Índice de Utopia de Tomás MoroAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Están dudosos acerca de lo que se debe hacer con Inglaterra, pero están acordes en una sola cosa, en hacer la paz con los ingleses, para estrechar los lazos de amistad con ellos, para hacer más caliente esta amistad, que hasta ahora ha sido tibia. Así se podrá llamar a esa nación amiga, pero se seguirá desconfiando de ella cual si fuese enemiga. Se tendrá siempre preparados a los escoceses, por si es necesario emplearlos contra los ingleses. En secreto, porque públicamente no puede hacerse por razón de la tregua pactada, habrá que tener preparado igualmente a algún noble inglés, que haya sido desterrado de su país y que quiera ser pretendiente al Trono, para tener dominado y sujeto a ese monarca que tan poca confianza les infunde. Y ahora digo yo: ante tan graves e importantes negocios, ante tantos nobles y prudentes varones que solamente aconsejan al Rey que hablen las armas, o sea la guerra, ¿qué sucedería si mi humilde persona se levantase y les aconsejase que cambiasen el rumbo? Yo les diría: Dejad tranquila a Italia y quedaos en casa; el reino de Francia es tan grande que un soIo hombre no puede gobernarlo bien, y el Rey no ha de menester engrandecerlo más. Luego les propondría que imitasen el ejemplo de los Acorianos, pueblo situado enfrente de la isla de Utopía, en el lado del Sudeste.

Esos acorianos hicieron la guerra tiempo atrás a otro reino, para dárselo a su soberano, quien se consideraba con derecho a ceñir la corona del mismo en virtud de una antigua aIianza. Al final, luego de haberlo conquistado, diéronse cuerita de que les era tan difícil conservarlo como les había sido apoderarse de él. Cuando no tenían que sufrir las irrupciones y saqueos de las tropas de otras naciones, tenían que sofocar las diarias insurrecciones de sus nuevos vasallos, por lo que tenían que estar continuamente luchando en favor de ellos o contra ellos. Veían que se estaban empobreciendo porque salía el dinero fuera del reino, que morían sus hombres para mantener la gloria de otra nación. La paz no era para ellos mejor que la guerra, porque la guerra habíales pervertido de tal modo que les había acostumbrado a matar y a robar. No eran respetadas las leyes. El Rey mostrábase incapaz de gobernar los dos reinos. Y comprendiendo que estos males iban a ser inacabables, se concertaron y dijeron a su Rey que debía escoger entre ambos reinos, pues para una sola cabeza era mucho peso el de dos coronas y ellos eran demasiado numerosos para consentir ser regidos por medio Rey. Dijeron también al monarca que un mulero no podía guardar al mismo tiempo las bestias de dos amos. Este buen Príncipe hubo de contentarse con su antiguo reino y dar el nuevo a uno de sus amigos, quien fue arrojado de él poco tiempo después.

Y si yo añadiese y demostrase que tales aventuras bélicas, no solamente dejarían vacías las arcas del tesoro, sino que causarían muchas destrucciones y muertes y llevarían la confusión a otras naciones; si dijese que sería más conveniente para el Rey contentarse con su reino de Francia, como hicieron sus antepasados antes de él, para enriquecerlo, para hacerlo florecer tanto como él pudiese, amando a sus súbditos para que éstos volviesen a amarle, viviendo con ellos, mandándolos con blandura, no apeteciendo conquistar más reinos, pues tiene bastante y aún le sobra con el que ya posee, ¿creéis que sería escuchado, maese More?

- Me temo que no - respondí.

- Prosigamos, entonces - dijo Rafael. - Imaginaos un Rey y sus consejeros buscando los medios de enriquecer al monarca. Uno aconseja aumentar el valor del dinero cuando el Rey haya de pagar y dar a la moneda menos valor del que tiene cuando tenga que recibir dinero; de este modo se podrán pagar grandes cantidades con poco dinero y se recibirá mucho cuando hayamos de cobrar el poco que nos deben. Propone otro que se finja que hay guerra y que cuando el Rey haya recibido dinero en abundancia, haga que se celebre la paz con grandes y solemnes ceremonias religiosas, para así cegar los ojos de la plebe y para que él sea tenido por Príncipe piadoso que no ha querido que se derramase sangre humana. Este pide que se hagan cumplir ciertas leyes antiguas, que por antiguas han sido olvidadas y transgredidas por todos; tales leyes castigan los delitos con penas pecuniarias, y mandando cumplirlas, el Rey parecerá hacer justicia. El consejo que da éste otro es que se prohiban muchas cosas que se considera se hacen en dafio de la República, castigando a los trangresores con fuertes penas pecuniarias, y vender luego el privilegio de hacerlas. Por este medio se gana el favor del pueblo y se consigue provecho de dos maneras: primero haciendo sufrir la pena o confiscación a los que por codicia no cumplieron estas leyes y luego vendiéndoles privilegios y licencias. Y más caros podrá vender el Príncipe estos privilegios cuanto menos dispuesto se muestre a consentir que una persona haga algo en daño de sus súbditos.

Otro aconseja que el Rey perdone a los jueces del reino que no hicieron cumplir las leyes, para tener a éstos siempre a su lado y para que mantengan los derechos del Príncipe. Además, los llamará a Palacio para que arguyan y discutan en presencia suya sobre tales negocios. Por mala e injusta que sea una causa sIempre habrá uno u otro de ellos que, porque tiene algo que alegar u oponer, porque se avergüenza de volver a decir lo que ha sido dicho ya o porque quiere agradar al soberano, hallará el modo de defenderla con argucias. Y así, cuando los jueces no estén acordes entre ellos y sigan disputando sobre lo que ya es bastante claro, y sea puesta en duda la verdad maniñesta, podrá el Rey entender que la ley ha sido hecha en su provecho, y entonces los demás, por vergüenza o temor, consentirán en ello. Luego los jueces se atreverán a pronunciarse en favor del Rey, porque el que obra así ha detener una buena razón que lo abone; le bastará tener la equidad de su parte, o la letra de la ley, o interpretar torcidamente ésta, o lo que para los jueces buenos y justos tiene más fuerza que todas las leyes, la indisputable prerrogativa real.

Y, finalmente, todos los consejeros se muestran conformes con la máxima del rico Craso (Se refiere a Marco Licinio Crasso, quien fuera triunviro romano junto con Cesar y Pompeyo. Fue él quien encabezó a las fuerzas romanas que saquearon el Templo de Jerusalén. Acumuló una gran fortuna mediante el tráfico o comercio de esclavos. Nació en el año 115 A.C. y murió en el 53 A.C.) de que no basta la abundancia de oro para que un Príncipe mantenga un ejército. Además, un Rey, aunque podría hacerlo si quisiera, no puede hacer nada injusto: es dueño absoluto de las personas y bienes de sus súbditos, y todo lo que éstos poseen lo tienen merced a la benignidad real. Lo que más conviene al Rey es que sus súbditos posean muy poco o nada; el Rey está más seguro en su trono cuando su pueblo no goza de demasiada riqueza y libertad, pues, cuando hay estas cosas, los hombres no obedecen de buen grado las leyes duras e injustas; por otra parte, la necesidad y la pobreza abaten sus audacias hacíendoles sumIsos a la fuerza.

Suponed que entonces me levanto y afirmo: Son dignos de vituperio y deshonrosos para el Rey todos los consejos que acabáis de darle. Fuera más honroso y provechoso para él enriquecer a su pueblo en vez de buscar su propia riqueza. Los hombres hacen los Reyes para su propio bien, no para el bien de éstos; los hacen para poder vivir sin temor a sufrir afrentas e injusticias. El Rey debe velar más por la felicidad de su pueblo que por la suya, porque es como un pastor, y el pastor antes que nada tiene que apacentar a sus ovejas.

Yerran los que creen que la defensa y el maritenitniento de la paz consiste en la pobreza del pueblo. ¿Dónde abundan más las disputas, las querellas, los alborotos, las rencillas y las reprobaciones sino entre los mendigos? ¿Quiénes desean más las mudanzas que los que no están contentos del modo cómo viven? ¿No es el más audaz de los rebeldes aquel que espera ganar algo porque no tienen nada que perder? Si un Rey es tan poco amado, tan despreciado de sus súbditos, que no puede infundir en ellos temor, si no es a fuerza de injusticias y confiscaciones y llevándolos a la pobreza, mejor le sería renunciar al trono que intentar mantenerse en él por tales medios, pues, aunque sigan llamándole Rey, la majestad se ha perdido. Nada hay más contrario a la dignidad de un soberano que reinar en un pueblo de mendigos; su deber es regir una nación rica y feliz. No lo ignoraba el valeroso Fabricio (Se refiere a Cayo Luciano Fabricio, quien fuese dos veces Cónsul romano y luego censor. Este funcionario fue tan honesto que prácticamente murió en la miseria teniendo el Estado que encargarse de su entierro) cuando dijo que prefería más mandar a los ricos que ser rico él. Y en verdad es carcelero, y no Rey, el que vive en la riqueza y los placeres mientras los demás lloran, afligidos por causa de ello. Finalmente, este Rey, como es imprudente médico que no sabe curar a un enfermo sin darle otra enfermedad, tampoco sabe mejorar la manera de vivir de sus súbditos si no es quitándoles la riqueza y las comodidades de la vida, y debiera confesar que no sirve para gobernar a los hombres. Dejadle, pues, que enmiende su propia vida, que renuncie a su orgullo y a los placeres deshonestos, porque estos son los vicios que hacen que su pueblo le desprecie o le odie. Que viva de lo suyo, sin hacer daño a ninguno. Que prevenga los crímenes, que no los deje crecer para después castigarlos. Que no vuelva a imponer leyes que han sido abrogadas por la costumbre, especialmente las que han sido olvidadas hace largo tiempo y jamás han sido necesarias. Que no mande, so color de castigar las transgresiones, hacer confiscaciones que un juez consideraría injustas si pretendiera hacerlas un simple súbdito del reino.

Hablaría luego a los consejeros de las leyes de los Macarienses, los cuales moran no lejos de Utopía. Su Rey, el día de la coronación, jura solemnemente que jamás tendrá en sus arcas más de mil libras de oro o plata. Dicen los macarienses que esta ley fue hecha por un buen Rey que se preocupó más del bienestar de su patria que del suyo. Creía así poner estorbos a la acumulación de riquezas, la cual cosa traía irremediablemente la pobreza del pueblo. Preveía que aquel dinero bastana para mantener el orden en su reino y para impedir las invasiones de los enemigos extranjeros. Sabía también que ese dinero, por ser demasiado poco, no le movería a cometer la injusticia de quitar las haciendas a sus vasallos. Tal fue la causa principal que obligo a dictar esa ley. Otra causa fue que el soberano quería que no faltase dinero a sus súbditos para sus cotidiarias transacciones. Un Rey que obra así es temido por los malos y amado por los buenos. Pero si dijera esto y otras cosas semejantes entre hombres que opinan de diferente modo que yo ¿no sería como hablar a sordos?

- En efecto, fuera hablar a sordos - le respondí -. Mas esto no me maravillaría. En verdad. de nada sirve decir semejantes cosas o dar tales consejos si no se está cierto de que serán escuchadas las plimeras y seguidos los segundos. ¿Puede ser provechoso ese inusitado lenguaje para hombres que defienden opiniones tan diferentes? En una plática entre amigos no es desagradable la filosofía escolástica, mas en los Consejos de los Reyes, donde se discuten con grande autoridad los más graves negocios, no hay un lugar conveniente para ella.

- Por esto dije yo que no hay lugar para los filósofos en la Corte - replicó Rafael.

- Verdad es - dije - que para esta filosofía escolástica, que cree poder estar en todas partes, no lo hay. Pero existe otra filosofía más afable, que podemos decir conoce su propio teatro, la cual representa con donaire el papel que le han dado en la pieza. Y esta es la filosofía que debéis usar. Si vos, mientras se está representando una comedia de Plauto, aparecieseis en las tablas vestido de filósofo cuando los esclavos se hallan chanceando entre ellos y os pusierais a recitar los versos que dicen Séneca y Nerón cuando discuten en Octavia, ¿no creéis que hubiera sido mejor hacer de personaje mudo en vez de convertir la pieza en una tragicomedia? Echaríais a perder la pieza al hacer entrar en ella un elemento que no le pertenece, aunque lo que añadieseis vos fuese mejor. Sea el que fuere el papel que queréis representar, haced lo lo mejor que podáis, y no estropeéis nada si recordáis algún lance más gracioso y mejor de otra pieza.

.Lo mismo sucede en la cosa pública y en los Consejos de los Reyes y Príncipes. Si no podéis arrancar completamente de los corazones de los hombres las malignas opiniones; si no podéis, como quisierais, enmendar los vicios que el uso y la costumbre han confirmado, no por esta causa se debe abandonar la República o renunciar a ella. No se debe abandonar el barco en la tempestad porque no se puedan domeñar los vientos. No se puede persuadir a gentes que opinan tan diferentemente con tan desusado discurso. Menester es que obréis de manera, que si no podéis hacer todo el bien que deseáis, logren, a lo menos, vuestros esfuerzos quitar fuerza al mal. Porque no es posible que las cosas vayan bien hasta que los hombres sean todos buenos, y para que esto sea así habrá que esperar muchos años.

- Obrando como decís vos , - replicó Rafael - no puede suceder nada más sino que, si yo intento curar la locura de los demás, me volveré loco como ellos. Cuando deseo decir verdades, es preciso que las diga. No sé si es propio de un filósofo decir mentiras; sólo puedo afirmar que el mentir no es propio de mí. Mis palabras parecerán desagradables, mas no sé ver que puedan parecer extrañas. Si les refiriera esas cosas que finge Platón en su República, o lo que hacen los Utópicos en la suya, lo cual es mejor que lo nuestro, no dejarían de mostrar extrañeza, pues, entre nosotros, cada hombre posee muchas cosas, mientras állí todas las cosas son comunes. ¿Qué contenía mi discurso que no pueda ser dicho en todas partes? No les agradará a los que ya están determinados a seguir el camino contrario, porque.les hara volver y les mostrará los peligros. En verdad, si .todas las cosas que las pervertidas costumbres hacen parecer inconvenientes y despreciables hubiesen de ser desechadas como cosas indignas y vituperables, entonces nosotros, entre los cristianos, deberíamos cerrar los ojos a la mayor parte de las cosas que Cristo nos enseñó y prohibió ocultar, las que Él musitó al oído de sus discípulos y mandó que se pregonasen sobre los terrados. Y la mayor parte de ellas son muy diferentes de las costumbres del mundo de hogaño como he dicho antes.

Supongo que los sutiles predicadores siguieron vuestros consejos, porque, viendo que los hombres obedecían de mal grado la ley de Cristo, han torcido su doctrina cual si fuese una regla de plomo para acomodarla a las costumbres humanas. No veo que se haya ganado nada con ello, a no ser una mayor tranquilidad para los que obran mal. No predominarían mis opiniones en los Consejos de los Reyes, porque si no opinase como los consejeros opinan sería como si no opinara, y, como dice el Misión, de Terencio (Se refiere a Publio Terencia quien fuera un célebre poeta cómico latino), los ayudaría en su locura. No sé adónde lleva el tortuoso camino vuestro. Decís que, si no se puede hacer el bien siempre, hay que procurar que se haga el menos mal posible. No debemos disimular ni cerrar los ojos. Es menester aprobar los peores consejos y decretos. El que tuviese valor para alabar tales decretos sería tenido por algo peor que un espía, sería tenido casi por un traidor.

Estando en semejantes Asambleas, no siempre hay ocasión de hacer el bien; el hombre bueno más pronto se pervierte en ellas que logra la enmienda de los demás. Y si no le echa a perder esa mala compañía, si sigue siendo bueno e inocente, cúlpanle de la maldad e insensatez ajenas. Así, pues, es imposible seguir ese camino tortuoso para hacer que las cosas se tornen mejores. Por eso Platón, en una hermosa comparación, nos dice por qué los sabios se guardan de interponer su autoridad en la República. Cuando ven que la gente que pasa por las calles se moja porque está lloviendo y que no pueden persuadirla a que vuelva a su casa, como saben que, si salen ellos, no lograrán sino mojarse también, se quedan en sus moradas contentos de hallarse bajo techado, ya que no pueden curar la necedad de los demás.

Sea como sea, quiero deciros lo que pienso, maese More. Donde quiera que haya bienes y riquezas privadas, donde el dinero todo lo puede, es dificil y casi imposible que la República sea bien gobernada y próspera. A menos que creáis que es justo que todas las cosas se hallen en poder de los malos, o que la prosperidad florece allí donde todo está repartido entre unos pocos y los más viven en la miseria, reducidos a la condición de mendigos. Me parecen muy buenas y prudentes las ordenanzas de los Utópicos. Les bastan pocas leyes para ordenar bien las cosas. Entre ellos la virtud es muy apreciada. Como todos los bienes son comunes, todos los hombres tienen abundancia de todo. Cuando comparo Utopía con otras naciones, veo que muchas de éstas están haciendo continuamente leyes nuevas, y aun así nunca tienen bastantes; en esos países cada uno llama suyo a lo que posee, y todas las leyes que se hacen en ellos no bastan para asegurar el pacífico disfrute de la cosa poseída, ni para defenderla ni para saber lo que es de uno o lo que es de otro cuando dos llaman suya a la misma cosa. Esto trae infinitos pleitos, cada día más, los cuales no terminarán nunca. Cuando pienso en todo esto, doy la razón a Platón y no me asombro de que no quisiera hacer leyes para aquellos que no estaban dispuestos a consentir que todos los bienes se repartiesen entre todos por igual.

Aquel prudente varón previó que esa igualdad en todas las cosas es el único camino que lleva a la República a la riqueza. Y esto no se logrará mientras haya hombres que llamen suyo a lo que poseen. En efecto, donde todos pueden fundarse en ciertos títulos para aumentar tanto como pueden sus bienes particulares, unas pocas personas se reparten entre ellas todas las riquezas, y no puede haber abundancia general, pues los demás quedan en la pobreza. Y sucede a menudo que los pobres son más dignos de ellas que los ricos, porque los ricos son avarientos, taimados e inútiles y los pobres humildes y sencillos, y su trabajo de cada día es más provechoso para la República que para ellos. Por eso me persuado que no es posible hacer una distribución igual y justa de las cosas, que nunca podrá haber esa felicidad perfecta entre los hombres a menos que se prohiba esa manera de propiedad. En tanto continúe, los más de los hombres tendrán que llevar a cuestas la pesada e inevitable carga de la pobreza. Concedo que se puede mitigar un poco esta miseria, pero niego completamente que sea posible suprimirla del todo. Si se hiciese una ley que dijera que ninguno puede poseer más de una determinada medida de tierra o de una determinada cantidad de dinero; si se decretara que el Rey no ha de ser demasiado poderoso ni el pueblo demasiado rico; que no se deben conseguir los empleos sobornando con dádivas a quien puede darlos; que los empleos no se deben comprar ni vender; que no haya que dar dinero para lograr tales oficios, para no dar ocasión a los que los ejercen de caer en la tentación de recobrar su dinero mediante el fraude y la rapiña, pues si hay soborno los empleos sólo se dan a los ricos, y no se escogen para desempeñarlos hombres probos y sabios; si se hiciesen esas leyes, digo, se mitigarían esos males como se alivian las dolencias de un enfermo que ha perdido toda esperanza de curarse con los remedios, los alimentos y los cuidados que le dan. Mas no se debe esperar que quede sano del todo mientras cada uno sea dueño de lo suyo. En tanto procuréis curar una parte del cuerpo se pondrá más enferma otra parte. Así la curación de una parte causa la enfermedad de la otra, pues nada se puede dar a un hombre si no es quitándoselo a otro.

- Yo opino lo contrario - respondíle -.Yo creo que los hombres no podrán vivir nunca felices donde todas las cosas son comunes, porque ¿cómo puede haber abundancia de bienes donde los hombres dejan de trabajar? Se convierten en holgazanes los que consiguen las cosas sin ganarlas con su trabajo, los que todo lo esperan del trabajo de los demás. Entonces, cuando se hallen en la pobreza, si no hay leyes que den a los hembres el derecho de defender lo que es suyo, lo que han ganado con el trabajo de sus manos ¿no habrá continuamente sediciones y crímenes cruentos? No me imagino, además, cómo podrá mantenerse la autoridad de los magistrados y el respeto que se les debe entre hombres que no admitieran ninguna distinción entre sí.

- No me admira que seáis de esta opinión - dijo Rafael -. No concibe vuestra mente, sino una muy falsa imagen y semejanza de esto. Si hubieseis estado conmigo en Utopía, si hubieseis visto sus instituciones y costumbres, como hice yo en los cinco años o más que viví allí - y no habría vuelto jamás de allí si no hubiera sido para dar a conocer aquí esa nueva tierra - reconoceríais, sin duda, que no habéis visto nunca un pueblo tan bien gobernado como aquel.

- Seguramente os será dificultoso hacerme creer que esa nueva tierra está mejor gobernada que los países que nosotros conocemos - dijo maese Pedro -. Hay grandes talentos lo mismo allí que aquí, y paréceme que nuestras Repúblicas son más antiguas que aquélla. Nuestras Repúblicas, merced a una larga experiencia, han hallado cosas que son convenientes y útiles para la vida humana; además, entre nosotros, han sido descubiertas por azar muchas otras que ningún ingenio hubiera imaginado jamás.

- En lo que toca a la antigüedad de las Repúblicas - replicó Hytlodeo - juzgaríais mejor si hubieseis leído las crónicas y las historias de aquella tierra, y si creemos lo que dicen, existieron allí ciudades antes de que hubiera hombres aquí. Lo mismo allí que aquí, pueden haber sido halladas por los hombres de talento o descubiertas por azar. Mas creo en verdad que, aunque les aventajamos en ingenio, ellos nos ganan en laboriosidad. Según sus crónicas atestiguan, no habían oído hablar de nuestro mundo, que llaman ultraequinoccial, antes de nuestra llegada. Pero hace unos mil docientos años, un barco, empujado por la tempestad, naufragó en la isla de Utopía. Algunos egipcios y romanos fueron arrojados a las costas de aquella tierra, la cual no debían abandonar jamás. ¡Ved ahora el provecho que sacaron de este suceso los laboriosos e industriosos naturales de aquella isla! No hubo ciencia ni oficio de los conocidos en el Imeperio Romano que no aprendieran de aquellos extranjeros. Tan provechoso fue esto para ellos, que no han tenido necesidad después de que fuera allí alguien de aquí. Si por parecido azar alguno de ellos llegó aquí, el recuerdo se ha perdido. Y con el tiempo, quizás olvidarán los utópicos que yo viví entre ellos. Esta es la causa de que su República - aunque nosotros no seamos inferiores a ellos en inteligencia ni en riqueza - esté más sabiamente gobernada y sea más floreciente que las nuestras.

- Ruégoos entonces, maese Rafael - díjele - que nos describáis la isla, sin preocuparos de ser breve. Pintadnos sus campos, ríos, ciudades, costumbres, instituciones, leyes; contadnos todo lo que creáis que nos pueda interesar y todo lo que supongáis que ignoramos.

Nada haré con mas gusto - respondió -. Mas es cosa que necesita tiempo.

- Vamos, pues, a comer - le dije -.Proseguiremos la plática después.

- Sea - contestó.

- Comimos. Terminado el yantar, volvimos al mismo lugar y nos sentamos en el mismo banco. Di orden a los criados de que no nos molestasen. Maese Pedro Egidio y yo rogamos luego a Rafael que cumpliese su promesa. Y viéndonos deseosos de escucharle, después de haber estado pensando en silencio un breve espacio, empezó a hablar de la manera que se dirá en el siguiente libro.

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