Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo duodécimo de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo cuarto de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo décimo tercero

Por qué se muestran tan inquietos los norteamericanos en medio de su bienestar

Se encuentran aún, en algunos cantones retirados del antiguo mundo, pequeñas poblaciones que han estado como olvidadas en medio del tumulto universal y que han permanecido inmóviles cuando todo se conmovía alrededor de ellas. La mayor parte de estos pueblos son muy ignorantes y miserables; no se mezclan en los asuntos del gobierno y frecuentemente los gobiernos los oprimen. Sin embargo, muestran de ordinario un exterior sereno y un humor festivo.

He visto en Norteamérica a los hombres más libres y más ilustrados, en la posición mas feliz que haya en el mundo, y me ha parecido descubrir en sus facciones una especie de humor sombrío, habitual en ellos, encontrándolos graves y casi tristes hasta en sus placeres. La principal razón consiste en que los unos no piensan en los trabajos que sufren, mientras los otros se ocupan incesantemente de los bienes que no poseen.

No hay cosa más extraña que ver con qué especie de ardor febril buscan los norteamericanos el bienestar y cómo se muestran sin cesar atormentados por un temor vago de no haber escogido el camino más corto que puede conducirlos a él.

El habitante de los Estados Unidos se adhiere a los bienes de este mundo como si estuviese seguro de no morir, y se precipita de tal manera a poseer los que están a su alcance, que se diría que teme cada instante dejar de existir antes de disfrutarlos; los abarca todos, pero sin estrecharlos, y muy pronto los deja escapar de sus manos para correr tras de nuevos goces.

Un hombre en los Estados Unidos construye una morada cómoda para pasar en ella su vejez, y la vende cuando está para concluirse: planta un jardín, y lo alquila cuando iba a recoger los frutos; desmonta un terreno, y deja a otros el cuidado de recoger la cosecha; abraza una profesión, y la abandona; se fija en un lugar, y lo deja para llevar a otra parte sus veleidosos deseos. Si sus negocios privados le dan algún descanso, se sumerge en seguida en el torbellino de la política. Y, cuando después de un año de trabajos le queda algún tiempo, pasea su curiosidad inquieta por los vastos límites de los Estados Unidos, haciendo así quinientas leguas en algunos días, para distraerse mejor de su felicidad. La muerte llega, al fin, y lo detiene antes de que se haya fatigado en la inútil pretensión de una felicidad completa, que huye siempre de él.

Se admira uno al contemplar esa agitación singular que muestra a tantos hombres felices en el seno mismo de su abundancia y sin embargo, este espectáculo existe desde que hay mundo, y sólo es nuevo el ver que todo un pueblo lo representa.

El gusto por los goces materiales debe considerarse como el origen principal de esta inquietud secreta que se descubre en las acciones de los norteamericanos, y de esa inconstancia de que dan diariamente ejemplo.

El que limita su espíritu a la sola adquisición de los bienes de este mundo vive siempre agitado, porque no tiene sino un tiempo muy corto para encontrarlos, apoderarse de ellos y gozarlos. El recuerdo de la brevedad de la vida lo aguijonea incesantemente, y fuera de los bienes que posee se imagina otros mil que la muerte le impedirá gustar si no se apresura. Este pensamiento lo llena de turbación, de temor y de pesar y mantiene su alma en una especie de trepidación incesante que lo invita a cambiar todos los días de designio y de lugar.

Si al gusto por el bienestar material se agrega un estado social en que ni la ley ni la costumbre retienen a nadie en su puesto, esto servirá de mayor estímulo para la inquietud de espíritu, y se verá entonces a los hombres cambiar continuamente de ruta, temiendo no acertar con la que más pronto deba conducirlos a la felicidad.

Por otra parte, es fácil concebir que si los hombres que buscan con pasión los goces materiales los desean vivamente, se cansarán también de ellos con facilidad; pues, siendo su objeto final gozar, es preciso que el medio de llegar a él sea pronto y fácil, sin que el trabajo de adquirir el goce sobrepuje al mismo goce. La mayor parte de las almas son, pues, a la vez ardientes y frías, violentas y débiles, y frecuentemente es menos temible la muerte que la continuación de esfuerzos hacia el mismo objeto.

La igualdad conduce por un camino más recto aún a muchos de los efectos que acabo de describir. Cuando todas las prerrogativas del nacimiento y de la fortuna desaparecen, y las profesiones se abren a todos, y se puede llegar por sí mismo a la cima de cada una de ellas, parece también una carrera inmensa y fácil para la ambición de los hombres, y éstos se figuran, desde luego, que están llamados a grandes destinos; pero es una visión errónea, que la experiencia corrige todos los días. Esta misma igualdad, que permite concebir vastas esperanzas a cada ciudadano, lo hace individualmente débil y limita por todos lados sus fuerzas, al mismo tiempo que permite a sus deseos extenderse.

No sólo son incapaces por sí mismos, sino que hallan a cada instante inmensos obstáculos que no habían descubierto al principio. Como han destruido los privilegios de algunos de sus semejantes, encuentra la competencia de todos, y el limite cambia de forma más bien que de lugar. Cuando los hombres son más o menos semejantes y siguen una misma vía, es difícil que alguno de ellos marche de prisa y atraviese la multitud que lo rodea y oprime. Esta oposición constante que domina entre los instintos que hace nacer la igualdad y los medios que suministra para satisfacerlos, atormenta y fatiga las almas.

Pueden concebirse hombres que han llegado a un cierto grado de libertad que los satisfaga enteramente y en este caso gozarán de su independencia, sin inquietud y sin ardor; pero jamás constituirán los hombres una igualdad que les sea suficiente. Por más esfuerzos que haga un pueblo, nunca llegará a hacer las condiciones iguales en su seno; y si tuviese la desgracia de llegar a ese nivel absoluto y completo, quedaría todavía la desigualdad de la inteligencia que, procediendo directamente de Dios, jamás se someterá a las leyes.

Por democrático que sea el estado social y la constitución política de un pueblo, se puede asegurar que cada uno de sus ciudadanos descubrirá siempre cerca de sí muchos puntos que lo dominen y puede preverse que volverá obstinadamente sus miradas hacia este solo lado. Cuando la desigualdad es la ley común de una sociedad, las más grandes desigualdades no causan ninguna impresión, y cuando todo esto está poco más o menos a nivel, las más pequeñas la producen. Por esta razón, el deseo de la igualdad se hace más insaciable a medida que la igualdad es mayor.

En los pueblos democráticos, los hombres obtienen con facilidad una cierta igualdad; pero no pueden alcanzar la que desean. Ésta se aparta más cada día, aunque sin desaparecer jamás de su vista, y al retirarse los atrae en su busca; creen, sin cesar, que van a alcanzarla y constantemente se les escapa. La ven lo bastante cerca para conocer sus encantos; mas no se aproximan lo necesario para gozarla y mueren antes de haber saboreado enteramente sus dulzuras.

A estas causas es preciso atribuir la melancolía que los habitantes de los países democráticos dejan frecuentemente ver en el seno de su abundancia, y ese disgusto de la vida que llega a apoderarse de ellos algunas veces, en medio de una existencia cómoda y tranquila.

Nos quejamos, en Francia, de que el número de los suicidios es cada vez mayor; en Norteamérica el suicidio es raro, pero se asegura que la demencia es más común que en cualquiera otra parte. Estos son síntomas diferentes del mismo mal.

Los norteamericanos no se matan por agitados que se hallen, porque la religión les prohibe hacerlo y porque entre ellos no existe, por decirlo así, el materialismo, aunque la pasión del bienestar material sea general. Su voluntad resiste, pero muchas veces su razón cede.

Los goces son más vivos en los tiempos democráticos que en los aristocráticos y, sobre todo, el número de los que los obtienen es infinitamente mayor; pero, por otro lado, es preciso reconocer que las esperanzas y los deseos son allí frecuentemente burlados, las almas están más conmovidas e inquietas y las zozobras y los cuidados son más sensibles.

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