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Carta a Monsieur Brisson, presidente del Consejo de Ministros

Esta carta vio la luz en L'Aurore, el 16 de julio de 1898.

Habían ocurrido muchas cosas que resumiré rápidamente. El 2 de abril, el Tribunal Supremo, ante quien yo había recurrido, anuló la sentencia declarando que el caso competía a un consejo de guerra y no al ministro de la Guerra. Ese consejo de guerra, reunido el día 8, decidió que procedería contra mí y propuso además que se eliminara mi nombre de las planas de la Legion de Honor. La nueva citación, que se realizó el 11 de abril, sólo recogía tres líneas de mi Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República. El 23 de mayo, por to tanto, volvió el proceso a la Audiencia de Versalles. Pero como mi abogado, Labori, recusó la competencia del tribunal y éste se declaró competente, recurrimos al Supremo, circunstancia que paralizó las sesiones. Por fin, el 16 de junio, al rechazar nuestro recurso el Tribunal Supremo, tuvimos que volver a la Audiencia de Versalles, el 18 de julio. Por otra parte, el 15 de junio cayó el gabinete Méline y, el 28, le sucedía el gabinete Brisson.

El 9 de julio, los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, consiguieron que se me condenara a dos meses de cárcel con sobreseimiento, y a pagar una multa de dos mil francos y una indemnización de cinco mil francos a cada experto.


Monsieur Brisson,

Encarnaba usted la virtud republicana, era el preclaro simbolo de la honestidad civica. Y, de súbito, tropieza usted en el monstruoso caso. Al instante quedó despojado de su soberanía moral; ya no es sino un hombre capaz de cometer errores y comprometido.

(...)

Le creía más listo, Monsieur Brisson; pensé que comprendería usted, como yo lo comprendo, que ningún gabinete podría vivir mientras no se cerrara legalmente el caso Dreyfus. Hay algo enfermo en Francia, y no volveremos a la vida normal hasta que se haya curado la enfermedad. Añado que el gabinete que se encargue de la revisión sera el gran gabinete, el Salvador, el que se impondrá y vivirá.

Por lo tanto, usted se suicidó el primer dia, al creer que podía cimentar sólidamente su poder y por mucho tiempo. Y lo peor es que dentro de poco, cuando caiga usted, su honor político se habrá perdido, pues sólo usted me interesa, y no sus subordinados, el ministro de la Guerra y el ministro de justicia, pues éstos dependen de usted.

¡Lamentable espectáculo, una virtud que se extingue, el fracaso de un hombre en quien la República había puesto su ilusión, convencida de que éste jamás traicionaría la causa de la justicia! En cambio, desde que dirije usted la Nación, ha dejado que le asesinen a la justicia ante sus mismas narices. Ha matado usted el ideal. Es un crimen. Y todo se paga; sera usted castigado.

¡Vamos, Monsieur Brisson! ¡Acaba usted de permitir que se realice una investigación que no es sino una farsa ridícula!

(...)

¡Y ya ve qué míseros resultados! ¿Cómo? ¿No encontró nada más? Si no aporta más que eso, con las rabiosas ganas que tiene usted de vencernos, significa que, en efecto, sólo hay eso, que ya no sabe dónde buscar. Pero nosotros conocíamos ya sus tres pruebas; conocíamos sobre todo la que fue presentada ante el tribunal con tanta vehemencia, y es un falsificación tan impúdica, tan grosera, que sólo puede convencer a unos incautos. Cuando pienso que acudió un general a leer seriamente esta monumental mistificación ante un jurado, que un ministro de la Guerra la leyó otra vez ante unos diputados, y que unos diputados la mandaron publicar en todos los municipios de Francia, me quedo viendo visiones. Creo que es lo más estúpido que se inscribirá nunca en las páginas de la Historia. Realmente me pregunto qué estado de aberración mental puede provocar el apasionamiento en algunas personas, no más estúpidas que otras, para que concedan el menor crédito a una prueba que tiene todo el aspecto de ser el desafío de un falsario que pretende burlarse de la gente.

(...)

Puedo asegurarle que está dejando en ridículo a nuestro Gobierno. Me han contado que, el pasado jueves, la tribuna diplomática estaba vacía. No me extraña. Ningún diplomático hubiera podido reprimir una carcajada durante la lectura de las tres célebres pruebas. Y no crea que Alemania, nuestra enemiga, es la única que se lo está pasando en grande. Rusia, nuestra gran aliada, muy al corriente del caso, bien informada y firmemente convencida de la inocencia de Dreyfus, podría ayudarnos diciéndole qué piensa Europa de nosotros. Quizás a ella, a la amiga soberana, le haga usted caso. ¡Coméntelo, pues, con su ministro de Asuntos Exteriores!

(...)

¡Las confesiones de Dreyfus, santo cielo! ¿De modo que ignora usted toda esta trágica historia? ¿No conoce el relato auténtico de su detención, de su degradación? ¿Y no ha leído tampoco sus cartas? Son admirables. No conozco páginas más nobles, más elocuentes. Respiran sublimidad en el dolor, y quedarán para la posteridad como un monumento imperecedero, cuando nuestras obras, las obras de los escritores, hayan tal vez caído en el olvido; porque son el sollozo mismo, late en ellas todo el sufrimiento humano. El hombre que ha escrito esas cartas no puede ser culpable. Léalas, Monsieur Brisson, léalas una noche con los suyos, junto al hogar. Se le llenarán los ojos de lágrimas.

(...)

Además, se ha aliado usted con la prensa inmunda. Al igual que ella, siguiendo sus pasos, envenena a la Nación con mentiras. Recubre las paredes de las calles de falsedades y cuentos estúpidos, como si quisiera agravar aún más la desastrosa crisis moral que atravesamos. ¡Ah, pobre pequeño pueblo de Francia, qué espléndidas clases de educación cívica lo están impartiendo, a ti, que tanta falta te haría hoy, para tu salvación futura, una buena lección de verdad!

En suma, Monsieur Brisson, ya que estamos aquí, conversando tranquilamente, creo mi deber advertirle que espero, con viva curiosidad, ver cómo entiende usted la libertad individual y el respeto a la justicia, el lunes que viene, en el juicio de Versalles.

(...)

Allá, es usted dueño y señor, ninguno de sus ministros podrá intervenir, ya que, además de presidente del Consejo, es usted ministro del Interior, y responde de la tranquilidad de la calle. Así pues, sabremos en qué condiciones estima que debe acudir un acusado ante la justicia, y si es admisible que se le insulte y se le amenace, y si tan bárbaro espectáculo no supone un inmenso deshonor para Francia. Estoy convencido de que mis amigos y yo no nos hemos visto nunca expuestos a un serio peligro. Pero ¡tanto da! Como es menester preverlo todo, declaro de antemano, Monsieur Brisson, que si nos asesinan el lunes, sera usted el asesino.

Para terminar, deje que me asombre otra vez al ver lo mezquinos que son todos ustedes.

Comprendo que no haya entre ustedes nadie orgulloso, apasionado y enamorado de un ideal, que entregue su fortuna y su vida por el único placer de ser justo y que esté dispuesto a comprometerse a fin de que reluzca la verdad. Sin embargo, hombres ambiciosos sí los hay; es más, yo diría que sólo hay hombres ambiciosos. Entonces, ¿cómo es posible que de esta horda no surja al menos un ambicioso inteligente y despierto, audaz y fuerte, uno de esos ambiciosos de grandes miras, con una visión clara de las cosas, de manos largas, capaz de ver dónde se juega la verdadera partida y de jugarla valientemente?

Veamos, ¿cuántos entre ustedes ambicionan la presidencia de la República? Todos, ¿no es así? Se miran de reojo unos a otros, creen superar al vecino en los negocios, unos por prudencia, otros por popularidad, algunos por austeridad. Me hacen reír, porque ninguno de ustedes parece sospechar que, dentro de tres años, el político que llegue al Elíseo será el que haya restaurado en nosotros el culto a la verdad y la justicia, empezando por la revisión del caso Dreyfus.

Créame, los poetas tienen algo de videntes. Dentro de tres años, Francia ya no sera Francia; Francia habrá muerto, a no ser que se halle en la presidencia el jefe político, el ministro justo y sensato que haya pacificado la Nación. (...)

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