Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleSegunda parte del Capítulo octavo de la primera parte del LIBRO PRIMEROCuarta parte del capítulo octavo de la primera parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Primera parte

Capítulo octavo

Tercera parte

Ventajas del sistema federativo, en general, y su utilidad especial para Norteamérica

Dicha y libertad de que gozan las pequeñas naciones - Poder de las grandes naciones - Los grandes imperios favorecen el desarrollo de la civilización - Que la fuerza es a menudo para las naciones el primer elemento de prosperidad - El sistema federal tiene como fin unir las ventajas que los pueblos sacan de la grandeza y de la pequeñez de su territorio - Ventajas que los Estados Unidos obtienen de este sistema - La ley se adapta a las necesidades de las poblaciones, y las poblaciones no se adaptan a las necesidades de la ley - Actividad, progreso, gusto y uso de la libertad entre los pueblos norteamericanos - El espiritu público de la Unión no es sino el resumen del patriotismo provincial - Las cosas y las ideas circulan libremente sobre el territorio de los Estados Unidos - La Unión es libre y feliz como una pequeña nación y respetada como una grande.




En las pequeñas naciones, la mirada de la sociedad penetra por doquier; el espíritu de mejoramiento desciende hasta los menores detalles; la ambición del pueblo, hallándose muy atemperada por su debilidad, sus esfuerzos y sus recursos, se inclina casi enteramente hacia su bienestar interior, y está expuesta a disiparse en vanos humos de gloria. Además, como las facultades de cada uno son generalmente limitadas, los deseos también lo son. La mediocridad de las fortunas hace allí las condiciones casi iguales; las costumbres tienen un giro simple y pacífico. Así, en general y teniendo en cuenta los diversos grados de moralidad y de cultura, se encuentra ordinariamente en las pequeñas naciones más comodidad económica, mayor población y tranquilidad que en las grandes.

Cuando la tiranía llega a establecerse en el seno de una pequeña nación, es allí más incómoda que en cualquier otra parte, porque al actuar en un círculo más restringido, se extiende a todo ese círculo. No pudiendo cebarse en algún gran objeto, se ocupa de una multitud de pequeñas cosas; se muestra a la vez violenta y vejatoria. Del mundo político, que es, propiamente hablando, su dominio, penetra en la vida privada. Después de los actos, aspira a regenerar los gustos; después del Estado, quiere gobernar las familias. Pero esto sucede raras veces. La libertad forma, a decir verdad, la condición natural de las sociedades pequeñas. El gobierno ofrece allí poco cebo a la ambición y los recursos de los particulares son demasiado limitados, para que el poder soberano se concentre fácilmente en manos de uno solo. Llegando a darse el caso, no es difícil a los gobernados unirse y, por un esfuerzo común, derribar al mismo tiempo tirano y tiranía.

Las pequeñas naciones han sido, pues, en todo teimpo, la cuna de la libertad política. Ha sucedido que la mayor parte de ellas han perdido esa libertad al crecer, lo que hace ver claramente que consistía en la pequeñez del pueblo y no en el pueblo mismo.

La historia del mundo no proporciona ejemplo de una gran nación que haya permanecido largo tiempo como República (38), lo que ha hecho decir que era impracticable. En cuanto a mí, creo que es muy imprudente en el hombre querer limitar lo posible y juzgar el porvenir, al que lo real y lo presente escapan todos los días, y que se encuentra sin cesar sorprendido de improviso en las cosas que conoce mejor. Lo que se puede decir con certidumbre, es que la existencia de una gran República estará infinitamente más expuesta que la de una pequeña.

Todas las pasiones fatales a las Repúblicas crecen con la extensión del territorio, en tanto que las virtudes que les sirven de apoyo no se acrecientan siguiendo la misma medida.

La ambición de los particulares aumenta con el poder del Estado; la fuerza de los partidos, con la importancia del fin que se proponen; pero el amor a la patria, que debe luchar contra esas pasiones destructivas, no es más fuerte en una vasta República que en una pequeña. Sería hasta fácil probar que está allí menos desarrollado y es menos poderoso. Las grandes riquezas y las profundas miserias, las metrópolis, la depravación de las costumbres, el egoísmo individual y la complicación de los intereses, son otros tantos peligros que nacen casi siempre de la grandeza del Estado. Varias de estas cosas no dañan a la existencia de una monarquía, algunas aun pueden concurrir a su duración. Por otra parte, en las monarquías, el gobierno tiene una fuerza que le es propia; se sirve del pueblo y no depende de él; mientras más grande es el pueblo, más fuerte es el príncipe; pero el gobierno republicano no puede oponer a esos peligros sino el apoyo de la mayoría. Ahora bien, ese elemento de fuerza no es más poderoso, guardada proporción, en una vasta República que en una pequeña. Así, en tanto que los medios de ataque aumentan sin cesar en número y poder, la fuerza de resistencia permanece la misma. Se puede aun decir que disminuye, porque cuanto más numeroso es el pueblo y más difieren la naturaleza de los espíritus y los intereses, más difícil es por consiguiente formar una mayoría compacta.

Se ha podido observar, por otra parte, que las pasiones humanas adquirían intensidad, no solamente por la grandeza del fin que quieren alcanzar, sino también por la cantidad de individuos que las resienten al mismo tiempo. No hay nadie que se haya encontrado más conmovido en medio de una multitud agitada que compartía su emoción, que si él hubiera estado solo al experimentarla. En una gran República, las pasiones políticas se desbordan, no solamente porque el objeto que persiguen es inmenso, sino porque, además, millones de hombres las resienten de la misma manera y en el mismo momento.

Está, pues, permitido decir de una manera general, que nada es tan contrario al bienestar y a la libertad de los hombres como los grandes imperios.

Los Estados Unidos, tienen, sin embargo, ventajas que les son particulares y que es preciso reconocer.

Del mismo modo que el deseo del poder es más ardiente allí que en cualquier otra parte entre los hombres vulgares, el amor a la gloria está también más desarrollado entre ciertas almas que encuentran en los aplausos de un gran pueblo un objeto digno de sus esfuerzos, propio para elevarlos en cierto modo por encima de ellas mismas. El pensamiento recibe allí en todas las cosas un impulso más rápido y más poderoso; las ideas circulan más libremente y las metrópolis son como vastos centros intelectuales donde van a resplandecer y combinarse todos los rayos del espíritu humano. Ese hecho nos explica por qué las grandes naciones logran para la cultura y para la causa de la civilización mayores progresos y más rápidos que las pequeñas. Es preciso añadir que los descubrimientos importantes exigen a menudo un desarrollo de fuerza nacional que el gobierno de un pequeño pueblo es incapaz de poseer. En las grandes naciones, el gobierno tiene más ideas generales, se desprende más fácilmente de la rutina de los antecedentes y del egoísmo de las localidades. Hay más genio en sus concepciones y mayor audacia en su marcha hacia el progreso.

El bienestar interior es más completo y más difundido en las pequeñas naciones, en tanto que se mantienen en paz; pero el estado de guerra les es más nocivo que a las grandes. En éstas, la lejanía de las fronteras permite algunas veces a la masa del pueblo permanecer durante siglos alejada del peligro. Para ella, la guerra es más bien una causa de malestar que de ruina.

Hay por otra parte, en esta materia como en muchas otras, una consideración que domina todo lo demás: la de la necesidad.

Si hubiera sólo pequeñas naciones y no grandes, la humanidad sería seguramente más libre y más feliz; pero no se puede impedir que haya grandes naciones.

Esto introduce en el mundo un nuevo elemento de prosperidad nacional, que es la fuerza. ¿Qué importa que un pueblo presente la imagen de la abundancia y de la libertad, si se ve expuesto cada día a ser devastado o conquistado? ¿Qué importa que sea manufacturero o comerciante, si otro domina los mares e impone la ley en todos los mercados? Las pequeñas naciones son a menudo miserables, no porque son pequeñas, sino porque son débiles; las grandes prosperan, no porque son grandes, sino porque son fuertes. La fuerza es, pues, a menudo para las naciones una de las primeras condiciones de la dicha y aun de la existencia. De ahí viene que, a menos que concurran circunstancias particulares, los pequeños pueblos acaban siempre por ser unidos violentamente a los grandes o por reunirse ellos mismos. No conozco condición más deplorable que la de un pueblo que no puede defenderse ni bastarse a si mismo.

Para unir las ventajas diversas que resultan de la grandeza y de la pequeñez de las naciones ha sido creado el sistema federativo.

Basta echar una mirada sobre los Estados Unidos de América para percibir todos los bienes que se derivan para ellos de la adopción de ese sistema.

En las grandes naciones centralizadas, el legislador está obligado a dar a las leyes un carácter uniforme que no implique la diversidad de lugares y de costumbres, no estando nunca instruido por casos particulares, sólo puede proceder por reglas generales. Los hombres están entonces obligados a plegarse a las necesidades de la legislación, porque la legislación no sabe acomodarse a las necesidades y a las costumbres de los hombres, lo que es una causa de perturbaciones y miserias.

Este inconveniente no existe en las confederaciones: el congreso reglamenta los principales actos de la existencia social y todos los detalles quedan abandonados a las legislaciones provinciales.

No podría uno figurarse hasta qué punto esta división de la soberanía sirve al bienestar de cada uno de los Estados de que la Unión se compone. En esas pequeñas sociedades a las que no preocupa el cuidado de defenderse o de ensancharse, todo el poder público y toda la energía individual están dirigidos hacia las mejoras interiores. El gobierno central de cada Estado, como se halla colocado muy cerca de los gobernados, es advertido diariamente de las necesidades que se dejan sentir. Así se ve presentar cada año nuevos planes que, discutidos en las asambleas comunales o ante la legislatura del Estado, y reproducidos en seguida por la prensa, excitan el interés universal y el celo de los ciudadanos. Esa necesidad de mejorar agita sin cesar a las Repúblicas y no las perturba; la ambición del poder deja allí lugar al amor y al bienestar, pasión más vulgar, pero menos peligrosa. Es una opinión generalmente difundida en Norteamérica, que la existencia y la duración de las formas republicanas en el Nuevo Mundo dependen de la existencia y de la duración del sistema federativo. Se atribuyen una gran parte de las miserias en las que están sumidos los nuevos Estados de la América del Sur a que han querido establecer allí grandes Repúblicas, en lugar de fraccionar en ellas la soberanía.

Es indiscutible, en efecto, que en los Estados Unidos el gusto y el uso del gobierno republicano han nacido en las comunas y en el seno de las asambleas provinciales. En una pequeña nación, como Conecticut, por ejemplo, donde el gran asunto político es la apertura de un canal y el trazado de un camino, donde el Estado no tiene ejército que pagar, ni guerra que sostener, y no podría dar a los que lo dirigen ni muchas riquezas, ni mucha gloria, no se imagina nada más natural ni más apropiado a la naturaleza de las cosas que la República. Ahora bien, ese mísmo espíritu republicano, esas mismas costumbres y esos hábitos de un pueblo libre son los que, después de haber nacido y desarrollarse en los diversos Estados, se aplican en seguida sin dificultad al conjunto del país. El espíritu público de la Unión no es en cierto modo, a su vez, sino un resumen del patriotismo provincial. Cada ciudadano de los Estados Unidos traslada, por decirlo así, el interés que le inspira su pequeña República al amor a la patria común. Al defender a la Unión, defiende la propiedad creciente de su cantón, el derecho de dirigir sus negocios y la esperanza de hacer prevalecer en él los planes de mejoramiento que deben enriquecerle, cosas todas que, de ordinario, mueven más a los hombres que los intereses generales del país y la gloria de la nación. Por otro lado, si el espíritu y las costumbres de los habitantes los hacen más propios que a otros para hacer prosperar una gran República, el sistema federal ha hecho la tarea mucho menos difícil. La Confederación de todos los Estados norteamericanos no presenta los inconvenientes ordinarios de las numerosas aglomeraciones de hombres. La Unión es una gran República en cuanto a la extensión; pero se podría en cierto modo asimilarla a una pequeña República, a causa de las pocas cosas de que se ocupa su gobierno. Sus actos son importantes, pero son raros. Como la soberanía de la Unión es estorbada e incompleta, el uso de esa soberanía no es peligroso para la libertad. No excita tampoco esos deseos inmoderados de poder y de ruido que son tan funestos a las grandes Repúblicas. Como no todo va a concentrarse necesariamente en un centro común, no se ven allí ni vastas metrópolis, ni riquezas inmensas, ni grandes miserias, ni súbitas revoluciones. Las pasiones políticas, en lugar de extenderse en un instante como una cortina de fuego por toda la superficie del país, van a estrellarse contra los intereses y las pasiones individuales de cada Estado.

En la Unión, sin embargo, como en un solo y mismo pueblo, circulan libremente las cosas y las ideas. Nada detiene en ella el impulso del espíritu de empresa. Su gobierno atrae a sí los talentos y las luces. Dentro de las fronteras de la Unión reina una paz profunda. como en el interior de un país sometido al mismo imperio; fuera, se alinea entre las más poderosas naciones de la Tierra; ofrece al comercio extranjero más de ochocientas leguas de ribera y teniendo en sus manos las llaves de todo un mundo, hace respetar su bandera hasta la extremidad de los mares.

La Unión es libre y feliz como una pequeña nación; gloriosa y fuerte como una grande.




Lo que hace que el sistema federal no este al alcance de todos los pueblos, y lo que ha permitido a los angloamericanos adoptarlo

Hay en todo sistema federal vicios inherentes que el legislador no puede combatir - Complicación de todo sistema Federal - Exige de los gobernados un use cotidiano de su inteligencia - Ciencia práctica de los norteamericanos en materia de gobierno - Debilidad relativa del gobierno de la Unión, otro vicio inherente al sistema federal - Los norteamericanos lo han vuelto menos grave, pero no han podido destruirlo - La soberania de los Estados particulares más débil en apariencia, más fuerte en realidad que la de la Unión - Por qué - Es, pues, necesario que existan, independientemente de las leyes, causas naturales de Unión entre los pueblos confederados - Cuáles son esas causas entre los angloamericanos - Los Estados del Maine y de Georgia, alejados uno del otro cuatrocientas leguas, más naturalmente unidos que Normandía y Bretaña - Que la guerra es el principal escollo de las confederaciones - Está probado por el ejemplo mismo de los Estados Unidos - La Unión no tiene grandes guerras que temer - Por qué - Peligros que correrían los pueblos de Europa al adoptar el sistema federal de los norteamericanos.




El legislador logra, a veces, después de mil esfuerzos, ejercer una influencia indirecta sobre el destino de las naciones, y entonces se celebra su genio, en tanto que a menudo la posición geográfica del país sobre la cual nada puede hacer, un estado social que se ha creado sin su concurso, las costumbres e ideas cuyo origen ignora, un punto de partida que no conoce, imprimen a la sociedad movimientos imponderables contra los cuales lucha en vano y que lo arrastran a su vez.

El legislador se parece al hombre que traza su camino en medio de los mares. Puede así dirigir el navío que lo lleva, pero no podría cambiar su estructura, crear los vientos, ni impedir al océano elevarse bajo sus pies.

He mostrado qué ventajas sacan los norteamericanos del sistema federal. Me queda hacer comprender lo que les ha permitido adoptar este sistema y por qué no ha sido dado a todos los pueblos el disfrutar de sus beneficios.

Se encuentran en el sistema federal vicios accidentales que nacen de las leyes y que pueden ser corregidos por los legisladores. Hay otros que, siendo inherentes al sistema, no podrían ser destruidos sino por los pueblos que lo adoptan. Es necesario que esos pueblos encuentren en sí mismos la fuerza necesaria para soportar las imperfecciones naturales de su gobierno.

Entre los vicios inherentes a todo sistema federal, el más visible de todos es la complicación de los métodos que emplea. Este sistema pone necesariamente en presencia dos soberanías. El legislador logra hacer los movimientos de estas dos soberanías tan sencillos e iguales como es posible y puede encerrar a ambas en esferas de acción claramente trazadas; pero no podría hacer que no hubiera más que una, ni impedir qne se rocen en algún punto.

El sistema federativo descansa, cualquier cosa que se haga, sobre una teoría complicada, cuya aplicación exige, en los gobernados, un uso diario de las luces de su razón.

En general, solamente las concepciones simples se apoderan del espíritu del pueblo. Una idea falsa, pero clara y precisa, tendrá siempre mayor poder en el mundo que una idea verdadera, pero compleja. De ahí viene que los partidos, que son como pequeñas naciones en una grande, se apresuren siempre a adoptar como símbolo un nombre o un principio que, a menudo, no representa sino muy incompletamente el objeto que se proponen y los medios que emplean, pero sin el cual no podrían subsistir ni moverse. Los gobiernos que descansan sobre una sola idea o sobre un solo sentimiento fácil de definir, no son quizá los mejores, pero son seguramente los más fuertes v duraderos.

Cuando se examina lá constitución de los Estados Unidos, la más perfecta de todas las constituciones federales conocidas, se sorprende uno, al contrario, de la cantidad de conocimientos diversos y del discernimiento que suponen entre aquellos que deben regir. El gobierno de la Unión reposa casi por entero sobre ficciones legales. La Unión es una nación ideal que no existe, por decirlo así, sino en los espíritus y cuya extensión y límites sólo los descubre la inteligencia.

Estando bien comprendida la teoría general, quedan las dificultades de aplicación. Son innumerables, porque la soberanía de la Unión está de tal manera compenetrada en la de los Estados, que es imposible, al primer golpe de vista, percibir sus límites. Todo es convencional y artificial en parecido gobierno, y no podría convenir sino a un pueblo habituado desde largo tiempo a dirigir por sí mismo sus negocios, y en el cual la ciencia política ha descendido hasta las últimas capas de la sociedad. Nunca he admirado más el buen sentido y la inteligencia práctica de los norteamericanos que en la manera como escapan de las dificultades sin número que nacen de su constitución federal. Casi nunca he encontrado a ningún hombre común y corriente, en Norteamérica, que no discierna con sorprendente facilidad las obligaciones nacidas de las leyes del Congreso y aquellas cuyo origen está en las leyes de su Estado, y que, después de haber separado los objetos colocados en las atribüciones generales de la Unión de aquellos que la legislatura local debe reglamentar, no pudiese indicar el punto en que comienza la competencia de las cortes federales y el límite donde se detiene la de los Tribunales del Estado.

La constitución de los Estados Unidos se parece a esas bellas creaciones de la industria humana que colman de gloria y de bienes a aquellos que las inventan; pero permanecen estériles en otras manos.

Esto es lo que México ha dejado ver en nuestros días.

Los habitantes de México, queriendo establecer el sistema federativo, tomaron por modelo y copiaron casi íntegramente la constitución de los angloamericanos, sus vecinos (39). Pero al trasladar la letra de la ley, no pudieron trasponer al mismo tiempo el espíritu que la vivifica. Se vio cómo se estorbaban sin cesar entre los engranajes de su doble gobierno. La soberanía de los Estados y la de la Unión, al salir del círculo que la constitución había trazado, se invadieron cada día mutuamente. Actualmente todavía, México se ve arrastrado sin cesar de la anarquía al despotismo militar y del despotismo militar a la anarquía.

El segundo y más funesto de todos los vicios, que considero como inherente al sistema federal mismo, es la debilidad relativa del gobierno de la Unión.

El principio sobre el que descansan todas las confederaciones es el fraccionamiento de la soberanía. Los legisladores hacen poco sensible ese fraccionamiento; llegan aun a ocultarlo por algún tiempo a las mirádas, pero no podrían hacer que no existiese. Ahora bien, una soberanía fraccionada será siempre más débil que una soberanía completa.

Se ha visto en la exposición de la constitución de los Estados Unidos, con qué arte los norteamericanos, mientras encerraban el poder de la Unión en el círculo restringido de los gobiernos federales han logrado, sin embargo, darle la apariencia, y, hasta cierto punto, la fuerza de un gobierno nacional.

Al obrar así, los legisladores de la Unión han disminuido el peligro natural de las confederaciones; pero no han podido hacerlo desaparecer enteramente.

El gobierno norteamericano, dicen, no se dirige a los Estados: hace llegar inmediatamente sus órdenes hasta los ciudadanos, y los somete aisladamente al esfuerzo de la voluntad común.

Pero, si la ley federal contrariara violentamente los intereses y los prejuicios de un Estado, ¿no debe temerse que cada uno de los ciudadanos de ese Estado se creyera interesado en la causa del hombre que rehusa obedecer? Si todos los ciudadanos del Estado se encontraran así lesionados al mismo tiempo y de la misma manera por la autoridad de la Unión, en vano el gobierno federal trataría de aislarlos para combatirlos: sentirían ellos instintivamente que debían unirse para defenderse, y encontrarían una organización enteramente preparada en la parte de soberanía de que se ha dejado disfrutar a su Estado. La ficción desaparecería entonces para dejar lugar a la realidad, y se podría ver el poder organizado de una parte del territorio en lucha contra la autoridad central.

Diré otro tanto de la justicia federal. Si, en un proceso particular, los tribunales de la Unión, violaran una ley importante de un Estado, la lucha, si no aparente, al menos real, sería entre el Estado lesionado, representado por un ciudadano, y la Unión representada por sus tribunales (40).

Es necesario tener poca experiencia de las cosas de este mundo para imaginarse que, después de haber dejado a las pasiones de los hombres un medio de satisfacerse, se les impedirá siempre, con ayuda de ficciones legales, advertirlo y aprovecharse de ello.

Los legisladores norteamericanos, al hacer menos probable la lucha entre las dos soberanías, no por eso han destruido sus causas.

Se puede aún ir más lejos y decir que no han podido, en caso de lucha, asegurar la preponderancia al poder federal.

Dieron a la Unión dinero y soldados, pero los Estados conservaron el amor y los prejuicios de los pueblos.

La soberanía de la Unión es un ser abstracto que no se une a un corto número de objetos exteriores. La soberanía de los Estados cae bajo todos sentidos; se la comprende sin dificultad, se la ve obrar a cada instante. Una es nueva, la otra nació con el pueblo mismo.

La soberanía de la Unión es obra del arte. La soberanía de los Estados es natural, existe por sí misma, sin esfuerzos, como la autoridad del padre de familia.

La soberanía de la Unión no llega a los individuos más que por algunos grandes intereses, representan una parte inmensa y lejana, un sentimiento vago e indefinido. La soberanía de los Estados envuelve a cada ciudadano en cierto modo y llega hasta él cada día. Es la que se encarga de garantizar su propiedad, su libertad y su vida. Influye en todo momento sobre su bienestar o sobre su miseria. La soberanía de los Estados se apoya en los recuerdos, hábitos, prejuicios locales y en el egoísmo localista y de familia, en una palabra, en todas las cosas que hacen el instinto de patria tan poderoso en el corazón del hombre. ¿Cómo dudar de sus ventajas?

Puesto que los legisladores no pueden impedir que surjan colisiones peligrosas entre las dos soberanías que el sistema federal pone frente a frente es, pues, necesario que a sus esfuerzos por apartar a los pueblos confederados de la guerra, se añadan disposiciones particulares que inclinen a éstos a la paz.

Resulta de ello que el pacto federal no podría tener una larga existencia, si no encuentra, en los pueblos a los que se aplica, cierto número de condiciones de unión que les haga fácil esa vida común y faciliten la tarea del gobierno.

Así, el sistema federal para prosperar, no solamente tiene necesidad de leyes buenas, sino que es necesario que las circunstancias lo favorezcan.

Todos los pueblos que se han visto confederarse tenían cierto número de intereses comunes, que formaban como los lazos intelectuales de la asociación.

Pero además de los intereses materiales, el hombre tiene ideas y sentimientos. Para que una confederación subsista largo tiempo, no es menos necesario que haya homogeneidad en la civilización que en las necesidades de los diversos pueblos que la componen. Entre la civilización del Cantón del Vaud y del Cantón del Uri, hay una distancia como entre el siglo XIX y el siglo XV. Por eso Suiza no ha tenido nunca, a decir verdad, gobierno federal. La unión entre esos diferentes cantones sólo existe en el mapa y se darían cuenta exacta de ello, si una autoridad central quisiera aplicar las mismas leyes a todo el territorio.

Hay un hecho que facilita admirablemente, en los Estados Unidos, la existencia del gobierno federal. Los diferentes Estados tienen, no solamente los mismos intereses poco más o menos, el mismo origen y la misma lengua, sino también el mismo grado de civilización lo que hace casi siempre fácil el acuerdo entre ellos. No sé si hay una pequeña nación europea que no presente un aspecto menos homogéneo en sus diférentes partes como el pueblo norteamericano, cuyo territorio es tan grande como la mitad de Europa. Del Estado del Maine al Estado de Georgia se cuentan aproximadamente cuatrocientas lenguas. Existe, sin embargo, menos diferencia entre la civilización del Maine y la de Georgia, que entre la civilización de Normandía y la de Bretaña. El Maine y Georgia, colocados en los dos extremos de un vasto imperio encuentran, pues, naturalmente, más facilidades reales para formar una confederación que Normandía y Bretaña, que sólo están separadas por un riachuelo.

A esas facilidades, que las costumbres y hábitos del pueblo ofrecían a los legisladores norteamericanos, se añadían otras que nacían de la posición geográfica del país. Se debe atribuir a estas últimas la adopción y el mantenimiento del sistema federal.

El más importante de todos los actos que pueden caracterizar la vida de un pueblo, es la guerra. En la guerra, un pueblo obra como un solo individuo con respecto a los pueblos extranjeros. Como que lucha por su existencia misma.

En tanto que no se trata sino de mantener la paz en el interior de un país y de favorecer su prosperidad, la habilidad en el gobierno, la razón en los gobernados y cierto cariño natural que los hombres tienen casi siempre por su patria, pueden fácilmente ser suficientes; pero para que una nación se encuentre en estado de hacer una gran guerra, los ciudadanos deben imponerse sacrificios múltiples y penosos. Creer que un gran número de hombres serán capaces de someterse por si mismos a semejantes exigencias sociales, es no conocer a la humanidad.

De ahí se deduce que todos los pueblos que han tenido que hacer grandes guerras se han visto inclinados, casi a pesar suyo a acrecentar las fuerzas del gobierno. Los que no han podido lograrlo, han sido conquistados. Una larga guerra coloca casi siempre a las naciones en la triste alternativa de que su derrota las entregue a la destrucción y su triunfo al despotismo.

Es, pues, en general, en la guerra donde se revela de manera más visible y peligrosa la debilidad de un gobierno; y ya he mostrado que el vicio inherente de los gobiernos federales era el de ser muy débiles.

En el sistema federativo, no solamente no hay centralización administrativa ni nada que se le parezca, sino que la centralización gubernamental misma sólo existe incompletamente, lo que es siempre una gran causa de debilidad cuando hay que defenderse contra pueblos en los cuales es completa.

En la constitución federal de los Estados Unidos, que es aquella en donde el gobierno central está revestido de más fuerzas reales, ese mal se deja todavía sentir vivamente.

Un ejemplo permitirá al lector juzgarlo.

La constitución da al Congreso el derecho de llamar a la milicia de los diferentes Estados al servicio activo, cuando se trata de sofocar una insurrección o de rechazar una invasión. Otro articulo señala que, en ese caso, el presidente de los Estados Unidos es el comandante en jefe de la milicia.

Cuando la guerra de 1812, el presidente dio la orden a la milicia de dirigirse hacia las fronteras. Los Estados de Conecticut y Massachusetts, cuyos intereses lesionaba la guerra, rehusaron enviar su contingente.

La constitución, dijeron ellos, autoriza al gobierno a servirse de las milicias en caso de insurrección y de invasión; pues bien, no hay, por ahora, ni insurrección ni invasión. Y añadieron que la misma constitución que daba a la Unión el derecho de llamar a las milicias al servicio activo, dejaba a los Estados el derecho de nombrar a los oficiales. Se seguia de eso, según ellos, que, aun en la guerra, ningún oficial de la Unión tenia el derecho de mandar las milicias, excepto el presidente en persona. Ahora bien, se trataba de servir en un ejército mandado por personas distintas.

Estas absurdas y destructivas doctrinas recibieron, no solamente la sanción de los gobernadores y de la legislatura, sino también la de las cortes de justicia de esos dos Estados, y el gobierno federal se vio obligado a buscar en otra parte las tropas de que carecia (41).

¿De dónde viene, pues, que la Unión norteamericana aunque se halla protegida por la perfección relativa de sus leyes, no se disuelve en medio de una gran guerra? La razón es que no tiene grandes guerras que temer. Colocada en medio de un continente inmenso, donde la industria humana puede extenderse sin límites, la Unión está casi tan aislada del mundo como si se encontrara circundada por todas partes por el Océano.

Canadá cuenta tan sólo un millón de habitantes y su población está dividida en dos naciones enemigas. Los rigores del clima limitan la extensión de su territorio y cierran durante seis meses sus puertos.

Del Canadá al Golfo de México, se encuentran aún algunas tribus salvajes semidestruidas que seis mil soldados pueden someter.

Al sur, la Unión toca en un punto el imperio de México. De allí es de donde procederán probablemente algún día las grandes guerras. En cuanto a las potencias de Europa, su alejamiento las hace poco temibles (O).

La gran felicidad de los Estados Unidos no es, pues, haber encontrado una constitución federal que les permita sostener grandes guerras, sino estar situados de tal manera que no hay para ellos peligro de tenerlas.

Nadie puede estimar mejor que yo las ventajas del sistema federativo. Veo en él una de las más poderosas combinacioneS en favor de la prosperidad y de la libertad humana. Pero me niego, sin embargo, a creer que pueblos confederados puedan luchar largo tiempo, con igualdad de fuerzas, contra una nación en la que el poder gubernamental esté centralizado.

El pueblo que, en presencia de las monarquías militares de Europa, llegase a fraccionar su soberanía, me parecería abdicar por ese hecho de su poder y tal vez de su existencia y de su nombre.

¡Admirable posición la del Nuevo Mundo, que hace que el hombre no tenga allí todavía más enemigos que él mismo! Para ser dichoso y libre, sólo necesita quererlo.




Notas

(38) No hablo aquí de una confederación de pequeñas Repúblicas, sino de una gran República consolidada.

(39) Véase la Constitución mexicana de 1824.

(40) Ejemplo: La Constitución concedió a la Unión el derecho de vender por su cuenta las tierras desocupadas. Supongamos que el Estado de Ohio reivindica este derecho para las que están encerradas en sus limites, bajo el pretexto de que la Constitución no ha querido referirse sino al territorio que no está sometido a ninguna jurisdicción de Estado, y que en consecuencia quiera él mismo venderlas. La cuestión judicial se plantearia, es verdad, entre los adquirentes que tienen su titulo de la Unión y los adquirentes que tienen su titulo del Estado, y no entre la Unión y Ohio. Pero si la corte de los Estados Unidos ordenara que al adquirente federal le fuese concedida la posesión, y que los tribunales de Ohio mantuviesen en sus bienes a su competidor, ¿qué llegaria a ser entonces la ficción legal?

(41) Kent's Commentaries, vol. I, pág. 244. ObsérveSe que he escogido el ejemplo citado antes en tiempos posteriores al establecimiento de la Constitución actual. Si hubiera querido remontarme a la época de la primera confederación, habria señalado hechos mucho más concluyentes aún. Entonces imperaba un verdadero entusiasmo en la nación y la revolución estaba representada por un hombre eminentemente popular. Sin ernbargo, en esa época, el Congreso no disponía, propiamente hablando, de nada. Los hombres y el dinero le faltaban en todo momento. Los planes mejor combinados por él fracasaban en la ejecución y la Unión, a punto siempre de perecer, fue salvada más por la debilidad de sus enemigos que por su propia fuerza.

(O) Es verdad que las potencias de Europa pueden hacer a la Unión grandes guerras marítimas; pero hay siempre más facilidad y menos peligro en sostener una guerra marítima que una guerra continentál. La guerra maritima no exige sino una sola clase de esfuerzos. Un pueblo comerciante que permita dar a su gobierno el dinero necesario, está siempre seguro de tener marina. Ahora bien, se puede ocultar más fácilmente a las naciones los sacrificios de dinero que los sacrificios de hombres y los esfuerzos personales. Por otra parte, las derrotas en el mar comprometen raras veces la existencia o la independencia del pueblo que las sufre.

En cuanto a las guerras continentales, es evidente que los pueblos de Europa no pueden hacerlas en forma que sean peligrosas para la Unión norteamericana.

Es muy dificil transportar o mantener en Norteamérica a más de 25 000 soldados; lo que representa una nación de 2 000 000 de hombres aproximadamente. La más grande nación europea luchando de esta manera en contra la Unión estaría en la misma posición en que se encontraría una nación de 2 000 000 de habitantes en guerra contra una de 12 000 000. Añádase a esto que el norteamericano está al alcance de todos sus recursos y el europeo a l 500 leguas de los suyos, y que la inmensidad del territorio de los Estados Unidos presentaría por sí sola un obstáculo insuperable para la conquista.

Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleSegunda parte del Capítulo octavo de la primera parte del LIBRO PRIMEROCuarta parte del capítulo octavo de la primera parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha