Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo vigésimo primero de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo vigésimo tercero de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo vigésimo segundo

Por qué los pueblos democráticos desean naturalmente la paz, y los ejércitos democráticos la guerra

Los mismos intereses, temores y pasiones que apartan a los pueblos democráticos de las revoluciones, los alejan de la guerra; así, el espíritu militar, como el revolucionario, se debilitan a un mismo tiempo y por las mismas causas.

El número siempre creciente de propietarios amigos de la paz; el desarrollo de la riqueza de bienes muebles que la guerra consume con tanta rapidez; esa apacibilidad y dulzura de costumbres; la molicie del corazón; esa tendencia a la conmiseración que inspira la igualdad; la tibieza de espíritu que lo hace poco sensible a las conmociones poéticas y violentas que nacen entre las armas, todas estas causas se unen para extinguir el espíritu militar.

Creo que se puede admitir, como regla general y constante, que en los pueblos civilizados las pasiones guerreras se hacen más raras y menos vivas, a medida que las condiciones se igualan.

Sin embargo, la guerra es un accidente al que están sujetos todos los pueblos. Por mucho que amen la paz, es preciso que las naciones estén preparadas a rechazar la guerra o, en otros términos, que tengan un ejército.

La fortuna, que ha querido favorecer con tanta particularidad a los Estados Unidos, los ha colocado en medio de un desierto, donde, por decirlo así, no tienen vecinos, y algunos miles de soldados les bastan; mas esto es norteamericano y no democrático.

La igualdad de condiciones y las costumbres, así como las instituciones que se derivan de ellas, no sustraen a un pueblo democrático de la obligación de mantener ejércitos, y éstos ejercerán siempre una influencia muy grande sobre su suerte. Es, pues, importante averiguar los instintos naturales de los que los componen.

En los pueblos aristocráticos, y principalmente en los que sólo el nacimiento regula las clases, la desigualdad se encuentra en el ejército como en la nación; el oficial es noble, el soldado es siervo; el uno es llamado necesariamente a mandar y el otro a obedecer. En los ejércitos aristocráticos la ambición del soldado tiene límites muy estrechos. Tampoco es ilimitada la de los oficiales.

Un cuerpo aristocrático, no solamente forma parte de una jerarquía, sino que siempre contiene una jerarquía en su seno, y los miembros que la componen están colocados unos bajo el imperio de los otros, de una manera invariable. El uno está llamado por su nacimiento a mandar un batallón, el otro una compañía: cuando llegan a estos puntos extremos de sus esperanzas, se detienen por sí mismos, quedando satisfechos de su suerte.

Hay todavía una causa poderosa que en las aristocracias amortigua en el oficial los deseos de ascender.

En los pueblos aristocráticos, el oficial, independientemente de su puesto en el ejército, ocupa otro muy elevado en la sociedad; el primero no es considerado por él sino como accesorio del segundo, y el noble, al abrazar la carrera de las armas, obedece menos a la ambición que a una especie de deber que le impone su nacimiento. Entra en el ejército por emplear honrosamente los años ociosos de su juventud y recordar en su hogar y entre sus iguales algunos honrosos recuerdos de su vida militar; pero su objeto principal no es el de adquirir bienes, consideración o poder, pues posee estas ventajas por sí mismo, y goza de ellas sin salir de su país.

En los ejércitos democráticos todos los soldados pueden llegar a ser oficiales, lo cual generaliza el deseo de ascender y extiende hasta lo infinito los límites de la ambición militar.

De otro modo, el oficial no ve nada que lo detenga natural y forzosamente en un grado más que en otro, y cada uno tiene un valor inmenso a sus ojos, porque su puesto en la sociedad depende casi siempre de su grado en el ejército.

Muchas veces sucede en los pueblos democráticos que el oficial no tiene otra cosa que su paga, y no puede esperar consideración sino por sus honores militares; así, siempre que cambia de destino cambia de fortuna, y en cierto modo llega a ser otro hombre. Lo que en los ejércitos aristocráticos era lo accesorio, ha llegado a ser aquí lo principal, el todo, la existencia misma. En la antigua monarquía francesa, no se daba a los oficiales sino el título de nobleza: hoy no se les da sino un título militar. Esta pequeña mudanza en las formas del lenguaje, basta para indicar que se ha efectuado una gran revolución en la constitución de la sociedad y en la del ejército.

El deseo de ascender en los ejércitos democráticos es ardiente, tenaz, continuo y casi universal; crece con los demás deseos y no se extingue sino con la vida. Mas es fácil conocer que de todos los ejércitos del mundo, los democráticos son aquellos donde los progresos deben ser más lentos en tiempo de paz. Siendo, naturalmente, limitado el número de grados, los competidores casi innumerables, y pesando sobre todos la ley inflexible de la igualdad, ninguno puede hacer adelantos rápidos y muchos ni siquiera moverse de su puesto. Así, pues, la necesidad de adelantar es mayor y la facilidad de conseguirlo, menor que en otra parte.

Todos los ambiciosos que contiene un ejército democrático, desean con ardor la guerra, porque ésta desocupa puestos y permite, al fin, violar ese derecho de la Antigüedad, único privilegio natural de la democracia.

Llegamos, pues, a esta consecuencia singular: que de todos los ejércitos, los que desean más ardientemente la guerra son los democráticos y que entre los pueblos, los que aman más la paz son los democráticos, siendo lo más extraño que la igualdad produzca a la vez estos efectos contrarios.

Siendo iguales los ciudadanos, conciben cada día el deseo y descubren la posibilidad de cambiar su condición y aumentar su bienestar; esto los dispone a amar la paz, que hace prosperar la industria y permite a cada uno llevar a cabo sus pequeñas empresas. Por otra parte, aumentando esta misma igualdad el valor de los honores militares a los ojos de los que siguen la carrera de las armas, y haciéndolos accesibles a todos, hace delirar a los soldados por los campos de batalla. De ambas partes la inquietud del corazón es la misma, el deseo de los goces es también insaciable, la ambición igual, y sólo el medio de satisfacerla es diferente.

Estas disposiciones opuestas de la nación y del ejército, hacen correr grandes riesgos a las sociedades democráticas.

Cuando el espíritu militar abandona a un pueblo, la carrera militar deja también de ser estimada, y los hombres de guerra bajan al último puesto de los funcionarios públicos; se les aprecia poco y no se les atiende. Entonces sucede lo contrario de lo que se ve en los siglos aristocráticos; no son los principales ciudadanos los que entran en el ejército, sino los menos importantes.

Se escoge la carrera militar cuando todas las demás están cerradas, y esto forma un círculo vicioso de donde no se puede salir. Lo más selecto de la nación huye de la carrera de las armas, porque no es honrosa, y no lo es porque lo selecto de la nación no entra en ella.

No es, pues, extraño que los ejércitos democráticos se manifiesten muchas veces inquietos, quejosos y mal satisfechos de su suerte, aunque la condición física sea por lo regular mucho más dulce y la disciplina menos rígida que en todos los demás.

El soldado se siente en una posición inferior, y su orgullo herido acaba por darle el gusto de la guerra o el amor a las revoluciones, durante las cuales espera conquistar con las armas en la mano la influencia política y la consideración individual que se le disputa. La organización de los ejércitos democráticos hace muy temible este último peligro.

Casi todos los ciudadanos de la sociedad democrática tiene propiedades que conservar; pero los ejércitos democráticos son por lo general mandados por proletarios que tienen poco que perder en las discusiones civiles. La masa de la nación teme naturalmente mucho más las revoluciones que en los siglos de aristocracia, y los jefes del ejército mucho menos.

Además, como en los pueblos democráticos, según dije antes, los ciudadanos más ricos, instruidos y capaces, no entran en la carrera militar, sucede que el ejército todo acaba por hacerse una pequeña nación aparte, en donde la inteligencia se extiende menos y los hábitos son más toscos que en la grande. Mas esta inculta nación posee las armas y sólo ella sabe manejarlas.

Lo que aumenta en efecto el peligro que el espíritu militar y turbulento del ejército hace correr a los pueblos democráticos, es el carácter pacífico de los ciudadanos: nada hay más peligroso que un ejército en el seno de una nación que no es guerrera; el amor excesivo de todos los ciudadanos por la tranquilidad pone diariamente la constitución a merced de los soldados.

Las revoluciones militares, tan poco temibles en las aristocracias, lo son siempre mucho en las naciones democráticas. Tales peligros deben considerarse como los más grandes de todos los que encierra su porvenir, y es preciso que los hombres de Estado fijen en ellos su atención para encontrarles un remedio.

Cuando una nación se siente interiormente turbada por la ambición inquieta de su ejército, la primera idea que se presenta es dar a esta ambición incómoda la guerra por objeto.

No quiero hablar mal de la guerra, porque engrandece casi siempre el pensamiento de un pueblo y eleva su corazón. Hay casos en que sólo la guerra puede detener el excesivo desarrollo de ciertas inclinaciones, que crea, naturalmente la igualdad, y en que es preciso considerarla como necesaria para curar ciertas enfermedades inveteradas a las que las sociedades democráticas están sujetas.

La guerra tiene grandes ventajas; pero no hay que concebir que disminuye el peligro que acabo de señalar; lo suspende para que después sea más terrible, pues el ejército es poco partidario de la paz después de haber gustado la guerra. La guerra no sería un remedio sino para un pueblo que desease siempre la gloria.

Preveo que todos los príncipes guerreros que se elevan en el seno de las grandes naciones democráticas, verán que es más fácil vencer con su ejército, que hacerlo vivir en paz después de la victoria. Dos cosas hay muy difíciles para un pueblo democrático: empezar la guerra y concluirla.

Si, por una parte, la guerra tiene ventajas particulares para los pueblos democráticos, por otra, les hace correr ciertos riesgos que no tienen que temer en el mismo grado las aristocracias. Citaré solamente dos.

Si la guerra satisface al ejército, molesta y desespera a esa multitud innumerable de ciudadanos, cuyas pequeñas pasiones tienen todos los días necesidad de la paz para satisfacerse, y aun puede hacer nacer bajo otra forma el desorden que debe precaver.

No hay guerra larga que en los países democráticos no ponga la libertad en gran peligro: no porque deba temerse precisamente que los generales vencedores se apoderen por la fuerza, después de la victoria, del mando soberano, a la manera de Sila y de César. El peligro es de otra especie. La guerra no abandona siempre a los pueblos al gobierno militar; pero no puede dejar de aumentar inmediatamente las atribuciones del gobierno civil, centralizando casi por la fuerza en sus manos la dirección de todos los pueblos y el uso de todas las cosas. Si no conduce de repente al despotismo por la violencia, lo atrae dulcemente por los hábitos.

Todos los que pretenden destruir la libertad en el seno de una nación democrática, deben saber que el medio más seguro y más corto de conseguirlo es la guerra. He aquí el primer axioma de la ciencia.

Un remedio parece ofrecerse por sí mismo, cuando la ambición de los soldados y de los oficiales se hace temible, y es acrecentar el número de plazas, aumentando el ejército. Esto alivia el mal presente, pero expone más el porvenir.

Aumentar el ejército puede producir un efecto durable en el seno de una aristocracia, porque la ambición militar se reduce a una sola clase de hombres y se detiene en cada uno dentro de cierto límite; de manera que puede llegarse a contentar a todos los que la sienten.

Mas en un pueblo democrático no se gana nada, porque el número de ambiciosos crece siempre exactamente en la misma proporción que el ejército. Aquellos cuyos votos han sido atendidos creando nuevos empleos, se reemplazan bien pronto por una multitud que no se puede satisfacer y aun los primeros empiezan de nuevo a quejarse; porque la misma agitación de espíritu que reina entre los ciudadanos de una democracia, se manifiesta en el ejército; lo que se quiere, no es ganar un solo grado, sino adelantar siempre, y si los deseos no son muy vastos, al menos renacen sin cesar.

Un pueblo democrático que aumenta su ejército, no hace sino calmar por un momento la ambición de la gente de guerra; pero bien pronto se hace más temible, porque los que la tienen son más numerosos.

Por mi parte, creo que el espíritu inquieto y turbulento, es un mal inherente a la constitución misma de los ejércitos democráticos, imposible de curar. Los legisladores democráticos no deben lisonjearse de encontrar una organización militar que tenga por sí misma la fuerza suficiente para calmar y contener a la soldadesca, pues serían vanos todos sus esfuerzos para conseguirlo.

No es en el ejército donde se puede encontrar el remedio de los vicios de éste, sino en el país.

Los pueblos democráticos temen naturalmente los trastornos y el despotismo, y sólo se trata de hacer de estos instintos, gustos sólidos y estables.

Cuando los ciudadanos al fin han aprendido a hacer un útil y pacífico uso de la libertad y han sentido sus beneficios; cuando han contraído una pasión vehemente por el orden y se sujetan gustosos a la ley, esos mismos ciudadanos, entrando en la carrera de las armas, llevan a ella sin saberlo y como a pesar suyo, estos hábitos y estas costumbres. El espíritu general de la nación penetra en el espíritu particular del ejército, templa las opiniones y los deseos que hace nacer el espíritu militar, o por la fuerza poderosa de la opinión los comprime. Ciudadanos instruidos, moderados, firmes y libres, darán siempre soldados disciplinados y obedientes.

Toda ley que, reprimiendo el espíritu turbulento del ejército, tienda a disminuir en el seno de la nación el espíritu de libertad civil y a oscurecer la idea del derecho y de los derechos, irá contra su objeto, y lejos de impedir que se establezca la tiranía militar, la favorecerá.

En conclusión, dígase lo que se quiera, un gran ejército será siempre muy peligroso en el seno de un pueblo democrático; el medio más eficaz de disminuir semejante peligro, será el de reducir el ejército; pero no todos los pueblos pueden llevarlo a cabo.

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