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El quinto acto

El texto apareció en L'Aurore el 12 de septiembre de 1899.

Yo había impugnado la sentencia de la Audiencia de Versalles y el veredicto del Tribunal Supremo de Paris, referentes a la denuncia de los expertos, y esperé. La justicia, por su parte, no tenía prisa, pues deseaba conocer el resultado del nuevo proceso a Dreyfus celebrado en Rennes. El gabinete Dupuy, que cayó el 12 de junio de 1899, acababa de ser reemplazado por el gabinete Waldeck-Rousseau el 22 de junio. El 1 de julio, una noche tormentosa, Dreyfus desembarcó en Francia; el 8 de agosto se inició el nuevo juicio y el 9 de septiembre un consejo de guerra condenó a Dreyfus por segunda vez. Al día siguiente escribí este artículo.


Estoy aterrado. No siento ya rabia, o indignación ávida de venganza, o deseo de denunciar el crimen, de pedir que castiguen ese crimen en nombre de la verdad y de la justicia, sino que siento miedo, siento el terror sagrado de quien ve cómo lo imposible se vuelve posible, cómo retroceden los ríos a sus fuentes y cómo tiembla la tierra bajo el sol. Mi grito denuncia el desamparo de nuestra generosa y noble Francia, el terror al abismo hacia donde se desliza.

Como decía en mi Carta al presidente de la República después de la escandalosa absolución de Esterhazy, es imposible que un consejo de guerra deshaga lo que hizo otro consejo de guerra. Va contra la disciplina. Y la sentencia del consejo de guerra de Rennes, con su indecision jesuítica y su falta de valor para decir sí o no, pone de manifiesto que la justicia militar no puede ser justa porque carece de libertad y porque niega las evidencias; prefiere condenar de nuevo a un inocente antes que dudar de la propia infalibilidadc. Ya no es un instrumento de ejecución en las manos de los superiores. Ahora no pasaría de ser una justicia expeditiva propia de tiempos de guerra. En tiempos de paz, esa clase de justicia debe desaparecer, pues carece de equidad, de simple lógica y de sentido común. Se ha condenado ella misma.

(...)

A Cristo lo condenaron sólo una vez. Pero ¡que se hunda todo, que caiga Francia víctima de escisiones, que la patria incendiada se derrumbe entre los escombros, que el mismo ejército pierda su honor, todo antes que confesar que unos compañeros se equivocaron y que unos superiores pudieron mentir y falsificar! El ideal será crucificado y el sable seguirá siendo rey.

(...)

Voy a hablar de una vez, sin reparos, de mi temor. Siempre fue, como ya di a entender en varias ocasiones, el temor de que la verdad, la prueba decisiva y contundente, nos viniera de Alemania. No conviene seguir callando por más tiempo ese peligro mortal. Irradia demasiada luz y hay que enfrentarse con valor a la posibilidad de que Alemania, con un golpe fulminante, provoque el quinto acto. (...) Me aterra pensar que Alemania, que tal vez sea mañana nuestra enemiga, nos abofetee con las pruebas que posee.

Vean ustedes. El consejo de guerra de 1894 condena a Dreyfus, un inocente; el consejo de guerra de 1898 declara inocente a Esterhazy, un culpable; y nuestro enemigo conserva las pruebas del doble error de nuestra justicia militar; y Francia se obceca tranquilamente en este error, acepta el escalofriante peligro que la amenaza. Alemania, dicen, no puede utilizar documentos procedentes del espionaje. Pero ¿quién sabe? (...)

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