Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo sexto de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo octavo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo décimo séptimo

Por qué el aspecto de la sociedad en los Estados Unidos es a la vez monótono y agitado

Nada parece más propio para excitar y alimentar la curiosidad, que el aspecto de los Estados Unidos. Las leyes, las fortunas y las ideas varían sin cesar; aun se diría que la inmóvil naturaleza misma es allí móvil, al ver cómo se transforma bajo la mano del hombre.

Sin embargo, la observación de esta sociedad tan agitada parece monótona a la larga, y después de haber contemplado por algún tiempo ese cuadro tan móvil, el espectador concluye por fatigarse.

En los pueblos aristocráticos, cada uno está situado en su esfera, pero los hombres son muy diferentes y tienen pasiones, hábitos, ideas y gustos esencialmente distintos. Nada se mueve allí, pero todo difiere.

En las democracias, al contrario, todos los hombres son semejantes y hacen cosas más o menos iguales. Están sujetos, es verdad, a grandes y continuas vicisitudes; pero como las mismas victorias e iguales reveses se repiten continuamente, sólo cambia el nombre de los actores, mas el espectáculo es el mismo. El aspecto de la sociedad norteamericana es agitado, porque los hombres y las cosas varían constantemente, y monótono porque todos los cambios son semejantes.

Los hombres que viven en los tiempos democráticos tienen muchas pasiones; pero la mayor parte de ellas vienen a parar en el amor a las riquezas o emanan de él, lo cual no proviene de que sus almas sean menguadas, sino de que la importancia del dinero es entonces realmente mayor.

Cuando los ciudadanos son independientes lo miran todo con indiferencia. Sólo pagándoles se puede obtener su respectivo concurso, lo que multiplica hasta lo infinito el uso de la riqueza y aumenta su valor.

Habiendo desaparecido el prestigio que se concedía a las cosas antiguas, el nacimiento, la profesión o el Estado, no distinguen ya a los hombres o los distinguen muy poco, de manera que sólo el dinero puede crear diferenciás visibles entre ellos o hacer sobresalir a algunos. La influencia que nace de la riqueza aumenta con la extinción o menoscabo de todas las demás.

En los pueblos aristocráticos, el dinero no conduce sino a ciertos puntos del vasto círculo de los deseos, pero en las democracias parece que con él nada deja de conseguirse.

El amor a la riqueza es por lo común la base principal o accesoria de las acciones de los norteamericanos, y lo que da a todas sus pasiones un aire de familia que al fin hace fastidioso el cuadro. Esta vuelta continua a la misma pasión es monótona y los medios que emplea para satisfacerla, lo son igualmente.

En una democracia constituida y pacífica como la de los Estados Unidos, en la que nadie se puede enriquecer por la guerra, por los empleos públicos, ni por las confiscaciones políticas, el amor a las riquezas orienta principalmente a los hombres hacia la industria. Pero la industria, que frecuentemente trae grandes desastres y desórdenes no puede, sin embargo, prosperar sino con el auxilio de costumbres regulares y por una larga serie de actos muy uniformes. Los hábitos son tanto más regulares, y los hechos tanto más uniformes, cuanto la pasión es más viva. Se puede decir que la evidencia misma de los deseos es lo que hace a los norteamericanos tan metódicos, pues si bien perturba su espíritu, arregla también su vida.

Lo que digo de los norteamericanos se aplica a casi todos los hombres de nuestros días. La variedad desaparece del seno de la especie humana; los mismos modos de obrar, de pensar y de sentir, se encuentran en todos los ámbitos del mundo, y esto no viene solamente de que todos los pueblos se comuniquen más y se copien con más fidelidad, sino de que, separándose los hombres cada día más en todos los países de las ideas y sentimientos peculiares de una casta, de una profesión o de una familia, llegan simultáneamente a lo que tienen más cerca la constitución del hombre, que es en todas partes la misma. Así se hacen semejantes, sin que jamás se hayan imitado. Son como viajeros esparcidos en un gran bosque, cuyos caminos conducen a un mismo sitio. Si descubren todos a la vez el punto céntrico y dirigen sus pasos hacia él, se acercan insensiblemente los unos a los otros sin buscarse, sin verse y sin conocerse, y al fin se sorprenden al encontrarse unidos en el mismo lugar. Todos los pueblos que toman por objeto de su estudio y de su imitación, no a tal o cual hombre, sino al hombre mismo, acabarán por encontrarse con las mismas costumbres, como esos viajeros en el punto céntrico.

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