Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotPresentación de Chantal López y Omar CortésSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO

EL GABINETE

Dice Mr. Mill, que siempre queda algo que decir acerca de los grandes problemas, siendo esta verdad muy particularmente de la Constitución inglesa. Las obras que acerca de ella se han escrito son numerosísimas; forman un contingente enorme. Sin embargo, cuando se la considera en la realidad y como en vivo, sorprende el contraste que ofrece con la imagen que de la misma se traza sobre el papel. Muchas cosas consagradas por el uso no están en los libros; y no se tropieza en la práctica rigurosa con ciertos refinamientos del comentario escrito.

Era natural, quizá inevitable, que semejante vegetación de ideas parásitas germinase alrededor de la Constitución británica. El lenguaje es cosa de la tradición de los pueblos; cada generación describe lo que ve; pero emplea los términos recibidos del pasado. Cuando una gran entidad, como la Constitución británica, ha podido conservar exteriormente una apariencia uniforme, a pesar del trabajo latente de transformación íntima que en ella se ha efectuado durante varios siglos, lega a cada generación una serie de palabras impropias, de máximas verdaderas en otros tiempos, pero que cesan o han cesado de expresar la verdad. Al modo como la familia de un hombre que ha llegado a la edad madura repite maquinalmente las frases incorrectas cuyo origen, sin embargo, se remonta a hechos que ha observado exactamente cuando estaba en su primera juventud, así, cuando una Constitución que tiene una historia ha llegado a su pleno desenvolvimiento y que está en plena actividad, aquellos que le están sometidos repiten las fórmulas exactas de los tiempos de sus padres e inculcadas por éstos, pero que ya no son la expresión de la verdad. O mejor aún, si se nos permite hablar así, una Constitución antigua, y que se modifica continuamente, se parece al anciano que persiste en llevar vestidos cuyo corte estaba de moda en su juventud; lo que de él se ve, presenta siempre el mismo aspecto; lo que no se ve, ha cambiado por entero.

Dos maneras de explicar la Constitución inglesa han ejercido un influjo muy serio, aun cuando sean erróneas. La primera establece como principio del sistema político seguido en Inglaterra, que el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial están completamente separados; que cada uno de esos poderes está confiado especialmente a una persona o a una asamblea de personas que, en manera alguna, pueden injerirse en el ejercicio de las funciones respectivas. Se ha desplegado gran elocuencia para explicar cómo el rudo genio del pueblo inglés, aun en la Edad Media en que era particularmente grosero, ha verificado y puesto en práctica, esta preconcebida división de los poderes que los filósofos habían elaborado en sus escritos, pero que no podían esperar ver realizada en ninguna parte.

En segundo lugar, suele afirmarse que la excelencia propia de la Constitución inglesa se debe al equilibrio de los tres poderes unidos. Se dice que el elemento monárquico, el elemento aristocrático y el elemento democrático tienen cada uno su parte en la autoridad suprema, y que el concurso de esos tres poderes es indispensable para el ejercicio de la soberanía. La monarquía, los lores y los comunes, he ahí, según esta teoría, lo que caracteriza, no sólo la forma exterior, sino la esencia íntima y la vitalidad de la Constitución. Una gran teoría, que se denomina la teoría de los frenos y de los contrapesos, domina en la mayoría de los escritos políticos; como ejemplo y en apoyo de semejante teoría, se ha invocado ampliamente la experiencia de Inglaterra. La monarquía, se dice, tiene algunos defectos, algunas tendencias malas, la aristocracia tiene otras, la democracia también; pero Inglaterra ha demostrado que hay manera de construir un gobierno en el cual esas malas tendencias marchen perfectamente unas contra otras, y se destruyan; de este modo, resulta un conjunto aceptable no sólo a pesar, sino merced a los mismos defectos opuestos que radican en las partes constitutivas.

A partir de ahí, se afirma que los principales caracteres o propiedades de la Constitución inglesa, son inadaptables a los países donde no existen materiales para una aristocracia. Así, se la estima como la sistematización más completa y más prudente, y sabia de los elementos políticos legados por la Edad Media a la gran mayoría de los Estados de la Europa moderna. Se cree que con esos materiales ninguna constitución podría ser mejor que la Constitución inglesa; pero al propio tiempo se admite que las partes esenciales de esta Constitución no habrían podido edificarse sin ellos. Ahora bien; esos elementos no se encuentran sino en cierta época de la historia y en una región determinada. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, no hubieran podido convertirse en un país monárquico, aun cuando la Convención constituyente hubiera decretado esta forma de gobierno y los Estados la hubieran ratificado. Ese respeto místico, esa sumisión religiosa que forman la esencia de una verdadera monarquía, provienen de pensamientos y de sentimientos que ningún poder legislativo podría crear en ningún pueblo, fuera éste el que fuese. Ese afecto casi filial hacia el gobierno, es cosa de herencia en absoluto, como el verdadero sentimiento filial en la vida ordinaria. No es cosa más dificil adoptar un padre que una forma monárquica; nuestro sentimiento por uno es tan poco susceptible de ser desenvuelto arbitrariamente, como nuestro afecto hacia la otra.

Si la parte práctica de la Constitución inglesa no fuese más que la aplicación efectiva de materiales legados por la Edad Media, no tendría más que un interés puramente histórico, y su realización actual sería poco menos que imposible. Un conjunto de instituciones tal como la Constitución inglesa, que ha tardado varios siglos en desenvolverse, y cuyo influjo es aún preponderante en una porción notable del mundo civilizado, no puede ser convenientemente expuesto sino a condición de hacer de él una división previa, una selección con la naturaleza misma del asunto.

Las constituciones de ese género presentan siempre dos elementos distintos que no se pueden, ciertamente, separar con una rigurosa exactitud; porque las grandes concepciones se prestan poco al análisis. El primero de esos elementos comprende todo lo que produce y conserva el respeto de las poblaciones, lo que yo denominaría las partes imponentes; el segundo se compone de las partes eficientes, que dan a la obra el movimiento y la dirección. Hay dos grandes objetos que toda Constitución debe procurar conseguir, dos objetos maravillosamente logrados por todas las que han durado, y el renombre de las cuales ha llegado hasta nosotros. Una Constitución debe primero adquirir autoridad, y luego emplear esta autoridad; sólo cuando ha asegurado la fidelidad y la confianza de los hombres, es cuando debe sacar partido de ella para la obra gubernamental.

Ciertos espíritus positivos, es verdad, no quieren para partes imponentes el mecanismo político. Todo lo que pedimos, dicen, es obtener resultados; hacer obras prácticas; una Constitución es un conjunto de medios políticos con fines políticos; y si se admite que una parte cualquiera de la Constitución no es directamente práctica, o que una rueda más sencilla podría desempeñar la misma función, equivale esto a reconocer que esta parte de la Constitución, por imponente y venerable que sea, es en realidad inútil.

Otros, que encuentran esta filosofia demasiado grosera, han propuesto argumentos sutiles para probar que esas partes imponentes de los antiguos gobiernos, son los elementos principales que han movido el mecanismo, y obran a la manera de apoyos de utilidad esencial, con lo cual procuran disimular los sofismas que sus adversarios, más francos, no temen presentar al desnudo.

Pero esas dos escuelas están igualmente equivocadas. Las partes imponentes del gobierno son las que le dan fuerza y lo impulsan; las partes eficientes basta que sepan emplear esos recursos. Por su encanto fascinador, forman los primeros la parte esencial del gobierno cuya vitalidad garantizan. No tienen, es verdad, sino una importancia secundaria en la práctica, y podrían sin inconveniente ser reemplazados por un sistema más sencillo; pero forman, en cierto modo, los preliminares y la condición previa de la obra. No ganan la batalla, pero son quienes reclutan el ejército.

Sin duda, si todos los súbditos de un mismo gobierno no pensaran más que en lo que les es útil, si tuvieran todos la misma idea de lo útil, si todos se propusieran obtener la misma cosa por los mismos medios, los elementos eficientes de una Constitución les bastarían, y no serían en manera alguna necesarias las partes accesorias destinadas a impresionar los espíritus. Pero el mundo en que vivimos está organizado muy de otro modo.

El hecho más extraño, aunque sea el más cierto que hay en la naturaleza, es la desigualdad de desenvolvimiento de la raza humana. Lancemos una mirada retrospectiva sobre los tiempos primitivos de la humanidad, según ellos se nos presentan a través de las brumas de un pasado lejano; evoquemos la imagen de esas tribus miserables que habitaban las aldeas, lacustres o los ríos desolados, apenas capaces de atender a las más vulgares necesidades de la vida material, arrancando árboles mediante un trabajo lento y dificil con sus útiles de piedra, preocupados con la tarea de rechazar los ataques de los animales feroces y gigantescos, sin cultura, sin descanso, sin poesía, casi sin pensamiento alguno, sin ninguna noción de moral, sin otra religión que una especie de fetichismo; comparemos esta existencia, tal cual nos la imaginamos, con la vida actual de Europa; quedaremos sorprendidos con el contraste enorme que resulta, y experimentaremos gran dificultad para convencernos de que nuestra raza desciende de esas razas desaparecidas en tiempos tan apartados.

Había antes un prejuicio muy difundido, que aunque poco visible a primera vista, estaba muy arraigado en el fondo de los corazones, y cuyo influjo latente ha dominado largo tiempo en la filosofia política; creíase, generalmente, que al cabo de poco tiempo, en diez años acaso, los hombres podrían, sin recurrir a medios extraordinarios, llegar a un mismo nivel. Pero hoy que, con la dolorosa historia de la humanidad por delante, vemos de dónde venimos, y que fue preciso un trabajo prolongado, circunstancias favorables, esfuerzos acumulados, para que el hombre llegase a merecer en alguna pequeña medida el nombre de civilizado, y cuando medimos la marcha laboriosa de la historia, la lentitud de los resultados, nuestra inteligencia está mejor dispuesta a concebir la marcha lenta y gradual del progreso.

En el seno de un gran país, como Inglaterra, tenemos masas de gentes, cuya civilización no es superior a la mayoría de los individuos que componían la mayoría de los hombres dos mil años antes que nosotros: hay otras, más numerosas todavía, cuyo estado intelectual es análogo, o apenas superior, al de los espíritus cultivados que vivían hace siglos. En cuanto a las clases inferiores y a las clases medias, si se les compara con el tipo de educación que se proponen los diez mil miembros de la aristocracia, no ofrece más que la estrechez de espíritu, falta de inteligencia e indiferencia por el estudio.

Pero ¿a qué acumular observaciones abstractas? Quienes pongan en duda esas verdades no tienen más que ir a su cocina donde un hombre bien educado se esfuerza por exponer a su criada o criado lo que le parezca más evidente, más cierto y más palpable en el orden intelectual; presto advertirá que su lenguaje les parece ininteligible, confuso, erróneo; que sus oyentes le toman por un extravagante o un loco, siendo así que habla de cosas cuya fácil concepción le parece accesible al espíritu más vulgar y menos cultivado.

Los grandes Estados son como las grandes montañas, comprenden capas: hay en ellos las capas primitivas, secundaria y terciaria del progreso humano: los rasgos distintivos de las regiones inferiores tienen muchas más relaciones con la vida de los tiempos antiguos que con la vida actual de las regiones superiores. Y una filosofia que no la tuviese constantemente en la memoria, que no señalase continuamente las diferencias salientes de los papeles que desempeñan esos elementos diversos, no edificaría más que una teoría absolutamente falsa, porque no tendría en cuenta más que un hecho capital: semejante filosofia sería engañosa desde un principio, porque haría tener fe en resultados imaginarios e impediría prever la realidad.

Nadie ignora esas verdades, pero es preciso indicar su importancia política. Cuando un Estado está constituido como el nuestro, no está bien decir que las clases inferiores serán absorbidas por las clases útiles: las masas no quieren un ideal tan mezquino. Jamás un orador ha llegado a impresionar el espíritu de la multitud mostrándole con el dedo un interés material, a menos que no tuviera ocasión de alegar o de probar que la miseria del pueblo era imputable a la tiranía de otra clase. En cambio, mil veces se ha impresionado a la multitud meciéndola, como en un ensueño dulce, en la consideración de ideas tales como la gloria, la dominación, la nacionalidad. Las gentes más groseras, aquellas que están en el peldaño más bajo del progreso, sacrificarán con gusto todas sus esperanzas, todos sus bienes y su vida misma, por lo que se llama una idea, por alguna aspiración que parezca por encima de la realidad, que exalte la naturaleza humana ofreciéndole una contemplación más alta, más profunda y más amplia que la de la existencia ordinaria. Las gentes de esta clase no se interesan por lo que, según toda evidencia, debe ser el objetivo de un gobierno, no aprecian su importancia, no perciben en manera alguna el conjunto de los medios que es preciso emplear con ese fin. En su consecuencia, es muy natural que las partes que tienen mayor utilidad en la estructura gubernamental, no sean de ningún modo las que despierten mayor respeto. Los elementos que atraen el respeto con más facilidad son los que tienen un aire teatral, los que obran sobre los sentidos, que pretenden personificar las más grandes ideas del hombre, que se vanaglorian a veces de un origen sobrehumano.

Todo lo que afecta una apariencia mística o un origen oculto, todo lo que brilla ante los ojos y lo que se presenta con un resplandor vivo durante un momento para desaparecer en seguida, lo que no es visible sino de una manera intermitente, lo que es de pura apariencia, y que, sin embargo, despierta la curiosidad, lo que parece caer bajo la acción de los sentidos, y que, no obstante, hace como profesión de llegar a resultados que no alcanzan; he ahí, sean cuales fueren las variedades de la forma, sea cual fuere la aspiración o la descripción que se dé de ella, el objeto, el único objeto que va derecho al corazón de las masas.

Lejos de mí la intención de pretender que las partes imponentes de una Constitución deben ser necesariamente las más útiles; es presumible, a juzgar por su influjo externo, que deben serio en el menor grado. No tienen otro fin, en realidad, que impresionar la imaginación de las clases inferiores, que son las menos aptas para discernir lo que es verdaderamente útil de lo que no es más que brillante.

Hay, en favor de las tradiciones, otro argumento que, en una vieja Constitución como la de Inglaterra, no tiene menos importancia. Los hombres más inteligentes se rigen, tanto por el hábito como por el raciocinio. La parte de la voluntad en las acciones humanas es muy escasa: si la voluntad no recobrase fuerzas y no fuese suplida por una especie de sueño que el hábito le permite, no produciría ningún resultado. No podríamos, en verdad, cumplir cada dia, por nuestra parte, todo lo que tenemos que hacer. No acabariamos, porque toda nuestra energia se consumiría en el detalle, en pequeños ensayos de perfeccionamiento. Además, unos abandonarian el camino trillado para marchar en una dirección, otros para seguir otra; de tal manera que en el momento de una crisis que exigiese la combinación de todas las fuerzas, no habria dos hombres bastante próximos uno de otro para obrar útilmente juntos. El hábito instintivo que la tradición da a la raza humana, es el que determina a la mayor parte de los hombres en sus acciones: he ahi el marco sólido, en el cual el nuevo artista debe colocar ese cuadro. Esta parte de la naturaleza humana, que depende de la tradición, debe con la fuerza etimológica del término, recibir la impresión y la acción con tanta mayor facilidad cuanto de más alto viene. Dadas las mismas condiciones, las instituciones de ayer son las que mejor convienen al dia presente: son las más preparadas, las que tienen más influjo, y a las cuales se obedece con más facilidad, son las que tienen mayores probabilidades de conservar el derecho al respeto que han obtenido por herencia, mientras que toda institución nueva debe sufrir las pruebas indispensables para adquirir el mismo derecho.

Realmente, las instituciones humanas que imponen mayor respeto son las más antiguas; y, sin embargo, el mundo cambia tanto, es tan variable en sus exigencias, los mejores instrumentos de que dispone son tan susceptibles de perder su vejez interna, aunque sea conservando la apariencia de su fuerza, que no hay por qué esperar encontrar en las instituciones más antiguas necesariamente más eficacia. Todo objeto de veneración, consagrado por su antigüedad, adquiere sin duda influjo, gracias al carácter de dignidad que le es inherente; pero no puede emplear este influjo, como las creaciones nuevas, adaptadas al mundo moderno, impregnadas de su espíritu y estrechamente ligadas a su existencia.

Definamos ahora, en breves términos, el mérito característico de la Constitución inglesa. Las partes imponentes que conserva tienen mucha amplitud y no poco encanto; son muy antiguas y bastante venerables: en cuanto a las partes eficientes, en el caso, por lo menos, en que se trata de atender a una gran crisis, tienen un movimiento muy sencillo y un sello más moderno. Nosotros hemos hecho, o más bien hemos obtenido, por obra de la suerte, una Constitución que, aunque plagada de defectos en sus detalles, y aunque en ciertos detalles sea la menos artísticamente modelada de todas las constituciones humanas, no por eso deja de tener dos ventajas principales: primeramente tiene una parte eficiente, cuya sencillez es precisa en el momento preciso, y que, si hace falta, puede obrar con más facilidad y mejor que ninguno de los instrumentos políticos experimentados en el mundo hasta nuestros días. Además, esta Constitución tiene partes históricas, complejas, majestuosas, teatrales, que ha recibido por herencia del pasado, que fascinan la multitud; que, obrando de una manera insensible, pero omnipotente, llegan a determinar las relaciones de los súbditos. Su esencia es fuerte con la fuerza toda que le presta la sencillez de los procedimientos en la época moderna; su exterior es majestuoso como lo era el carácter gótico de una época más imponente. Su esencia, gracias a esa sencillez, podrá, con las modificaciones de rigor, aclimatarse en países muy diversos; pero en lo que se refiere a esta apariencia majestuosa que a los ojos de la multitud pasa por ser toda la Constitución, conviene tan sólo a las naciones que tienen con la nuestra, cierta analogía histórica y de tradiciones políticas.

La eficacia secreta de la Constitución inglesa reside, puede decirse, en la estrecha unión, en la fusión casi completa del poder ejecutivo y del poder legislativo. Según la teoría tradicional que se encuentra en todos los libros, lo que recomienda nuestra Constitución es la separación absoluta del poder legislativo y del poder ejecutivo; pero, en realidad, lo que constituye su mérito es precisamente el parentesco entre esos poderes. El lazo que los une es el Gabinete. Por este término nuevo entendemos un comité del cuerpo legislativo elegido para ser el cuerpo ejecutivo. La Asamblea legislativa comprende varios comités, pero este último es el más importante de todos; para formar ese comité principal, elige los hombres que le inspiran más confianza. No los elige directamente, es verdad, pero su elección es casi omnipotente, aunque sea indirecta. La Corona tiene todavía, hace más de diez años, el derecho real de elegir sus ministros, aunque no tuviese ya el de determinar la línea política que era preciso seguir. Durante su larga dominación, sir R. Walpole se vió obligado, mediante determinadas maniobras, a obtener el favor, no sólo del Parlamento, sino del mismo palacio; vióse obligado a cuidar de que una intriga de la corte no diera al traste con su posición. La nación era la que entonces señalaba la política de Inglaterra, pero la Corona era la que elegía los ministros ingleses. Éstos no eran sólo de nombre, como hoy ocurre, los servidores de la Corona, sino que lo eran de hecho. Aún quedan restos, y restos importantes de esa gran prerrogativa.

El favor arbitrario de Guillermo IV hizo de lord Melbourne el jefe del partido whig, cuando semejante título se lo disputaban varios rivales. A la muerte de lord Palmerston, es muy probable que la reina hubiera podido elegir libremente entre dos o hasta entre tres hombres de Estado, pero por lo general, el poder legislativo es el que elige el personaje encargado de ser nominalmente el primer ministro: y ese personaje que, bajo un gran número de respectos, es realmente primer ministro, es el leader de la Cámara de los Comunes; y esto, por decirlo así, sin excepción. Casi siempre hay alguna individualidad que funcione como quien lleva la voz predominante en la Cámara de los Comunes: ahora bien; como esta Cámara predomina a su vez en el Parlamento, su jefe de partido es quien gobierna la nación. Inglaterra tiene un primer magistrado que es tan verdaderamente electivo como lo es en América el hombre a quien los electores hacen el primer magistrado del país. La reina o el rey está sólo a la cabeza de las partes imponentes que comprende la Constitución; el primer ministro está a la cabeza de las partes eficientes. Según el adagio bien conocido, la Corona es la fuente de los honores; pero la tesorería es la fuente de los negocios.

Sin embargo, nuestro primer magistrado difiere del primer magistrado americano en cuanto no es elegido directamente por el pueblo, sino por los representantes del pueblo. Trátase de un ejemplo de doble elección. Una asamblea, elegida en principio para hacer leyes, tiene, en realidad, por función principal crear y conservar el poder ejecutivo.

Después de elegido de ese modo, el primer ministro debe elegir a su vez sus colegas, pero su elección está circunscrita en un círculo fatal. La mayoría de los miembros que componen el Parlamento tienen en la posición obstáculos que le impiden entrar en el gabinete; algunos miembros, por el contrario, son llamados por su posición a formar parte de él. Entre la lista de aquellos que debe, casi obligatoriamente, tomar como colegas suyos, y la lista de aquellos que le es imposible denegar como tal, el primer ministro no goza, en cuanto a la formación de su gabinete, de una independencia de elección demasiado grande: esta independencia se ejercita más bien en la distribución de las funciones ministeriales, que es la elección de las personas. El Parlamento y la nación designan de una manera bastante clara qué hombres deben entrar en el gabinete, pero la designación no es tan clara en lo que se refiere al puesto que cada uno de ellos debe ocupar.

Esta atribución que tiene el primer ministro, le confiere un poder más considerable, aun cuando su ejercicio esté encerrado en límites imperiosos, y aunque la esfera sea menor de lo que parece en teoría o vista a distancia.

El gabinete, en suma, es una especie de centro de contención que el legislativo elige, entre las personas en quien tiene bastante confianza, y a quienes conoce lo suficiente para otorgarles el cargo de gobernar la nación.

En cuanto a la manera particular de elegir los ministros y a la ficción según la cual, en el sentido político, éstos son los servidores del rey, y a la regla limitativa que obliga a elegir los ministros entre los miembros del legislativo, son otros tantos detalles que en el fondo tienen poca influencia sobre la constitución del gabinete, y son independientes de su naturaleza.

El rasgo especial que lo caracteriza, es que el gabinete debe ser elegido por el legislativo de entre las personas de su agrado y que tienen su confianza. Naturalmente, la elección se inclina hacia sus propios miembros, pero no hay en esto un principio exclusivo.

Un gabinete en el cual entrasen hombres que no fueran miembros del Parlamento, podría muy bien desempeñar toda su tarea. Y de hecho, los lores que en tan amplia medida forman parte de los gabinetes modernos, son los miembros de una asamblea, que hoy está sólo en segundo término. La Cámara de los Lores ejerce sin embargo, todavía, varias funciones útiles, pero el influjo directivo y la facultad de decidir, han llegado a ser cosa de la que, según el lenguaje de los antiguos tiempos, se llama aún Cámara baja, es decir, de una asamblea que, inferior a la primera en cuanto institución imponente, le es superior como institución eficiente. Una de las ventajas principales que posee la Cámara de Lores, es precisamente ser una especie de reserva para los ministerios. A menos que se llegue a modificar la composición de la Cámara de los Comunes, o bien a aflojar las reglas que obligan a elegir los ministros entre los miembros del Parlamento, sería sin duda dificil de encontrar, a falta de lores, un número suficiente de personajes para los principales puestos del ministerio. Pero no es nuestro propósito, por el momento, trazar los detalles relativos a la composición de un gabinete, ni precisar el sistema empleado para elegirlo. Lo que por ahora nos preocupa, sobre todo, es definir el gabinete. No vamos a detenemos en los accesorios, antes de conocer lo principal y necesario. Un gabinete es un comité combinado de tal suerte, que sería como un lazo de unión, para acercar la parte legislativa a la parte ejecutiva del gobierno. Por su origen pertenece a una, por sus funciones a la otra. Uno de los puntos más curiosos de observación respecto del gabinete, es el de que se sepa tan poco lo que en él pasa. Sus reuniones no sólo son secretas en teoría, lo son en realidad. En el uso actual no se conserva acta oficial de ellas. Si se produjera en este respecto una nota de carácter privado, no encontraría poder ni ayuda. La Cámara de los Comunes, aun cuando desee obtener mayores noticias, y esto, en las circunstancias más agitadas, no permitiría leer una nota que se refiriese a la discusión del gabinete. Ningún ministro respetuoso, para con las cosas fundamentales de la práctica gubernamental, intentaría leer una nota semejante. El comité que reúne el poder de hacer la ley al poder encargado de ejecutarla, y que, en virtud de esta combinación, se encuentra con que es, mientras dura y se sostiene, el poder más considerable del Estado, en cuanto es enteramente secreto, jamás se ha dado de sus sesiones una relación exacta y auténtica. Se dice, es verdad, que a veces esas reuniones ofrecen un tanto el aspecto de las sesiones que tienen los consejos de directores, que todos hablan y que se escucha poco; pero no se sabe nada de eso (1). Un gabinete, aun siendo como es comité de una asamblea legislativa, se encuentra revestido de poderes que jamás, a no ser por virtud del influjo de la tradición y de los resultados felices de la experiencia, hubiera osado una asamblea delegar en un comité. Ese comité puede disolver la asamblea que lo ha nombrado; tiene un veto suspensivo, y, aunque nombrado por un Parlamento, puede hacer un llamamiento a otro.

Cierto es que, teóricamente, el poder de disolver el Parlamento es un privilegio del soberano; y aun se duda, si en todos los casos en que el gabinete pide al soberano que disuelva el Parlamento, está obligado a hacerlo. Pero aparte las circunstancias de detalle y de excepción que provocan la duda, el gabinete que ha sido elegido por una Cámara de los Comunes, puede hacer un llamamiento a la Cámara de los Comunes que la sucede. Así, pues, el comité principal de un legislativo puede disolver la parte predominante del mismo, y de hecho, en ocasiones críticas, el legislativo. El sistema inglés no consiste, por tanto, en la absorción del poder legislativo por el poder ejecutivo, consiste en su fusión, o bien el gabinete hace la ley y la ejecuta, o bien puede disolver la Cámara. Es como una criatura que tiene el poder de aniquilar a sus creadores; es un poder ejecutivo que puede aniquilar el legislativo, a la vez que un poder ejecutivo que el legislativo ha elegido; y aunque de él provenga puede ejercer sobre él una acción destructiva.

Esta función del poder ejecutivo y del poder legislativo, puede parecer a quienes no han reflexionado lo bastante, demasiado simple y demasiado mezquina, para explicar el mecanismo latente y la eficacia secreta de la Constitución británica; pero no puede apreciarse su importancia real, sino observando algunos de sus efectos principales, y comparando ese sistema con el gran sistema rival, cuya marcha parece, si no se tiene cuidado, destinada a adelantarse a la suya en el mundo.

El sistema rival a que me refiero, es el sistema presidencial.

El rasgo característico de este sistema es el de que el presidente es elegido por el pueblo de una cierta manera, y la Cámara de Representantes de otra. La independencia mutua del poder legislativo y del ejecutivo, es la cualidad distintiva del gobierno presidencial, mientras que, por el contrario, la fusión y la combinación de sus poderes sirve de principio al gobierno de gabinete.

Ante todo comparemos esos dos gobiernos en los momentos de calma. En un periodo de civilización, las necesidades de la administración exigen que se hagan continuamente leyes. Uno de los objetos principales de la legislación, es la fijación de los impuestos. Los gastos de un gobierno civilizado varían sin cesar; deben variar si el gobierno cumple con su deber. Los diversos estados o cómputos del presupuesto inglés, presentan gran número de artículos que varían según las necesidades del momento. La instrucción, la disciplina de las prisiones, las artes, las ciencias, una porción de detalles del servicio civil, requieren más o menos dinero cada año. Los gastos de defensa, los de la marina y del ejército, varían más aún, según que el peligro de un ataque parezca más o menos inminente, según que los medios de evitar ese peligro resulten más o menos costosos. Si las personas encargadas de atender a todas esas necesidades no son las que hacen las leyes, habrá antagonismos entre las unas y las otras. Los que deberán señalar el tanto de las tasas, estarán de seguro en conflicto con los que reclamaran su establecimiento. Y habrá así una parálisis en la acción del poder ejecutivo falto de las leyes necesarias, y error en la del legislativo, pero no tener responsabilidad; el ejecutivo no es ya digno de ese nombre, desde el momento en que no pueda ejecutar lo que decida; el legislativo, por su lado, resultará desmoralizado por su misma independencia, que le permite tomar ciertas decisiones, capaces de neutralizar las del poder rival.

En América se ha reconocido tan bien esta dificultad, que se ha producido un lazo de unión entre el legislativo y el poder ejecutivo. Cuando el secretario del tesoro del gobierno federal necesita un impuesto, consulta al efecto al presidente del comité financiero del Congreso. No puede acudir él mismo al Congreso y proponer el establecimiento del impuesto que le es necesario; únicamente puede dirigirse por escrito a aquél. Pero obra de suerte que el presidente del comité financiero sea un partidario del impuesto; por medio del presidente procura que el comité lo recomiende, y por medio del comité se esfuerza por obtener que la Cámara adopte el impuesto que desea.

Semejante cadena de intermediarios está muy expuesta a soluciones de continuidad; puede ser suficiente para un impuesto aislado en circunstancias favorables; pero difícilmente resistirá en el caso de un presupuesto complicado. Sin referirnos por el momento a los tiempos de guerra o de rebelión, ya que nos limitamos ahora a comparar el sistema de gabinete y el sistema presidencial en los momentos de calma, ¿qué ocurrirá en los momentos de crisis financieras?

Jamás dos inteligencias, aun siendo de las escogidas, se han puesto de acuerdo acerca de un presupuesto. Tenemos la prueba de esto actualmente, en la manera como un canciller del Echiquier indio, trata la hacienda inglesa en Calcuta, y aquella como un canciller del Echiquier inglés, trata de la hacienda india en Inglaterra. Jamás concuerdan sus cifras, y sus ideas son rara vez las mismas. Se ha suscitado entre ellos una controversia muy agria, que ha divertido a las gentes, y hay seguramente otras no menos interesantes, escondidas en el vasto conjunto de nuestra correspondencia anglo-india.

Relaciones de ese género tienen que existir por necesidad entre el jefe de un comité financiero y el legislativo y un ministro de Hacienda elegido por el ejecutivo (2). No pueden menos de encontrarse en conflicto, y el resultado de este conflicto no puede, en verdad, aprovechar a ninguno de ellos. Por otro lado, cuando los impuestos no producen todo lo que se esperaba ¿quién será el responsable? Quizá el secretario del Tesoro no ha podido conquistar al presidente del comité por la persuasión: quizá éste no ha podido convencer al comité; acaso el comité no ha logrado persuadir a la Asamblea. ¿A quién, pues, castigar, quién responde cuando los recursos no alcanzan? Sólo puede ser censurada una Asamblea legislativa, reunión numerosa de personas diversas, que es dificil castigar y que están adornadas a su vez con el derecho de castigar.

La parte financiera de una administración no es la única que en una época civilizada necesita ser auxiliada constantemente y acompañada por una legislación para desempeñar fácilmente su tarea. Todas las partes de la administración están en el mismo caso. En Inglaterra, en un momento grave, el gabinete puede forzar la mano al legislativo, con la amenaza de dimitir o con la disolución: pero ninguno de esos dos medios es practicable en un gobierno presidencial.

En efecto; en este sistema el legislativo no puede ser disuelto por el ejecutivo, y no tiene nada que ver con la dimisión; porque no es el encargado de encontrar un sucesor al dimisionario. Así, cuando surge una diferencia de opinión entre ellos, el poder legislativo está obligado a combatir al ejecutivo y el ejecutivo a combatir al legislativo: y la lucha debe durar, probablemente, hasta el día en que expiren sus funciones respectivas (3).

Sin embargo, hay una circunstancia en la cual ese cuadro, aunque bastante aproximado a la verdad, no tiene una exactitud absoluta: ocurre ella cuando no hay ningún objeto motivo de conflicto posible. Antes de la rebelión en América, gracias a la distancia que separaba a los distintos Estados, gracias también a la feliz condición económica del país, había pocos asuntos capaces de motivar conflictos importantes: pero si un gobierno de ese género hubiera tenido que pasar por las pruebas que la legislación inglesa ha sabido sufrir en los treinta últimos años, el antagonismo de los dos poderes, cuya cooperación constante es necesaria en el mejor gobierno, no hubiera dejado de producirse con mucha más fuerza.

Y no es ese el peligro peor. Los gobiernos de gabinete son educadores de los pueblos: los gobiernos presidenciales no lo son, y además, pueden corromperlos. Se ha dicho que Inglaterra había inventado la fórmula aquella de La oposición de Su Majestad; fue el primero de los Estados que había reconocido que el derecho de criticar la administración, es un derecho tan necesario en la organización política como la administración misma. Esta oposición que tiene el encargo de hacer la crítica, acompaña necesariamente al gobierno de gabinete. ¡Qué teatro más magnífico para los debates, qué maravillosa escuela de instrucción popular y de controversias políticas ofrece a todos una Asamblea legislativa!

Un discurso pronunciado por un hombre de Estado eminente, un movimiento de partido que produce una gran combinación política, he ahí los mejores procedimientos conocidos hasta el día para despertar, animar e instruir a un pueblo. El sistema de gabinete engendra de seguro tales debates, porque constituye un medio para que los hombres de Estado se señalen para el porvenir, o bien que sirva para fortificar la posición que ocupan en el gobierno. Ese sistema excita a los hombres de talento a tomar la palabra, y les proporciona ocasiones de hablar. Las peripecias que deciden de la suerte de un gabinete consisten en votaciones precedidas de hermosas discusiones. Todo lo que merece ser dicho, todo lo que se debe decir, no dejará de ser expuesto. Los hombres de convicción se creen obligados a persuadir a los otros; los egoístas gustan de presentarse de modo que se les vea: el país oye así forzosamente exponer a las dos partes, y quizás a todas las partes, de la cuestión que le interesa. Y escucha con gusto esto, deseoso de instruirse. Por su naturaleza, el hombre desdeña los argumentos largos cuando no conducen a nada, los grandes discursos que no van seguidos de ninguna resolución, las disertaciones abstractas que no tocan en los hechos y los deja inmóviles. Pero se buscan y gustan los grandes resultados, y el cambio de una administración es seguramente un gran resultado. Ese resultado tiene una porción de ramificaciones, todo el cuerpo social está penetrado por ella, hay en el cambio materia de esperanza para los unos, de decepciones para los otros. Es uno de esos acontecimientos graves que, por su grandeza dramática, ejercen en el espíritu una impresión a veces demasiado fuerte. Ahora bien; los debates que tienen un desenlace tal o que pueden tenerlo, ¿no es seguro que llamarán la atención pública y que penetrarán profundamente en el espíritu nacional?

Los viajeros que en América han recorrido los mismos Estados del Norte, es decir, el gran país donde obra por excelencia el gobierno presidencial, han observado que la nación no siente un gusto muy pronunciado por la política, y que no hay allí una opinión pública trabajada con todo el tacto y la perfección que se advierte en Inglaterra.

Muchos escritores se han apresurado a poner ese defecto a cargo de la raza yanqui o del carácter americano; pero el mismo pueblo inglés, si no tuviese un motivo serio para seguir la política, no se ocuparía en ella tanto como se ocupa. Esto es un fin práctico por lo que llama la atención actualmente, porque participa en la solución de las crisis, ya sea para retrasarlas, ya para precipitarlas. La caída o la conservación de un gobierno se decide con los debates seguidos de una votación en el Parlamento, y la opinión de fuera, cuyas decisiones penetran allí de una manera secreta, tiene un influjo grande en la votación misma. La nación advierte qué opinión importa, y se esfuerza por juzgar sanamente; y logra su propósito, porque los debates y las discusiones la procuran los hechos y los argumentos.

Ahora bien; bajo un gobierno presidencial, un pueblo sólo tiene su parte de influencia en el momento de las elecciones; en el resto del tiempo, como no tiene el recurso de votar, no tiene fuerza alguna hasta el día en que el voto lo convierta de nuevo en dueño absoluto. Nada hay que excite a un pueblo tal a formarse una opinión ni a educarse, como ocurriría bajo un gobierno de gabinete. Sin duda un legislativo es un teatro para los debates; pero esos debates son como prólogos no seguidos de dramas; no conducen a ningún desenlace, porque no puede cambiarse la administración; no estando el poder en manos del legislativo, nadie presta atención a los debates legislativos. El ejecutivo, ese gran centro del poder y de los empleos, persiste inquebrantable. No se le puede modificar llegado el caso. El modo de enseñanza que por la educación de nuestro espíritu público prepara nuestras resoluciones y aclara nuestros juicios, no existe bajo ese sistema. Un país presidencial no necesita formar a diario opiniones reflexivas, y no tiene medio de hacerlo.

Podría creerse que las discusiones de la prensa suplen los defectos de la Constitución: que, sobre todo, en un pueblo que lee, es preciso vigilar con cuidado la conducta del gobierno y formarse una opinión de sus actos tan exacta, tan justa y tan madura bajo un gobierno presidencial como bajo un gobierno de gabinete. Mas para la acción de la prensa existe una dificultad no menos insuperable que para la del legislativo; no puede hacer nada. Es imposible modificar la administración, porque habiendo sido elegido el ejecutivo por cierto número de años, debe durar todo ese tiempo. Sorprende que en un pueblo tan ilustrado como el de América, donde hay más lectores que en cualquier otro pueblo, y donde hay tantos periódicos, la prensa periódica sea de tan mala condición. Los diarios de ese país no valen lo que los de Inglaterra, porque no tienen ocasión de ser tan buenos como estos últimos. En el momento de lo que se llama una crisis política, es decir, cuando el destino de una administración vacila, y depende de algunos votos todavía no decididos acerca de una cuestión flotante e indecisa, los artículos serios y meditados publicados en los grandes periódicos tienen una importancia considerable.

The Times ha hecho varios ministerios. Cuando se suceden, como a veces ha ocurrido, una larga serie de gobiernos, cada uno de los cuales no dispone de una mayoria material, y los cuales necesitan de una fuerza moral para sostenerse, el apoyo del periódico más influyente como órgano de la opinión de Inglaterra, no deja de ser decisivo.

Si en Washington un periódico hubiera podido derribar a un Mr. Lincoln, hubieran salido en los periódicos de Washington hermosos artículos y buenos argumentos. Pero la prensa de Washington no puede derribar un presidente, como The Times no podrá derribar el Lord corregidor durante el año de sus funciones. Nadie se preocupa con los debates del Congreso, porque no conducen a nada, y nadie lee los artículos largos, porque no tienen ningún influjo sobre los acontecimientos. Los americanos se limitan a pasar la vista por los sumarios de las noticias y a recorrer rápidamente las columnas de sus periódicos. No toman parte en la discusión: la idea de hacerlo no se les ocurre siquiera, porque seria trabajo perdido.

Después de haber dicho que la división del poder legislativo y del poder ejecutivo en los gobiernos presidenciales debilita al poder legislativo, puede parecer contradictorio afirmar que esa división debilita también al ejecutivo. Pero no hay aquí contradicción alguna.

La división indicada priva al gobierno de toda su fuerza de agregación, toda la fuerza que tiene el conjunto de la soberanía: así, pues, debilita las dos mitades. Que el ejecutivo se debilita, es cosa evidente. En Inglaterra, un gabinete sólido, obtiene el concurso del legislativo en todos los actos que tienen por objeto facilitar la acción administrativa: por decirlo así, vienen a ser como el mismo legislativo. En cambio, un presidente puede tropezar con el obstáculo del legislativo, y tropieza de un modo casi inevitable. La tendencia natural de los miembros de todo legislativo es la de imponer su personalidad. Quieren satisfacer una ambición laudable o censurable, quieren favorecer las medidas que juzgan más útiles para el bien público, y sobre todo quieren dejar huella de la propia entidad en los negocios públicos. Todas esas distintas causas los comprometen en una oposición contra el ejecutivo. No son más que los instrumentos de sus ideas si les prestan ayuda, hacen triunfar sus propias opiniones si le ponen trabas; tienen el primer papel si logran vencerle, se limitan a ser sus auxiliares si le apoyan. La debilidad del ejecutivo en América era de ordinario el asunto principal de todas las criticas antes de su sublevación de los Estados confederados. El Congreso y los comités del Congreso constituían el obstáculo al ejercicio del poder ejecutivo siempre que la presión del sentimiento público no los contuviese, obligándolos al respeto.

El sistema presidencial no sólo suscita al poder ejecutivo el antagonismo del poder legislativo y lo debilita por tanto, sino que además lo debilita disminuyendo su valor intrínseco. Un gabinete se elige por un Parlamento, y cuando este Parlamento se compone de personas capaces, ese medio de elegir el ejecutivo es el mejor de todos. Es como un ejemplo de elección de segundo grado, en las únicas condiciones en que una elección semejante es preferible a una elección directa. De ordinario, en un país electoral, quiero decir, en un país en el cual la vida política es fuerte y que sabe servirse de las instituciones populares, la elección de los candidatos encargados de elegir nuevos candidatos es una pura comedia. Tal pasa con el colegio electoral en América. Al establecerlo, se había querido dejar a los diputados de que debía componerse, el ejercicio de un poder discrecional y una verdadera independencia para elegir presidentes. Pero los electores de primer grado toman sus medidas; el diputado que designan lo es con el encargo de elegir a Lincoln o a Breckenridge: el diputado se limita a recibir una papeleta de voto que introduce luego en la urna. Jamás hace en rigor una elección, jamás se le ocurre tal cosa. No es un mensajero, un intermediario: los que deciden de la elección que debe hacer, son los mismos que lo han elegido a él, Y que lo han elegido precisamente porque sabían cómo habría de obrar.

La Cámara de los Comunes se encuentra, sin duda, sometida a las mismas influencias. Sus miembros, en su mayoría, son elegidos porque se proponen votar por cierto ministerio; eso es lo que hace que se les nombre, más bien que otras consideraciones de orden puramente legislativo. Sin embargo, y he ahí una diferencia capital: las funciones de la Cámara de los Comunes son importantes y además continuas. Esta Cámara no hace como el colegio electoral en los Estados Unidos, no se disuelve luego que ha elegido al ejecutivo. Vigila los negocios, hace leyes, levanta y derriba ministerios, y eso mediante un trabajo de todos los días. Es, pues, un verdadero cuerpo electoral.

El Parlamento de 1857, más que ningún otro Parlamento entre los que le precedieron durante mucho tiempo, había sido nombrado para sostener su primer ministro de antemano conocido; ese Parlamento que había sido elegido, según la expresión americana, con arreglo al Palmerston-ticket, no tenía aún dos años de vida, cuando derribó a Lord Palmerston. Por más que había sido nombrado para sostener un ministerio particular, derribó al ministerio.

Nada mejor, en verdad, que un buen Parlamento, para hacer una buena elección. Si es capaz de crear leyes para el país, es preciso que la mayoría represente el término medio de la inteligencia del pueblo; los diversos miembros que lo componen representan, sin duda, los distintos sistemas de naturaleza especial, las opiniones y los prejuicios que hay en él: semejante Parlamento debe comprender un abogado de cada doctrina particular y debe constituir con vasto cuerpo cuya neutralidad entre las doctrinas presenta, en la homogeneidad, la imagen nacional misma. Ese cuerpo, cuando en él concurran esas condiciones, es, para elegir los miembros del poder ejecutivo, el mejor que pueda imaginarse. Está lleno de actividad política, está enteramente mezclado en la vida social, comprende la responsabilidad de los negocios, por decirlo así, ambientes; reúne toda la inteligencia que se contiene en el medio de donde emane. He ahí, después de todo, lo que Washington y Hamilton querían crear componiendo un colegio electoral con lo mejor de la nación.

El medio más adecuado para apreciar las ventajas de cada sistema es verlos en acción. En principio, la nación misma, es el verdadero cuerpo constituyente: ahora bien; según la teoría y la experiencia, aparte raras circunstancias, ese cuerpo ejerce mal su poder. Lincoln, en su segunda elección, fue elegido cuando todos los Estados federales estaban unidos de corazón, en un sólo objetivo; así, pues, fue elegido por la voluntad nacional expresada con conocimiento de causa, por la nación misma. Personificaba el pensamiento que absorbía a todos los espíritus. Pero quizá es la única elección presidencial de quien eso puede decirse. En casi todos los casos la elección de presidente, se efectúa mediante el empleo de maniobras y de combinaciones demasiado complicadas, para que pueda formarse de ellas una idea exacta, y demasiado conocidas, para que sea útil esbozarlas aquí. No es el elegido de la nación, es el designado por los manipuladores electorales. Un vasto cuerpo constituyente, en los tiempos de calma, está necesaria, y puede decirse que legítimamente, sometido a la acción de los movimientos electorales; un simple elector no puede estar seguro de su voto útilmente, si no forma parte de alguna gran organización; y si forma parte de ella, abdica de su capacidad electoral a favor de aquellos que dirigen la asociación. La nación llamada a elegir por sí misma, sería, hasta cierto punto, poco hábil para la empresa, pero sí ocurre que no eligiendo directamente por sí misma, vota a voluntad de agitadores ocultos, se parece entonces a un hombre corpulento y perezoso cuyo espíritu es estrecho y viciado; este hombre marcha lenta y pesadamente, pero su marcha le lleva a la ejecución de algún mal designio: su espíritu tiene pocas ideas, pero entre ellas las hay malas.

Aparte de que la nación es menos apta para hacer una elección que el Parlamento, la materia sobre la cual esa elección puede recaer, es también de calidad inferior. Se ha censurado mucho a los poderes legislativos americanos del siglo XVIII por no haber consentido a los ministros del presidente ser miembros del Congreso; pero, desde su punto de vista, semejante decisión indicaba previsión y cordura. Querían mantener una separación absoluta entre el poder legislativo y el poder ejecutivo; creían que era esto necesario para la existencia de una buena constitución; pensaban que una distinción tal existía en la constitución inglesa, que los más hábiles de ellos consideraban como la mejor de todas las constituciones. Y para mantener bien semejante separación, es preciso necesariamente excluir de la Asamblea legislativa a los ministros del presidente. Si no se les excluye se convierten en el ejecutivo y eclipsan al presidente mismo. Una Cámara legislativa es por naturaleza ambiciosa; domina hasta donde puede a los demás poderes y les hace todas las menos concesiones que le sean posibles. Las pasiones de sus miembros son las que la dirigen; la facultad de hacer las leyes, que en materia de gobierno, es la más comprensiva de todas, le sirve de instrumento; se apoderará, si le es posible, de la administración. Por consiguiente, según ese principio, los fundadores de los Estados Unidos han tenido razón para prohibir a los ministros la entrada en el Congreso.

Pero aunque esta exclusión sea indispensable en el sistema presidencial, no deja de ser un gran mal. Entraña la degradación de la vida pública. Un miembro del legislativo debe tener otro horizonte más amplio que el que supone el simple placer de pronunciar algunos discursos: a menos de estar excitado por la esperanza de tomar parte en la política activa y a no sentirse responsable, un hombre de primer orden no sentirá gran satisfacción en sentarse en una Asamblea, o bien hará en ella bien poca cosa. Pertenecer a una sociedad de debates literarios que es sencillamente el apéndice de un poder ejecutivo -y es esto una imagen aproximada de un Congreso bajo la constitución presidencial- he ahí un objeto que no sirve gran cosa para provocar una noble ambición, he ahí una situación propia para suscitar la pereza. Los miembros de un Parlamento, si resultan excluidos de los negocios políticos, no pueden ponerse en línea de comparación, ni, mucho menos, marchar a la par, con los miembros de ese Parlamento cuando éstos pueden ser llamados a intervenir en la vida de la administración.

Por su naturaleza misma, el gobierno presidencial divide la vida política en dos mitades distintas, la una puramente ejecutiva, la otra legislativa. Esta división hace que una y otra no merezcan que un hombre se consagre a ellas como a una carrera continuada, y que absorban, como ocurre en el gobierno de gabinete, toda su alma.

Los hombres de Estado, entre los cuales la nación tiene derecho a elegir bajo el gobierno presidencial, son de una calidad muy inferior a aquella con que los ofrece el sistema de gabinete; y el cuerpo electoral, encargado de elegir la administración, es también mucho menos esclarecido.

Todas esas ventajas tienen mucha más importancia en los momentos críticos, porque la acción gubernamental tiene entonces un interés de mayor gravedad. Una opinión pública bien formada, un legislativo respetable, hábil y disciplinado, un ejecutivo convenientemente elegido, un Parlamento y una administración que no se molestan mutuamente, sino más bien cooperan juntos, son grandes ventajas, cuya importancia es más grande aún, cuando se tienen entre manos graves negocios, que cuando se trata sólo de asuntos de poca entidad; más grande cuando se tiene mucha tarea, que cuando se trata de una tarea de carácter fácil. Pero añádase, además, que un gobierno parlamentario, en el cual hay constituido un gabinete, posee todavía otro mérito particularmente útil en los tiempos muy tempestuosos; tiene a su disposición lo que puede llamarse una reserva de poder muy bien preparada, para obrar cuando lo exijan circunstancias extremas.

El principio del gobierno popular es que el poder supremo, capaz de determinar las corrientes políticas, reside en el pueblo, no necesaria ni ordinariamente en el pueblo todo entero, ni en la mayoría numérica, sino en el pueblo elegido y puesto aparte. Así ocurre en Inglaterra y en todos los países libres.

Bajo un gobierno de gabinete, en una ocasión extraordinaria, ese pueblo puede elegir un hombre a la altura de las circunstancias. Es posible, y hasta probable, que semejante hombre no haya sido llamado al poder hasta entonces. Esas grandes cualidades, el dominio de la voluntad, la energía decisiva, la rapidez en el golpe de vista, que tanto importan e influyen en los instantes críticos, no son necesarias y hasta pueden no convenir en los tiempos normales. Un lord Liverpool sirve mejor para la política de todos los días que un Chatham, un Luis Felipe que un Napoleón. El mundo está hecho de una manera tal, que cuando sobreviene una tempestad peligrosa, es preciso cambiar de timonel, sustituir el piloto de los tiempos de calma por el de los tiempos tempestuosos. En Inglaterra hemos tenido tan pocas catástrofes, después que nuestra Constitución ha llegado a su madurez, que apenas si nos damos cuenta de esta excelencia latente. No hemos tenido necesidad, para dirigir una revolución, de un Cavour, si se me permite citar como modelo este hombre, hecho como ninguno a la altura de las circunstancias; y por un medio natural y legal hemos vuelto al orden.

Pero aun en la misma Inglaterra, en el momento que en estos últimos años hemos estado más próximos a una gran crisis, en el momento de los asuntos de Crimea, hemos acudido a ese recurso. Hemos derribado el gabinete Aberdeen, el mejor quizá que ha habido después del acta de reforma, y que era un gabinete, no sólo conveniente, sino eminentemente apropiado a todo género de situaciones dificiles, aun la que había que resolver entonces; un gabinete que para la paz era excelente, y al cual no faltaba más que un poco de malicia, y se elevó al poder a un hombre de Estado que tenía el mérito necesario para el caso; un hombre que se siente firmemente apoyado por Inglaterra, y advierte que la potencia va detrás de él, marcha sin vacilación y pega sin detenerse. Como entonces se decía hemos dejado al cuákero y tomado al luchador.

Bajo un gobierno presidencial, nada semejante es posible. El gobierno americano se vanagloría de ser el gobierno del pueblo soberano; pero cuando llega una crisis inesperada, circunstancia en la cual el uso de la soberanía es absolutamente necesario, no se sabe dónde encontrar al pueblo soberano. Hay un Congreso elegido por un período fijo, que puede dividirse en fracciones dadas, cuya duración no se puede ni retrasar ni precipitar; hay un presidente elegido por un período de tiempo fijo, e inamovible durante todo ese tiempo; todos los arreglos y acomodamientos están previstos de una manera determinada. Nada de elástico hay en todo eso; antes por el contrario, todo está especificado y señalado. Ocurra lo que ocurra, no puede precipitarse nada ni puede detenerse nada. Es un gobierno de antemano impulsado, y que venga bien o no, que cumpla o no las condiciones queridas, la ley obliga a conservarlo.

En un país que tuviera relaciones extranjeras complicadas con esa fijeza de gobierno, ocurriría la mayoría de las veces que durante el primer año de una guerra, es decir, durante el año más crítico, se tendría un jefe de gabinete nombrado para la época de paz, y que el primer año después del establecimiento de la paz, estaría en el poder un jefe de gabinete elegido para el período de la guerra. En uno y otro caso el período de transición sería dirigido fatalmente por un hombre elegido, no para sostener el orden de cosas que inaugura, sino para el tiempo contrario; este hombre de Estado habría sido nombrado para seguir una política, el abandono de la cual, se le impondría por los acontecimientos, y no para seguir la que prevalece con su administración.

Toda la historia de la guerra civil en América, historia que viene a aclarar el mecanismo de un gobierno presidencial en las coyunturas en que el arte de la guerra tiene más importancia, no es más que una vasta y larga serie de pruebas en apoyo de esas reflexiones. Sin duda sería absurdo atribuir en principio al gobierno presidencial la excepcional anomalía, que ha procurado el advenimiento del vicepresidente Johnson a la presidencia, confiando así a un hombre elegido para una sinecura, las funciones administrativas más importantes del mundo político. Semejante defecto, aun cuando revela al propio tiempo el verdadero pensamiento de los que han hecho la Constitución (4) y el lado débil del mecanismo, no es más que un accidente propio de esta variedad de gobierno presidencial, y no un elemento esencial del sistema.

Pero, en cambio, la primera elección de Lincoln no tenía esta particularidad. Dicha elección ha mostrado, de una manera saliente y notable, el juego natural del sistema en un momento excepcional. Lo sucedido puede resumirse con estas palabras: se estaba ante una personalidad desconocida. Casi nadie en América tenía la menor idea de lo que podría ser Lincoln ni de lo que podía hacer.

Bajo el gobierno de gabinete, por el contrario, los principales hombres de Estado son familiarmente conocidos de todos, no sólo por sus nombres, sino por sus ideas. No siempre resulta con una semejanza fiel, pero sí resulta siempre grabado de un modo profundo en el espíritu público el retrato de hombres como Gladstone o Palmerston.

Ni imaginamos siquiera que pueda confiarse el ejercicio de la soberanía a un desconocido. Sólo la idea de designar a gentes desconocidas, que pudieran ser medianías, para atender a las eventualidades desconocidas que acaso alcancen importancia, nos parece sencillamente ridícula.

Ciertamente, Lincoln resultó ser un hombre, si no de gran capacidad, a lo menos de muy buen sentido. Tenía un fondo de naturaleza puritana que era el fruto de algunas pruebas y que no dejaba de tener sus encantos. Pero el éxito de la lotería no es argumento en pro de los juegos de azar. ¿Qué probabilidades había para que un hombre de los antecedentes de Lincoln y elegido en las condiciones que lo había sido, diera de sí todo cuanto luego dio de sí?

Y sin embargo, este estado de incertidumbre es lo ordinario en el gobierno presidencial.

El presidente se nombra en él por un procedimiento que hace imposible la elección de personajes conocidos, fuera de determinadas circunstancias particulares y en los momentos en que el espíritu público excitado se decide y manifiesta imperiosamente. Por lo tanto, si sobreviene una crisis inmediatamente después de la elección presidencial, se tiene lo desconocido por gobierno y el cuidado de conjurar esta crisis se deja a lo que nuestro gran satírico hubiera llamado el hombre de Estado X. Aun en los mismos tiempos de calma, el gobierno presidencial, por las razones diversas que dejamos enumeradas, es inferior al gobierno de un gabinete; pero la dificultad que puede presentarse entonces, no es nada en comparación de lo que pueda ella ser en los tiempos de agitación. Los defectos relativos de un gobierno presidencial son mucho menores en la vida normal y corriente, que lo serán en momentos de perturbación inesperados y repentinos la falta de elasticidad, la imposibilidad de la dictadura, la total falta de una reserva revolucionaria.

Este contraste explica por qué la cualidad saliente que poseen los gobiernos de gabinete tiene una importancia tan preponderante. Voy ahora a indicar qué naciones pueden tener un gobierno de ese género y bajo qué forma existe en Inglaterra.




Notas

(1) Se decia que al final de la reunión, en la cual el gabinete resolvió imponer un derecho fijo sobre los cereales, lord Melbourne se acercó a la puerta y dijo: Bueno, si se debe o no rebajar el precio de los cereales, importa poco que digamos esto o aquello, lo que importa es entendernos y terminar. Tal es la relación más detallada que yo he oido hacer de una sesión ministerial, pero no puede garantirse su exactitud. Lord Melbourne es un personaje a costa de quien se han inventado muchas anécdotas.

(2) Conviene hacer notar que aun durante la corta existencia del gobierno confederado, esos inconvenientes se han revelado de una manera saliente. Uno de los últimos incidentes que se produjeron en el Congreso de Richmond fue una correspondencia financiera con Jefferson Davis.

(3) Dejo este párrafo tal como estaba antes de Mr. Lincoln, y cuando todos decian que Mr. Johnson sería muy hostil al Sur.

(4) En la intención de los autores de la Constitución federal, la elección del colegio electoral debía llevar a la vicepresidencia al hombre que, después del presidente, ofreciese por su habilidad política una garantía al país. Sin embargo, como la vicepresidencia es, en rigor, una sinecura, se eleva a ella como de contrabando, de ordinario, algún espíritu adocenado pero que sabe manejar los resortes electorales. Las probabilidades que tiene de suceder al presidente son demasiado lejanas para tomarlas en cuenta.

Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotPresentación de Chantal López y Omar CortésSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha