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LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Conclusión

AL LIBRO PRIMERO

He aquí que me acerco al término. Hasta ahora, al hablar del destino futuro de los Estados Unidos, me he esforzado en dividir mi trabajo en diversas partes, a fin de estudiar con más cuidado cada una de ellas.

Quisiera ahora reunirlas todas en un solo punto de vista. Lo que diré será menos detallado, pero más seguro. Percibiré menos distintamente cada objeto y abarcaré con más certidumbre los hechos generales. Seré como el viajero que, al salir de los muros de una vasta ciudad, asciende la colina cercana. A medida que se aleja, los hombres que acaba de dejar desaparecen a sus ojos; sus moradas se confunden; no ve ya las plazas públicas; discierne con dificultad la huella de las calles; pero su mirada sigue más fácilmente los contornos de la ciudad, y, por primera vez, percibe su forma. Me parece que descubro del mismo modo ante mí el porvenir entero de la raza inglesa en el Nuevo Mundo. Los detalles de este inmenso cuadro han permanecido en la sombra; pero mi mirada comprende su conjunto, y concibo una idea clara de todo (1).

El territorio ocupado o poseído en nuestros días por los Estados Unidos de América forma poco más o menos la vigésima parte de las tierras habitadas.

Por extensos que sean esos límites, se tendría dificultad en creer que la raza angloamericana se encerrará en ellos para siempre, se extiende ya mucho más allá.

Hubo un tiempo en que, nosotros también, podíamos crear en los desiertos norteamericanos una gran nación francesa y equilibrar con los ingleses los destinos del Nuevo Mundo. Francia poseyó antaño en la América del Norte un territorio casi tan vasto como Europa entera. Los tres ríos más grandes del continente corrían entonces por entero bajo nuestras leyes. Las naciones indias que habitan desde la desembocadura del San Lorenzo hasta el delta del Misisipí no oían hablar sino nuestra lengua; todos los establecimientos europeos esparcidos en ese inmenso espacio evocaban el recuerdo de la patria: eran Luisburgo, Montmorency, Duquesne, San Luis, Vincennes, Nueva Orleáns, nombres todos caros a Francia y familiares a nuestros oídos.

Pero un concurso de circunstancias que sería demasiado largo enumerar nos ha privado de esa magnífica herencia. Por doquiera que los franceses eran poco numerosos y mal establecidos, desaparecieron. El resto se aglomeró en un pequeño espacio y pasó a otras leyes. Los cuatrocientos mil franceses del bajo Canadá forman actualmente como los restos de un pueblo antiguo perdido en medio de las olas de una nación nueva. En torno de ellos la población extranjera crece Sin cesar; se extiende por todas partes; penetra hasta las filas de los antiguos dueños del suelo; domina en su ciudad y desnaturaliza su lengua. Esa población es idéntica a la de los Estados Unidos. Tengo, pues, razón en decir que la raza inglesa no se detiene en los límites de la Unión, sino que se adelanta mucho más allá, hacia el noreste.

En el noroeste, no se encuentran sino algunos establecimientos rusos sin importancia; pero, en el sudoeste, México se presenta ante los pasos de los angloamericanos como una barrera.

Así, pues, no hay ya, a decir verdad, sino dos razas rivales que se reparten actualmente el Nuevo Mundo: los españoles y los ingleses.

Los límites que deben separar a esas dos razas han sido fijados por un tratado. Pero por favorable que sea este tratado para los angloamericahos, no dudo que lleguen bien pronto a infringirlo.

Más allá de las fronteras de la Unión se extienden, del lado de México, vastas provincias, que carecen todavía de habitantes. Los hombres de los Estados Unidos penetrarán en esas soledades antes de aquellos mismos que tienen derecho a ocuparlas. Se apropiarán el suelo, se establecerán en sociedad y, cuando el legítimo propietario se presente al fin, encontrará el desierto fertilizado y a extranjeros tranquilamente asentados en su heredad.

La tierra del Nuevo Mundo pertenece al primer ocupante, y el imperio es allí el premio de la carrera.

Los países ya poblados tendrán dificultades, a su vez, para preservarse de la invasión.

He hablado ya precedentemente de lo que ocurre en la provincia de Texas. Cada día los habitantes de los Estados Unidos se introducen poco a poco en Texas, adquieren tierras y, en tanto que se someten a las leyes del país, fundan en él el imperio de su lengua y de sus costumbres. La provincia de Texas está todavía bajo la dominación de México; pero bien pronto no se encontrarán en ella, por decirlo así, más mexicanos. Semejante cosa sucede en todos los puntos donde los angloamericanos entran en contacto con las poblaciones de otro origen.

No se puede disimular que la raza inglesa haya adquirido una inmensa preponderancia sobre todas las demás razas europeas del Nuevo Mundo. Es muy superior en civilización, en industria y en poder. En tanto que no tenga delante de ella sino regiones desiertas o poco habitadas; en tanto que no encuentre en su camino poblaciones aglomeradas, a través de las cuales le sea imposible abrirse paso, se la verá extenderse sin cesar. No se detendrá en las líneas trazadas en los tratados, sino que se desbordará por todas partes por encima de esos diques imaginarios.

Lo que facilita maravillosamente ese desarrollo rápido de la raza inglesa en el Nuevo Mundo, es su posición geográfica.

Cuando se remonta uno hacia el Norte por encima de sus fronteras septentrionales, se encuentran los hielos polares, y cuando se desciende de sus límites meridionales, se entra en medio de los fuegos del ecuador. Los ingleses de Norteamérica están, pues, colocados en la zona más templada y en la posición más habitable del continente.

Se figura uno que el movimiento prodigioso que se observa en el incremento de la población de los Estados Unidos, no data sino de la Independencia. Es un error. La población crecía tan rápidamente bajo el sistema colonial como en nuestros días. Se duplicaba por sí misma casi en veintidós años. Pero se operaba entonces sobre millares de habitantes y actualmente se opera sobre millones. El mismo hecho que pasaba desapercibido hace un siglo, llama ahora la atención de todos los espíritus.

Los ingleses del Canadá, que obedecen a un rey, aumentan de número y se extienden casi tan rápidamente como los ingleses de los Estados Unidos, que viven bajo un gobierno republicano.

Durante los ocho años que duró la guerra de independencia, la población no dejó de acrecentarse según el informe precedentemente indicado.

Aunque existieran entonces, en las fronteras del Oeste, grandes naciones indias ligadas con los ingleses, el movimiento de emigración hacia el occidente no disminuyó nunca, por decirlo así. Mientras que el enemigo devastaba las costas del Atlántico, Kentucky, los distritos occidentales de Pensilvania, el Estado de Vermont y el del Maine, se llenaban de habitantes. El desorden que siguió a la guerra no impidió tampoco a la población crecer, ni detuvo su marcha progresiva en el desierto. Así, la diferencia de las leyes, el estado de paz o el estado de guerra, el orden o la anarquía, no han influido sino de manera insensible en el desarrollo sucesivo de los angloamericanos.

Esto se comprende fácilmente: no existen causas bastante generales para dejarse sentir a la vez en todos los puntos de tan inmenso territorio. Así, hay siempre una gran porción de país donde se está seguro de encontrar un abrigo contra las calamidades que azotan a la otra y, por grandes que sean los males, el remedio ofrecido es mayor aún.

No hay que creer, pues, que sea posible detener el ímpetu de la raza inglesa del Nuevo Mundo. El desmembramiento de la Unión, al llevar la guerra el continente y la abolición de la República, al introducir en él la tiranía, pueden detener su desarrollo, pero no impedirle alcanzar el complemento necesario de su destino. No hay poder sobre la tierra que pueda cerrar delante de los pasos de los emigrantes esos fértiles desiertos abiertos por todas partes a la industria y que representan un asilo para todas las miserias. Los acontecimientos futuros, cualesquiera que sean, no arrebatarán a los norteamericanos ni su clima, ni sus mares interiores, ni sus grandes ríos, ni la fertilidad de su suelo. Las malas leyes, las revoluciones y la anarquía no podrían destruir entré ellos el gusto por el bienestar y el espíritu de empresa que parece ser el carácter distintivo de su raza, ni apagar enteramente las luces que los alumbran.

Así, en medio de la incertidumbre del porvenir, hay por lo menos un acontecimiento cierto. En una época que podemos llamar próxima, puesto que se trata aquí de la vida de los pueblos, los angloamericanos cubrirán solos un inmenso espacio comprendido entre los hielos polares y los trópicos; se esparcirán desde las arenas del Océano Atlántico a las playas del Mar del Sur.

Pienso que el territorio sobre el cual la raza angloamericana debe extenderse un día, será igual a las tres cuartas partes de Europa (2). El clima de la Unión es, en todo caso, preferible al de Europa; sus ventajas naturales son iguales y es evidente que su población no podría dejar de ser un día proporcional a la nuestra.

Europa, dividida entre tantos pueblos diversos; Europa, a través de las guerras renacientes sin cesar y la barbarie de la Edad Media, ha llegado a tener cuatrocientos diez habitantes (3) por legua cuadrada. ¿Qué causa tan poderosa podría impedir a los Estados Unidos tener otros tantos un día?

Pasarán muchos siglos antes de que los últimos descendientes de la raza inglesa de América dejen de presentar una fisonomía común. No se puede prever la época en que el hombre pueda establecer en el Nuevo Mundo la desigualdad permanente de condiciones.

Cualesquiera que sean, pues, las diferencias que la paz o la guerra, la libertad o la tiranía, la prosperidad o la miseria, pongan un día en el destino de la gran familia angloamericana, conservarán todos al menos un estado social análogo, y tendrán en común los usos y las ideas que se derivan del estado social.

El único lazo de la religión fue suficiente en la Edad Media para reunir en una misma civilización a las razas diversas que poblaron Europa. Los ingleses del Nuevo Mundo tienen entre sí otros mil lazos, y viven en un siglo en que todo tiende a la igualdad entre los hombres.

La Edad Media era una época de fraccionamiento. Cada pueblo, cada provincia, cada ciudad y cada familia, tendían entonces fuertemente a individualizarse. En nuestros días, un movimiento contrario se deja sentir; los pueblos parecen marchar hacia la unidad. Lazos intelectuales unen entre sí las partes más alejadas de la tierra, y los hombres no podrían permanecer un solo día extraños los unos a los otros, o ignorantes de lo que pasa en un rincón cualquiera del universo. Así se nota, hoy día, menos diferencia entre los europeos y sus descendientes del Nuevo Mundo, a pesar del Océano que los separa, que entre ciertas ciudades del siglo XIII que no estaban separadas sino por un arroyo.

Si ese movimiento de asimilación acerca a los pueblos extraños, se opone con mayor razón a que los descendientes del mismo pueblo lleguen a ser extraños los unos a los otros.

Llegará, pues, un tiempo en que se puedan ver en la América del Norte ciento cincuenta millones de hombres (4) iguales entre sí, que pertenezcan todos a la misma familia, que tengan el mismo punto de partida, la misma civilización, la misma lengua, la misma religión, los mismos hábitos, las mismas costumbres, y a través de los cuales el pensamiento circulará bajo la misma forma y se pintará con los mismos colores. Todo lo demás es dudoso, pero esto es cierto. Ahora bien, es este un hecho enteramente nuevo, cuyo alcance no podría abarcar la imaginación misma.

Hay actualmente sobre la Tierra dos grandes pueblos que, partiendo de puntos diferentes, parecen adelantarse hacia la misma meta: son los rusos y los angloamericanos.

Los dos crecieron en la oscuridad y, en tanto que las miradas de los hombres estaban ocupadas en otra parte, ellos se colocaron en el primer rango de las naciones y el mundo conoció casi al mismo tiempo su nacimiento y su grandeza.

Todos los demás pueblos parecen haber alcanzado poco más o menos los límites trazados por la naturaleza, y no tener sino que conservarlos; pero ellos están en crecimiento (5); todos los demás están detenidos o no adelantan sino con mil esfuerzos; sólo ellos marchan con paso fácil y rápido en una carrera cuyo límite no puede todavía alcanzar la mirada. El norteamericano lucha contra los obstáculos que le opone la naturaleza; el ruso está en pugna con los hombres. El uno combate el desierto y la barbarie; el otro la civilización revestida de todas sus armas: así las conquistas del norteamericano se hacen con la reja del labrador y las del ruso con la espada del soldado.

Para alcanzar su objeto, el primero descansa en el interés personal, y deja obrar sin dirigirlas la fuerza y la razón de los individuos.

El segundo concentra en cierto modo en un hombre todo el poder de la sociedad.

El uno tiene por principal medio de acción la libertad; el otro, la servidumbre.

Su punto de vista es diferente, sus caminos son diversos; sin embargo, cada uno de ellos parece llamado por un designio secreto de la Providencia a sostener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo.




Notas

(1) En primera línea éstan los pueblos libres y que habituados al régimen municipal logran más fácilmente que los demás crear florecientes colonias. El hábito de pensar por sí mismo y de gobernarse es indispensable en un país nuevo, donde el éxito depende necesariamente en gran parte de los esfuerzos individuales de los colonos.

(2) Los Estados Unidos solos cubren un espacio igual a la mitad de Europa. La superficie de Europa es de 500 000 leguas cuadradas: su población de 205 000,000 de habitantes. (Malte-Brun, t. VI, libro CXIV, pág. 4).

(3) Véase Malte-Brun, t. VI, libro CXVI, pág. 92.

(4) Es la población proporcional a la de Europa, tomando el término medio de 410 hombres por legua cuadrada.

(5) De todas las naciones del Viejo Mundo, es en Rusia donde la población aumenta más rápidamente en proporción.

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