Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo séptimo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo noveno de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo décimo octavo

El concepto del honor en los Estados Unidos y en las sociedades democráticas (1)

Los hombres siguen, al parecer, dos métodos muy distintos en el juicio que hacen en público de las acciones de sus semejantes: unas veces los juzgan por las simples nociones de lo justo y de lo injusto, que se hallan difundidas en todo el mundo, otras, las apredan según las nociones particulares de un país y de una época. Sucede con frecuencia que estas dos reglas difieren y aun algunas veces se combaten; pero jamás se confunden enteramente ni se destruyen. El honor, en el tiempo de su mayor poder, rige 1a voluntad más que la creencia, y los hombres, aun sometiéndose sin vacilar y sin violencia a sus mandatos, sienten todavía por una especie de instinto oscuro, pero poderoso, que existe una ley más general, más antigua y más santa a la que desobedecen algunas veces sin dejar de conocerla. Muchas acciones han sido consideradas a la vez honestas y deshonrosas. El hecho de no aceptar un duelo ha estado frecuentemente en este caso.

Creo que se pueden explicar estos fenómenos sin atribuirlos al capricho de ciertos individuos y de ciertos pueblos, como hasta aquí se ha hecho.

El género humano tiene necesidades permanentes y generales que han creado leyes de moral, a cuya inobservancia han unido naturalmente los hombres, en todo tiempo y en todos los lugares, la idea del vituperio y la vergüenza. Han llamado hacer mal, al sustraerse a ellas, hacer bien, al someterse.

Se establecieron, además, en el seno de la vasta asociación humana, sociedades más reducidas que se llaman pueblos; y en ellos otras todavía que se llaman clases o castas. Cada una de estas asociaciones forma como una especie particular en el género humano. y aunque no difiera esencialmente de la masa de los hombres, se mantiene algo separada y experimenta necesidades que le son propias. Estas necesidades especiales son las que modifican de alguna manera y en ciertos países, el modo de contemplar las acciones humanas, y el aprecio que conviene hacer de ellas.

El interés general y permanente del género humano, consiste en que los hombres no se maten unos a otros; pero puede suceder que el interés particular y momentáneo de un pueblo o de una clase, consista en ciertos casos en excusar y aun en honrar el homicidio.

El honor no es otra cosa que una regla especial fundada en un estado particular, con cuyo auxilio un pueblo o una clase distribuye el vituperio o la alabanza.

Como no hay nada menos útil al espíritu humano que una idea abstracta, me apresuro a presentar un símil que pondrá en claro mi pensamiento.

Escogeré la especie de honor más extravagante que ha aparecido jamás en el mundo y que nosotros conocemos bien: el honor aristocrático nacido en el seno de la sociedad feudal.

No pretendo averiguar cómo y cuándo nació la aristocracia de la Edad Media, por qué estaba tan separada del resto de la nación, ni lo que había fundado o fortalecido su poder. La encuentro instalada y sólo trato de comprender por qué consideraba la mayor parte de las acciones humanas desde un punto de vista tan singular.

Lo que me admira desde luego es que en el mundo feudal las acciones no eran siempre alabadas ni reprobadas por su valor intrinseco, pues algunas veces las consideraba únicamente por relación a su autor o a su objeto, lo cual repugna a la conciencia general de la especie humana. Ciertos actos indiferentes de la parte de un plebeyo, deshonran a un noble; otros variaban de carácter, según que la persona que los sufría fuera o no de la aristocracia.

Cuando estas diferentes actitudes aparecieron, la nobleza formaba un cuerpo aparte en medio del pueblo que dominaba, desde las inaccesibles alturas a donde se había retirado. Para sostener esta situación particular que constituía su fuerza, necesitaba no solamente privilegios políticos, sino virtudes y vicios peculiares.

Que tal virtud o tal vicio perteneciese a la nobleza más bien que al estado plebeyo; que tal acción fuese indiferente por parte de un plebeyo o vituperable si se trataba de un noble, he aquí lo que era frecuentemente arbitrario; pero que se considerasen vergonzosas u honrosas las acciones de los hombres, según su condición, eso resultaba de la misma condición de la sociedad aristocrática. Eso se ha visto, en efecto, en todos los países que han tenido una aristocracia, y mientras quede de ellas vestigio, se encontrarán, sin duda, tales singularidades. Seducir a una doncella de color apenas daña la reputación de un norteamericano, pero casarse con ella lo deshonra.

En ciertos casos el honor feudal prescribía la venganza y el perdón de las injurias deshonraba; en otros, ordenaba a los hombres imperiosamente sobreponerse a la abnegación de sí mismo. No hacía, pues, una ley de la humanidad ni de la dulzura; pero alababa la generosidad; valuaba la liberalidad más que la beneficencia; permitía que cualquiera se hiciese rico en el juego o en la guerra, pero nunca por el trabajo; prefería grandes crímenes a pequeños lucros. La concupiscencia le indignaba menos que la avaricia, y le agradaba muchas veces la violencia, mientras que la astucia y la traición le parecían siempre despreciables.

Estas extravagantes nociones no eran sólo producidas por el capricho de los que las habían concebido.

Una clase que ha llegado a ponerse a la cabeza de todas las demás, y hace constantes esfuerzos para conservarse en esta posición suprema, debe, por necesidad, honrar las virtudes en que hay grandeza y brillantez, que pueden combinarse fácilmente con el orgullo y el amor del poder. No teme trastornar el orden natural de la conciencia, colocando estas virtudes delante de las otras, y se concibe que eleve ciertos vicios estrepitosos y atrevidos sobre las virtudes modestas y pacíficas, pues en cierto modo se ve obligada a ello por su condición.

Los nobles de la Edad Media anteponían el valor militar a todas las virtudes. Esta singular opinión tenía necesariamente su origen en el estado parcular de la sociedad.

La aristocracia feudal había nacido de la guerra y para la guerra; había encontrado su poder en las armas y lo mantenía por ellas; nada le era más necesario que el valor militar, siendo justo que lo glorificase sobre todo lo demás. Todo lo que exteriormente manifestaba ese valor, aun cuando fuese contrario a la razón y a la humanidad, era aprobado y muchas veces ordenado por ella.

Que un hombre mirase como una grave injuria el recibir una bofetada y hasta que matara en un duelo al que ligeramente lo había ofendido, he aquí lo arbitrario; pero que un noble no pudiese sufrir tranquilamente una injuria y se deshonrase si se dejaba maltratar sin combatir, eso resultaba de los principios mismos y de las necesidades de una aristocracia militar.

Podía decirse, con verdad hasta cierto punto, que el honor tenía rasgos caprichosos; mas los caprichos del honor se encerraban siempre en límites precisos. Esa regla particular que nuestros padres llamaban honor, está tan lejos de parecerme una ley arbitraria, que yo me atrevería a reunir sin dificultad en un pequeño número de necesidades fijas e invariables de las sociedades feudales, sus preceptos más raros e incoherentes.

Si yo siguiese al honor feudal hasta el campo de la política, tampoco me sería difícil explicar todos sus pasos.

El estado social y las instituciones políticas de la Edad Media eran tales que el poder nacional jamás gobernaba directamente a los ciudadanos. Éste no existía, por decirlo así, a sus ojos. Cada uno conocía solamente a cierto hombre, a quien estaba obligado a obedecer y por él se sujetaba sin saberlo a todos los demás.

En las sociedades feudales, el orden público dependía del sentimiento de fidelidad a la persona misma del señor y, destruido éste, se caía al instante en la anarquía.

La fidelidad al jefe del Estado era, por otra parte, un sentimiento del que todos los miembros de la aristocracia descubrían diariamente el verdadero valor, pues cada uno de ellos era a la vez señor y vasallo y tenía que mandar y obedecer. Permanecer siempre fiel a su señor, sacrificarse por él cuando las circunstancias lo exigían, participar de su buena o mala suerte y ayudarle en sus empresas, cualesquiera que fuesen, tales eran los primeros deberes impuestos por el honor feudal en materia política. La traición del vasallo se condenó por la opinión con mucho rigor, y se creó un nombre particularmente infamante, llamándola felonía.

Por el contrario, apenas se hallan en la Edad Media algunos vestigios de esa pasión que dio vida a las antiguas sociedades: hablo del patriotismo. El nombre de patriotismo no es antiguo en nuestro idioma (2).

Oscureciendo la idea de patria, las instituciones feudales hacían su amor menos necesario y olvidaban a la nación, inspirando pasión por un hombre. Así es que el honor feudal no ha impuesto jamás una ley severa para guardar fidelidad a la nación.

No es que el amor a la patria no existiese en el corazón de nuestros padres; pero no constituía en ellos más que una especie de instinto oscuro y débil, que se ha hecho más claro y más fuerte a medida que se han destruido las clases y se ha centralizado el poder.

Esto se conoce por los juicios contrarios de los pueblos de Europa sobre los diferentes hechos de su historia, según la generación que los juzga. Lo que principalmente deshonraba al condestable de Borbón a los ojos de sus contemporáneos, era que había tomado las armas contra su rey, y lo que más le deshonra a los nuestros, es que hacía la guerra a su país; lo vituperamos tanto como nuestros abuelos, pero por razones bien distintas.

He escogido este caso para aclarar mi idea del honor feudal, porque tiene caracteres más conocidos y marcados que ningún otro; hubiera podido tomar ejemplos en otra parte y conseguir el mismo objeto por distinto camino.

Aunque nosotros hemos conocido menos a los romanos que a nuestros antepasados, sabemos, sin embargo, que existían entre ellos en materia de gloria y de deshonor opiniones particulares que no procedían solamente de las nociones generales del bien y del mal. Un gran número de acciones humanas se consideraban desde un punto de vista diferente, según se tratara de un ciudadano o de un extranjero, de un hombre libre o de un esclavo; se glorificaban ciertos vicios y se ensalzaban ciertas virtudes más que otras.

En ese tiempo -dice Plutarco, en la vida de Coriolano- se honraba y adoraba la proeza en Roma sobre todas las otras virtudes; de eso se deduce que se la llamaba virtud propiamente dicha, del nombre mismo de la virtud, dando así el nombre común del género a una especie particular, hasta tal punto que virtud, en latín, significa tanto como valor. ¿Y quién no reconoce que esta era la principal necesidad de la asociación singular que se había formado para la conquista del mundo?

Cada nación, se presta más o menos a observaciones análogas, porque, como he dicho antes, siempre que los hombres se reúnen en sociedad particular, se establece entre ellos un honor, es decir, un conjunto de opiniones propias sobre lo que se debe alabar o reprobar, y estas reglas particulares tienen por necesidad su origen en los hábitos e intereses especiales de la asociación.

Todo esto se puede aplicar, hasta cierto punto, a las sociedades democráticas, como a todas las demás, y vamos a hallar la prueba entre los norteamericanos (3).

Todavía se encuentran esparcidas entre las opiniones de los norteamericanos, algunas nociones del antiguo honor aristocrático de Europa, que no están arraigadas ni tienen poder, como una religión en que ya no se cree, y de la que se dejan subsistir algunos templos.

En medio de esas nociones casi borradas de un honor exótico, aparecen algunas nuevas opiniones que constituyen lo que podría llamarse entre nosotros, el honor norteamericano.

He mostrado cómo los norteamericanos son impelidos hacia el comercio y la industria. Su estado social, su origen, las instituciones políticas y el lugar mismo en que habitan, los arrastran de un modo irresistible hacia este lado. Por ahora, forman una asociación casi exclusivamente industrial y comerciante, colocada en un país nuevo e inmenso, que tiene como objeto principal explotar. Tal es el rasgo característico que, en nuestros días, distingue principalmente al pueblo norteamericano de todos los demás.

Todas las virtudes pacíficas que tienden a regularizar el cuerpo social y a favorecer el negocio, deben, pues, ser estimadas en este pueblo, y no se podrían descuidar sin incurrir en el desprecio público.

Todas las virtudes turbulentas que hacen brillar algunas veces la sociedad, pero que la trastornan con más frecuencia, ocupan en la opinión de este pueblo un puesto muy subalterno. Se pueden descuidar sin perder el aprecio de sus conciudadanos, pues más bien se perdería adquiriéndolas.

Con la misma arbitrariedad clasifican los vicios los norteamericanos. Hay ciertas inclinaciones perniciosas en el sentir común y en la conciencia universal del género humano, que están de acuerdo con las necesidades particulares y momentáneas de la asociación norteamericana, y aunque las reproche débilmente, algunas veces también las alaba. Citaré como la principal, el amor a las riquezas y las inclinaciones secundarias que de él se derivan. Para desmontar, fecundar y transformar este vasto continente desierto, que es su dominio, necesita el norteamericano de una pasión enérgica, y ésta no puede ser otra que el amor a las riquezas; tal pasión, pues, no es reprobada en Norteamérica, sino más bien honrada, con tal que no traspase los límites que le señala el orden público. El norteamericano llama noble y estimable ambición a lo que nuestros padres de la Edad Media llamaban codicia servil, y llaman furor ciego y bárbaro a la conquistadora actividad y genio guerrero que los impelía a nuevos combates.

En los Estados Unidos, las fortunas se hacen y se destruyen con facilidad. El país no tiene límites y está lleno de recursos inagotables. El pueblo tiene todas las necesidades y todas las pasiones de un ser que crece y, cualesquiera que sean sus esfuerzos, se ve siempre rodeado de más bienes que los que puede adquirir. Lo que principalmente se debe temer de un pueblo semejante, no es la ruina de algunos individuos que bien pronto se repara, sino la inactividad y molicie de todos. La audacia en sus empresas industriales es la primera causa de sus progresos rápidos, de su fuerza y de su grandeza. La industria es para él una vasta lotería en la que un pequeño número de hombres pierden continuamente, mientras que el Estado gana siempre: un pueblo semejante debe favorecer y aun honrar la audacia en materia de industria, aunque toda empresa atrevida comprometa la fortuna del que se entrega a ella, y la de todos los que se fían de él. Los norteamericanos, que hacen de la temeridad comercial una especie de virtud, en ningún caso pueden vituperar a los temerarios.

De aquí nace la indulgencia tan singular que se demuestra en los Estados Unidos con el comerciante que quiebra, cuyo honor no sufre con semejante accidente. En esto difieren los norteamericanos, no sólo de los pueblos europeos, sino de todas las naciones comerciantes de nuestros días, así como no se parecen a ninguna de ellas por su condición ni por sus necesidades.

En Norteamérica, se tratan con una severidad desconocida en el resto del mundo todos los vicios que alteran la pureza de las costumbres y destruyen la unión conyugal. Esto contrasta a primera vista de un modo extraño con la tolerancia que muestran sobre otros puntos, y cualquiera se sorprende al ver una moral tan relajada y austera en el mismo pueblo.

Estas cosas no son tan incoherentes como se supone. La opinión pública en los Estados Unidos no reprime más que suavemente el amor a la riqueza, porque tiene por objeto la industria y la prosperidad de la nación, y condena con rigor las malas costumbres, porque distraen el espíritu humano de la conquista del bienestar y turban el orden interior de la familia, tan necesario al progreso de los negocios. Los norteamericanos, para lograr la estimación de sus semejantes, necesitan someterse a hábitos regulares y en este sentido puede decirse que fundan su honor en ser castos.

El honor norteamericano concuerda en un punto con el antiguo de Europa, pone el valor a la cabeza de todas las virtudes y hace de él la principal necesidad moral del hombre, pero no considera el valor bajo el mismo aspecto.

En los Estados Unidos, se aprecia bien poco el valor guerrero; el que más se conoce y estima es el que desafía los furores del Océano para llegar más pronto al puerto, soporta sin quejarse las miserias del desierto y la soledad, más cruel que todas las miserias; el valor que vuelve casi insensible la súbita pérdida de una fortuna adquirida con gran trabajo y sugiere nuevos esfuerzos para formar otra. Un valor de esta suerte es necesario al mantenimiento y prosperidad de la asociación norteamericana y con particularidad honrado y alabado por ella. Sin este valor, apenas puede conseguirse reputación entre los norteamericanos.

Encuentro todavía otro rasgo que acabará por hacer evidente la idea de este capítulo.

En una sociedad democrática, como la de los Estados Unidos, en que las fortunas son pequeñas y están mal aseguradas, todo el mundo trabaja y el trabaio conduce a todo. Esto ha dado un nuevo giro al honor, dirigiéndolo contra la ociosidad.

He encontrado algunas veces en Norteamérica personas ricas, jóvenes, enemigas por temperamento de todo esfuerzo penoso, que se veían obligadas a abrazar una profesión, pues aunque su naturaleza y su fortuna les permitiesen vivir ociosas, la opinión pública se lo prohibía imperiosamente y les era preciso obedecer. Al contrario, he visto muchas veces en las naciones europeas en las que la aristocracia lucha todavía contra el torrente que la arrastra, hombres cuyas necesidades y deseos los estimulaban sin cesar a permanecer en la ociosidad, para no perder el aprecio de sus iguales y que más fácilmente se sometían al fastidio y la incomodidad, que al trabajo. ¿Quién no descubre en estas dos obligaciones tan contrarias, dos reglas diferentes que emanan, sin embargo, del honor?

Lo que nuestros padres han llamado, por excelencia, el honor, no era en verdad, sino una de sus formas; dieron su nombre genérico a una sola especie. El honor se encuentra, pues, en los siglos democráticos, pero no será difícil conocer que en aquéllos presenta una fisonomía diversa. No sólo son diferentes sus preceptos, sino también menos numerosos y menos claros, y se siguen con más suavidad sus leyes.

Una casta está siempre en una situación más particular que un pueblo; no hay nada tan excepcional en el mundo como una pequeña sociedad compuesta siempre de las mismas familias, como la aristocracia de la Edad Media, por ejemplo, y cuyo objeto es concentrar y retener exclusiva y hereditariamente en su seno, la luz, la riqueza y el poder.

Ahora, cuanto más excepcional es la posición de una sociedad, tanto mayores son sus necesidades especiales, y tanto más crecen las nociones del honor que corresponden a sus necesidades.

Las prescripciones del honor serán, pues, siempre menos numerosas en un pueblo que no se ha dividido en clases, que en cualquiera otro, y si viniesen a establecerse naciones en donde las hubiese, el honor se limitaría a un corto número de preceptos, que se alejarían cada vez menos de las leyes morales adoptadas por el común de la humanidad.

De esta manera, pues, las prescripciones del honor serán menos extravagantes y menos numerosas en una nación democrática que en una aristocracia, y también más oscuras, como consecuencia necesaria de lo que precede.

Siendo menor el número de los rasgos característicos del honor y menos singulares, debe ser muchas veces difícil distinguirlos.

Hay todavía otras razones. En las naciones aristocráticas de la Edad Media, las generaciones se sucedían en vano las unas a las otras; cada familia era en ellas como un hombre inmortal y perfectamente inmóvil; las ideas no variaban más que las condiciones.

Cada hombre tenía siempre delante de sus ojos los mismos objetos, que consideraba desde el mismo punto de vista; penetraba poco a poco en los más mínimos detalles y su percepción debía ser, a la larga, clara y distinta. Así, las opiniones que constituían el honor en los tiempos feudales, no solamente eran muy extravagantes, sino que cada una de ellas se presentaba en el espíritu bajo una forma clara y precisa.

En ninguna parte sucederá jamás lo que en Norteamérica, donde todos los ciudadanos se conmueven y donde, modificándose la sociedad por sí misma, todos los días cambia sus opiniones con sus necesidades. En semejante país se vislumbra la regla del honor, pero no se tiene el tiempo necesario para considerarla fijamente.

Aunque la sociedad fuese inmóvil, sería todavía difícil impedir que se diesen diversos sentidos a la palabra honor.

Como en la Edad Media cada clase tenía su honor, no se admitía la misma opinión a la vez por un gran número de personas, y esto permitía darle una forma fija y precisa; tanto más, cuanto que teniendo todos los que la admitían una posición idéntica y muy excepcional, se encontraban dispuestos naturalmente a entenderse sobre los preceptos de una ley hecha para ellos solos. Se hacía del honor un código completo y detallado, en donde todo se hallaba previsto y ordenado anticipadamente, presentando una regla fija y siempre visible para las acciones humanas.

En una nación democrática como la norteamericana, donde las clases están confundidas y la sociedad entera no forma sino una sola masa, cuyos elementos son análogos sin ser enteramente semejantes, no sería posible entenderse jamás con anticipación sobre lo que está permitido o prohibido por el honor.

También existen en el seno de este pueblo ciertas necesidades que hacen nacer opiniones comunes en materia de honor; mas tales opiniones no representan nunca, al mismo tiempo, del mismo modo ni con igual fuerza, el espíritu de todos los ciudadanos; la ley del honor existe, pero carece frecuentemente de intérpretes.

La confusión es mucho más grande aún en un país democrático como el nuestro, en que, llegando a mezclarse las diferentes clases que componían la antigua sociedad, sin haberse todavía confundido, introducen sin cesar unas en el seno de las otras diversas nociones, a veces contrarias, de su honor; o bien cada hombre, según sus caprichos, abandona una parte de las opiniones de sus padres y retiene otras, de suerte que, en medio de tantas medidas arbitrarias, no se puede establecer una regla común, siendo entonces casi imposible decir anticipadamente qué acciones serán estimadas o reprobadas. Estos son tiempos desdichados, pero no durables.

Estando mal definido el honor entre las naciones democrádcas, necesariamente es menos poderoso; pues es dificil aplicar con acierto y firmeza una ley que no es bien conocida. No viendo con claridad la opinión pública que es el intérprete natural y soberano de la ley del honor, hacia qué lado conviene dirigir el vituperio o la alabanza, no pronuncia su opinión sino vacilando; algunas veces se contradice y muchas queda inmóvil y deja obrar.

La debilidad relativa del honor en las democracias, depende todavía de otras muchas causas.

El honor mismo en las aristocracias no es jamás admitido sino por un cierto número de hombres, frecuentemente reducido y siempre separado del resto de sus semejantes. El honor se mezcla, pues, con facilidad y se confunde en su espíritu con la idea de todo lo que distingue, presentándoseles como el rasgo distintivo de su fisonomía; aplican sus diversas reglas con todo el calor del interés personal y lo obedecen, si puedo expresarme así, con una verdadera pasión.

Esta verdad se manifiesta claramente al leer las crónicas de la Edad Media en el articulo de las controversias judiciales. Allí se ve que los nobles estaban obligados a servirse en sus contiendas de la lanza y de la espada, mientras que los plebeyos usaban el bastón, considerando, decían, que los plebeyos no tienen honor. Esto no quiere decir, como se figuran algunos en nuestros días, que tales hombres fuesen despreciables; significaba solamente que sus acciones no eran juzgadas por las mismas reglas que los de la aristocracia.

Lo que admira, a primera vista, es que cuando el honor reina con todo ese pleno poder, sus preceptos son en general muy extraños; de tal manera, que parece que se le obedece mejor mientras más se separa de la razón; y por esto se deduce muchas veces que el honor es grande a causa de su misma extravagancia.

Estas dos cosas tienen el mismo origen, pero no dependen la una de la otra. Es más raro el honor a medida que representa necesidades más particulares y de un más corto número de hombres, y precisamente por representar necesidades de esta especie es poderoso. El honor no es, pues, poderoso por ser extravagante, pero su extravagancia y su poder proceden de la misma causa.

Haré aún otra observación. En los pueblos aristocráticos difieren todas las clases, pero todas son fijas; cada una ocupa en su esfera un lugar de donde no puede salir y allí vive en medio de otros hombres ligados con él de la misma manera; nadie puede esperar ni temer que no lo vean, pues no se encuentra un hombre de tan baja esfera que no tenga su círculo, y que deba escapar por su oscuridad del vituperio o de la alabanza.

En los Estados democráticos sucede lo contrario, pues confundiéndose todos los ciudadanos en la multitud y agitándose sin cesar, la opinión pública no puede ejercer su acción; su objeto desaparece a cada instante y se le escapa. El honor será, pues, allí, menos imperioso y exigente, porque no obra sino a la vista del público, diferente en esto de la simple virtud que vive por sí misma y se satisface con su testimonio.

Si el lector se ha hecho cargo de lo que precede, ha debido comprender que entre la desigualdad de las condiciones y lo que nosotros llamamos honor, hay una relación estrecha y necesaria que, si yo no me equivoco, no había sido aún bien indicada. Debo, pues, hacer el último esfuerzo para ponerla en claro.

Una nación se coloca aparte en el género humano. Independientemente de ciertas necesidades generales inherentes a la especie humana, tiene sus intereses y sus necesidades particulares. Pronto se establecen en su seno, en materia de alabanza o vituperio, ciertas opiniones que le son propias y que sus ciudadanos llaman honor.

En el seno de esta misma nación, viene a establecerse una clase que, separándose a su vez de todas las demás, contrae necesidades particulares, y éstas hacen nacer opiniones especiales. El honor de esta casta, mezcla extravagante de las nociones particulares de la nación y de las de la casta misma más particulares aún, se alejará tanto cuanto pueda imaginarse, de las opiniones simples y generales de los hombres. Hemos llegado al punto extremo, descendamos ahora.

Mezclándose las clases, se destruyen los privilegios. Habiéndose hecho semejantes e iguales los hombres que componen la nación, sus intereses y sus necesidades se confunden, y se ven desvanecerse sucesivamente todas las nociones singulares que cada casta llamaba honor. El honor no se origina ya sino en las necesidades particulares de la nación misma, y representa su carácter individual entre los pueblos.

Finalmente, si fuese permitido suponer que se confundiesen todas las razas, y que todos los pueblos del mundo viniesen a tener los mismos intereses, las mismas necesidades y a no distinguirse los unos de los otros por ningún rasgo característico, se dejaría enteramente de dar un valor convencional a las acciones humanas y todos las mirarían desde el mismo punto de vista, siendo su norma común las necesidades de humanidad que la conciencia revela a cada hombre.

Entonces no se encontrarían en este mundo otras nociones que las simples y generales del bien y del mal, a las cuales se ligarían por un vínculo natural y necesario las ideas del vituperio o de la alabanza.

Así, para encerrar por último en una sola regla todo mi pensamiento, diré que las faltas de semejanza y desigualdades de los hombres son las que han creado el honor, que se debilita a medida que estas diferencias se borran y que puede suceder que desaparezca junto con ellas.




Notas

(1) La palabra honor no tiene siempre el mismo sentido.

Primero: significa, la gloria, la consideración que se obtiene de sus semejantes, y en este sentido se dice conquistar el honor.

Segundo: También significa el conjunto de reglas con cuyo auxilio se consigue este aprecio, esta gloria y esta consideración, y por eso se dice que un hombre se conforma siempre estrictamente con las leyes del honor, o que ha faltado al honor. En este último sentido he tomado la palabra honor al escribir este capítulo.

(2) La misma palabra patria no se encuentra en los autores franceses, sino a partir del siglo XVI.

(3) Hablo aquí de los norteamericanos que habitan en lugares donde no existe la esclavitud; pues éstos son los únicos que pueden presentar la imagen completa de una sociedad democrática.

Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo séptimo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo noveno de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha