Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO

LA MONARQUÍA

El papel de la reina, como poder imponente, es de una utilidad incalculable. Sin la reina el gobierno actual de Inglaterra se vendría abajo y no podría existir. A menudo, cuando se lee que la reina ha paseado por la pradera de Windsor o que el príncipe de Gales ha asistido al derby, se imagina que eso es dar una atención excesiva y demasiada importancia a minucias. Pero no hay tal, y conviene explicar cómo los actos de una viuda aislada y de un joven desocupado pueden ofrecer tanto interés.

Lo que hace de la monarquía un gobierno fuerte, es que es un gobierno inteligible. La masa de los hombres comprende esta forma de gobierno y casi nadie en el mundo comprende ninguna otra. Se dice comúnmente que los hombres se dejan llevar por su imaginación; sería más exacto decir que se les gobierna gracias a lo débil de su imaginación. La naturaleza de una Constitución, la acción de una Asamblea, el juego de los partidos, la formación invisible de una opinión directora, son otros tantos hechos cuya complejidad presenta al espíritu dificultades y se presta al error. En cambio, la unidad de acción, la unidad de resolución, son ideas fáciles de coger, todas se dan pronto cuenta de ellas y jamás se las olvida. Preguntar á la masa de los hombres si quieren ser gobernados por un rey o por una Constitución, es darlos a elegir entre un gobierno que comprenden y otro que no comprenden. La cuestión se ha propuesto después de todo a los franceses; se les ha preguntado: ¿Queréis ser gobernados por Luis Napoleón o por una Asamblea? Y el pueblo francés ha respondido: Para gobernarnos queremos un hombre de quien nuestro espíritu tenga una imagen precisa, y no una muchedumbre de gentes sin poder representarnos.

El mejor medio de darse cuenta de la naturaleza de los dos gobiernos es examinar un país donde los dos se hayan sucedido en un espacio de tiempo relativamente corto.

La situación política, según M. Grote, tal como se ofrece en la Grecia legendaria a nuestra consideración, difiere de una manera notable, en sus rasgos principales, del estado de cosas universalmente aceptado entre los griegos en la época de la guerra del Peloponeso. La historia nos muestra que la oligarquía y la democracia estaban de acuerdo para admitir un cierto sistema de gobierno, el cual comprendió en principio los tres elementos con sus atribuciones especiales, pues los funcionarios designados por un término dado y dependientes en último término bajo una forma u otra de una asamblea general de ciudadanos, componían ya sea el Senado y el Cuerpo legislativo, ya los dos juntos. Había, por descontado, numerosas diferencias y muy notables entre esos gobiernos, en el respecto de las cualidades exigidas para ser ciudadano, de las atribuciones y de los poderes conferidos a la Asamblea general, de la admisibilidad en las funciones, etc., y a menudo un individuo tenía ocasión de criticar la manera como se trataban esas cuestiones en su propio país. Pero en el espíritu de todos, una regla o sistema, algo, en fin, análogo a lo que se llama en los tiempos modernos una Constitución, era de una necesidad indispensable para un gobierno, a fin de que éste fuese mirado como legítimo y capaz de inspirar a los griegos el sentimiento de obligación moral de donde se origine la obediencia.

Los funcionarios a quienes estaba confiado el ejercicio de la autoridad, podían ser más o menos competentes y populares, pero la estimación personal que por ella se tenía se perdía ordinariamente en el afecto o repugnancia que provocaba el conjunto del sistema. Si un hombre enérgico lograba, a fuerza de audacia o de astucia, derribar la Constitución y establecer de una manera permanente su dominación arbitraria, aunque llegase á gobernar bien, perfectamente, jamás obtuvo del pueblo una sanción moral; su cetro estaba como tocado de ilegitimidad desde el origen; y el mismo asesinato de un amo tal, lejos de estar prohibido por el sentimiento que en cualquier otra circunstancia hacía condenable semejante acto de derramamiento de sangre, se consideraba en ese caso especial como un hecho meritorio; sólo un nombre se encontraba en el idioma (palabra griega que nos resulta imposible transcribir) -esto es, tirano- para calificar a ese hombre, nombre que servía para señalarle a la vez como un objeto de terror y de odio.

Si dirigimos nuestra mirada de la Grecia histórica a la Grecia legendaria, ésta nos presenta un espectáculo opuesto. Vemos allí en el gobierno poco o nada de previo acuerdo o sistema, y menos aún la idea de una responsabilidad ante los gobernados; en cambio, la obediencia del pueblo toma su origen en los sentimientos personales de respeto que el jefe inspira. Advertiremos en primer lugar, y por encima de todo, el rey; luego un número limitado de reyes o jefes subordinados; después la masa de los hombres libres, tanto guerreros como agricultores, artesanos, aventureros, etc., etc., y por último, por debajo de ellos, los jornaleros libres y los esclavos comprados. No hay barrera alguna amplia e infranqueable que separe al rey de los otros jefes, a los cuales el título de Basilios se aplica como a él mismo; la supremacía de que goza le viene por herencia de sus antepasados, y la transmite por herencia, de ordinario, a su hijo mayor; es un privilegio concedido a la familia por el favor de Zeus. En tiempo de guerra el rey conduce sus guerreros, se señala por sus hazañas y dirige todos los movimientos militares; en tiempo de paz, es el protector supremo de los débiles y de los oprimidos: además ofrece al cielo, en nombre del público, las plegarias y los sacrificios destinados a lograr para el pueblo el favor de los dioses. Un amplio dominio otorgado en goce al soberano, le permite consagrar en parte el producto de sus campos y sus rebaños a una hospitalidad muy grande, aunque muy sencilla. Además, se le hacen muchos regalos, sea para desarmar su enemistad, ya para comprar su favor, ya para paliar las exacciones, y cuando se ha conseguido un botín al enemigo, se empieza por reservar una parte considerable, en la cual se encuentra de ordinario la más hermosa cautiva, y esta parte se deja al rey, fuera de la distribución general.

Tal es la posición que el rey ocupa en los tiempos legendarios de Grecia: si se exceptúan los heraldos y los sacerdotes, que tienen un rango especial y secundario, sólo el rey se presenta ante los ojos como revestido de una autoridad individual, y todas las funciones, entonces poco numerosas, cuyo ejercicio es útil a la sociedad, se desempeñan bajo su cuidado y mediante sus órdenes. Su ascendiente personal, que proviene de la protección divina dispensada a su persona o a su raza, y quizá, además, de que se le cree descendiente de los dioses, es el rasgo que pueda estimarse como principal del cuadro: el pueblo escucha su voz, adopta sus proposiciones, obedece sus órdenes; no sólo no encuentra la menor resistencia, sino que no se le dirige la menor crítica en son de censura; jamás se tropieza con un ejemplo de esto, como no sea aisladamente, o en algunos príncipes subordinados.

El rasgo característico de la monarquía inglesa consiste en que conservando siempre el prestigio sobre el cual se apoyaba la autoridad, en los tiempos heroicos, reúne para gobernar la fuerza moral con que las Constituciones han adornado más tarde el poder en Grecia en un tiempo más civilizado. Somos un pueblo más mezclado que el de Atenas, y probablemente que todos los demás pueblos de la Grecia política. Nuestro progreso ha marchado con un paso más desigual que el suyo. Los esclavos, en otros tiempos, formaban una clase separada, con leyes distintas y pensamientos diferentes de los hombres libres. No había por qué ocuparse de ellos haciendo una Constitución: no se sentía la necesidad de mejorar su suerte para hacer el gobierno posible. Un legislador griego no tenía por qué abarcar en la economía de sus obras gentes como los jornaleros del condado de Somerset y espíritus distinguidos a lo M. Grote. No tenía que organizar una sociedad en la cual los elementos pertenecientes a la barbarie primitiva sirvan de base al edificio de la civilización. Para nosotros, el caso cambia mucho. No tenemos esclavos a que es necesario contener con los terrores de una legislación especial. Pero, en cambio, tenemos clases enteramente incapaces de hacerse a la idea de una Constitución, incapaces de experimentar el menor acatamiento a las leyes abstractas. Muchas personas, sin duda, en estas muchedumbres, saben bien de una manera vaga que hay, además de la reina, otros poderes establecidos, y que hay leyes para dirigirlas en el gobierno. Pero la masa se preocupa más con la reina que con todo el resto, y he ahí lo que da al papel de la reina un valer tan precioso. La República sólo tiene ideas dificiles de coger en su teoria gubernamental: la monarquía constitucional tiene, por el contrario, la ventaja de ofrecer una idea simple, encierra un elemento que puede ser comprendido por la multitud de los cerebros vulgares, aunque sea presentando los problemas más complejos de sus leyes y de sus principios a la curiosidad de una minoría.

Una familia sobre el trono tiene tambien su utilidad, en cuanto sirve para llevar los rayos de la soberanía hasta las profundidades de la vida común. Nada más pueril, en apariencia, que el entusiasmo de los ingleses con el matrimonio del príncipe de Gales. Se dió las proporciones de un gran acontecimiento político a un hecho que en sí mismo no tenía sino escasa importancia. Pero ningún sentimiento está más en armonía con la naturaleza humana tal como ella es, y como será siempre probablemente. Las mujeres, que componen en una mitad al menos la raza humana, se preocupan cien veces más con un matrimonio que con un ministerio. Todas, salvo algunos espíritus enfermos, gustan de contemplar el encanto de una novela bonita, mezclarse en las escenas austeras de la vida seria. Un matrimonio de príncipes es la expresión brillante y llamativa de un hecho usual, y a este título llama la atención general. Se nos ocurrirá sonreír leyendo el Boletín de la corte, pero ¡pensemos cuántos serán los que leen ese boletín! Su utilidad proviene, no tanto de lo que en él se encuentra, como del público a quien se dirige. Los americanos, se dice, han acogido con más satisfacción la carta de la reina a Lincoln que cualquier otro acto del gobierno inglés. Este acto espontáneo, comprendido por todos, ha iluminado con una luz generosa la marcha confusa y fatigosa de los negocios. He ahí de qué manera la existencia de una familia real dulcifica los hechos de la política, introduciendo en ella la gracia y el encanto cuando se presente la ocasión. Ciertamente, hay episodios en la vida política, pero son de los que hablan al corazón de los hombres y ocupan sus pensamientos.

En resumen: la monarquía es una forma de gobierno que concentra la atención pública sobre una persona cuya acción nos interesa á todos, mientras que esta atención, bajo la República, se divide entre muchas personas, cuyos actos privados no son interesantes. Por lo tanto, en tanto que la raza humana tenga mucho corazón y poca razón, la monarquía será un gobierno fuerte, porque concuerda con los sentimientos difundidos por todas partes, y la República un gobierno débil, porque se dirige á la razón.

Segunda consideración.

La monarquía, en Inglaterra, añade a la potencia del gobierno la fuerza del sentimiento religioso. No es fácil dar la razón de esto. Todo teólogo instruído afirmaría que se debe, cuando se ha venido al mundo bajo una República, obedecer a esta República, al modo como el individuo que ha nacido bajo una monarquía debe obediencia al monarca.

Pero no es esa precisamente la opinión del pueblo inglés, que, tomando á la letra el juramento de fidelidad, cree de su deber obedecer a la reina, y no se imagina sino de un modo imperfecto que esté obligado á obedecer a las leyes si no hubiese monarquía. En otro tiempo, cuando nuestra Constitución era aún incompleta, esta manera de atribuir a un solo poder el derecho sagrado de ser obedecido, no dejaba de tener sus efectos perniciosos. Todos los poderes estaban en lucha, pero los prejuicios populares sólo concedían a la monarquía los medios de aumentar a su gusto, sin que se permitiese a los demás poderes crecer por encima de ella. El partido de los cavalleros, todo él, tenía como máxima que se debía obedecer al rey, a pesar de todo; le otorgaban una obediencia pasiva y no se creían obligados á obedecer a ninguna otra autoridad. El rey, para ellos, era el ungido del Señor y ningún otro poder tenía un carácter sagrado. El Parlamento, las leyes, la prensa, no eran más que instituciones humanas, mientras que la monarquía era una institución divina; de este modo, concediendo atribuciones exageradas a uno de los poderes establecidos, se dificultaba el progreso del conjunto.

Después de la revolución, ese prejuicio funesto no tardó en aminorarse. El cambio de dinastía le dió un golpe decisivo. Si alguno, en efecto, tenía una especie de investidura divina, debió ser evidentemente Jacobo II; si había una obligación moral de los ingleses de obedecer a un soberano a pesar de todo, él era quien en rigor tenía el derecho a ser obedecido; si la soberanía era una especie de privilegio hereditario, era el rey, al hijo de los Stuards, a quien la Corona correspondía por su nacimiento, y no al rey de la revolución, que sólo tenía la Corona gracias a un voto del Parlamento.

Durante todo el reinado de Guillermo III hubo; empleando los términos vulgares, un rey hecho por los hombres y otro rey que Dios había hecho. El rey que gobernaba, en realidad, no podía contar con la fidelidad que la religión impone de un modo sagrado, aunque para el soberano de hecho había en Francia, según la teoría del derecho divino, otro rey que debía gobernar. Pero era difícil para el pueblo inglés, con su buen sentido y su espíritu positivo, conservar por largo tiempo su sentimiento de veneración por ese aventurero extranjero que vivía bajo la protección del rey de Francia, no haciendo más que cosas absurdas, y no revelando más que en lo que dejaba de hacer alguna chispa de cordura. Inmediatamente después que la reina Ana ocupó el trono, efectuóse un cambio en los espíritus; las antiguas creencias de la monarquía sagrada se fundieron en ella. Había muchas dificultades que hubieran hecho detenerse en el camino a muchos; pero el inglés marcha de corazón, y no se acobarda fácilmente.

La reina Ana tenía su hermano y su padre, ambos vivos, y que, según todas las reglas de sucesión, sus derechos eran superiores a los suyos.

Pero, en general, se aceptó una manera de ser que salvaba esos obstáculos. Díjose entonces que Jacobo II, al huir, había abdicado por el hecho mismo de huir. Sin embargo, no había huido sino bajo la acción del miedo, y forzado, por tanto; y constantemente recordaba a sus súbditos el juramento de fidelidad. El pretendiente, se afirmaba, no era un hijo legítimo, aunque la legitimidad de su nacimiento resultase probada por testimonios que cualquier Tribunal de Justicia habría aceptado. Por último, el pueblo inglés, después de haberse librado de una monarquía revestida con el carácter sagrado, hizo grandes esfuerzos para reconstruir otra análoga. Pero los sucesos tomaron otro rumbo. Se había consentido con gusto en tomar a la reina Ana para engendrar un mundo dinástico; se habían pasado en silencio los derechos de su padre y los de su hermano; pero en el momento crítico aquel, no le quedaban hijos. Había tenido trece en otros tiempos; pero les había sobrevivido, y era preciso, o volver a los Stuardos, o crear un nuevo rey por un acto del Parlamento.

Con arreglo a la ley de sucesión adoptada por los whigs, la Corona pasó a los descendientes de la princesa Sofía de Hannover, hija menor de una hija de Jacobo I. Había antes que ella Jacobo II, su hijo, los descendientes de una hija de Carlos I y la hija de más edad de su propia madre. Pero los whigs prescindieron de ellos porque eran católicos, y eligieron a la princesa Sofía, que por lo menos tenía el mérito de ser protestante.

Seguramente, semejante elección era una buena política; pero no podía ser muy popular. Imposible declarar que era un deber para todo inglés obedecer a la casa de Hannover, sin admitir los principios que reconocen al pueblo el derecho de elegir sus gobernantes, y no hacen descender a la monarquía de la esfera aislada en donde recoge majestuosamente los homenajes para colocarla en el rango mismo de tantas otras instituciones que tienen sencillamente su utilidad. Si un rey no es más que un funcionario público útil que se puede cambiar y reemplazar, no exijáis que se tenga hacia él una veneración profunda. Aun durante todo el reinado de Jorge I y Jorge II, los sentimientos de fidelidad que la religión impuso se negaron a apoyar a la Corona. La prerrogativa real no tuvo partidarios; los tories, que de ordinario la sostenían, no gustaban demasiado de la persona del rey, y los whigs no se sentían inclinados, por sus ideas mismas, a amar a la monarquía. Hasta el advenimiento de Jorge III, la Corona encontró sus más vigorosos adversarios entre los nobles del campo, que son, sin embargo, sus amigos naturales, y entre los representantes de los distritos rurales, donde la fidelidad monárquica tiene su predilecto asilo. Pero cuando Jorge III subió al trono, el sentimiento público revivió como en los tiempos de la reina Ana. Los ingleses consintieron en ver en la juventud del nuevo príncipe el germen de una rama sagrada, como en otro tiempo habían hecho respecto de la vejez de una mujer que era prima, en segundo grado, de su tatarabuelo.

Y he ahí donde estamos. Preguntad a la inmensa mayoría de los súbditos ingleses cuáles son los títulos de la reina para gobernar: jamás os dirán que reina en virtud de un acto del Parlamento, dictado en el año sexto de la reina Ana, cap. VIII; os responderán que reina por la gracia de Dios, y se creen obligados, por un deber religioso, a obedecerla. Cuando su familia subió al trono era casi un crimen de traición pretender que la transmisión hereditaria de la soberanía en una rama es inalienable, porque eso equivaldría a decir que otra familia tenía derechos superiores a los de la familia reinante; pero hoy, por un singular renacer de las cosas, su sentimiento es el apoyo más seguro y el mejor de la reina.

Sin embargo, seria un grave error creer que al advenimiento de Jorge III, el instinto de fidelidad monárquica haya tenido tanta utilidad como hoy. Lo que entonces comenzaba a dejarse sentir era el vigor de este instinto, no su influjo beneficioso. Mezclábanse tantas y tales trabas con el bien producido por ese sentimiento nuevo, que puede preguntarse verdaderamente si en definitiva era útil ó perjudicial.

Durante la mayor parte de su existencia, Jorge III fue para la política inglesa una especie de oráculo sagrado. Todo cuanto hacía, tenía una cualidad santa que no poseían los actos de ningún otro poder: desgraciadamente resultaba que, en general, sus acciones eran malas. Sin duda, sus intenciones eran bastante buenas, y se ocupaba en los negocios de su país con tanta asiduidad como un empleado que necesitase del empleo para ganarse la vida, y tuviera, por tanto, que no distraerse en el desempeño de su tarea. Pero su espíritu era débil, su educación mediana, y además vivía en una época agitada. Así se manifestó siempre adversario de las reformas y protector de los abusos. Hizo una oposición funesta, pero potente por su carácter sagrado, a la mitad de sus ministros; y cuando la Revolución francesa suscitó el horror universal y lanzó sobre la democracia la mancha del sacrilegio, la piedad de Inglaterra concentró todas sus adhesiones alrededor del rey, agrandando así de una manera extraordinaria su autoridad.

La monarquía, hoy, extiende su sanción religiosa sobre todo el orden político; en la época de Jorge III, sólo se servía de ella para su propio uso. Ahora da un gran vigor a todo el sistema constitucional, asegurándole, por los lazos de la fe, la obediencia de masas muy numerosas; pero antes, manteniéndose apartada, absorbía para sí misma el beneficio de ese carácter sagrado, dejando al resto del cuerpo político el papel de instrumento de su voluntad.

Uno de los motivos principales que permiten a la monarquía dar una tan buena consagración al mecanismo gubernamental, es esta particularidad de nuestro sistema que suele ser un mero objeto de burla para los americanos y para un gran número de utilitarios. Se ríe de este extra, como los yankis dicen, de este elemento aislado en su potencia. Se cita la palabra de Napoleón, diciendo que no quería étre mis a l'engrais cuando negaba el título de gran elector que la constitución de Sieyes había creado para una función que, según Thiers, estaba tomada con razón de la monarquía constitucional. Pero esas objeciones son completamente erróneas. Sin duda era absurdo, de parte de Sieyes, proponer una institución nueva desprovista de todo respeto tradicional y de toda consagración religiosa, para ocupar el lugar ocupado por un rey constitucional en las naciones cuya historia es monárquica. Semejante institución, lejos de ser bastante augusta para extender alrededor suyo una especie de respeto por acción refleja, tiene un origen demasiado reciente y demasiado artificial, para que pueda llegar a ser imponente: y además, si lo absurdo de la idea pudiera aún acentuarse, sería mediante la oferta de una sinecura inútil, pero que se suponía sagrada, a Napoleón, es decir, al hombre más activo de Francia, al hombre que teniendo en el más alto grado el genio de los negocios, pero en manera alguna el carácter sagrado, parecía hecho exclusivamente para la acción.

El error de Sieyes, después de todo, no sirve más que para poner más en claro la excelencia de la monarquía real. Si un monarca puede hacer la felicidad de un pueblo, lo mejor que puede hacerse es colocarle fuera del alcance de todo ataque. Es preciso admitir como un axioma, que no puede hacer el mal y no rebajarle en las proporciones mezquinas de la realidad. Su puesto debe ser elevado y solitario. Como la monarquía inglesa no tiene más que funciones latentes, cumple esta condición. Parece mandar, pero jamás parece luchar. Ordinariamente ésta, como oculta tras el velo del misterio, a veces atrae las miradas como un gran espectáculo, pero jamás se mezcla en los conflictos. La nación se divide en partidos, la Corona permanece extraña a todos. Su aislamiento aparente de los negocios la pone á cubierto de las hostilidades y de las profanaciones, la conserva un encanto misterioso, y la permite reunir á la vez el afecto de los partidos contrarios, y ser como el símbolo visible de la unidad para las gentes, cuya educación, incompleta aún, todavía no puede pasar sin símbolo.

En tercer lugar, la monarquía sirve de cabeza a la sociedad. Si no existiese, el primer ministro sería el primer personaje del país. Él y su mujer serían los que tendrían que recibir los embajadores, y a veces a los príncipes extranjeros, ofrecer las más grandes fiestas al país, dar el ejemplo de la vida lujosa, representar a Inglaterra ante el extranjero, y al gobierno de Inglaterra a los ojos de los ingleses.

Es fácil imaginar un mundo donde en cambio no tendría malas consecuencias. Es un país donde el pueblo no tenga en el afán de las pompas exteriores, ni el gusto del aparato teatral, y mire, por tanto, al fondo de las cosas, eso seria una bagatela. Que lord y lady Derby sean los encargados de recibir a los embajadores extranjeros, o bien que desempeñen este deber lord y lady Palmerston, poco importa en ese caso, y la superioridad de unos o de otros en la organización de sus fiestas, cosa es que sólo interesaría a sus invitados. Una nación de filósofos austeros no se preocuparía en manera alguna con tales detalles. El nombre del director de escena no tiene valor más que para quien se interesa por la representación teatral.

Pero quizá no hay nación que comprenda menos número de filósofos que la nuestra. Entre nosotros seria un asunto de los más serios lo de cambiar cada cuatro o cinco años la cabeza visible de nuestra sociedad. Si no nos distinguimos por una ambición extraordinaria, es preciso reconocernos una tendencia muy notable hacia esa pequeña especie de ambición que está vecina de la envidia. La Cámara de los Comunes está llena de miembros cuyo único fin, al entrar en ella, no ha sido otro que el de figurar en sociedad, como suele decirse, y obtener para ella y para sus familias el derecho de participar en ceremonias en las que, de otro modo, no podrían intervenir. Esta parte de los privilegios parlamentarios es codiciada por miles de personas, aunque sólo sean puras frivolidades para el pensador.

Si el puesto más en evidencia de la vida pública fuese entregado a las luchas y a la competencia, los sentimientos a que aludimos, de ambición y de envidias, aumentarían de un modo espantoso. Las seducciones del orden político son demasiado deslumbradoras para nuestra pobre humanidad: puestas al alcance de las almas bajas, llegarían á ser la presa de los hábiles, los cuales tendrían sus rivales en los tontos. Aun hoy existe un peligro en la distinción que se concede a lo que se denomina exclusivamente la vida pública. Los periódicos constantemente presentan a diario el cuadro de un cierto mundo: glosan a cuenta de los personajes que éste encierra, los analizan en todos sus detalles, estudian sus intenciones y por adelantado anuncian lo que les ocurrirá. Conceden a esas gentes un predominio sobre todos los demás, predominio con el cual no honran a ninguna otra clase de personas. El mundo de la literatura, el de la ciencia y el de la filosofia, no sólo no se elevan a la altura del mundo político, sino que apenas existen en comparación con éste. No se le menciona en la prensa, no se intenta siquiera hacerlo. A tales periódicos, tales lectores. Éstos, a consecuencia de una inmutable asociación de ideas, llegan a creer que los personajes cuyos nombres constantemente figuran en los periódicos, son más hábiles, más capaces, y en todo caso, superiores a los otros.

He escrito libros durante veinte años, decía un escritor, y yo no era nadie; he ido al Parlamento, y antes mismo de intervenir en sus tareas era yo un personaje. Los personajes políticos de Inglaterra ocupan por sí solos el pensamiento del público inglés, son los actores que están en escena y es dificil a los espectadores no dejarse arrastrar por su admiración; hasta imaginan que el actor admirado les es superior. En nuestra época y en nuestro país, sería muy peligroso aumentar en medida alguna la fuerza de una tendencia ya por sí demasiado peligrosa. Si el puesto más elevado de la sociedad pudiera ser disputado en la Cámara de los Comunes, habría entre nosotros un número de aventureros injustamente más considerable, con deseos y ambiciones de que no es posible formar una idea.

Débese a una singular combinación de motivos la existencia de un rasgo característico en la Constitución inglesa, ya que la Edad Media había legado a Europa entera un sistema social a la cabeza del cual se encontraban los soberanos. El gobierno se puso al frente de la sociedad, de las relaciones sociales, de la vida social: todo dependía del soberano, todo se distribuía alrededor del soberano: cuanto más cerca de él se iba más se aumentaba, y según que de él se alejaba se hacía uno más pequeño.

La idea de que el gobierno es la cabeza de la sociedad se encuentra arraigada en el espíritu popular; sólo para algunos filósofos es esto un mero accidente histórico, y profundizando la materia se encuentra que su opinión es cierta y evidente.

En primer lugar la sociedad, en tanto que sociedad, no tiene por su naturaleza ninguna necesidad de una cabeza. Dejada a sí propia, se constituye no monárquica sino aristocráticamente. La sociedad, en el sentido que nosotros le damos, es una reunión de personas que se juntan para distraerse y conversar. Si se pactan matrimonios, no es, por decirlo así, más que por incidente; el fin general, el fin principal que en ella se persigue, es la conversación y el placer. No hay en eso nada que exija una sola cabeza; se obtienen esos resultados sin que una sola persona deba dominar de una manera necesaria. Naturalmente, si una aristocracia de diez mil miembros se crease, un cierto número de personas y de familias que tengan la misma cultura intelectual, los mismos recursos, el mismo espíritu, llegan al mismo nivel y ese nivel es muy elevado. Su iniciativa valiente, su educación, su conocimiento del mundo los coloca por encima de los otros, y forman así las primeras familias, poniéndose todas las demás por debajo de ellas. Pero esas primeras familias tienden á conservar entre sí cierto nivel, ninguna de ellas es considerada ni por todos ni por varios como si tuviesen una superioridad por encima de las otras.

He ahí, en verdad, cómo se ha formado la sociedad en Grecia y en Italia, he ahí cómo se forman hoy en las nacientes ciudades americanas o de las colonias. Eso de que es preciso que una sociedad tenga una cabeza, lejos de ser una idea necesaria, en ciertas épocas no hubiera tenido ningún sentido inteligible. Si se la hubiese formulado a Sócrates, no la habría comprendido. Hubiera dicho: ¿Pretendéis que uno de mis semejantes deba ser el primer magistrado y que yo estoy obligado á obedecerle? Muy bien; os comprendo y habláis muy bien. Decidme además que siendo aquel otro sacerdote debe ofrecer a los dioses los sacrificios que ni yo ni ningún otro profano podemos ofrecerles; también os comprendo y os aplaudo. Pero si afirmáis que hay en algún ciudadano un encanto secreto que hace que sus palabras sean mejores que mis palabras, su cara mejor que la mía, entonces no os entiendo y será preciso que os expliquéis.

Aun cuando la existencia de una cabeza de sociedad fuese una idea natural, no por eso habría derecho a afirmar que esta cabeza debe necesariamente ser la de gobierno civil. La sociedad, por sí misma, no depende más del gobierno civil que de la jerarquía eclesiástica. La organización de hombres y mujeres con un fin de placer no tiene una identidad necesaria con su organización política, mayor que la que puede tener con la organización religiosa: no mira más hacia el Estado que hacia la Iglesia.

Las facultades que hacen a un hombre eminentemente propio para el gobierno, no son las que gustan en sociedad; se ha visto a algunos hombres de Estado impenetrables como Cromwell, o bruscos como Napoleón, o bien groseros y bárbaros como sir Roberto Walpole.

Entre las futilezas del salón y los graves intereses de gabinete, hay toda la diferencia que puedan soportar los asuntos humanos. ¿Es, según esto, tan natural unirlos? De esta unión siempre puede resultar que se coloque a la cabeza de la sociedad a un hombre que desde el punto de vista social, puede tener muy grandes defectos sin tener cualidades eminentes.

No hay mejor comentario para estas observaciones que la historia de la monarquía inglesa. No se ha notado lo bastante que se ha efectuado en la estructura de nuestra sociedad, un cambio análogo al que se ha producido en nuestra política. La República se ha deslizado entre nosotros bajo el color de monarquía. Carlos II era realmente la cabeza de la sociedad; el palacio de Whitehall, en su tiempo, era un centro donde se concentraban las más encantadoras conversaciones, la elegancia más rebuscada y las intrigas de amor más refinadas. Seguramente semejante rey no contribuía a moralizar la sociedad, pero daba el tono a quienes buscaban el lado agradable de la vida. Concentraba a su alrededor todos los espíritus alegres y bromistas de alta sociedad que había en Londres, y la ciudad de Londres concentraba en sí misma todo lo que había de más frívolo en el gran mundo de Inglaterra. La corte era un foco de donde irradiaban todas las fascinaciones y donde se juntaban todas las seducciones. Whitehall era un club sin rival, que tenía además una sociedad femenina selecta, la más hábil y más picante.

Ahora bien; todo eso, como es sabido, ha cambiado mucho. El palacio de Buckingham se parece muy poco, lo menos posible, a un club. La corte vive retirada, fuera del mundo que brilla en Londres, no tiene sino muy débiles relaciones con la parte agradable del mundo. Los dos primeros Jorges no conocían el inglés, y eran perfectamente incapaces de dirigir como jefes la sociedad inglesa. Ambos preferían la sociedad de uno o dos alemanes de mala reputación a todo cuanto Londres pudiera ofrecerles de atractivo y de seductor. Jorge III no tenía vicios sociales, pero tampoco tenía cualidades sociales. Era un buen padre de familia, un hombre de negocios, y que después de haber trabajado durante todo el día, prefería comer un jigote con nabos, antes que dedicarse a los placeres del mundo elegante y a la más entretenida de las conversaciones. Así la sociedad de Londres, aunque persistió formalmente bajo el dominio de la corte, formó desde entonces una orientación natural hacia la oligarquía.

Esta sociedad ha llegado a ser la aristocracia de los diez mil, bien conocida, y, de hecho, el influjo monárquico no se ha hecho sentir en ella más de lo que se hace sentir en la sociedad de Nueva York. Las grandes damas dan el tono, no menos independientemente de la corte que en América. En cuanto a los hombres, el mundo elegante de los clubs y lo que con él se enlaza, tanto se preocupa, en la vida ordinaria, de Buckingham- Palace, como de las Tullerías. Se ha conservado la costumbre de las presentaciones y de las visitas en la corte. El levantarse y el tocado de la reina son denominaciones que sostienen aún el recuerdo del soberano de los tiempos en que el dormitorio del soberano y el tocador de la reina eran un centro para la alta sociedad de Londres, pero eso ya no fonna parte de las ceremonias oficiales, a las cuales, por otra parte, todas las personas de consideración pueden hoy ser admitidas si lo desean. Los mismos bailes de la corte, donde, por lo menos, podría razonablemente esperarse algún placer, pasan en Londres inadvertidos; se dan en pleno Julio. Hace ya tiempo que observadores atentos han advertido esos cambios, pero todos han podido notarlo muy bien después de la muerte del príncipe consorte. A partir de ese momento, toda la vida parece que ha sido como suspendida en la corte, y, durante algún tiempo, no ha pasado nada en ella. La sociedad no por eso se detiene; sigúe su curso ordinario. Algunas personas que no tenían hijas que casar o que poseían pocas rentas se aprovecharon de la ocasión para dar menos reuniones, y las que no tenían en rigor dinero, se quedaron en el campo; pero, en definitiva, la diferencia con lo pasado fue poco sensible. La reina de las abejas se había retirado, pero la colmena marcha.

Se ha dirigido recientemente á la corte de Inglaterra de nuestros días la crítica sutil y original de que despliega poco esplendor. Se le ha comparado con la corte de Francia, cuyo fasto llama la atención de todos y cuya magnificencia es un espectáculo sin igual en el país. Se ha dicho que, en otros tiempos, la corte de Inglaterra tomaba del pueblo demasiado dinero y lo gastaba mal, mientras que ahora, cuando se puede tener confianza en su discreción, no emplea todos los recursos que la nación podría otorgarle. Puede sostenerse que no debe haber corte; puede sostenerse también que debe haber una corte, y una corte magnífica, pero es imposible sostener que una corte deba ser mezquina. Vale más gastar un millón para aturdir a las gentes, cuando se juzgue esto necesario, que consagrar las tres cuartas de un millón en intentar la cosa sin maravillar a nadie.

Quizá hay algo de verdad en esta crítica, porque la corte de Inglaterra no es tan suntuosa como debería serlo. Pero que no se la compare con la corte de Francia. El emperador representa una idea distinta de la de la reina. No es la cabeza del Estado, es el mismo Estado. La teoría sobre la cual descansa su gobierno es la de que todos los franceses son iguales, y que el emperador personifica el principio de la igualdad. Engrandeciéndole, se achica y, por consiguiente, se pone bajo el nivel de igualdad al resto de Francia. Elevar al emperador es un medio de rebajar todas las otras individualidades.

La monarquía inglesa tiene como base el principio contrario. Así como en política perdería todo su prestigio si se encerrase en sí mismo, así, desde el punto de vista social, si se excediese, llegaría á ser un peligro. Ya tenemos bastante lujo voluntario en Londres; antes de que sea necesario fomentarlo y aumentarlo, más bien convendría detener ó restringir sus progresos. Nuestra corte no es más que la cabeza de una aristocracia, cuyos miembros rivales no son igualmente ricos; el esplendor de la corte no contendría á nadie en los límites prudentes, y excitaría la ambición de ciertos individuos. La monarquía es útil en tanto que sirve para alejar las ambiciones del rango supremo, y mientras cabe su reserva en esta situación aislada. Pero sería funesta si añadiese un nuevo alimento al gasto ruinoso de la clase opulenta, si diese la sanción majestuosa de un ejemplo á los que luchan en el terreno de la prodigalidad.

Cuarta consideración. Miremos ahora la corona como modelo de moralidad. Las virtudes de la reina Victoria y las de Jorge III han emocionado profundamente el corazón del pueblo. Hemos llegado a creer que un soberano es de un modo natural virtuoso, y que el trono da a las virtudes domésticas tanta facilidad como brillo para producirse. Pero un poco de experiencia y la más pequeña reflexión demuestran que los reyes no se distinguen por la excelencia de sus costumbres domésticas.

Ni Jorge I, ni Jorge II, ni Guillermo IV fueron ejemplo en este respecto; Jorge IV era más bien todo lo contrario. La verdad es que si los otros monarcas se sienten arrastrados a no proceder bien, porque están rodeados de seducciones, un rey constitucional está más expuesto que nadie a caer, porque tiene en rigor menos cosas en que emplear su tiempo que los demás soberanos. El mundo entero con sus pompas, sus atractivos y sus incentivos, he ahí lo que un príncipe de Gales tiene siempre y tendrá delante de sus ojos. ¿Se puede razonablemente esperar que la virtud va á presentarse en todo su esplendor allí donde las tentaciones más atractivas se ejercen en la edad más y mejor dispuesta á las debilidades?

Si las ocupaciones de un rey constitucional son graves, serias é importantes, jamás apasionan; no son las más propias para agitar la sangre, despertar la imaginación y distraer el pensamiento. En los hombres que, como Jorge III, tienen el gusto innato de los negocios, los deberes prácticos de un rey constitucional pueden ciertamente tener un influjo calmante y saludable. La enajenación mental contra la cual luchó, y a menudo con éxito, durante varios años, se hubiera manifestado frecuentemente si no hubiera sido detenida por la regularidad de una vida laboriosa. Pero ¡qué pocos príncipes tienen en un grado tan singular el amor al trabajo, y cuán raro es encontrarlo, aun en los otros que no sean príncipes! ¡Qué poco a propósito es la educación de los príncipes para empujarlos hacia ese lado, y qué poco debe contarse con ese instinto para que sirva como de remedio contra las seducciones que les rodean! Los soberanos de espíritu serio y circunspecto pueden aportar algunas virtudes domésticas a un trono constitucional; pero hasta éstos tienen a veces sus debilidades, y en cuanto á pretender que los soberanos cuyo temperamento es más ardiente, den de ordinario el ejemplo de las virtudes, es pedir peras al olmo.

Por último, la monarquía constitucional tiene aquella función respecto de la cual he insistido más arriba, y que, aunque con mucho, la más importante, no se presta, por mi parte, a nuevos desenvolvimientos. Tal función es que viene a ser un paliativo. Permite a los que gobiernan realmente, sucederse sin que el vulgo lo advierta. Las masas, en Inglaterra, no son propias para un gobierno electivo; si se dieran buena cuenta de lo cerca que estamos de esta forma de gobierno, quedarían sorprendidos y casi temblando.

En definitiva, y casi casi por la misma razón que es un excelente paliativo, la monarquía constitucional es un bien precioso en los momentos de transición. Lo que mejor facilita la sustitución de un gobierno de gabinete por un gobierno absoluto, es el advenimiento de un rey favorable al sistema constitucional y decidido a sostenerlo. Un gobierno de gabinete, dada su novedad, no tiene fuerza en los tiempos de agitación. El primer ministro, ese jefe de quien todo depende, y que, si hay alguna responsabilidad que asumir, debe tomarla sobre sí mismo y emplear la fuerza si hace falta recurrir a ella, no tiene garantía alguna de estabilidad. No ocupa su puesto, por la naturaleza misma del gobierno de gabinete, más que de una manera precaria. En un pueblo muy acostumbrado á esta forma de gobierno, semejante funcionario debe tener gran firmeza: su apoyo, si no lo encuentra en el Parlamento, debe buscarlo en la nación que lo comprenda y lo estime. Pero cuando el gobierno este es de creación reciente, le es dificil al primer ministro tener la firmeza necesaria; su tendencia se inclina demasiado á contar con la razón humana y a olvidar los instintos de las masas. Entonces es cuando el prestigio con que la tradición rodea a su monarca hereditario es de una utilidad incalculable.

Inglaterra jamás hubiera podido atravesar felizmente los primeros años que siguieron a 1688, sin la admirable habilidad de Guillermo III; jamás Italia hubiera llegado a obtener y a conservar su independencia sin Víctor Manuel; ni la obra de Cavour, ni la de Garibaldi, eran más necesarias que la obra de su monarca. La caída de Luis Felipe, ocurrida porque no supo servirse del poder reservado a un rey constitucional, es una enseñanza que prueba de la manera más concluyente la importancia de este poder reservado. En Febrero de 1848, M. Guizot era débil porque no se sentía seguro en el ministerio. Luis Felipe hubiera debido asegurarlo. Inmediatamente se hubiera podido conceder la reforma parlamentaria a la opinión bien informada, pero era preciso no conceder nada a la muchedumbre. Se hubiera debido resistir al pueblo de París, según deseaba Guizot. Si Luis Felipe hubiera sido un rey capaz de introducir en Francia el gobierno libre, hubiera fortificado con todo su apoyo a los ministros en el momento en que se trataba de entablar el orden, salvo prescindir de ellos cuando el restablecimiento del orden hubiera permitido entregarse á las discusiones políticas. Pero el rey era uno de esos hombres en quien el sentido de la previsión se apagaba a medida que envejecía; aunque tuvo una gran experiencia y una habilidad consumada, llegó a tener un momento de debilidad y cayó por no haber mostrado un poco de aquella energía que, en semejante crisis, un hombre resuelto jamás hubiera dejado de desplegar.

He ahí, en sus detalles principales, los motivos que justifican la institución de la monarquía por el influjo exterior que ejerce en la muchedumbre de los hombres; y en el estado actual de la civilización inglesa tiene aquella ventaja preciosa. En cuanto a la tarea particular del soberano, es decir, al trabajo real de que la reina está encargada, será el objeto del capítulo que sigue.

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