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CAPÍTULO III

¿Existirá moneda en una sociedad comunista libertaria?

La cuestión que planteamos aquí se refiere a la de saber si, bajo cualquier forma de sociedad, y aun en el caso en que la producción social se adaptara tan fielmente como fuera posible al consumo, se tendrá necesidad de una medida de los valores, de un bien numeral, bajo cuya forma se expresan todos los demás bienes.

Al abordar este problema, hacemos observar primeramente que no puede tratarse aquí más que de una moneda verdadera, de un bien que posea debidamente, en sí, el valor que se le atribuye. Así ocurre, en la sociedad actual, con el oro y a veces también con la plata.

No se tratará, pues, de la moneda fiduciaria o papel-moneda ni de todas esas monedas de complemento de cobre, bronce o níquel, etc., que tienen un curso forzado, pero que no representan, fuera de su medio, más que una ínfima parte del valor que nos vemos obligados a atribuirles allí donde tienen circulación. En cuanto al papel-moneda, sabemos que no tiene un valor sino porque y tanto tiempo como el papel esté garantizado por una cantidad suficiente de oro o de plata.

La cantidad necesaria de garantía se determina matemáticamente, y es casi una tercera parte del valor nominal del papel-moneda. Se ha podido calcular que sería imposible que más de una tercera parte del público poseedor de papel-moneda se presentase en una época determinada en las ventanillas de los bancos para reclamar oro contra el papel. Con esta restricción de una tercera parte aproximadamente, la regla que precede es no obstante rigurosa. Y, aun antes de que sea alcanzado el nivel-límite de la garantía metálica, se observa, en el orden social actual, que se apodera del público cierta nerviosidad y que a veces se convierte en pánico, en avalancha hacia las ventanillas de los bancos. Es la especulación la que acelera la baja de la moneda fiduciaria en casos semejantes.

Recordamos la baja formidable del franco y, peor aún, la del marco. Aun recientemente, en 1931, Alemania e Inglaterra han venido a demostrar que un gobierno no puede disminuir a su antojo la existencia-oro del país si no quiere exponer a éste al pánico. Ni aun la libra esterlina inglesa, que parecía tan sólidamente establecida, ha podido resistir a la baja desde que la garantía-oro comenzaba a disminuir sensiblemente y a aproximarse al nivel-límite prescrito.

Por el contrario, ha podido comprobarse en los Estados Unidos, durante los últimos meses de la guerra y en la post-guerra, que el dólar-papel valía a veces un poco más (uno o dos centavos) que el dólar-oro, porque el papel-moneda del país estaba tan sólidamente garantizado, que los billetes de banco empezaban a presentar verdaderas ventajas de comodidad sobre la moneda-oro: los Estados Unidos se habían enriquecido considerablemente en oro durante la duración de la guerra, y, sabiendo bien todo el mundo que se podía cambiar en cualquier momento y en cualquier cantidad papel-moneda por oro, prefería entonces los billetes de Banco porque son más cómodos que el metal para el pago de fuertes sumas.

Eliminemos ahora, antes de abordar a fondo nuestro problema, una cuestión secundaria, pero no desprovista de importancia: supongamos por un momento que sea necesario un medidor general de los valores en cualquier forma de sociedad. ¿Se verá siempre, en este caso, que sea el oro o la plata, o incluso ambos metales simultáneamente (bi-metalismo), los que serán preferidos a cualquier otro bien?

Cierto es que, en los países modernos, no podriamos elegir como mercancía numeraria general nueces de coco, que sirven como moneda corriente en ciertas regiones de la costa de Africa.

No más adecuado para el objeto perseguido serían el ganado, la sal, el tabaco o los dátiles, etc., que emplean aún hoy los semi-civilizados en otras partes del mundo.

En el medio de los economistas, fue propuesto algunas veces elegir el trigo en lugar del oro o la plata como moneda corriente. El trigo es una riqueza conocida como tal en todos los países civilizados. Pero tiene, de común con todos los demás productos agrícolas, la enorme desventaja de ser perecedero. El trigo comienza a disminuir de volumen, al secar, poco tiempo después de la cosecha. Luego, su valor cambia muy rápidamente de estación a estación, según la abundancia o la pobreza y también la calidad de las cosechas.

El trigo no podría servirnos como mercancía numeraria, no más que otro producto agrícola cualquiera.

Por tanto, nos veremos siempre obligados a fijar los ojos en un metal. Pero el hierro se enmohece fácilmente y no es lo bastante caro para su peso; para pagar en hierro algunas cabezas de ganado en los mataderos, el carnicero tendría que llevar todo un camión lleno de hierro o de acero, y los gastos de manutención serían desmesurados. Obligados a recurrir a uno de los metales preciosos, los hombres no tendrían apenas otra elección que entre el oro y la plata, con el platino, quizá en el porvenir, como recurrente.

Pero ¿no podría elegirse el trabajo como medida del valor en lugar de una mercancía palpable? Esta ha sido la idea propagada por algunos economistas-metafísicos de la pasada época, principalmente por Carlos Marx y Rodbertus. El valor y el precio de todo bien se expresarían entonces en jornadas, horas y minutos de trabajo humano.

Sin embargo, trabajo y trabajo no son la misma cosa, y Carlos Marx, deseando expresar el valor de todas las mercancías en trabajo, fue inducido a inventar una abstracción que es también una quimera; quiso reducir todo trabajo a trabajo humano abstracto (abstrakt menschliche Arbeit), o a simple trabajo social medio (einfache gesellschaftliche Durchschnittsarbeit), trabajo al cual no se tiene en cuenta aun más que si es socialmente necesario. Empero, semejante trabajo nunca ha existido de otro modo más que en la imaginación de Carlos Marx: Este trabajo no es trabajo concreto medible, y su aplicación como unidad de valor sería siempre muy arbitraria.

Es absolutamente imposible expresar una hora de trabajo de sabio, de químico o de artista en horas de trabajo de un mecánico o de un albañil. No solamente la posibilidad de aplicar una medida más o menos exacta deja de existir aquí, sino que también hay que considerar esas grandezas como inconmensurables e incomparables.

Un camarada me ha hecho observar, durante una discusión sobre la naturaleza de la moneda como medida de los valores, que esa objeción no es muy seria, pues desde hoy, decía, ha sido resuelta por los empresarios capitalistas. Estos hacen pasar el coste de las horas de trabajo de sus técnicos de laboratorio a los gastos generales.

Sin embargó, ¿es esta una solución? ¿Una solución lógica del problema que nos interesa? Y ese costes de las horas de trabajo de los técnicos, ¿es el valor real de su trabajo expresado en dinero? ¿O hay que ver, por el contrario, en los procedimientos arbitrarios que aplican los empresarios capitalistas una prueba del hecho de que el problema es realmente insoluble?

Observemos sólo el hecho de que los contratistas capitalistas continúan pagando en todas partes el mismo trabajo, por ejemplo la misma longitud de hilo producida, de manera distinta a un hombre que a una mujer porque las mujeres no saben defenderse tan bien como los hombres. Y si las soluciones, halladas por los contratistas capitalistas diesen en verdad una medida un tanto exacta del valor del trabajo humano, ¿es que los obreros habrían tenido necesidad de organizarse en sindicatos y de librar batalla, durante más de medio siglo, con los contratistas a fin de enseñarles, por medio de las huelgas, a modificar su manera de medir el valor y el precio del trabajo y a aumentar los salarios?

Lo que es peor, aun cuando se pudiera comparar y medir el esfuerzo intelectual de un químico y el esfuerzo muscular de un herrero, no se tendría más que el valor de producción de los artículos que ambos trabajadores ofrecen a la Humanidad. Ahora bien, bajo cualquier forma de sociedad, los productores deben contar siempre con los juicios de los consumidores, y éstos no son siempre tan indulgentes para con ellos como no lo fue, en su tiempo, Carlos Marx. En efecto, éste sólo contaba con el valor de producción haciendo abstracción, al principio de su volumen primero sobre el capital, del valor de uso de los bienes.

En una palabra, tan sólo en un caso especialísimo podría servir el trabajo humano como medida de valor: sería en el caso en que un gobierno dictatorial, tal como el gobierno de los Soviets rusos, declarara arbitrariamente que una hora de trabajo de un sabio vale por las tres cuartas partes, o por las nueve cuartas partes, de una hora de trabajo de un jornalero, etc. Si semejante gobierno dispusiera de las fuerzas militares y policíacas suficientes para hacer detener, encarcelar o fusilar a los recalcitrantes, podría quizá lograr el mantener durante algún tiempo su régimen arbitrario y obligar a trabajar a los que se estimasen lesionados. Sin embargo, no podemos contar aquí más que con un medidor de valores real, cuya medida garantiza la exactitud necesaria.

Llegamos ahora a la cuestión esencial: ¿es que, bajo cualquier forma de sociedad, tendrán necesidad los hombres de un medidor de valores, de un bien que sirva para expresar el valor de los demás bienes? Hemos tenido que discutir esta cuestión tantas veces como la de la organización de la producción, principalmente en los medios de los socialistas, de los sindicalistas revolucionarios y de los anarquistas.

He aquí la argumentación de numerosos camaradas: El valor de los bienes es una concepción capitalista. Realizada la revolución social, una vez que la producción sea definitiva y armónicamente adaptada al consumo, los almacenes centrales suministrarán todos los productos agrícolas o industriales que necesite la humanidad. No se ve la razón de ser de la concepción de un valor.

Con frecuencia hemos respondido: No sabemos lo que harán los hombres dentro de mil o dos mil años. Es posible que entonces nuestros descendientes procuren producir lo más posible, sin extenuarse, no obstante, y sin tomar en el montón, en los almacenes comunales, regionales o nacionales más que lo justo de que tengan necesidad, sintiéndose felices de haber trabajado mucho para los demás. Pero lo que sabemos bien es que la toma del montón será imposible, durante varios siglos, con los hombres que conocemos y dándonos cuenta bien de su posible evolución. Y si dentro de veinticinco años o de un siglo el estricto comunismo será posible tal vez en el consumo, al menos para ciertos productos de primera necesidad; sin embargo, aun para esos productos, la toma del montón sería injusta e imposible de aplicar.

Por el contrario, precisamente para los productos alimenticios, vestidos, etc., que podrían estar disponibles entonces gratuitamente, serían necesarios el más severo control y las más severas medidas de los valores a fin de no arruinar a la sociedad en detrimento de los buenos trabajadores, sobrios y modestos.

Creemos, por tanto, personalmente, que en una sociedad comunista será siempre necesario, más aún que en la sociedad capitalista actual, el controlar lo que cada cual produce y lo que toma cada cual para satisfacer sus necesidades. Y se impondrá un medidor de todos los bienes, en forma de un bien numeral general, en el orden social con el cual podremos contar en el porvenir, por lejano que podamos prever este porvenir.

Y no hablamos aquí exclusivamente de ese periodo de transición en que una revolución social haya barrido ciertamente las potencias capitalistas, sino en que las tradiciones de la civilización capitalista continuarán sobreviviendo por mucho tiempo todavía en los usos y costumbres del campo y de las pequeñas ciudades y, para ciertos medios, también en los centros de la industria y de las comunicaciones.

Hablamos también de un orden social socialista-comunista firmemente establecido, de una sociedad, por ejemplo, en la que existan verdaderamente almacenes centrales, locales, regionales o nacionales que suministren todos los productos alimenticios, vestidos, etc., a los consumidores, libres de ser proveídos asimismo por las diversas comunas.

Tomemos, en este caso, el ejemplo de tres comunas que cuenten aproximadamente el mismo número de habitantes y que dispongan de riquezas casi iguales. Supongamos que una, de carácter principalmente agrícola, logra suministrar anualmente a su almacén central, por término medio, 1,000 sacos de trigo; que la segunda, en la cual predomina la crianza de ganado, envía 300 cabezas de ganado como sobrante de lo que debe guardar para el consumo de sus propios habitantes; por último, que la tercera comuna, industrial, ceda 30 autobuses o coches de ferrocarril y de tranvía.

¿Es de creer que semejante situación sería justa si 30 autobuses o coches equivaliesen más bien a 10, 000 sacos de trigo que a 1,000 y a 3,000 cabezas de ganado más bien que a 300?

Las cifras comparativas sólo sirven aquí, naturalmente, para expresar esta verdad: que las diversas comunas reclamarían medidas muy severas para que las cargas de la producción y los trabajos de la manutención y del transporte fueran repartidos casi de manera equitativa. Los obreros industriales, por ejemplo, no querrían trabajar intensamente, desde por la mañana hasta el anochecer, en las minas y en las fábricas, para que los campesinos pudieran divertirse en la feria. Y de manera inversa.

Sin embargo, ¿cómo saber lo que representan 1,000 sacos de trigo, 300 cabezas de ganado, 30 autobuses o coches, etc., si no existe un medidor general de los valores, teniendo en cuenta, no sólo el valor de producción y las horas de trabajo que representan las diversas riquezas, sino también el estado en que se encuentran y las necesidades que tiene la vida social de ellas, es decir, el valor de uso de esas riquezas?

Tomemos aún otro ejemplo: En una ciudad existen doce tenerías. Pero en una de ellas un hombre poco competente e insuficientemente dotado de capacidades técnicas ha logrado ser nombrado director. Bajo su dirección, los trabajos se han aminorado hasta el punto de que las remuneraciones de los obreros, los gastos de las reparaciones, la amortización de las máquinas, etc., sobrepasan en su conjunto a lo que la fábrica produce en cueros anualmente. ¿No habría que cerrar semejante establecimiento en sociedad comunista o confiar, al menos, la dirección a manos más capaces? Pero ¿cómo saber la realidad de los hechos si no existe un medidor general en cuya forma puedan expresarse el coste de fabricación -incluídos todos los elementos- así como el valor de los cueros producidos semanalmente, mensualmente o anualmente? ¿Cómo saber si un establecimiento industrial es viable cuando no se posee un medidor general de los valores?

Uno de nuestros camaradas nos ha hecho observar que semejantes ejemplos, que podrían multiplicarse, tienen aún demasiada relación con el período de transición de la sociedad capitalista en sociedad socialista-comunista. En una sociedad comunista evolucionada y definitivamente establecida, decía, no habrá ya cambios de un objeto por otro. El oro o la plata serían entonces una ayuda ficticia, pues los productos serían entregados directamente.

Nosotros respondimos que, aun en sociedad capitalista, la moneda, oro o plata, no presta, con la mayor frecuencia, más que servicios ficticios. Existen entre los bancos cámaras de compensación (Clearing Houses), donde las diversas direcciones hacen la cuenta diariamente de lo que cada establecimiento debe a los demás. Luego sólo es en casos excepcionales cuando los grandes desembolsos entre particulares se efectúan aún en nuestros días al contado o contra envío de oro. Existen cheques, letras de cambio y toda clase de distintos procedimientos comerciales para evitar en todo lo posible el intercambio verdadero de mercancías.

Ahora bien, queremos aceptar que en sociedad comunista definitivamente establecida, el envío y la recepción de los víveres, ropas, etc., se haga inmediatamente y sin intercambio real de un bien numerario. Sin embargo, este bien continuará siendo, a pesar de todo, el numerario. Mientras que los envíos y las recepciones no exigirán ya el intermediario directo de ese bien (por ejemplo, oro o plata), el bien en cuestión, convertido en un numerador ficticio, continuará expresando sin embargo, en una forma clara y precisa, los valores relativos de todos los demás bienes. Consideramos también que una sociedad socialista-comunista definitivamente establecida, si quiere poder seguir existiendo, tendrá necesidad de una estadística especial de los valores de las diversas riquezas mucho más severa que la que necesita la vida en sociedad capitalista.

Basamos esta opinión en el hecho siguiente: que el capitalista particular se apercibe pronto de que sus gastos sobrepasan a los ingresos y de dónde procede exactamente el mal. Pero la enorme complejidad de una vida social en un sistema social-comunista exige una contabilidad muy exacta, y esta contabilidad no es posible si no pueden expresarse claramente los valores respectivos de los bienes bajo la forma de uno de ellos.

Pero si la moneda, en forma de oro o de plata, continúa existiendo en una sociedad, social-comunista, ¿dónde se halla entonces la dlferencia, para nosotros, entre esa sociedad y la sociedad capitalista?

Para responder a esta pregunta, que nos ha sido formulada más de una vez, hay que preguntarse primeramente cuáles son las quejas que tenemos actualmente contra el oro o la plata como numerario y que no tenemos contra el trigo, el ganado, el hierro o contra cualquiera otra mercancia.

Hay que advertir que el oro y la plata son mercancías como las demás. No es éste el lugar de tratar la cuestión de saber de qué forma se establece, en el encuentro de los productores con los consumidores -ya sea en sociedad capitalista o bien en sociedad comunista-, el valor y el precio de las diversas riquezas.

Hay que darse cuenta, no obstante, del hecho de que ya hoy, en el mercado internacional del oro, en Londres, se tienen en cuenta rigurosamente todos los factores que entran en el precio de coste de fabricación del oro, incluso del coste de transporte de éste desde el Africa del Sur a Londres. Cierto es que los grandes productores del oro, fuertemente organizados, no producen voluntariamente más que cierta cantidad de oro con el fin de mantener a este metal en un precio determinado. Pero los trusts, Ios carteles y los consorcios aplican este mismo procedimiento a otras muchas mercancías, que el oro no presenta, desde este punto de vista -es decir, en lo que concierne a su precio de monopolio-, ninguna diferencia con los productos de todas las industrias fundamentales.

Pero siendo mercancía-numeraria, el oro se diferencia, en la sociedad capitalista de hoy, de todas las demás riquezas en que el que lo posee, o quien posee su equivalente en papel-moneda, puede prestar su mercancía a otra persona y reclamar anualmente un interés del 5 o del 6 por ciento, por ejemplo, además del capital prestado. Cada suma de 100 pesetas reporta así a su poseedor 5 o 6 pesetas, sin que éste tenga necesidad de trabajar para obtener esas 5 o 6 pesetas. Esto no sucede, o sucede muy raras veces, con el ganado o con el trigo, porque estas mercanclas no son mercancias numerarias, es decir, que no podría uno procurarse con el ganado o con el trigo todas las mercancías que uno deseara. El que quiere construir una casa no puede ir a buscar los materiales necesarios llevando vacas a la fábrica de ladrillos o a la fábrica de cemento.

Imaginémonos ahora que se halle establecida definitivamente la sociedad social-comunista y que las diversas comunas del país provean regularmente los almacenes locales, regionales y nacionales de la manera que los campesinos cooperadores abastecen en la actualidad y diariamente a su lechería de la leche necesaria.

Los bancos serán todos nacionalizados. Cada comuna se ha hecho propietaria de todas las tierras y de todas las casas situadas en su territorio.

Supongamos ahora que nosotros, Cornélissen, recibimos la visita de un descendiente de un antiguo propietario y que nos dice: Señor Cornélissen, he oido que tiene usted la intención de fundar una revista económica y de comenzar la publicación de libros. Tendrá usted necesidad de dinero para su instalación. Ahora bien, mi familia ha podido salvar, en la vorágine de la revolución social, algunos cientos de miles de francos. Estoy dispuesto a prestarle cien mil o doscientos mil francos al 5 por ciento. ¿Le parece bien el trato?

Es evidente que le responderíamos que, para la instalación de una editorial, no tendríamos necesidad alguna de su dinero.

¿Cómo me pide usted, señor mío -sería la respuesta-, que guarde yo su dinero y que, en lugar de pagarme por este servicio (pues sería yo quien tendría la responsabilidad de su dinero), me propone usted que sea yo el que le pague? No tengo necesidad de su servicio. En la pequeña comuna donde resido, se me conoce. La comuna es muy rica. Si necesito cien mil o doscientos mil francos, podré obtenerlos gratuitamente. Naturalmente que mi editorial estaría entonces bajo la vigilancia del Banco comunal que examinaría constantemente mis libros. Pero ésta es una inspección puramente financiera, contra la cual no tendría que formular objeción ninguna, pues es evidente que no tengo derecho a despilfarrar o a malversar los fondos de la comuna. Vaya usted, pues, con sus doscientos mil francos a otra parte si quiere usted ganar el 5 por ciento.

Pero, ¿a dónde? El pobre diablo no podría colocar sus fondos en casas ni comprar tierras con su dinero. No le quedaría más que esta solución: gastar su dinero en viajes, en comidas, etc., o guardarlo en su baúl esperando el restablecimiento de la sociedad capitalista ...

¿Qué quejas podrían formularse contra el empleo de moneda bajo un orden social semejante?

En resumen, deducimos que bajo cualquier orden social, nos será siempre util y necesario el poder medir los valores relativos de las diversas riquezas, expresando estos valores en el de una de ellas elegida como riqueza numeraria. Pero este hecho no implica, en modo alguno, que esta riqueza numeraria, la moneda -oro o plata por ejemplo- continuase necesariamente teniendo la potencia excepcional y abusiva que hoy posee: permitir a su poseedor enriquecerse sin tener necesidad de trabajar y por el único hecho que la colocación o alquiler de su moneda puede producirle intereses.

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