Índice de Utopia de Tomás MoroAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

- ¡Muy bien! ,- le respondí -. Con igual razón podríais decir que para estar preparados para la guerra habrá que proteger a los ladrones. Podéis estar seguro de que no faltarán nunca ladrones mientras haya gente como esa de la que vos habláis. Añadiré más: ni los ladrones son malos combatientes, ni esos mercenarios los más cobardes ladrones, porque esos dos oficios se avienen mucho entre sí. Este mal, por mucho que cunda en nuestra Patria, no es propio de ella, sino común a casI todas las nacIones.

Francia sufre una plaga aún peor. Todo ese reino está lleno de soldados mercenarios y como sitiado por ellos aun en tiempos de paz, si paz puede llamarse a semejante estado, a los cuales han dejado entrar por las mismas razones que os persuaden a vos a querer proteger a esos criados ociosos. Porque esos prudentes locos creen que el bienestar del país consiste en tener preparado un poderoso ejército de soldados viejos en su oficio y bien adiestrados, pues ninguna confianza ponen en las tropas bisoñas. Y para tener soldados bien adiestrados, se ven forzados a buscar la guerra, no siendo estas matanzas de hombres las que impiden que las manos y el ánimo se entorpezcan en la ociosidad (Parrafo extraído de la Conjuración de Catilina, en el cual se señala: Ne per otium torpesceret manus aut animus), como ha dicho Salustio. Los franceses han aprendido en sus desgracias lo dañoso que es mantener esas fieras, y los ejemplos que nos han dado los romanos, los cartagineses, los sirios y otras muchas naciones lo atestiguan. No solamente el Imperio, sino los campos y aun las ciudades han sido destruídos por tales ejércitos. Se hace manifiesta la falta de necesidad de tener semejantes tropas al ver que los soldados franceses, adiestrados desde su juventud en el manejo de las armas, no pueden alabarse de haber vencido muchas veces a nuestros bisoños soldados, y no hablaré más de esto porque no me tengáis por adulador. Ni los artesanos de las ciudades ni los rudos campesinos deben tener temor alguno de esos holgazanes criados de los nobles, a no ser que la pobreza haya dejado sin vigor sus almas y sus cuerpos.

Como veis, no hay, pues, peligro alguno que temer. Esos hombres de cuerpo sano y robusto - pues los nobles sólo buscan gente escogida para corromperla -, en vez de aprender un oficio util, en vez de hacer trabajos viriles, se consumen en la ociosidad, se debilitan en ocupaciones mujeriles, se afeminan. En verdad, de cualquier modo que se miren las cosas, no creo que convenga al Estado mantener a tantas gentes de esta clase, solamente para estar preparados para una guerra que no tendréis si no la queréis. La paz merece tanta consideración como la guerra. Pero todo esto no es la sola causa de que existan necesariamente tantos ladrones. Hay otra, y mayor, a mi parecer, que es propia de nuestro país.

- ¿ Cuál es? - preguntó el Cardenal.

- Las ovejas, monseñor - le respondí -. Nuestras ovejas, que tan mansas suelen ser y tan poco comen, se muestran ahora, según he oído decir, tan feroces y tragonas que hasta engullen hombres, y destruyen y devoran campos, casas y ciudades. En todos los lugares del reino donde tienen la mejor lana, la más apreciada, los nobles, los señores y aun los santos varones de los abades, no se contentan con las rentas y beneficios que sus antecesores solían sacar de sus tierras, y no contentándose con vivir muelle y perezosamente sin hacer nada por el bienestar de los demás, aún hacen daño a éstos; no dejan tierras para la labranza, todo es para los pastos. Derriban las casas, destruyen las aldeas ; y si respetan las iglesias es sin duda porque sirven de redil para sus ovejas. Y como si no se perdiera poca tierra en bosques y cotos de caza, esos santos varones mudan en desiertos las moradas y toda la gleba. Así, pues, para que un devorador insaciable, plaga de su Patria, pueda encerrar en un solo cercado varios millares de acres de pastos, muchos campesinos son despojados de lo poco que poseen. Los unos por fraude, otros expulsados o hartos ya de sufrir tantas vejaciones, se ven forzados a vender cuanto tienen. De todos modos, esos infelices hombres y mujeres, maridos y esposas con sus hijos pequeños, huérfanos y viudas tienen que irse a otras partes. Y estas familias son más numerosas que ricas, ya que la tierra pide el trabajo de muchos brazos. Se van, pues, todos, abandonando sus casas, los lugares donde vivieron, y no hallan dónde refugiarse. Sus ajuares, que poco valen, tienen que venderlos por casi nada. Helos, pues, errantes y sin recursos cuando han gastado ese dinero. ¿Qué recurso les queda entonces sino el de robar y ser ahorcados o el de mendigar? Mas si hacen esto último los encarcelan, pues son vagabundos que no trabajan. Nadie quiere darles trabajo, aunque ellos se ofrezcan a trabajar de buena voluntad. Como el único oficio que saben es el de labrador, no pueden ser empleados donde no se ha sembrado.

Un solo zagal, un solo pastor basta para apacentar los rebaños en una tierra que necesitaba muchos brazos cuando estaba sembrada. Por esta causa son más caras las cosas de comer en muchos lugares. Además, los precios de las lanas han subido tanto, que las pobres gentes que hacían paños con ellas no pueden comprarlas ahora, por lo que muchos han de dejar su oficio y estar sin trabajar: Desde que hay tantos lugares de pasto, una inmensa muchedumbre de ovejas ha muerto de morriña (Enfermedad propia del ganado ovino), como si Dios hubiera querido castigar con esta plaga en los rebaños la desordenada e insaciable codicia de sus dueños, que son los que más merecían que hubiese caído sobre sus cabezas. Así, aunque aumente el número de las ovejas, su precio no baja, porque hay muy pocos vendedores, porque casi todos los rebaños están en manos de unos pocos hombres ricos, los cuales no tienen necesidad de vender hasta que ellos quieren, y no quieren vender sino cuando el precio les conviene.

Esto ha traído también la gran escasez de ganado de otras especies, pues, como han sido destruídas las casas de labranza y no se labra la tierra, nadie las cría. Esos ricos crían ovejas, pero no ganado mayor. Compran primero las crías de este último, muy baratas, en otras comarcas, y luego, cuando las han cebado bien en sus pastos, las vuelven a vender excesivamente caras. Y creo que no se han sufrido aún todas las incomodidades de esto. Hasta ahora no se ha advertido la escasez más que en los lugares donde se hacen las ventas. Mas cuando hayan sacado de todas partes más ganado del que puede nacer, habrá menos reses, y, por la codicia irracional de unos pocos, lo que pudo haber sido la mayor riqueza de este reino será la causa de su ruina. Esta gran escasez de cosas de comer hace que las casas se tornen menos hospitalarias y que tengan los menos criados que pueden. Y ¿ qué han de hacer éstos? Mendigar o salir a robar. Y por si esto fuera poco, añádense a estas miserias las suntuosidades desordenadas. Todos, los campesinos, los artesanos, los criados que sirven a los señores y a los nobles, hacen escandalosa ostentación de riqueza en sus ropas y en la mesa. Los alcahuetes, las mujeres de mala vida y las mancebías; las tabernas de vino y de cerveza; los juegos ilícitos, como los dados, los naipes, las damas, la pelota, los bolos, ¿no llevan al robo a los aficionados a ellos cuando se les acaba el dinero? Libraos de estas malignas corrupciones, haced una ley que mande que vuelvan a edificar las aldeas y las casas de labranza los que las han destruído, o a lo menos que consientan que lo hagan quienes deseen hacerlo. No dejéis que los ricos hagan grandes acopios y monopolicen el mercado como a ellos les place. No consintáis que haya tantos ociosos. Haced que vuelvan a labrarse las tierras, que vuelvan a tejerse paños, para que estos ociosos puedan ganar el pan trabajando honradamente, tanto los que la miseria ha llevado ya al robo, como los vagabundos y criados sin oficio que están a punto de tornarse ladrones.

Si no ponéis remedio a tales males, no alabéis esa justicia que tan severamente castiga el robo, pues es sólo hermosa apariencia y no es provechosa ni justa. Dejáis que den a los niños una educación abominable que corrompe sus almas desde sus más tiernos años. ¿Es necesario, pues, que los castiguemos por crímenes que no son culpa de ellos cuando llegan a ser hombres? Porque ¿qué otra cosa hacéis de ellos sino ladrones, que luego castigáis?

Mientras yo hablaba, el jurista preparaba su réplica y estaba determinado a darla del modo que suelen hacerlo los disputadores, los cuales repiten lo que han oído en vez de responder a ello, pues creen que el tener una memoria feliz es lo que más alabanzas merece.

- Bien habéis hablado - me dijo - para ser un extranjero que no sabe de estas cosas más que lo que ha oído decir de ellas. Os probaré que os ha inducido a error vuestra ignorancia de las costumbres de nuestro país, y para ello repetiré primero ordenadamente lo que vos habéis dicho; y, por último, contestaré a vuestros argumentos y los refutaré uno por uno. Paréceme que habéis dicho cuatro cosas ...

- Callaos - le dijo el Cardenal -. Semejante exordio nos promete que vuestra respuesta no será corta. Os dispensamos de que os toméis ese trabajo ahora. Si nada os lo impide a vos y al maese Rafael, sería mi deseo que prosiguieseis esta plática mañana. Pero antes, maese Rafael, quisiera que nos dijerais por qué, según vos, el robo no debe ser castigado con la muerte y qué castigo más conveniente a la República debería ser impuesto a tal delito, porque estoy cierto que no creeréis que el robo debe quedar impune. Si aun sabiendo que les espera tan tremendo castigo hay hombres que no dudan en robar, ¿qué temor, qué fuerza podría detener a los malhechores cuando supieran que no les iban a quitar la vida? Además, juzgarían esa mitigación del castigo como una incitación al mal.

- Creo, monseñor - respondíle -, que es injusto dar muerte a un hombre porque ba robado dinero. Soy de opinión que todos los bienes de este mundo no compensan la pérdida de una vida humana. Y si me dicen que esta justicia castiga la transgresión de las leyes, diré que a esta extremada y rigurosa justicía se le puede llamar suma injusticia. No son justas esas leyes crueles y despiadadas, no es justo sacar la espada para vengar ofensas leves. No debemos hacer lo que hacen los Estoicos, para los cuales todas las ofensas son iguales, como si el homicidio y el robo fueran ambos la misma cosa, como si un crimen no fuese más odioso que el otro, pues si hemos de guardar el respeto debido a la equidad, no hay entre esos dos delitos igualdad ni semejanza. Dios nos manda no matar. ¿Y hemos de matar tan prontamente a un hombre porque nos ha quitado un poco de dinero? Y si los hombres saben que la Ley Divina prohibe matar y se enteran más tarde que las leyes humanas dicen que matar es lícito, ¿no podrían hacer leyes que dijesen que son lícitos el libertinaje, la fornicación y el perjurio? Dios nos prohibe, no sólo quitar la vida a nuestros semejantes, sino quitárnosla nosotros mismos. ¿Podríamos legítimamente matarnos los unos a los otros en virtud de una ley hecha por los hombres? Y esa ley ¿tendría una fuerza tal que haría que aquellos que la cumpliesen, a pesar del precepto divino, escapasen del castigo celestial, y que tuvieran el derecho de hacer perecer a todos los que estuviesen condenados por la justicia humana? Entonces, la justicia de Dios sólo reinaría en donde le permitiera la justicia humana, y, finalmente, serían los hombres quienes determinarían en cada circunstancia hasta qué punto sería conveniente guardar los mandamientos divinos. Aun la ley de Moisés, severa como era, pues se hizo para esclavos, para esclavos endurecidos y tercos, castigaba el robo tan sólo con pena pecuniaria, y no con la muerte. No queramos creer que Dios, en su nueva Ley de clemencia y misericordia, por la que nos gobierna como un bondadoso padre gobierna a sus amados hijos, nos da más espacio y mayor licencia para que seamos crueles con nuestros prójimos y ellos con nosotros.

He aquí por qué creo que ese castigo es injusto. Además, paréceme que nadie sabe cuán irrazonable y cuán pernicioso es para la República que el ladrón y el homicida o asesino reciban igual castigo. Si el ladrón sabe esto, se sentirá fuertemente incitado, y aun constreñido, a dar muerte al que sólo hubiera despojado, pues, una vez hecho el crimen, tendrá menos miedo de que sea descubierto, ya que el muerto no podrá acusarle. Y así esta crueldad no infunde miedo a los ladrones, sino que les mueve a matar. Si me preguntarais cuál sería el castigo más conveniente, respondería que, enmi opinión, no es más difícil de hallar que el peor. ¿Por qué hemos de poner en duda que eran buenos y provechosos los castigos que daban en la antigüedad los romanos, que tan hábiles eran en el gobierno de la República? En Roma, los grandes criminales eran condenados a trabajar en las canteras, a sacar metales en las minas, a llevar cadenas todos los días de su vida. Tocante a esto, no he visto en ninguna nación nada que pueda compararse a lo que, viajando por el mundo, vi en Persia entre los llamados comúnmente Polileritas (Podría traducirse como los necios), cuyo país es grande y está sabiamente gobernado. Cumplen solamente sus propias leyes, y son libres, aunque pagan un tributo anual al poderoso Rey de los persas. Mas como están lejos de la mar y casi cercados por altas montañas, y se contentan con los frutos que da su tierra, que es muy feraz, no van ellos a otros países ni las gentes de otros países vienen al suyo. Fieles a la antigua costumbre de su nación, no desean ensanchar los límites de ella. Sus montañas los defienden y el tributo que pagan a su Rey los libra de tener que ser soldados. Viven cómodamente, aurique sin suntuosidad, y son más felices y ricos que insignes y famosos. Creo que su nombre solamente lo conocen sus vecinos más cercanos.

Entre los Politeritas, un sujeto convicto de robo tiene que restituir las cosas robadas a su legítimo dueño, y no al Rey, como es uso en otros países, pues creen que el Príncipe no tiene más derecho sobre ellas que el mismo ladrón. Si perecen las cosas robadas, se pagan con los bienes de fortuna que posee el ladrón, y lo que sobra se devuelve a la esposa e hijos de éste, el cual es condenado a trabajos públicos. Si el robo es de po ea monta, el ladrón no es encarcelado ni cargado de cadenas. Los que se niegan a trabajar o lo hacen con holgazanería, son forzados a ello a zurriagazos y les ponen cadenas. Los que muestran buen ánimo en el trabajo no son maltratados. Cada noche los llaman por sus nombres y son encerrados en aposentos. Sólo tienen que trabajar de día y su vida no es dura ni incómoda. Danles bien de comer a expensas de la República, porque son siervos de ella. Se apela a diversos recursos para mantenerlos. En algunas partes los mantienen con las limosnas que dan para ellos; y aunque este recurso es incierto, por ser el pueblo muy misericordioso, no se halla otro más provechoso o que resulte más abundante. En algunos lugares se señalan ciertas tierras y con lo que ellas dan los mantienen; y en otros lugares se hace pagar un tributo especial a sus moradores.

Otras regiones hay en que los esclavos - llaman así a los condenados - no trabajan para la República. Cualquier persona particular que necesite gañanes, los alquila por días, dándoles de comer y beber y pagándoles un jornal un poco menor que el que se da a los gañanes libres; y el amo tiene además el derecho de castigar con azotes a los perezosos. Así los condenados nunca carecen de trabajo y tienen lo que necesitan para vivir. Tienen que entregar algo de lo que ganan para el Tesoro de la República. Todos llevan un vestido del mismo color y no les rapan sino la parte de la cabeza que está encima de las orejas; pero les cortan la parte superior de una de las orejas. Todos ellos pueden recibir de sus amigos regalos de alimentos y bebidas y también un vestido del color prescrito; pero un regalo en dinero trae consigo la muerte del que lo hace y del que lo recibe. Igual castigo se impone al hombre libre que, por cualquier razón, toma dinero de un esclavo y al esclavo que toca armas. Cada condado marca a sus esclavos con distintas señales. El que se quita la marca es castigado con la muerte, y también el que es visto fuera de los límites de su condado o hablando con un esclavo de otro condado. Un intento de fuga no es menos peligroso que la misma evasión. Quien ayuda a otro a fugarse, pierde la vida, si es esclavo; la libertad, si es libre. Se premia a los delatores: al hombre libre, con dinero; al esclavo, con la libertad. Si el delator es uno de los cómplices le es perdonado su delito. Así es mejor arrepentirse a tiempo que perseverar en una mala intención.

Estas son las leyes y orden de ese pueblo, como os he dicho. Bien se echa de ver lo conveniente que es y lo lejos que está de la crueldad esa humanidad, esa benevolencia que usan. Con el castigo sólo se proponen destruir los vicios y salvar a los hombres, para que éstos elijan el ser buenos y reparen en lo restante de su vida el mal que antes hicieron. A más se teme muy poco que puedan volver a su viciosa condición, y los viajeros los toman como guías sin desconfianza alguna, para ir de un condado a otro, y en cada condado los cambian tomando otros. Si quisieran robar no podrían hacerlo, pues no llevan armas, y el dinero que les hallasen encima delataría su criminal acción. Sabe que será castigado y que no tiene esperanza alguna de poder huir. ¿Podría ocultar su fuga un hombre que no va vestido como los demás? Si huyera desnudo le delataría el modo cómo lleva rapada parte de la cabeza y la oreja cortada. Tampoco es de temer que se junten para conspirar contra la República. Los esclavos de un solo condado no podrían llevar a cabo tal intento sin la ayuda de los esclavos de otros condados. Esto es del todo imposible para hombres que tienen prohibido el hablarse entre sí o saludarse. No se atreverían a proponer esto a sus compañeros, pues saben sobradamente lo peligroso que es guardar un secreto y lo provechosa que es para ellos la delación. Por otra parte, nadie desespera de alcanzar su libertad algún día mostrando humilde obediencia y paciente resignación, dando pruebas de que llevará una vida de verdadero hombre honrado en lo venidero. Y, en efecto, cada año son premiados con la libertad los que han sabido tener esa mansa resignación.

Dicho esto, iba a añadir que no comprendía por qué no podían ser impuestos este orden y estas leyes en Inglaterra con mucho más provecho que la justicia que tanto había alabado el jurista, cuando éste habló así:

- Jamás se podría imponer esto en Inglaterra sin peligro para la República.

Y al decir esto, meneó la cabeza y puso mala cara. Luego calló. Todos los presentes aprobaron sus palabras.

- Es difícil juzgar,- dijo el Cardenal - sin antes probarlo, si ese orden sería bueno o malo aquí. Mas si, después de haber sido pronunciada la sentencia de muerte, mandase el Rey suspender y aplazar la ejecución, podría intentarse la prueba, aboliendo antes el derecho de asilo en los lugares sagrados. Y si se viese que esto era bueno y provechoso, se podría hacer. De no ser así, se tendría que cumplir la sentencia y dar muerte a los condenados. Nada de esto sería dañoso para la República. Y creo yo que se podría tratar de igual modo a los vagabundos, contra los cuales se han dictado ahora tantas leyes que no han conseguido enmendarlos./p>

Luego de haber hablado así el Cardenal, todos tuvieron grandes alabanzas para mis dichos, los cuales habían desaprobado poco antes. Pero lo que más aplaudieron fue lo que había añadido el Cardenal acerca de los vagabundos. No sé si sería mejor callar lo que siguió; sin embargo, como no es cosa mala y tiene bastante relación con lo que se había hablado antes, lo contaré también.

Hallábase allí cierto parásito burlón que pretendía imitar a un bufón y conseguía, no sólo parecerlo, sino serlo. Era tan afectado en el hablar y decía cosas tan fuera de tiempo y lugar que movía a risa a sus oyentes, los cuales reíanse más a menudo de él que de sus chocarrerías. Mas de vez en cuando salían de sus labios palabras juiciosas, cual si quisiera hacer verdad el proverbio que dice: Quien tira, da en el blanco al final. (Proverbio extraido de los Adagios de Erasmo). Dijo a la sazón uno de la compañía que ya que en mi discurso había hallado un buen remedio para acabar con los ladrones y el Cardenal otro para corregir a los vagabundos, aún faltaba encontrar otro para favorecer a aquellos que, viejos, enfermos y caídos en la pobreza, no podían trabajar para ganar el sustento. A esto replicó el burlón:

- Dejadlo para mí y veréis cómo halloel remedio. Lo que más quisiera es no tener que tropezar con tales gentes, que me han importunado muchas veces pidiéndome limosna con lágrimas en los ojos y jamás han podido sacarme ni una sola moneda. Siempre me sucede una de estas dos cosas: o no quiero darles dinero, o quiero dárselo y no puedo porque no lo tengo. Ahora que saben bien que no pueden esperar de mí más de lo que podrían esperar de un sacerdote o un monje, me dejan pasar cuando me ven sin decirme nada, para no pedir en vano. Yo haría, pues, una ley que mandase que todos los mendigos fuesen repartidos entre los conventos, para que los varones fueran convertidos en lo que los frailes llaman legos y las hembras en monjas.

Sonrióse el Cardenal y aprobó la chanza. Los demás hicieron lo mismo. Pero un fraile, que era licenciado en Teología, a quien estos dichos sobre los curas y las monjas habían puesto de excelente humor, empezó también a bromear, a pesar de ser hombre grave.

- No acabaréis con los mendigos - dijo el bufón - si no os preocupáis también del bienestar de los frailes. - ¿Por qué? - replicó el parásito - ¡Monseñor ya ha hallado el remedio! Hay que hacer trabajar a los vagos. ¿Y no sois vosotros los mayores vagos del mundo?

Viendo que el Cardenal nada replicaba, echáronse todos a reir, menos el fraile, el cual, ofendido por lo que acababa de decir el bufón, se indignó y enfadó tanto que no pudo domeñar su cólera y le llamó bellaco, villano, marrano, maldiciente. calumniador e hijo de perdición, mezclando con estas palabras las más terribles imprecaciones sacadas de las Sagradas Escrituras.

Entonces el bufón comenzó a mofarse de un modo que naclie lo podría hacer mejor, y dijo:

- Sosegaos, buen fraile, no os irritéis. Está escrito: Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas. (Párrafo extraído de un versículo del Evangelio según San lucas).

A lo que respondió el fraile con estas palabras:

- No estoy airado, malvado, pillo de horca, o por lo menos no peco, pues dijo el Salmista : Enojaos, y no queráis pecar más (Extraído del Libro de los Salmos).

El Cardenal amonestó con dulzura al fraile para que se reportase.

- Vos sabéis, Monseñor, que tengo el deber de hablar así - dijo el amonestado. Los mismos santos han tenido estos arrebatos de furor. Dice un Salmo:

El celo de tu casa me devoró (Extraído también del Libro de los Salmos). Y se canta en las iglesias: Los que se burlaron de Elíseo cuando entró en la¡ Casa de Dios, sintieron la cólera del calvo (Párrafo que proviene del himno De Resurrectione Domini de Adam de San Victor), como la sentirá este villano burlón.

- Creo que lo hacéis con buena intención - díjole el Cardenal, mas pareceme que obraríais más sana y prudentemente no prosiguiendo esta insensata altercación con hombre tan necio.

A lo que replicó el fraile:

- No, Monseñor no sería más prudente. Salomón el sabio, dijo: No respondas al necio imitando su necedad (Párrafo extraído del Libro de los Proverbios), y es lo que estoy haciendo ahora para que vea este necio en qué abismo puede caer si no tiene más cuidado. Y si los que se burlaron de Eliseo, que era un solo hombre calvo, sintieron la ira del calvo, ¿cómo no ha de sentirla más aún este burlón que se mofa de tantos frailes, entre los cuales hay muchos calvos? Tenemos también las Bulas del Papa en virtud de las cuales los que se burlan de nosotros están excomulgados.

Viendo el Cardenal que la disputa no llevaba trazas de acabar, hizo una discreta seña con la mano para mandar salir al bufón, y pasamos a hablar de otras cosas. Al cabo de poco espacio, levantóse de la mesa y nos despidió. Fuese a conceder audiencia a los que venían a pedirle favores.

- Ved, maese More, qué larga y tediosa ha sido la historia que os he contado. Seguro estoy de que me hubiese avergonzado de haber hablado tanto si no hubiera sabido que vos lo deseabais y me escuchabais con gusto. Hubiera podido ser más breve, pero quería persuadir a mi auditorio, que empezó desaprobando mis palabras y acabó alabándolas cuando oyó decir al Cardenal que no le parecían mal. Por adular a Monseñor, no siritieron rubor alguno al aplaudir las desatinadas invenciones de un bufón, animándoles a ello el ver que el amo de éste había sonreído al oirlas y no las había refutado. Ya véis en cuán poca estima tienen los cortesanos mi persona y mis opiniones.

- Os aseguro, maese Rafael, que os he escuchado con agrado - dije. -- Las palabras que habéis dicho han sido discretísimas. Hanme hecho creer que me hallaba, no solamente en mi patria, sino también en el palacio del Cardenal, de quien habéis hecho tan bello retrato. Me habéis traído dulces recuerdos de la niñez, porque en ese palacio pasé mi infancia y me enseñaron lo que sé. Ya os profesaba mucho afecto, amigo Rafael; pero no podéis imaginaros lo que ha crecido ese afecto en mi corazón al ver lo que favorecéis a aquel hombre. Mas esto no cambia la opinión que tengo formada de vos. Sigo creyendo que si quisierais estar en la Corte de algún Príncipe, vuestros consejos podrían ser muy útiles y provechosos a la República. Os obliga ese deber, que es el de todo buen ciudadano. Ya sabéis que ha dicho vuestro admirado Platón que . ¡Cuán lejos están aún las Repúblicas de esta felicidad si los filósofos no se dignan modelar el ánima de los Reyes con sus sabios consejos!

- Los filósofos no son tan adustos - respondió - y lo harían con agrado si los Reyes y Príncipes estuviesen dispuestos a seguir los buenos consejos. Muchos de ellos lo han hecho ya en sus libros. Pero no hay duda de que Platón ya previó que los Reyes, a menos de entregarse al estudio de la filosofía, jamás querrán escuchar los consejos de los filósofos, porque sus corazones están pervertidos desde su más tierna edad por las ideas falsas y malas. Platón vió que esto era verdad en el ejemplo del Rey Dionisio. Si yo propusiera a algún Rey que se diesen leyes sabias, si intentase arrancar de su alma las perniciosas causas originales de vicio e iniquidad ¿no creéis que sería arrojado de su Corte o se reirían de mí? Suponed que me hallase con el Rey de Francia y estuviera sentado en su Consejo tratando de negocios secretos. El monarca y sus más talentudos consejeros y ministros hállanse presentes allí. Búscanse los medios de poder conservar Milán, de impedir que se separe Nápoles, de conquistar Venecia, de someter a toda Italia; luego de unir a la Corona toda la Borgoña, Flandes y Brabante, sin contar otros reinos y tierras que hace largo tiempo se tiene el propósito de invadir. Uno aconseja que se concierte con los venecianos un Tratado de Paz, que durará toda el tiempo que sea menester, y ceder a éstos parte del botín, la cual sería recobrada cuando se hubiera arreglado todo a gusto de Francia. Otro opina que sería mejor traer alemanes. Este otro dice que hay que ganar el favor de los suizos dándoles dinero. Aquel da el consejo de hacer un sacrificio y apaciguar con oro al poderoso Emperador. Aquel otro aconseja hacer las paces con el Rey de Aragón, restituyéndole el reino de Navarra. Hay quien propone que se intente hacer una alianza con el Rey de Castilla, ganando antes a algunos señores de aquella Corte, los cuales serían comprados mediante una pensión.

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