Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleTercera parte del capítulo décimo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROConclusión del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo décimo

Cuarta parte

Las instituciones republicanas en los Estados Unidos, ¿cuáles son sus probabilidades de duración?

La Unión no es sino un accidente - Las instituciones republicanas tienen más porvenir - La República es, en cuanto al presente, el estado natural de los angloamericanos - Por qué - A fin de destruirla, sería necesario cambiar al mismo tiempo todas las leyes y modificar todas las costumbres - Dificultades que encuentran los norteamericanos en fundar una aristocracia.




El desmembramiento de la Unión, al introducir la guerra en el seno de los Estados actualmente confederados, y con ella los ejércitos permanentes, la dictadura y los impuestos, podría a la larga comprometer la suerte de las instituciones republicanas.

No hay que confundir, sin embargo, el porvenir de la República y el de la Unión.

La Unión es un accidente que no durará sino en tanto que las circunstancias la favorezcan; pero la República me parece el estado natural de los norteamericanos, y sólo la acción continua de causas contrarias y obrando siempre en el mismo sentido, podrían sustituirla por la monarquía.

La Unión existe principalmente en la ley que la creó. Una sola revolución, un cambio en la opinión pública, puede romperla para siempre. La República tiene raíces más profundas.

Lo que se entiende por República en los Estados Unidos, es la acción lenta y tranquila de la sociedad sobre sí misma. Es un estado regular, fundado realmente por la voluntad ilustrada del pueblo. Es un gobierno conciliador, donde las resoluciones se maduran largamente, se discuten con lentitud y se ejecutan con madurez.

Los republicanos, en los Estados Unidos, aprecian las costumbres, respetan las creencias y reconocen los derechos. Profesan la opinión de que un pueblo debe ser moral, religioso y moderado, en la misma proporción en que es libre. Lo que se llama la República en los Estados Unidos, es el reinado tranquilo de la mayoría. La mayoría, después de que ha tenido el tiempo de reconocerse y de verificar su existencia, es la fuente común de los poderes. Pero la mayoría misma no es omnipotente. Por encima de ella, en el mundo moral, se encuentran la humanidad, la justicia y la razón y en el mundo político, los derechos adquiridos. La mayoría reconoce esas dos barreras y, si acontece que las franquea, es que tiene pasiones, como cada hombre, y que, semejante a él, puede hacer el mal conociendo el bien.

Pero nosotros hemos hecho en Europa extraños descubrimientos.

La República, según algunos de nosotros, no es el reinado de la mayoría, como se ha creído hasta aquí; es el reinado de quienes se imponen por la fuerza a la mayoría. No es el pueblo quien dirige en esas clases de gobierno, sino los que dicen saber dónde está el mayor bien del pueblo: distinción feliz, que permite obrar en nombre de las naciones sin consultarlas y reclamar su reconocimiento, hollándo]as a sus pies. El gobierno republicano es, por lo demás, el único al que se le debe reconocer el derecho de hacerlo todo, y que puede menospreciar lo que hasta ahora han respetado los hombres, desde las más altas leyes de la moral hasta las reglas vulgares del sentido común.

Se había pensado, hasta nosotros, que el despotismo era odioso, cualesquiera que fuesen sus formas. Pero se ha descubierto en nuestros días que había en el mundo tiranías legítimas y santas injusticias, siempre que se las ejerciera en nombre del pueblo.

Las ideas que los norteamericanos se han hecho de la República les facilitan singularmente su uso y aseguran su duración. Entre ellos, si la práctica del gobierno republicano es a menudo mala, por lo menos la teoría es buena y el pueblo acaba por conformar a ella sus actos.

Era imposible, en su origen, y sería muy difícil todavía establecer en Norteamérica una administración centralizada. Los hombres están dispersos en un espacio demasiado grande y separados por demasiados obstáculos naturales, para que uno solo pueda intentar dirigir todos los pormenores de su existencia. Norteamérica es, pues, por excelencia, el país del gobierno provincial y comunal.

A esta causa, cuya acción se dejaba sentir igualmente sobre todos los europeos del Nuevo Mundo, los angloamericanos agregaron otras varias que les eran propias.

Cuando las colonias de la América del Norte fueron establecidas, la libertad municipal había penetrado ya en las leyes así como en las costumbres inglesas, y los emigrantes ingleses la adoptaron, no solamente como una cosa necesaria, sino como un bien del que conocían todo el valor.

Hemos visto, además, de qué manera las colonias habían sido fundadas. Cada provincia, y por decirlo así cada distrito, fue poblado separadamente por hombres extraños los unos a los otros, o asociados con finalidades diferentes.

Los ingleses de los Estados Unidos se han encontrado, pues, desde el origen, divididos en un gran número de pequeñas sociedades distintas que no estaban ligadas a ningÚn centro común, y fue necesario que cada una de esas pequeñas sociedades se ocupara de sus propios negocios, puesto que no se advertía en ninguna parte una autoridad central que naturalmente debiera y que pudiera fácilmente proveer a ellos.

Así, la naturaleza del país, la manera misma como las colonias inglesas fueron fundadas y los hábitos de los primeros emigrantes, todo se reunía para desarrollar en ellas en grado extraordinario las libertades comunales y provinciales.

En los Estados Unidos, el conjunto de las instituciones del país es, pues, esencialmente republicano. Para destruir allí de manera durable las leyes que sirven de base a la República, sería preciso en cierto modo abolir a la vez todas las leyes.

Si, en nuestros días, un partido emprendiera la tarea de instituir la monarquía en los Estados Unidos, estaría en una posición todavía más difícil que el que quisiera proclamar al presente la República en Francia. La realeza no encontraría la legislación preparada de antemano para ella, y se vería realmente entonces una monarquía rodeada de instituciones republicanas.

El principio monárquico penetraría también difícilmente en las costumbres de los norteamericanos.

En los Estados Unidos, el dogma de la soberanía del pueblo no es una doctrina aislada que no esté adherida ni a los hábitos ni al conjunto de las ideas dominantes. Se puede, al contrario, considerarla como el último anillo de una cadena de opiniones que envuelve al mundo angloamericano por entero. La Providencia ha dado a cada individuo, cualquiera que sea, el grado de razón necesario para que pueda dirigirse a sí mismo en las cosas que le interesan exclusivamente. Tal es la gran máxima sobre la cual, en los Estados Unidos, descansa la sociedad civil y política: el padre de familia hace su aplicación a sus hijos, el amo a sus servidores, la comuna a sus administrados, la provincia a las comunas, el Estado a las provincias y la Unión a los Estados. Extendida al conjunto de la nación, viene a ser el dogma de la soberanía del pueblo.

Así, en los Estados Unidos, el principio generador de la República es el mismo que rige la mayor parte de las acciones humanas. La República penetra, pues, si puedo expresarme así, en las ideas, en las opiniones y en todos los hábitos de los angloamericanos, al mismo tiempo que se establece en sus leyes; y, para llegar a cambiar las leyes, sería necesario que ellos llegasen a transformarse en cierto modo por completo. En los Estados Unidos, la religión del mayor número es a su vez republicana; somete las verdades del otro mundo a la razón individual, como la política abandona al buen sentido de todos el cuidado de los intereses de éste y consiente que cada hombre tome libremente la vía que deba conducirIe al Cielo, de la misma manera que la ley reconoce a cada ciudadano el derecho a escoger su gobierno.

Evidentemente, no hay sino una larga serie de hechos, todos de la misma tendencia, que pueda sustituir a ese conjunto de leyes, de opiniones y de costumbres: un conjunto de costumbres, de opiniones y de leyes contrarias.

Si los principios republicanos deben perecer en Norteamérica, no sucumbirán sino después de un largo trabajo social, frecuentemente interrumpido y a menudo continuado; varias veces parecerán renacer, y no desaparecerán sin remedio sino cuando un pueblo enteramente nuevo haya ocupado el lugar del que existe en nuestros días. Ahora bien, nada puede hacer presagiar semejante revolución; ningún signo la anuncia.

Lo que nos llama más poderosamente la atención al llegar a los Estados Unidos es la especie de movimiento tumultuoso, en cuyo seno se encuentra colocada la sociedad política. Las leyes cambian sin cesar y, a primera vista, parece imposible que un pueblo tan poco seguro de sus voluntades no llegue bien pronto a sustituir la forma actual de su gobierno por una forma enteramente nueva. Hay en materia de instituciones políticas, dos especies de inestabilidades que no hay que confundir: la una es inherente a las leyes secundarias; ésta puede reinar largo tiempo en el seno de una sociedad bien establecida; la otra sacude sin cesar las bases mismas de la constitución, ataca los principios generadores de las leyes y va seguida siempre de perturbaciones y de revoluciones; la nación que la sufre está en una situación violenta y transitoria. La experiencia da a conocer que esas dos especies de inestabilidades legislativas no tienen entre si lazo necesario, porque se las ha visto existir conjunta o separadamente según los tiempos y los lugares. La primera se encuentra en los Estados Unidos, pero no la segunda. Los norteamericanos cambian frecuentemente las leyes, pero el fundamento de la constitución es respetado.

En nuestros días, el principio republicano predomina en Norteamérica como el principio monárquico dominaba en Francia bajo Luis XIV. Los franceses de entonces no eran solamente amigos de la monarquía, sino que no imaginaban que se pudiera poner nada en su lugar. La admitían, así, como se admite el curso del sol y las vicisitudes de las estaciones. Entre ellos, el poder regio no tenía ni abogados ni adversarios.

Así es como la República existe en Norteamérica, sin combate, sin oposición, sin prueba, por un acuerdo tácito, por una especie de consensus universalis.

No obstante eso, creo yo que cambiando con tanta frecuencia como ellos lo hacen sus procedimientos administrativos, los habitantes de los Estados Unidos, comprometen el porvenir del gobierno republicano.

Estorbados sin cesar en sus proyectos por la versatilidad continua de la legislación, es de temerse que los hombres acaben por considerar a la República como una manera incómoda de vivir en sociedad; el mal resultante de la inestabilidad de las leyes secundarias haría entonces poner a discusión la existencia de las leyes fundamentales, y acarrearía indirectamente una revolución; pero esta época está todavía muy lejos de nosotros.

Lo que se puede prever actualmente, es que al salir de la República, los norteamericanos pasarían rápidamente al despotismo, sin detenerse muy largo tiempo en la monarquía.

Montesquieu ha dicho que no había nada más absoluto que la autoridad de un príncipe que sucede a la República, porque los poderes indefinidos que se habían entregado sin temor a un magistrado electivo se hallan entonces en manos de un jefe hereditario. Esto es generalmente verdadero, pero particularmente aplicable a una República democrática. En los Estados Unidos, los magistrados no son electos por una clase particular de ciudadanos, sino por la mayoría de la nación; representan inmediatamente las pasiones de la multitud, y dependen enteramente de sus voluntades; no inspiran, pues, ni odio ni temor: por eso hice observar el poco cuidado que se había tenido en limitar su poder, trazando linderos a su acción, y qué parte inmensa se había dejado a su arbitrio. Ese orden de cosas ha creado hábitos que le sobrevivirán.

El magistrado norteamericano conservaría su poder indefinido dejando de ser responsable y es imposible decir dónde se detendría entonces la tiranía.

Hay gente entre nosotros que espera ver a la aristocracia nacer en Norteamérica, y que prevé ya con exactitud la época en que debe apoderarse del poder.

He dicho ya, y lo repito, que el movimiento actual de la sociedad norteamericana me parece cada vez más democrático.

Sin embargo, no pretendo que un día los norteamericanos no lleguen a restringir en su patria el círculo de sus derechos políticos; a confiscar esos mismos derechos en provecho de un solo hombre; pero no puedo creer que confíen nunca su uso exclusivo a una clase particular de ciudadanos o, en otros términos, que constituyan una aristocracia.

Un cuerpo aristocrático se compone de cierto número de ciudadanos que, sin estar colocados muy lejos de la multitud se elevan, sin embargo, de una manera permanente por encima de ella; que se toca y no se puede alcanzar; con los cuales se mezcla uno cada día, y con los que no podría confundirse.

Es imposible imaginar nada más contrario a la naturaleza y a los instintos secretos del corazón humano, que una sujeción de esta especie: entregados a sí mismos, los hombres preferirán siempre el poder arbitrario de un rey a la administración regular de los nobles.

Una aristocracia, para durar, tiene necesidad de implantar la igualdad en principio, de legalizarla de antemano y de introducirla en la familia al mismo tiempo que la difunde en la sociedad; cosas todas esas que repugnan tan fuertemente a la equidad natural, que no se podrían obtener de los hombres sino por la violencia.

Desde que las sociedades humanas existen, no creo que se pueda citar el ejemplo de un solo pueblo que, entregado a sí mismo y por sus propios esfuerzos, haya creado una aristocracia en su seno: todas las aristocracias de la Edad Media son hijas de la conquista. El vencedor era el noble, el vencido el siervo. La fuerza imponía entonces la desigualdad que, una vez adentrada en las costumbres, se mantenía por sí misma y pasaba naturalmente a las leyes.

Se han visto sociedades que, a consecuencia de acontecimientos anteriores a su existencia, nacieron por decirlo así aristocráticas, y que cada siglo conducía en seguida hacia la democracia. Tal fue la suerte de los romanos, y la de los bárbaros que se establecieron después que ellos. Pero un pueblo que, salido de la civilización y de la democracia, se acercara por grados a la desigualdad de condiciones y acabara por establecer en su seno privilegios inviolables y categorías exclusivas, sería algo nuevo en el mundo.

Nada indica que Norteamérica esté destinada a dar primero que nadie semejante espectáculo.




Algunas consideraciones sobre las causas de la grandeza comercial de los Estados Unidos

Los norteamericanos están llamados por la nautraleza a ser un gran pueblo marítimo - Extensión de sus costas - Profundidad de los puertos - Grandeza de los ríos -Es, sin embargo, mucho menos a causas físicas que a causas intelectuales y morales a lo que se debe atribuir la superioridad de los angloamericanos - Razón de esta opinión - Porvenir de los angloamericanos como pueblo comerciante - La ruina de la Unión no detendría el impulso marítimo de los pueblos que la componen - Por qué - Los angloamericanos están llamados naturalmente a servir las necesidades de los habitantes de la América del Sur - Llegardn a ser como los ingleses, los factores de una gran parte del mundo.




Desde la bahía de Fondy hasta el río Sabino en el Golfo de México, la costa de los Estados Unidos se extiende en una longitud de novecientas leguas, más o menos.

Esas costas forman una sola línea no interrumpida; están todas colocadas bajo la misma dominación.

No hay pueblo en el mundo que pueda ofrecer al comercio puertos más profundos, vastos y seguros, que los norteamericanos.

Los habitantes de los Estados Unidos componen una gran nación civilizada, que la fortuna colocó en medio de los desiertos, a mil doscientas leguas del hogar principal de la civilización. Norteamérica tiene, pues, una diaria necesidad de Europa. Con el tiempo, los norteamericanos lograrán sin duda producir o fabricar en su patria la mayor parte de los objetos que les son necesarios; pero nunca los dos continentes podrán vivir enteramente independientes uno del otro: existen demasiados lazos naturales entre sus necesidades, sus ideas, sus hábitos y sus costumbres.

La Unión tiene productos que han llegado a sernos necesarios, y que nuestro suelo no nos proporciona o que no puede dar sino por medio de grandes gastos. Los norteamericanos no consumen sino una parte muy pequeña de ellos; nos venden lo demás.

Europa es, pues, el mercado de Norteamérica, como Norteamérica es el mercado de Europa; y el comercio marítimo es tan necesario a los habitantes de los Estados Unidos para traer sus materias primas a nuestros puertos, como para transportar a su país nuestros objetos manufacturados.

Los Estados Unidos deberían, pues, proporcionar un gran alimento a la industria de los pueblos marítimos, si renunciasen ellos mismos al comercio, como lo han hecho hasta el presente los españoles de México; o llegar a ser una de las primeras potencias marítimas del globo: esa alternativa era inevitable.

Los angloamericanos han mostrado en todo tiempo una afición decidida por el mar. La independencia, al romper los lazos comerciales que les unían con Inglaterra, dio a su genio marítimo un nuevo y poderoso impulso. Desde esa época, el número de los buques de la Unión se acrecentó en una progresión casi tan rápida como el número de sus habitantes. Hoy día son los mismos norteamericanos los que transportan a su patria las nueve décimas partes de los productos de Europa (91). Son también norteamericanos quienes traen a los consumidores de Europa las tres cuartas partes de las exportaciones del Nuevo Mundo (92).

Los buques de los Estados Unidos llenan el puerto del Havre y el de Liverpool. No se ve sino un pequeño número de barcos ingleses o franceses en el puerto de Nueva York (93).

Esto se explica fácilmente: de todos los buques del mundo, los barcos de los Estados Unidos son los que atraviesan los mares a menor costo. Mientras la marina mercante de los Estados Unidos conserve sobre las demás esta ventaja, no solamente conservará lo que ha conquistado, sino que aumentará cada día sus conquistas.

Es un problema difícil de resolver el saber por qué los norteamericanos navegan a precio más bajo que los demás hombres: se ha intentado atribuir esta superioridad a algunas ventajas materiales que la naturaleza hubiese puesto a su solo alcance; pero no es así.

Los bajeles norteamericanos cuestan casi tan caros al construirse como los nuestros (94); no están mejor construidos y duran, en general, menos tiempo.

El salario del marinero norteamericano es más elevado que el del marinero de Europa y lo prueba el gran número de europeos que se encuentran en la marina mercante de los Estados Unidos.

¿De dónde viene, pues, que los norteamericanos naveguen más barato que nosotros?

Creo que se buscarían en vano las causas de esa superioridad en ventajas materiales; estriba en cualidades puramente intelectuales y morales.

He aquí una comparación que esclarecerá mi pensamiento:

Durante las guerras de la Revolución, los franceses introdujeron en el arte militar una táctica nueva que preocupó a los más viejos generales y estuvo a punto de destruir a las más antiguas monarquías de Europa. Se decidieron, por primera vez, a prescindir de una gran cantidad de cosas que se habían juzgado indispensables en la guerra; exigieron de sus soldados esfuerzos nuevos que las naciones civilizadas no habían exigido nunca a los suyos; se les vio hacerlo todo corriendo, y arriesgar sin vacilar la vida de los hombres en vista del resultado a obtener.

Los franceses eran menos numerosos y menos ricos que sus enemigos; poseían infinitamente menos recursos; sin embargo, resultaron constantemente victoriosos, hasta que estos últimos tomaron el partido de imitarlos. Los norteamericanos hicieron algo análogo en el comercio. Lo que los franceses hacían por la victoria, ellos lo hacen por la baratura.

El navegante europeo no se aventura sino con prudencia en los mares; no parte sino cuando el tiempo le invita a ello; si le sucede un accidente imprevisto, regresa al puerto; en la noche, recoge parte de sus velas y, cuando ve el océano blanquear en la cercanía de las tierras, disminuye la velocidad de su marcha e interroga al sol.

El norteamericano desdeña esas precauciones y desafía esos peligros. Parte mientras la tempestad ruge aún; de noche como de día, abandona al viento todas sus velas; repara mientras camina su navío fatigado por la tormenta y, cuando se aproxima al fin al término de la carrerá, continúa volando hacia la playa, como si ya divisara el puerto.

El nortemericano naufraga a menudo; pero no hay navegante que atraviese los mares tan raudo como él. Haciendo las mismas cosas que otro en menos tiempo, puede hacerlas con menos gastos.

Antes de llegar al término de un viaje de larga travesía, el navegante de Europa cree deber abordar varias veces en su camino. Pierde un tiempo precioso en buscar el puerto de descanso o en esperar la ocasión de salir de él, y paga cada día el derecho de permanecer allí.

El navegante norteamericano parte de Boston para ir a comprar té a China. Llega a Cantón, permanece allí unos días y regresa. Recorrió en menos de dos años la circunferencia entera del globo, sin ver tierra sino una sola vez. Durante una travesía de ocho o diez meses bebió agua salobre y vivió de carne salada; luchó sin cesar contra el mar, contra la enfermedad y contra el hastío; pero, a su regreso, puede vender la libra de té un centavo más barata que el comerciante inglés: su objetivo está alcanzado.

No podría yo expresar mejor mi pensamiento que diciendo que los norteamericanos ponen una especie de heroísmo en su manera de hacer el comercio.

Será siempre muy difícil al comerciante de Europa seguir en la misma vía a su competidor de Norteamérica. El norteamericano, al obrar de la manera que he descrito antes, no solamente sigue un cálculo, sino que obedece sobre todo a su naturaleza.

El habitante de los Estados Unidos experimenta todas las necesidades y todos los deseos que una civilización avanzada hace nacer, y no encuentra alrededor de él, como en Europa, una sociedad sabiamente organizada para satisfacerlos; está, pues, obligado a procurarse por sí mismo los objetos diversos que su educación y sus hábitos consideran necesarios. En Norteamérica, sucede algunas veces que el mismo hombre labra su campo, construye su morada, fabrica sus utensilios, hace su calzado y teje con sus manos la tela burda que debe cubrirle. Esto perjudica a la perfección de la industria, pero sirve poderosamente para desarrollar la inteligencia del obrero. No hay nada que tienda más que la gran división del trabajo a materializar al hombre y a quitar de sus obras hasta la huella del alma. En un país como Norteamérica, donde los hombres especialistas son tan escasos, no se podría exigir un largo aprendizaje de cada uno de quienes abrazan una profesión. Los norteamericanos encuentran, pues, una gran facilidad en cambiar de estado, y se aprovechan de ella, según las necesidades del momento. Se encuentran algunos que han sido sucesivamente abogados, agricultores, comerciantes, ministros evangélicos y médicos. Si el norteamericano es menos hábil que el europeo en cada industria, no hay nada que le sea completamente extraño. Su capacidad es más general y el círculo de su inteligencia más extenso. El habitante de los Estados Unidos no se ve nunca detenido por ningún axioma de Estado; escapa a todos los prejuicios de profesión; no se halla más ligado a un sistema de operación que a otro; no se siente más atado a un método antiguo que a uno nuevo; no se ha creado ningún hábito, se sustrae fácilmente al imperio que los hábitos extranjeros podrían ejercer sobre su espíritu, porque sabe que su país no se parece a ningún otro, y que su situación es nueva en el mundo.

Mientras los marineros de los Estados Unidos conserven estas ventajas intelectUales y la superioridad práctica que deriva de ellos, no solamente continuarán proveyendo a las necesidades de los productores y de los consumidores de su país, sino que tenderán cada vez más a volverse, como los ingleses (95), los proveedores de los demás pueblos.

Esto comienza ya a realizarse ante nuestros ojos. Ya vemos a los navegantes norteamericanos introducirse como agentes intermedios en el comercio de varias naciones de Europa (96); Norteamérica les ofrece un porvenir todavía mayor.

Los españoles y los portugueses fundaron en la América del Sur grandes colonias que, después se convirtieron en imperios. La guerra civil y el despotismo están desolando actualmente esas vastas comarcas. El movimiento de la población se estanca, y el pequeño número de hombres que las habitan, preocupados por el cuidado de defenderse, apenas experimenta la necesidad de mejorar su suerte.

Pero no podría esto ser siempre así. Europa, entregada a sí misma, ha llegado por sus propios esfuerzos a desgarrar las tinieblas de la Edad Media; la América del Sur es cristiana como nosotros; tiene nuestras leyes y nuestros usos; encierra todos los gérmenes de civilización que se desarrollaron en el seno de las naciones europeas y de sus descendientes; América del Sur tiene, además ... nuestro propio ejemplo: ¿por qué habría de permanecer siempre atrasada?

No se trata evidentemente aquí sino de una cuestión de tiempo: una época más o menos lejana vendrá sin duda en que los americanos del Sur formarán naciones florecientes e ilustradas.

Pero cuando los españoles y los portugueses de la América meridional comiencen a experimentar las necesidades de los pueblos civilizados, se hallarán todavía lejos de poder satisfacerlas por sí mismos; últimos en nacer a la civilización, sufrirán la superioridad ya adquirida por sus mayores. Serán agricultores largo tiempo antes de ser manufactureros y comerciantes, y tendrán necesidad de la mediación de los extranjeros para ir a vender sus productos allende los mares y procurarse, en cambio, los objetos cuya necesidad nueva se deje sentir.

No se podría dudar de que los americanos del Norte están llamados a proveer un día a las necesidades de los americanos del Sur. La naturaleza los ha colocado cerca de ellos. Les ha proporcionado así grandes facilidades para conocer y apreciar las necesidades de los primeros, para trabar con esos pueblos relaciones permanentes y apoderarse gradualmente de su mercado. El comerciante de los Estados Unidos no podría perder estas ventajas naturales sino siendo muy inferior al comerciante europeo y es, al contrario, superior en varios puntos. Los estadounidenses ejercen ya una gran influencia moral sobre todos los pueblos del Nuevo Mundo. De ellos es de quienes salen las luces. Todas las naciones que habitan en el mismo continente están ya habituadas a considerarlos como los descendientes más ilustrados, más poderosos y ricos de la gran familia americana. Vuelven, pues, sin cesar, sus miradas hacia la Unión, y se asimilan, en tanto que eso está en su poder, a los pueblos que la componen. Cada día, van a beber a los Estados Unidos ideas políticas y a imitar sus leyes.

Los americanos de los Estados Unidos se encuentran frente a los pueblos de la América del Sur, precisamente en la misma situación que sus padres los ingleses tuvieron frente a los italianos, a los españoles, a los portugueses y a todos los pueblos de Europa que, siendo menos adelantados en civilización e industria, reciben de sus manos la mayor parte de los objetos de consumo.

Inglaterra es actualmente el hogar natural del comercio de casi todas las naciones circunvecinas; la Unión norteamericana está llamada a llenar el mismo papel en el otro hemisferio. Cada pueblo que nace o crece en el Nuevo Mundo, nace y crece, pues, en cierto modo, en provecho de los angloamericanos.

Si la Unión llegara a disolverse, el comercio de los Estados que la formularon se vería sin duda retardado algún tiempo en su desarrollo; menos, sin embargo, de lo que se piensa. Es evidente que, pase lo que pase, los Estados comerciantes permanecerán unidos. Ellos se tocan entre sí; hay entre ellos identidad perfecta de opiniones, de intereses y de costumbres, y sólo ellos pueden componer una gran potencia marítima. Aun en el caso de que el Sur de la Unión se hiciera independiente del Norte, no resultaría de eso que pudiese prescindir de él. He dicho que el Sur no es comerciante; nada indica todavía que deba llegar a serlo. Los americanos del Sur de los Estados Unidos estarán, pues, obligados durante largo tiempo, a recurrir a los extranjeros para exportar sus productos y llevar hasta ellos los objetos que son necesarios a sus exigencias.

Ahora bien, de todos los intermediarios que pueden tomar, sus vecinos del Norte son evidentemente quienes pueden servirlos más barato. Los servirán, pues, porque el bajo precio es la ley suprema del comercio. No hay voluntad soberana ni prejuicios nacionales que puedan luchar largo tiempo contra la baratura. No se podría ver odio más envenenado que el que existe entre los americanos de los Estados Unidos y los ingleses. A despecho de esos sentimientos hostiles los ingleses proporcionan, sin embargo, a los norteamericanos la mayor parte de los objetos manufacturados, por la sola razón de que los hacen pagar menos caro que los otros pueblos. La prosperidad creciente de Norteamérica retorna así, a pesar de los deseos de los norteamericanos, en provecho de la industria manufacturera de Inglaterra.

La razón indica y la experiencia prueba que no hay grandeza comercial que sea durable, si no puede unirse, si es preciso, a una potencia militar.

Esta verdad es tan bien comprendida en los Estados Unidos como en cualquiera otra parte. Los norteamericanos están ya en estado de hacer respetar su pabellón; bien pronto podrán hacerlo temer.

Estoy convencido de que el desmembramiento de la Unión, lejos de disminuir las fuerzas navales de los norteamericanos, tendería fuertemente a aumentarlas. Hoy día los Estados comerciantes están ligados a los que no lo son; y estos últimos no se presentan a menudo, sino a pesar suyo, a acrecentar un poder marítimo que no aprovechan sino indirectamente.

Si, al contrario, todos los Estados comerciantes de la Unión no formaran sino un solo y mismo pueblo, el comercio se convertiría para ellos en un interés nacional de primer orden; estarían, pues, dispuestos a hacer grandes sacrificios para proteger sus navíos, y nada les impediría seguir en este punto sus deseos.

Pienso que las naciones, como los hombres, indican casi siempre, desde su tierna edad, los principales rasgos de su destino. Cuando veo con qué espritu los angloamericanos conducen el comercio, las facilidades que encuentran en hacerlo, los éxitos que obtienen en él, no puedo menos de creer que negarán a ser un día la primera potencia marítima del globo. Se han lanzado a apoderarse de los mares como los romanos a conquistar el mundo.




Notas

(91) El valor total de las importaciones en el año que termina el 30 de septiembre de 1832 fue en 101 129 266 dólares. Las importaciones hechas en navíos extranjeros no figuran sino con una suma de lO 731 039 dólares, aproximadamente la décima parte.

(92) El valor total de las exportaciones, durante ese mismo año, fue de la cantidad de 87 177 943 dólares; el valor exportado en buques extranjeros fue de 21 036 183 dólares, o sea poco más o menos la cuarta parte. (William's Register, 1833, pág. 398).

(93) Durante los años de 1829, 1830 Y 1831, entraron en los puertos de la Unión buques que transportaron en conjunto 3 307 719 toneladas. Los buques extranjeros no proporcionan a ese total sino 544 571 toneladas. Estaban, pues, en la proporción de 16 a 100 poco más o menos. (National Calendar, 1833, pág. 304). Durante los años de 1820, 1826 Y 1831, los buques ingleses entrados en los puertos de Londres, Liverpool y Hull, transportaron 443,800 toneladas. Los barcos extranjeros entrados en los mismos puertos durante los mismos años transportaban 159 431 toneladas. La relación entre ellos era, pues, como 36 es a 100, poco más o menos. (Companion to the Almanac, 1834, pág. 169).

En el año de 1832, la relación de los buques extranjeros e ingleses entrados a los puertos de la Gran Bretaña era como 29 a 100.

(94) Las materias primas, en general, cuestan menos en Norteamérica que en Europa, pero el precio de la mano de obra es mucho más elevado.

(95) No hay que creer que los barcos ingleses estén únicamente ocupados en transportar a Inglaterra los productos extranjeros, o en transportar al extranjero los productos ingleses; en nuestros días la marina mercante de Inglaterra forma como una gran empresa de carruajes públicos, prestos a servir a todos los productores del mundo y a hacer comunicar a todos los pueblos entre sí. El genio marítimo de los norteamericanos les inclina a crear una empresa rival de la de los ingleses.

(96) Una parte del comercio del Mediterráneo se hace ya en buques norteamericanos.

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