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Arresto y tortura de Librado Rivera

Fui arrestado el día 19 de febrero; se me sacó en la noche de mi calabozo para ser conducido a las oficinas del General Eulogio Ortíz, Jefe de la Guarnición en el puerto de Tampico; me hizo despóticamente la pregunta siguiente:

¿Conque usted es enemigo del gobierno?

De todos los gobiernos, le contesté.

Dirigiéndose luego a su secretario, le ordenó en términos enérgicos:

Mañana me levanta usted un Acta bien detallada sobre la declaración de este viejo cabrón.

Yo sé bien que a algunos lectores de Avante les va a repugnar ver estampadas en nuestro querido vocero todas esas majaderías, que yo mismo pensé mucho en la conveniencia de darlas a conocer; pero he pensado en mi conciencia de sincero luchador, dar a conocer la responsabilidad moral de cada uno de nuestros verdugos, sostenedores incondicionales del rico, del fuerte y del poderoso, y enemigos jurados del pueblo trabajador. Por eso hay que exhibirlos para que el pueblo conozca a los que en el nombre de la Ley y el Orden desbastan pueblos de gentes sencillas e inocentes, presentándose con tono de encomenderos a imponer su voluntad a quienes consideran sumisos vasallos, que no nacimos con otra misión más que para oír, ver y callar, y no para juzgar los altos designios de los que se consideran nuestros amos y señores, dueños de vidas y haciendas.

En la mañana del 20 fui llevado nuevamente a la oficina del General Eulogio Ortíz quien se paseaba en el salón con Avante en las manos. Se me puso un asiento, y comenzó el interrogatorio.

¿Quién escribió este artículo Atentado dinamitero?

Yo lo escribí.

Léalo usted, ¡para qué recuerde bien lo que dice!

Y como me negué a leerlo, por estar seguro de su contenido, el General, enfurecido y colérico, se arrojó sobre mí diciéndome:

¡Mire viejo cabrón; usted me va a decir aquí toda la verdad!

Siempre que ha convenido decirla la he dicho y la diré, aunque por decirla me cueste la vida.

Esta contestación terminó con dos formidables puñetazos en mi cara, y tomando enseguida un cinturón de cuero se puso en actitud amenazadora.

¿Por qué hijos de la chingada llama usted parásito al Presidente de la República, viejo cabrón?

La pregunta fue acompañada de fuertes correazos en la cabeza.

Juzgo que mi criterio en el uso de esa palabra es muy distinto al suyo. Yo llamo parásito al que vive del trabajo ajeno, contesté.

¡Entonces usted también es un parásito porque vive de los que le mandan dinero para publicar su periódico!, arguyó el esbirro.

Usted no encontrará en el periódico cantidad alguna destinada para mí. Los trabajadores que mandan su dinero para la publicación del periódico, lo hacen por amor a las ideas, y con el fin de contribuir a la ilustración del pueblo para propagar y llevar la luz al cerebro de sus compañeros explotados. Su contribución es voluntaria, mientras que el dinero que llena las arcas del gobierno es sacado de los bolsillos del pueblo por medio de fuertes contribuciones, de la coacción y de la fuerza. Se presenta con frecuencia el caso de que un obrero llega a construir una casita, pero si después la falta de trabajo y las enfermedades de su familia le acosan, eso no importa al gobierno, ya que se le tienen que recargar más contribuciones.

Uno de los ayudantes expuso:

Desde el momento en que el obrero tiene casa, ya no es pobre.

Desde el momento en que se le echa a la calle tiene que volverse más y más pobre, hasta convertirse él y sus hijos en limosneros o ladrones.

A ver, tráigame el fuete para arreglar a este viejo loco cabrón, dijo Ortíz a los que le rodeaban.

Los fuetazos fueron los argumentos de este esbirro, quien como el mulo cuando le pegan, contesta con patadas.

Se presenta enseguida un ayudante leyendo en un diccionario:

Anarquía, dice, es la falta de todo gobierno; desorden y confusión por falta de autoridad.

Esa definición es la propagada por los escritores burgueses, y no la anarquía que yo propago en Avante, en donde se ve la acción violenta de los gobiernos, confirmada por los hechos. Entre tanto deseo saber el nombre de usted que me ha ultrajado tan infamemente, increpé al General Ortíz.

Su padre, cabrón, contestó el esbirro.

Mi padre no era tan... bestia.

¿Qué dice usted?

Y se arrojó sobre mí propinándome varios fuetazos acompañados de nuevos insultos.

¿Y qué opinión tiene del ejército?, me preguntó.

El ejército sirve para sostener a los gobiernos en el poder.

El ejército sirve para defender a la patria, a sus instituciones, dijo Ortíz.

El ejército es además el pedestal en el que descansan todas las tiranías y considero que los jueces que me juzgan en este momento son mis más feroces enemigos.

Y como sentí que la sangre me chorreaba por las sienes, me paré indignado pidiendo a mi verdugo que me matara de un balazo, pero que no me golpeara tan cobardemente. Y en un momento de distracción mía, el monstruo aquel sacó su revolver y disparó un balazo sobre mí. Creí por un momento estar herido de la cabeza, y que debido al adormecimiento causado por la sordera, nada sentiría. Pero pasados unos segundos comprendí que sólo se trataba de torturarme para producir en mi algún síntoma de cobardía o arrepentimiento.

Ortíz y sus ayudantes se apresuraron a buscar la bala, y por haberse aplastado, dijeron que había pegado en parte dura. Mientras a mi espalda esto acontecía, me quedé tan firme y sereno como si nada hubiera sucedido. La noble causa que siento y amo de corazón, me hacía estar muy por encima de aquellos lobos.

Le voy a traer el Acta para que la firme, me dijo el secretario.

Yo mismo deseo leerla para informarme de su contenido, le contesté.

Y como la redacción de aquel documento estaba confeccionada de tal manera que yo mismo me consideraba culpable, me negué de plano a firmarla, aunque firmé dos que yo escribí con mi puño y letra.

Para que escriba usted con más comodidad, pase a este asiento que le cede uno de sus enemigos, me dijeron. Les contesté que tratándose de cortesías, yo también era tan cortés como cualquiera de ellos.

Vuelto a mi calabozo, pasé este día torturado por el insomnio que produce una pesadilla. Al día siguiente fuimos sacados del cuartel, el compañero Santiago Vega y yo, en medio de una fuerte escolta rumbo a la playa. Nos pareció al principio que allí iba a ser nuestra última morada; pero se nos llevó al tren de pasajeros con rumbo a Monterrey. Como a nuestro paso por las estaciones del ferrocarril nos íbamos encontrando compañeros y amigos, los guardianes les impedían comunicarse con nosotros.

Después de algunas horas de camino se nos bajó del tren para subirnos a otro, de donde nos bajaron también después de tres o cuatro horas de viaje, en una hacienda llamada El Limón, propiedad del General Plutarco Elías Calles. De aquí nos condujeron en camión a otro punto llamado La Aguja, también propiedad del General Calles.

Se encuentra allí un campamento militar en donde se nos tuvo secuestrados durante ocho días, en cuyo tiempo los soldados o sus mujeres nos daban de comer; pero los que mejor se portaron facilitándonos alimentos fueron unos chinos que pronto se dieron cuenta del destino que nos esperaba por aquellos rumbos.

Volvimos a la hacienda El Limón, en donde se nos hicieron proposiciones de libertad con la condición de que abandonáramos el Estado de Tamaulipas; pero como me negué a aceptar la libertad en esas condiciones, se nos dejó libres al día siguiente ya sin ninguna condición.

Nos sentíamos orgullosos de nuestro inesperado triunfo, aunque confiábamos en que nuestros camaradas, los esclavos del salario, harían algo por nuestra libertad.

Abandonados en aquellos campos y sin dinero, tuvimos la suerte de encontrar allí mismo buenos amigos que nos facilitaron dinero para nuestro regreso.

Ya que tuvimos la oportunidad de comunicarnos, el compañero Santiago Vega y yo, me dijo que a él no se le había obligado a firmar ninguna Acta, aunque no lo excusaron del suplicio.

Del periódico Avante, 15 de abril de 1929.


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