, su vida no es la vida del lord, su mujer no tiene el aspecto de mylady. Y la última palabra del drama es la reina; nadie supone que su hogar propio se parezca a la morada de la corte, que la vida de la reina tenga nada que ver con la vida de un particular, ni, por fin, que las órdenes dadas por él se asemejen á las ordenanzas reales.

Hay en Inglaterra un espectáculo encantador que fascina a la multitud y que se apodera de su imaginación dominada. Así como un campesino al llegar a Londres se encuentra ante un grande e inmenso conjunto de objetos que le aturden, por el incomprensible misterio de su construcción mecánica, así la constitución de nuestra sociedad lo pone frente a frente de una porción de objetos políticos que jamás ha podido imaginarse ni fabricar, y con los cuales su espíritu no encuentra nada parecido.

Que los filósofos supriman esta superstición, no por eso dejará de tener resultados inapreciables. Gracias al espectáculo de esta sociedad imponente, la multitud ignorante obedece a un pequeño número de electores nominales, es decir, a los hacendados con 10 libras en los burgos y a los mismos con 50 libras en los condados.

Y, sin embargo, esas gentes no tienen en sí nada de imponentes, nada propio para atraer las miradas o seducir la imaginación. Lo que impresiona a la multitud no es el pensamiento, sino los resultados del pensamiento; y el más grande de esos resultados es el maravilloso espectáculo, siempre mudo y siempre el mismo, en el cual los accidentes pasan y la esencia persiste, donde una generación perece y otra la reemplaza, como si se tratase de pájaros enjaulados o de animales en una granja; observando esta sociedad admirable, es un lenguaje demasiado metafórico decir de sus diversas partes que son como los miembros pertenecientes a un ser eterno, con tal tranquilidad se efectúan los cambios, tal identidad existe entre la vida que anima este año al cuerpo social y aquella que lo ha animado el año anterior.

Los personajes que gobiernan en apariencia a Inglaterra, son como los que figuran más ostensiblemente en una procesión, son los que atraen las miradas de la muchedumbre y que provocan sus aclamaciones. Los que en realidad gobiernan están encerrados en los carruajes de segunda clase, nadie repara en ellos ni pide sus nombres, pero se les obedece implícita e intuitivamente en virtud del esplendor desplegado por aquellos que les eclipsan y les preceden.

Es verdad que un sentimiento producido por la imaginación se apoya en un fondo de satisfacción política. No puede decirse que la masa del pueblo inglés es, en definitiva, extremadamente feliz. Hay clases enteras que no tienen idea alguna de lo que las clases superiores llaman bienestar, no tienen ni las condiciones indispensables de la existencia moral, no viven la vida que conviene á la dignidad humana. Sin embargo, las más miserables no imputan su miseria a la política.

Si un agitador, dirigiéndose a los campesinos del Yorkshire, intentase excitar en ellos la desafección política, más bien resultaría lapidado que llevado en triunfo: es lo más probable. Esos seres miserables apenas conocen al Parlamento; jamás han oído hablar del gabinete: pero, a pesar de todo lo que les hubiera hecho oír, exclamarían al final: ¡Después de todo, la reina es buena!

Revelarse contra la organización política sería para ellos revelarse contra la reina, que gobierna la sociedad, cuyos más imponentes caracteres, aquellos que ellos conocen, tienen una expresión suprema en su persona.

La masa del pueblo inglés está políticamente satisfecha y es políticamente respetuosa.

Un pueblo respetuoso, aunque las clases inferiores sean poco inteligentes, conviene mucho más al gobierno del gabinete que un país democrático, porque proporciona más seguros medios de llegar á la excelencia política. Las clases elevadas pueden gobernar. Ahora bien; las clases elevadas tienen más habilidad política que las otras. Una vida de trabajo, una educación incompleta, una ocupación monótona, una carrera que ocupe mucho los brazos y poco el espíritu, no pueden permitir tanta flexibilidad de espíritu, tanta aplicación de la inteligencia, como una vida libre, de largos estudios, una experiencia variada, una existencia que ejercite, sin cesar, el juicio y que continuamente lo perfecciona. Un país donde hay pobres respetuosos, aunque puede ser menos próspero que los países donde no los hay, es, sin embargo, mucho más propio que estos últimos para la existencia de un buen gobierno. Es posible utilizar los mejores ciudadanos en un Estado respetuoso; en cambio, en un Estado donde todo hombre se cree igual a sus conciudadanos, sólo se emplean los más peligrosos.

Es, en verdad, cosa evidente, que nada hay tan dificil como crear una nación respetuosa. El respeto es obra de la tradición: se concede, no a lo que es bueno, sino a lo que, por su antigüedad, es venerable. Ciertas clases, en ciertos pueblos, conservan de un modo señalado el privilegio de ser preferidas para las funciones políticas, porque siempre han poseído ese privilegio, y porque reciben, a modo de herencia, cierto prestigio que les da una especie de dignidad. Pero en una colonia nueva, en un Estado donde las capacidades tienen la probabilidad de ser iguales, donde no hay signos tradicionales para señalar el mérito y las aptitudes, mucho se siente que no se pueda conceder respeto político a la superioridad intelectual, sino cuando esté bien probado que existe y, luego, que tiene un valor político. Es casi imposible procurar pruebas propias y suficientes para convencer á los ignorantes. En el porvenir, en un siglo mejor, quizá se podrá llegar ahí, pero hoy los elementos más sencillos faltan para eso; si se abriese una discusión en serio y un debate adecuado, no se llegaría fácilmente a obtener de la multitud que motive, por un argumento racional, su aquiescencia al dominio del pequeño número que compone la gente bien educada. Ese pequeño número gobierna por la fuerza que tiene, no sobre la razón de la muchedumbre, sino sobre sus prejuicios y sus hábitos; sobre la manera como se representa la cosa lejana, que no conoce en manera alguna, y sobre el conocimiento moral que tiene de los objetos cercanos y familiares.

Un país respetuoso, donde la masa del pueblo es ignorante, está, por consiguiente, en esta situación que, en mecánica, se llama de equilibrio inestable. Este equilibrio, una vez perturbado, nada hay que lo restaure; por el contrario, todo conspira a alejarlo. Un cono colocado sobre su vértice es un equilibrio inestable, porque si lo movéis, por poco que sea, se alejará más y más de su posición hasta caer en tierra. Lo mismo ocurre con los Estados donde las masas son ignorantes, pero respetuosas; si consentís una vez a la clase ignorante tomar el poder en sus manos, adiós respeto para siempre. Los demagogos declararán, y los periódicos repetirán, que el poder del pueblo vale más que el dominio de la aristocracia caída. Un pueblo rara vez está en situación de oír discutir los dos lados de una cuestión que le interese; los órganos populares adoptan el lado que place á la multitud, y los periódicos populares son de hecho los únicos que penetran hasta las masas. Un pueblo no se deja jamás criticar. Jamás nadie le dirá que la minoría bien educada a quien ha derrocado, gobernaba mejor y más cuerdamente que él. Jamás una democracia, a no ocurrir grandes catástrofes, consentirá en retroceder respecto de lo que se le hubiere concedido, porque obrar así sería reconocer su incapacidad, y esta es una cosa de que sólo las más graves calamidades podrán convencerle.

Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha