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Arresto de Librado Rivera

Como a la una de la tarde del día 22 de agosto se presentó a mi modesta oficina una persona de aspecto obrero, con recado verbal de que me llamaban urgentemente los compañeros de la imprenta.

Algo extraordinario ocurre, me dije, porque los compañeros nunca me mandan llamar, siempre acostumbran venir a verme cuando algo se les ofrece. Pero ya en mi camino noté la presencia de varios esbirros apostados en las esquinas de la cuadra. Uno de ellos, al verme voltear la esquina se dirigió hacia mí y hablándome por mi nombre me detuvo, presentándome una orden de arresto. Yo iba, al pasar por el correo, a depositar una carta dirigida a Salvador Medrano, uno de los viejos luchadores residente en Estados Unidos, a quien ya le comunicaba los rumores que desde hacía algunos días circulaban referentes a mi arresto. Y aunque no se me permitió depositar la carta, lo conseguí después, cuando ya me llevaban los esbirros en camino de Tampico.

Al llegar a la Jefatura de Policía de Cecilia, a donde fui conducido primero, la persona que me leyó la orden del General Benignos, Jefe de las Operaciones Militares en el puerto, me indicó que me quitara el sombrero.

- No acostumbro hacerlo cuando alguien me lo ordena, le dije, sino cuando yo quiero. Además, ¿no están ustedes luchando para establecer en México una democracia?

- Está bien, me contestó.

- Entonces, ahora sí me lo quito, por pura cortesía.

Después de leerme la orden que tenía en sus manos, fui conducido por cuatro o cinco esbirros que me llevaron al Cuartel de la Jefatura de Operación en Tampico, en donde fui encerrado en un calabozo custodiado por guardias armados hasta los dientes, como si se tratara de cuidar a un feroz asesino.

Cinco horas más tarde me llevaron a la oficina del General, quien a la sazón leía Avante. En la primera plana ya se veían marcados con tinta roja los artículos La muerte de Álvaro Obregón y El desbarajuste político, publicados en el número 11 correspondiente al 1º de agosto.

- ¿Usted publica este periódico?, me interrogó el General.

- , conteste yo.

- En él calumnia usted al General Álvaro Obregón, ¿por qué lo hace usted?

- No lo calumnio; lo que digo es la pura verdad.

- Siendo usted uno de los precursores de la Revolución, hoy hecha gobierno, no respeta usted las leyes emanadas de esa Revolución.

- Ahí está el error, le repliqué, en creer que nosotros iniciamos la Revolución para quitar al gobierno de Porfirio Díaz y poner otro en su lugar. Nuestra misión era otra y bien distinta; nosotros luchábamos por Tierra y Libertad, ese era el contenido de nuestra bandera, como lo verá usted muy claramente explicado en ese documento histórico que reproduzco en la tercera plana de ese mismo número de Avante. Pero la intromisión de los políticos desde Madero, Carranza, Álvaro Obregón y Calles, desviaron ese hermoso movimiento, aprovechándose de nuestra impotencia en las prisiones norteamericanas.

Frente a un traidor.

Al voltear la hoja noté que ya estaba también marcado con tinta roja el artículo Comentando un anónimo. Mientras el General leía el contenido de ese artículo, observé que alguien escuchaba detrás de mí, y volteé para verle.

- Probablemente no sabe usted quien soy yo, señor Rivera, me dijo.

- No, no recuerdo haberlo visto nunca.

- Soy de los primeros revolucionarios que estuvimos en comunicación con ustedes desde que estaban en San Antonio, Texas, más tarde en Saint Louis, Missouri y Los Ángeles. Yo soy Benjamín Silva. Mi padre...

- ¡Ah sí, ya recuerdo!, le interrumpí. Usted fue de los primeros traidores de la Revolución; de los que se unieron en El Paso, Texas, con el traidor Antonio I. Villarreal.

- Fui de los que veníamos a luchar con las armas en la mano, mientras ustedes se escondían en los Estados Unidos, me dijo el traidor.

- Tras de las rejas de las prisiones, dirá usted. Y bien, ¿cuál era su misión? ¿Por qué venía usted a luchar? ¿No venía a expropiar la tierra para entregársela a los campesinos? ¿Ya lo hizo usted?

- Ya las están recibiendo; me dijo con descaro.

Sabe el traidor que desde hace algún tiempo el gobierno ha dotado de tierra a una media docena de pueblos, más bien con el fin de calmar los gritos de los miles de pueblos, rancherías y congregaciones ávidos de justicia; aunque como ya se verá en otra parte, el mismo gobierno está obligando por la fuerza a esos poquísimos pueblos que ya la han recibido, a que les paguen buen precio, y quienes no lo hacen, son despojados a punta de bayoneta.

- ¿Cuántos son los pueblos que ya están en posesión de esas tierras?, le pregunte. Al ver que evadía mi pregunta entonces yo continué en los siguientes términos: ¡Y es usted tan cínico que con todo lo que ha hecho viene a presentarse ante mí! Y hasta creo que es usted ahora uno de mis jueces; ¡dígamelo para escupirle la cara!

Como al principio del diálogo anterior ya el General se había retirado y nos había dejado solos en su oficina, tal vez para no ser testigo de mis duros reproches a Silva. Uno de sus asistentes llegó después para conducirme a otro salón en donde ya se encontraban reunidos el mismo General Benignos y otros ocho o diez individuos, probablemente todos militares, porque no todos estaban uniformados. Uno de estos individuos tuvo conmigo el siguiente altercado:

- ¿Es usted anarquista?, me preguntó.

- Sí soy, y tengo gusto de serlo.

- ¡Ja, ja, ja!

- Esas carcajadas de usted me dan a comprender su ignorancia. Usted ignora lo que esa palabra significa.

- Demasiado lo sé, me contestó.

- Si lo supiera, lejos de burlarse de mí contestaría respetuosamente. En ese periódico tiene usted explicado lo que significa anarquía, léalo para que se ilustre.

- ¿Por qué llama usted bandido al General Obregón?

- No le llamo así en mi artículo.

- Es lo mismo, me dijo, al decir usted que el General Álvaro Obregón despojó de sus tierras a los yaquis.

- Eso si es cierto, le contesté.

Las majaderías y soeces palabras de este bruto, no son para ensuciar las páginas de nuestro vocero, pues llegó a maldecirme a mi pobre madre que nunca culpa tuvo, ni tiene, de que yo sea un anarquista, como no tuvo la culpa la suya de haber parido a un monstruo, en vez de un ser humano.

En ese momento, el General Benignos dispuso que quedaba yo detenido por orden suya. Poco después me sacaron de mi calabozo para comunicarme, él personalmente, que quedaba yo en libertad.

Del periódico Avante, 1º de septiembre de 1928.


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