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Justicia

El artículo que sigue se publicó en L'Aurore el 5 de junio de 1899.

Diez meses y medio transcurrieron entre éste y el artículo anterior. El 18 de julio de 1898, al fracasar el recurso que Labori, mi abogado, presentó con la intención de aplazar de nuevo el caso, comparecimos ante la Audiencia de Versalles; el tribunal me condenó otra vez a un año de cárcel y a una multa de tres mil francos. Esa misma noche salí para Londres para que no pudieran notificarme la sentencia y ésta no pudiera ejecutarse. Resumiré ahora los hechos más importantes ocurridos durante el largo lapso que transcurrió entre el precedente y este artículo. El 31 de agosto de 1898, el coronel Henry, tras haber confesado su falsificación, se suicida en Mont-Valérien. El 26 de septiembre, se presenta ante el Tribunal Supremo la petición de revision. El 29 de octubre, el Supremo admite a trámite el recurso y dice que se procederá a una instrucción suplementaria. El 31, el gabinete Dupuy sustituye al gabinete Brisson. El 16 de febrero de 1899, fallece el presidente Félix Faure y el 18 de febrero le sustituye el presidente Émile Loubet. Las Cámaras votan la ley de revocación el 1 de marzo. Por fin, después de que el Tribunal Supremo anulase la sentencia de 1894, volví a Francia, el 5 de junio, la misma mañana en que se publicaba este artículo. Por otra parte, el 10 de agosto de 1898, el Tribunal Supremo, confirmando la sentencia pronunciada por la Audiencia, me condenó en rebeldía a un mes de cárcel, a una multa de mil francos y a pagar diez mil francos por daños y perjuicios a cada experto. A instancias de los querellantes (los expertos Belhomme, Varinard y Couard), durante mi ausencia, mi casa fue embargada el 23 y el 29 de septiembre, y la subasta se celebró el 20 de octubre; se adjudicó una mesa por treinta y dos mil francos, cantidad a la que ascendía la multa impuesta. El 26 de julio, el comité de la Orden de la Legion de Honor creyó su deber suspenderme de mi grado de oficial.


Pronto hará once meses que me fui de Francia. Durante once meses, sin interrupción, me impuse el exilio más absoluto, el retiro más anónimo, el más completo silencio. Me encontraba como un muerto voluntario que yace en una secreta tumba en espera de que reluzcan la verdad y la justicia. Y hoy que la verdad ha vencido, que por fin reina la justicia, renazco, regreso y recupero mi lugar en suelo fiancés.

(...)

Sin embargo, lo que hoy no digo, lo que algún día contaré, es el quebranto, la amargura de aquel sacrificio. La gente olvida que no soy un amante de las polémicas ni un político que saca provecho de las disputas. Soy un escritor libre que en su vida solo tuvo un afán, el de la verdad, y que luchó por ella en todos los campos de batalla. Hace ya casi cuarenta años que sirvo a mi país con la pluma, con todo mi valor, con toda la energía de mi trabajo y buena fe. Y os aseguro que duele horriblemente irse solo en una noche oscura, ver cómo a lo lejos se van borrando las luces de Francia cuando se ha luchado por su honor, por que mantenga su gran labor justiciera entre los pueblos.

¡Yo! ¡Yo, que la he exaltado en más de cuarenta obras! ¡Yo, que convertí mi vida en un prolongado afán por llevar su nombre a los cuatro extremos del mundo! ¡Yo, irme asi, huir asi, con aquella jauría de miserables y de locos pisándome los talones, persiguiéndome con amenazas a insultos! Son ésas horas atroces que calan en el alma y la vuelven para siempre invulnerable a las heridas.

Después, durante los largos meses de exilio que siguieron, ¿puede alguien imaginarse la tortura de sentirse muerto entre los vivos en la espera cotidiana del despertar de la justicia, diariamente aplazada? Ni al peor de los criminales le deseo el sufrimiento que, desde hace once meses, me ha causado la lectura de los comunicados que llegaban de Francia a aquella tierra extranjera, donde resonaban como un eco espantoso de locura y desastre. Es menester haber paseado con ese tormento durante largas horas solitarias, es menester haber vivido de lejos, y siempre solo, la crisis en que se hundía la patria, para saber qué es el exilio en las trágicas condiciones que acabo de vivir. Y los que piensan que me fui para huir de la cárcel y para divertirme en el extranjero, a buen seguro con el oro judío, son unos desgraciados que me inspiran cierto asco y mucha piedad.

Yo debía regresar en octubre. Habíamos decidido esperar a la reapertura de las Cámaras, en prevision de algún acontecimiento imprevisto, lo cual era para nosotros, tal como estaban las cosas, un acontecimiento seguro. Y he aquí que ese imprevisto no esperó a octubre, sino que estalló a finales de agosto, con la confesión y suicidio del coronel Henry.

Al día siguiente mismo, quise regresar. En mi opinion, se imponía la revisión del caso, la inocencia de Dreyfus iba a ser inmediatamente reconocida. Por lo demás, y dado que siempre me había limitado a pedir la revision, mi papel debía terminar forzosamente no bien se reuniera el Tribunal Supremo, y estaba dispuesto a eclipsarme. En cuanto a mi proceso, no era ya a mis ojos sino una pura formalidad, ya que la prueba presentada por los generales De Pellieux, Gonse y De Boisdeffre, a tenor de la cual me había condenado el jurado, era un documento falso cuyo autor acababa de refugiarse en la muerte. Así pues, me disponía a regresar cuando mis amigos de Paris, mis consejeros, todos los que se habían mantenido en la brecha, me escribieron cartas llenas de inquietud. La situación seguía siendo grave. Lejos de resolverse, la revision parecía aún incierta. Monsieur Brisson, el jefe del gabinete, se topaba con obstáculos que resurgían sin cesar; traicionado por todos, no disponía siquiera de un simple comisario de policía. De tal modo que mi regreso, en medio de encendidas polémicas, aparecía como un pretexto para nuevas violencias, un peligro para la causa, un trastorno más para el Ministerio en su ya ardua labor. Deseoso de no complicar la situación, tuve que inclinarme y consentí en esperar un poco más. Cuando se reunió por fin la Sala de lo Criminal, decidí volver. (...) Pero me llegaron nuevas cartas suplicándome que esperara, que no precipitara las cosas. (...) Y me incline una vez más; y me quedé allí, sometido al tormento de mi soledad y de mi silencio.

Cuando la Sala de lo Criminal, admitiendo la petición de revisión, decidió abrir una amplia investigación, quise regresar. En esa ocasión, lo confieso, me sentía completamente descorazonado, comprendía que la investigación se prolongaría durante largos meses, y presentía la angustia continua en que me haría vivir. (...) Todas las acusaciones que había formulado en mi Carta al presidente de la República se veían confirmadas. Mi misión se había cumplido, no tenía más que regresar a mi puesto. Y sentí un dolor enorme, una gran indignación, primero, al hallar en mis amigos la misma resistencia a mi regreso. Seguían en plena batalla, me escribían que yo no podía juzgar la situación como ellos, que sería un peligroso error pretender que se reiniciara mi proceso paralelamente a la investigación del tribunal.

(...)

Por eso, pasados ya once meses, todavía no he regresado. Manteniéndome al margen, sólo he actuado, igual que el día en que me embarqué en la lucha, como un soldado de la verdad y la justicia. Tan sólo he sido un buen ciudadano que lleva su abnegación hasta el exilio, hasta la total desaparición, que consiente en dejar de existir a fin de lograr la pacificación del país y de no exacerbar inútilmente las sesiones del monstruoso caso. Debo confesar asimismo que, ante la certeza de la victoria, reservaba mi proceso como el recurso supremo, la lamparita sagrada con que se haría de nuevo la luz si las fuerzas malignas llegaran a apagar el sol.

(...)

Con todo, aunque para mí haya concluido esta lucha, aunque de la victoria no me interese sacar beneficio, cargo político, colocación ni honor alguno, aunque mi única ambición es la de proseguir mi lucha en pro de la verdad con la pluma, mientras mi mano pueda sostenerla, querría hacer constar, antes de lanzarme a otras luchas, la prudencia y la moderación de que hice gala en la batalla. ¿Quién no recuerda los abominables clamores con que se acogió mi Carta al presidente de la República? Me tacharon de ofensor del ejército, de vendido, de apátrida. Algunos amigos míos del mundo de las letras, consternados, aterrados, se apartaban de mí, me abandonaban, horrorizados ante mi crimen. Se escribieron articulos que atormentaran la conciencia de los que los firmaron. En suma, jamás un escritor brutal, demente o enfermo de orgullo había dirigido a un jefe de Estado carta más grosera, mentirosa y criminal. Pero ¡que lean ahora mi pobre carta! Me avergüenzo un poco, lo confieso, de su discreción, de su oportunismo, casi diría de su cobardía. Ya que me estoy confesando, no me cuesta reconocer que suavicé mucho las cosas, que pasé muchas otras por alto, cosas que son hoy ya conocidas y están demostradas, cosas que me negaba a creer porque se me antojaban monstruosas y disparatadas. Si, sospechaba ya por entonces del coronel Henry, pero carecía de pruebas, hasta el punto que juzgué prudente no ponerlo en entredicho. Adivinaba bastantes historias, habían llegado a mis oídos algunas revelaciones tan terribles que, dadas sus espantosas consecuencias, no me senti autorizado a revelarlas. ¡Y resulta que ya se han revelado, que se han convertido en la verdad banal al orden del día! Mi pobre Carta ha perdido fuerza; comparada con la soberbia y feroz realidad, parece infantil, una simple novelita rosa, la obra de un literato timido.

Repito que no siento el deseo ni la necesidad de triunfar. No obstante, he de hacer constar que los acontecimientos, en la hora actual, han venido a confirmar todas mis acusaciones. La investigación ha dejado patente la culpabilidad de todas las personas a las que acusé. Lo que declaré, lo que preví, ahí está, evidente. Lo que más me enorgullece es que mi carta carecia de violencia; era una carta fruto de la indignación, pero digna de mí: nadie sera capaz de hallarle un insulto, una palabra de más, solo el altivo dolor de un ciudadano que pide justicia al jefe del Estado. Tal ha sido el eterno signo de mis obras: nunca llegué a escribir un libro, una página, sin que me colmaran de mentiras y de insultos, pese a que, más tarde, se vieran obligados a darme la razón. (...)

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